I

Saliendo del vestidor, la doncella de cámara anunció:

—Su majestad ya está lista. Vamos a proceder a la ceremonia de coronación en el altar mayor.

Había pasado un mes desde aquella terrible noche de la niebla, y Albión tenía todas sus fuerzas ocupadas aún en la reconstrucción de su capital. La abadía de Westminster, al igual que el edificio contiguo del Parlamento, había sido la mayor prioridad de los cuerpos de ingenieros militares, y gracias a su infatigable esfuerzo habían recuperado casi por completo el esplendor de antes de la niebla. Al lado del claustro se encontraba la sala del consejo religioso, que se había habilitado temporalmente como vestidor, desde cuya puerta la doncella dijo a los dos sacerdotes:

—Por cierto, doctor Wordsworth…, su majestad dice que tiene algo que deciros antes de la ceremonia. Si tenéis un momento…

—Por supuesto. ¿Ahora mismo? —respondió el sacerdote enfundado en un traje de etiqueta.

Guardándose la pipa apagada en el bolsillo, el Profesor avanzó seguido del menudo sacerdote y la figura encapuchada de negro que le acompañaba.

—William Walter Wordsworth, a vuestro servicio…

Una vez dentro de la habitación, el sacerdote saludó respetuosamente con la mano en el pecho. Cuando las doncellas de cámara se retiraron, dejando que se incorporara la persona a la que servían, el caballero bajó la cabeza en una profunda reverencia.

—No merezco el honor que me concedéis recibiéndome en audiencia.

—Perdonad que os haya hecho venir, doctor Wordsworth, padre Iqus… —respondió la figura envuelta en un abrigo de marta sobre el traje ceremonial de terciopelo blanco bordado en plata.

Volviendo el rostro rosado, adornado por una cabellera rojiza del color del té, les dijo a sus servidoras:

—¿Nos podéis dejar solos un momento? Tengo que hablar de algo con el doctor… No os preocupéis, que no llegaré tarde a la coronación.

Por supuesto, ninguna de las doncellas hizo ademán de negarse y todas se retiraron con ceremoniosas reverencias y cerraron la puerta tras ellas.

—Qué cansada estoy… —suspiraron los labios rosa perla.

Ofreciendo asiento con un gesto a los tres visitantes, la muchacha se dejó caer exhausta en su butaca.

—No puedo más. Primero ha sido el desfile por la ciudad, luego la ceremonia de entrada en palacio, el canto del himno, el sermón del arzobispo, la ceremonia de juramento, luego a cambiarse otra vez… Es como una tortura.

—Pensad que ya habéis pasado por más de la mitad de todo el ceremonial. Ahora queda el Acto de Coronación, que es el más importante. Debéis resistir un poco más, majestad.

—No me llaméis majestad, por favor, doctor Wordsworth… Cuando la gente que me conoce me llama así me siento como si hubiera dejado de ser yo misma.

Ajustándose el cuello del vestido, que parecía apretarle, la reina negó con la cabeza. Por sus movimientos torpes podía verse que el traje ceremonial la molestaba. El cuello, el corsé, la amplia falda… Era un vestido elegante y lujoso, pero obviamente no muy adecuado para el día a día.

—Llamadme hermana Esther, como siempre —dijo la muchacha con un suspiro—. ¡Ah!, pero ahora que he vuelto al mundo seglar ya no soy hermana, claro… ¿Os puedo pedir que me llaméis sólo Esther?

—Pero pronto todo el mundo os llamará majestad. Sería mejor que os fuerais acostumbrando —replicó el Profesor, mientras se sentaba.

Con la pipa en la boca, animó a la figura de la capucha a tomar también asiento.

—Ya os podéis descubrir, Vanessa, que estamos solos.

—Las iglesias siempre me han resultado un poco incómodas… —dijo, quejándose, la joven encapuchada.

Tenía el rostro brillante por efecto del sudor y del gel antirrayos ultravioleta que se había untado.

—¿Tan necesario era llamarnos en un momento como éste, Esther? En pleno mediodía, justo antes de la ceremonia de coronación… ¿Por qué no en palacio?

—Lo siento, Vanessa. Éste era el único momento que tenía libre. Y no he podido tomarme tiempo para hablar más que hoy… De todos modos, tampoco es que tenga mucho rato para dedicaros.

Esther o, mejor dicho, la reina Esther cruzó los dedos sobre el pecho con aire preocupado. Sin perder más tiempo disculpándose ante la methuselah entró directamente en materia:

—¿Qué tal la vida en la isla? ¿Todo en orden? ¿Hay algo que necesitéis?

