8
Disciplina y paciencia
Era la una de la madrugada aproximadamente cuando el Chevrolet Blazer con matrícula de Arizona regresó muy despacio a la cabaña número 7 del complejo turístico Shady Pines, cerca de Lucerne. Un hombre canoso y bien afeitado con unas gruesas gafas salió por el lado del conductor, hundiendo las suelas de tacón alto de sus botas en el lodo formado por el barro y las agujas de pino que habían dejado las tormentas recientes. Se presionó los lados de su gran nariz ganchuda como para asegurarse de que no se le había ladeado y avanzó pesadamente para abrir la puerta de la cabaña.
A continuación, fue a abrir la puerta lateral del todoterreno y cogió un gran saco de lona del interior, que se echó al hombro lanzando un gruñido y que cargó hasta la cabaña. Con el pecho palpitante, dejó el fardo y cerró la puerta.
—¿Qué te había dicho, amigo? —dijo jadeando al tiempo que se daba una palmada en la barriga—. Tienes que mantenerte en forma para este trabajo.
Se oyó un gemido amortiguado procedente del saco.
Las cortinas de las ventanas estaban corridas, y la única fuente de luz del lugar era el mortecino leño artificial de la chimenea, que emitía un parpadeo anaranjado como la fragua de un herrero. A la luz sombría de la cabaña, el saco parecía demasiado sólido y anguloso para contener ropa. La lona se agitaba: un capullo listo para abrirse.
Al ver el movimiento de la bolsa, el hombre pareció recuperar la energía y se quitó su peluquín canoso y su nariz de látex. Escupió la dentadura postiza que hacía que le sobresalieran los incisivos superiores y se quitó las gruesas gafas, lo que dejó a la vista la cara de Lyman Pearsall, exceptuando su poblado bigote. El afeitado apurado no era la única diferencia que se apreciaba en su cara. Su flácida impotencia habitual había dado paso a un nuevo vigor, y sus facciones se hallaban ahora marcadas de astucia y ansia.
Tras guardar los elementos de su disfraz en un maletín abierto sobre el sofá que había junto a la chimenea, se desnudó y cogió una bata rojiza de mujer del maletín, se envolvió con ella y se ató el cinturón, y a continuación se dejó caer en el sofá. Cerró el maletín y, tras montar un espejo de maquillaje sobre su tapa, apretó un interruptor que iluminó la circunferencia del espejo. Su cara lo miraba lascivamente en el espejo, con el maquillaje corrido y empapado de sudor.
Una generosa cantidad de crema limpiadora y una toalla de manos sucia le sirvieron para quitarse el maquillaje viejo. Una capa nueva de crema de base convirtió su tez colorada en pálida y delicada, y se pintó los labios con lápiz de labios rojo, las mejillas con colorete, los ojos con rímel y una sombra de ojos azul que combinaba con sus lentes de contacto. Cubrió su cabeza calva con una larga peluca rizada del color de las plumas de un cuervo.
«¡Mira qué guapa eres!».
Sonrió al ver el rostro femenino del espejo. La cara de Lyman tenía demasiados bultos para ser hermosa, pero había hecho un trabajo pasable emperifollándose. Su madre estaría orgullosa de lo guapo que podía ponerse. Ella le había enseñado todo lo que necesitaba saber para imitar al enemigo.
Se levantó y posó para el hombre apoyado en el sillón que había al lado del sofá.
—¿Qué te parece, cariño?
El hombre del sillón se hallaba colocado de cara a la televisión de veinte pulgadas que había en un rincón de la habitación como si estuviera absorto en un programa de la pantalla oscura, pero sus ojos se habían elevado para mirar al techo sin parpadear. Era James Alton Henderson, el antiguo dueño del Chevrolet Blazer con la matrícula de Arizona, y según la fecha de nacimiento de su permiso de conducir, tenía cuarenta y pocos años. Un brillo gomoso de sangre reseca le recorría el cuerpo desde la cuchillada curva del cuello hasta los genitales, y le pegaba al pecho el vello moreno que tenía entre las tetillas. El rigor mortis había hecho que los dedos se le quedaran agarrotados sobre el mando a distancia que había estado colocado en su mano derecha. El humo de la chimenea no lograba ocultar el olor a carne en estado de descomposición.