—No, todo bien en ese frente. Boswell nos está tratando muy bien. Lo que hay en la isla de… ¿el País de Nunca Jamás, se llamaba? ¿Eso era un laboratorio secreto? Se nota, porque nadie se acerca nunca.

La methuselah se arregló la cabellera rubia mientras respondía en tono serio. Seguro que creía estar comportándose con la mayor corrección, aguantándose las ganas de estirar las piernas sobre la mesa.

—Tiene instalaciones de electricidad, gas y agua, y también un puerto. Es casi un lugar tan práctico como el gueto… Por cierto, mi hermano os envía saludos.

—¿El conde de Manchester? Decidle que me alegro de que esté bien…

Esther asintió al oír el nombre del methuselah a quien la anterior reina había confiado el liderazgo del centenar de habitantes del gueto. A cambio de que olvidara la traición que había sufrido y jurara de nuevo fidelidad al reino, les habían prometido un lugar donde vivir y habían firmado un tratado que detallaba la condiciones. Conseguir que lo aceptara había sido el primer gran éxito de Esther como monarca. Por supuesto, los que se habían encargado a nivel práctico de acondicionar aquella solitaria isla para que los methuselah pudieran habitarla habían sido Boswell y el resto de miembros del club Diógenes, y quien había gestionado el transporte secreto de los supervivientes desde el gueto había sido la duquesa de Erin. Esther no había participado mucho en la aplicación concreta del plan, pero estaba contenta de haber colaborado en la solución de aquel problema. Al lanzar un suspiro de alivio, la presión del corsé le arrancó una mueca de dolor.

—¿Qué ocurre, Esther Blanchett? —preguntó fríamente Tres, clavando sus ojos de cristal en la reina—. ¿Tenéis algún problema de índole física o psíquica? Avisad si os encontráis mal.

—No, no es nada. Sólo que… ¡Ah!, por cierto, padre Tres, os quería pedir algo, que casi me olvido…

Esther se volvió hacia él al recordar una cosa y le entregó el hábito blanco que tenía al lado, pulcramente plegado.

—Devolved esto a Roma, por favor… Yo ya no lo necesito. Devolvédselo a la Iglesia.

—Comprendido —respondió el soldado mecánico sin emoción—. Se lo entregaré a la duquesa de Milán.

—Gracias, Siento mucho no haber podido verla en persona una vez más. Hacedle llegar mis saludos, por favor. Antes de renunciar al hábito me habría gustado visitar Roma de nuevo, pero…

Desde la noche de la niebla no había tenido ni un instante libre. Los esfuerzos del doctor Wordsworth y Vanessa habían logrado eliminar la amenaza, pero las labores que le esperaban después a la reina habían sido tanto o más complicadas. Después de anunciar que aceptaba la corona tuvo que calmar a la población, aplacar a los partidarios de Mary que se habían alzado en las provincias, rechazar con elegancia la propuesta de matrimonio que le había mandado en seguida el rey germánico…, labores a cuál más difícil. No quería ni pensar cómo habrían ido las cosas si no hubiera contado con la ayuda de la duquesa de Erin, el club Diógenes y la duquesa de Milán, que se comunicaba con ella a través del Profesor. Con una voz llena de agradecimiento sincero, la muchacha dijo:

—Os debo mucho, doctor Wordsworth… Nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí.

—Me abrumáis… Yo también ha disfrutado al poder utilizar parte de mi talento… Pero, bueno, si algún día me queréis hacer un favor podéis contratarme cuando me echen del Vaticano. No espero demasiado, con tener ciento cincuenta días de vacaciones al año, pensión completa y dos o tres secretarias de buen ver me conformo.

—Ya veo… Lo tendremos en cuenta —respondió simplemente la reina ante las bromas del sacerdote.

El Profesor se puso serio de nuevo y le ofreció la mano para que se la estrechara. La ceremonia de coronación estaba a punto de empezar. No podían pasar allí mucho más tiempo. Se levantó y dijo en tono grave:

—Cuidaos, hermana Esther. El camino que habéis escogido está lleno de espinas. Es duro y peligroso… Nadie os echará en cara que lo abandonéis.

—Gracias, doctor, pero…

Esther sacudió la cabeza y respondió sin dudar hacia la mirada inteligente del Profesor:

—Mi lugar está aquí. Aquí es donde tengo que luchar. Huir ahora sería huir de mi propia vida… Eso no me lo perdonaría nunca.

—Ya veo… Opus autem suum probet unusquisque et sic in semet ipso tantum glorian habebit et non in altero nunsquisque enim onus suum portabit. «Que cada uno examine su propia obra y entonces tendrá motivo de gloria respecto a sí mismo, y no respecto a otro».

El Profesor se dio la vuelta con una sonrisa triste en los labios. Tres le siguió en silencio y detrás de ellos…

—¿Eh? ¿Ya estamos, abuelo? Vale, pues ya vendré otro día, Esther. Que te vaya bien.

Tapándose de nuevo con la capucha, Vanessa salió de la habitación y cerró la puerta.

—Así que esto se acaba aquí… —suspiró Esther.

Sí, allí terminaba su viaje.

Un año antes había salido de István. Era sólo un año, pero parecía una eternidad. Era como si hubiera hecho un viaje larguísimo. Había visitado muchos lugares y había conocido a mucha gente… Había visto muchas maneras de vivir y de morir… Había experimentado muchos más sufrimientos que alegrías, pero había sido un viaje fructífero.

Pero ya había terminado.

Ya no iría a ningún sitio más. Ya no huiría más. Sabía lo que tenía que defender, dónde tenía que luchar y quién era su enemigo. Lo había apostado todo en un combate que no podía permitirse perder.

Estaba un poco triste, pero era ella misma quien había tomado aquella decisión. Y no se arrepentía. No se arrepentía, pero…

—Padre…

Esther recordó aquella sonrisa enmarcada por una cabellera plateada.

Desde la noche de la niebla no había visto a Abel. Muy probablemente aún estaría en Albión, pero no se había acercado a palacio. Sabía que estaba investigando acerca de aquella organización terrorista llamada la Orden, pero no estaba al corriente de los detalles. Por su parte, Esther había estado tan ocupada durante aquel mes que tampoco habría tenido tiempo de hablar con él. Y por lo que había oído, iba a regresar a Roma con el Profesor aquel mismo día.

—No nos veremos… Bueno, será mejor que no nos veamos —murmuró la muchacha, apretando inconscientemente el puño.

No debía volver a verle. Aquélla era una de las razones por las que había aceptado la corona.

Eran muy diferentes el uno del otro. No podía negar todas las cosas que había sentido durante el viaje. Su presente y su pasado, las responsabilidades con las que tenían que cargar… Todo era diferente… Por eso, si seguía a su lado no haría más que hacerle daño. Incluso podía ser que pusiera en peligro su propia vida…, como había ocurrido el otro día.

—Es mejor que no nos veamos nunca más… No podemos vernos… —murmuró la reina, mordiéndose los labios.

Tenía que evitar volver a verle. Aquello era lo que le ordenaba la razón.

El viaje había sido tan divertido… Si lo veía otra vez, no sabía si podría llevar adelante su decisión. Quizá saldría huyendo. O le confesaría sus verdaderos sentimientos. Casi sería mejor morir.

Por eso no debía verle…

—Pero… padre…

—¿Sí?

Una voz despistada que causaba incluso mareos respondió a su profundo suspiro. Cuando Esther levantó la mirada hacia ella, lo que vio estuvo casi a punto de causarle un verdadero desmayo. En la tela metálica que cubría el conducto de ventilación había una cara apretada. Estrujada contra la trama metálica, parecía más bien una pieza de embutido, pero si se miraba bien era la cara de un joven con gafas redondas. Era una cara que Esther conocía muy bien.

—¿¡Padre!? ¿¡Qué estáis haciendo ahí!?

—Es que cuando he intentado entrar por la puerta no me han dejado… —respondió Abel.

Sus palabras resonaban con un eco extraño. A saber en qué posición tendría que haberse puesto para sacar la cabeza por allí, retorciéndose como una serpiente. El sacerdote preguntó con voz llorosa:

—¿Verdad que hoy es la ceremonia de coronación? Pues estaba buscando una manera de entrar y al final he acabado aquí… Oye, ¿no podrías sacar la reja ésta? Es que me estoy quedando sin respiración y veo el mundo como si estuviera usando caleidoscopio… ¡Huy!, vaya mareo…

—¡A…, ahora mismo voy!

Esther acercó apresuradamente una silla. Después de subirse a ella pudo llegar con las uñas a los tornillos que sostenían la rejilla metálica. Una vez que la hubo sacado, el cuerpo del sacerdote apareció como si fuera una serpiente gigante que acabara de despertarse después de un largo período de hibernación.

—Es increíble que os hayáis podido colar por ahí… Pero, ahora que lo pienso, si estabais ahí todo el rato, ¿¡por qué no habéis dicho algo antes!?

—Pe…, perdón. Es que como estabas hablando sola con esa cara tan seria…, pensé que si decía algo me darías un puñetazo —replicó Abel, avergonzado—. ¿Eh…? Se te ve muy bien… Estaba un poco preocupado, tanto tiempo sin verte… Pero veo que estás bien.

—Sí, bueno…

Esther disimuló su turbación fingiendo una actitud seca y, apartando la mirada, preguntó bruscamente:

—¿A qué habéis venido, padre? Si os habéis tomado tantas molestias digo yo que será algo urgente.

—¡Bah!, no es nada importante… Sólo quería verte antes de irme. Últimamente hemos estado tan ocupados que no hemos tenido ocasión de hablar.

—¿Ah, sí?

El sacerdote hablaba con el tono despreocupado de siempre. Parecía imposible que fuera la misma persona que la de aquella noche de la niebla. Esther se puso la mano en la cadera y empezó a sentirse irritada por haberse preocupado seriamente por él. Torciendo el gesto por la presión desagradable del corsé, la muchacha replicó, cada vez más irascible:

—Pero es una suerte, padre, porque precisamente quería preguntaros algo…

—¿Ah, sí? ¿Qué es?

—¡No me digáis que no lo sabéis! —gritó, airada, Esther.

¿Cómo podía atreverse a hacerse el despistado en una situación como aquélla?

Había tantas cosas de las que tenían que hablar…

Lo que había pasado aquella noche… Su relación con la criatura llamada Caín… Las heridas del pasado… Y lo más importante de todo: ¿¡qué era exactamente aquel Krusnik que había escapado incluso de la muerte!?

Pero Esther ni hizo ninguna de aquellas preguntas.

—Yo…, yo he vuelto al mundo seglar. Ya no soy religiosa. ¿Qu…, qué os parece?

A media frase, la muchacha se dio cuenta de lo tonta que estaba siendo.

«¡Pero ¿por qué estoy preguntando esto!?».

Había algo mucho más importante de lo que hablar. ¿A qué venía aquella pregunta estúpida? De todos modos no pudo detener la lengua, aun odiándose a sí misma por decir aquello. Ruborizándose, la muchacha vociferó:

—Ya veis que me ha cambiado completamente la vida… ¿¡No tenéis que decir nada al respecto!?

—¿Que qué me parece? Pues no sé… —respondió el sacerdote, torciendo la cabeza—. Es algo que has decidido por ti misma, o sea que me parece fantástico. Te deseo lo mejor.

—¿¡Na…, nada más que eso!?

—Sí…, ¿por qué? Como reina también cobrarás un sueldo, ¿no? ¿Cuántos días de vacaciones tienes? ¿Te los pagan?

Esther apretó el puño con verdaderas ganas de estampárselo en la cara. Al mismo tiempo se dio cuenta de que todas las preocupaciones que había sentido hasta entonces estaban empezando a desaparecer. Destensando los músculos, Esther dijo, riendo:

—Qué idiota…

—¿Idiota? ¿Qu…, quién es un idiota? Ya sé que a veces soy un poco lento, pero eso no quiere decir que no me duela si me lo dicen así…

—No, no es eso… Me refiero a mí —replicó Esther, sin dejar de sonreír—. Quería hablar de muchas cosas con vos. He pensado tanto en… Pero ahora no puedo decir más que tonterías.

—Has pensado tanto… ¿en qué?

—En muchas cosas… En que no quiero seguir siendo una carga. Pero me preocupa lo que os pueda pasar.

—¿Una carga? ¿Tú? ¡Pero ¿cómo puedes decir eso?! —gritó el padre, que movía los brazos como un ventilador—. ¡Yo nunca te he considerado una carga!

—Ya lo sé… Porque sois muy indulgente.

Pero Esther sabía mejor que nadie que era una carga. Aunque cualquiera que hubiera visto aquella batalla lo sabría también. Aquélla era una lucha en la que ningún ser humano podría intervenir, de las que se describían en la Biblia. Cualquier persona de este mundo no sería más que una molestia en medio de un combate así. Al darse cuenta de ello, Esther había visto que su viaje había terminado.

—Pero nuestros caminos se separan aquí. Si os acompaño más tendréis que seguir protegiéndome y sufriréis más. Entonces, no podréis vencer a aquél a quien hay que derrotar por encima de todo.

—E…, Esther…

El sacerdote pareció confuso ante las palabras de la muchacha. Con los ojos brillantes, negó violentamente con la cabeza.

—No es así, Esther… No…

—Por eso he tomado una decisión.

Esther no dejó que el sacerdote acabara de hablar. Interrumpiéndole sin consideración, la muchacha dijo, resuelta:

—Mi viaje acaba aquí. Ya no seré más una carga… Ahora tendréis que seguir solo. A cambio, yo libraré aquí mi batalla…, la batalla que nadie más que yo puede librar.

—¿Estás segura? —preguntó el sacerdote, con expresión preocupada—. Quedarse aquí no será fácil para ti. ¿Estás segura de que estarás bien? ¿No estás haciendo un esfuerzo demasiado grande?

—Sé que no será fácil, pero yo… Yo quiero que estemos juntos.

Esther habló sin vacilar.

Pensándolo bien, era muy fácil. Llegar a aquella conclusión le había llevado un año. Ya no tenía por qué dudar. Sonriente, Esther hinchó el pecho.

—No podemos seguir viajando juntos, pero mientras yo esté luchando aquí será como si estuviéramos juntos. Aunque no estemos en el mismo sitio, nuestras almas permanecerán unidas… Eso es lo que quiero.

—Esther… —murmuró Abel, que escuchaba las palabras de la muchacha con expresión dulce—, antes has dicho que eras una carga, pero eso no es verdad. Ha sido gracias a tu presencia que he podido seguir siendo yo mismo. Gracias a ti, y a Caterina, y a Tres, y a Kate, y al Profesor… Continuaré luchando, pensando siempre en las personas que me han apoyado. A todas les estoy muy agradecido.

—Os entiendo perfectamente. Por eso yo tampoco huiré. Me quedaré aquí para ayudaros y sentir vuestra presencia.

Esther seguía hablando serenamente, sin perder la sonrisa. Los hombros le temblaban un poco y en la voz se le notaba un eco desesperado, pero se aplicó con todas sus fuerzas en no dejar de sonreír.

—Será mejor que os vayáis. No os preocupéis por mí… Yo estaré bien. Id… a vencer.

—Prometido —respondió sin dudarlo el sacerdote—. No me dejaré derrotar. Te lo prometo.

—Majestad, ¿hay alguien ahí?

Fue entonces cuando sonó la voz de una doncella de cámara que llamaba a la puerta. Confusa, Esther no supo cómo responder y, cuando acertó a volverse, la doncella ya estaba entrando en la habitación.

—¡Ah…! ¿Eh…? Es…, es…

Esther buscó desesperadamente una excusa mientras trataba de cubrir a Abel.

Podía decir que el Profesor había sufrido una transformación rejuvenecedora mientras hablaban y tenían que llevarle al hospital.

O que era un asesino que quería matarla… Claro estaba que, aunque no hubiera consumado su crimen, le condenarían igualmente a muerte.

¿Y un ingeniero que se había perdido? Eso sería la excusa más plausible, si no fuera porque iba vestido con hábito.

—¡No se me ocurre nada!

—¿Qué ocurre, majestad?

La doncella miró sorprendida a la reina y buscó con la mirada a su espalda…

—Qué raro, me había parecido oír una voz de hombre… Perdonadme, majestad, no quería molestaros.

—¿Eh?

Esther volvió la cabeza y buscó al sacerdote que tenía detrás…, pero sólo se encontró con la pared blanca.

Allí no había nadie.

—Padre… —murmuro con la boca abierta.

—¿Seguro que estáis bien, majestad? —dijo con preocupación la sirvienta, como si se preguntara si tenía llamar a un médico—. Ya es la hora. Si os encontráis mal, decídmelo, por favor.

—¡Ah…! No, estoy bien. Ahora mismo voy… —asintió apresuradamente la muchacha sin que pudiera librarse de un sentimiento de irrealidad.

¿Lo habría soñado todo aquello?

Al buscar con la mirada el conducto de ventilación, se dio cuenta de que en uno de los clavos que sostenían la rejilla colgaba un pedazo de tela negra desgarrada. Era un pedazo de hábito. Estaba viejo y raído, pero tenía un olor que le traía muchos recuerdos.

—Adiós, padre.

Después de recoger el trozo de tela y metérselo en el bolsillo, la reina se levantó.