El hombre de la bata y el maquillaje puso los brazos en jarras y sacudió la cabeza en dirección al cadáver silencioso.
—¡Hombres!
Otro gemido suave desvió su atención a la bolsa de lona. Con una pausada eficiencia, apartó los cosméticos y sacó una aguja hipodérmica nueva de su maletín. No estaba seguro de si ella necesitaba otra dosis; el exceso de fenobarbital podía matarla, y eso no estaría bien. A pesar de todo, era mejor estar preparado. Lo usaría tarde o temprano.
Tras colocarse la jeringuilla detrás de la oreja como si fuera un cigarrillo, trasladó el saco que se retorcía a través de una puerta que daba al dormitorio de la cabaña medio cargando con él, medio arrastrándolo. El único ocupante de la habitación se despertó cuando entró, resollando como un instrumento de viento sin lengüeta y haciendo vibrar la cabecera de la cama mientras él sacaba a la chica rubia inconsciente del saco y la ataba al otro lado de la cama de matrimonio extragrande con una cuerda de nailon.
La chica tenía unos diecinueve años, la cara alargada y plana, y el pelo greñudo. Sin embargo, la demacración resultante de la adicción al crack hacía que aparentara más años, con las mejillas hundidas y la piel reseca. No había sido quisquillosa a la hora de escoger a sus clientes: incluso había aceptado a un hombre rollizo y canoso con gafas gruesas y los dientes salidos.
Le levantó los párpados de los ojos para comprobar la dilatación de sus pupilas y decidió que de momento no era necesaria otra inyección. En lugar de ello, enchufó el soldador que había encima de la mesita de noche y esperó a que se calentara. Cuando su punta metálica emitió un fulgor anaranjado, acercó una silla a la cama y cogió la navaja abierta de la mesita.
La mujer del otro lado de la cama se retorció y volvió a susurrar, tirando de sus ataduras y haciendo gestos de pánico. Él le sonrió e inclinó la barbilla de la chica inconsciente hasta que su tráquea sobresalió hacia arriba, con sus rugosidades tirantes contra la piel.
Una vez con las herramientas en la mano, le hizo un pequeño círculo en la tráquea y cauterizó los puntos de la incisión con el soldador caliente para que no se ahogara con la sangre. Cada gota de líquido carmesí desaparecía con un chisporroteo y una voluta de humo con olor a hierro. Al poco rato había creado una portilla ennegrecida por las quemaduras a través de la cual podía ver el reluciente tabique posterior de la tráquea cubierto de mucosa. El aire entraba y salía de sus pulmones sin ni siquiera pasar por la laringe.
«¡Ah, bendito silencio!», pensó, escuchando el dueto de silbatos para perro que ejecutaban las dos mujeres en la cama. El único día de la vida de su madre que se había callado había sido cuando él le había abierto la garganta.
Entró en el cuarto de baño contiguo un momento, se lavó las manos y revisó su peluca y su maquillaje. Sabía que la confusión de sexo haría más difícil que sus obras lo identificaran si la policía las invocaba más adelante. Pero esa cara… más mayor que la que él tenía, con profundas arrugas y una boca pequeña y furiosa…
Pero mira que eres preciosa, casi podía oír decir a su tía Pearl en tono de adoración. ¡Eres igualita a tu mamá!
Su mano agarró el vaso de agua medio lleno del lavabo por voluntad propia y lo lanzó a su reflejo. El vaso estalló salpicando agua, y el espejo se rompió y quedó borroso del líquido rociado.
Matar a su madre no había sido suficiente. Una magnética y perversa atracción —entre madre e hijo, entre asesino y víctima— lo había empujado hacia ella incluso estando muerta; ella lo recibía en el vacío con las garras extendidas, estrujándole el espíritu con su desprecio como las mandíbulas de un cascanueces. Por muchas veces que lograra liberarse de ella, su madre lo arrastraba de nuevo hasta las fauces del agujero negro de su alma.
Pero ahora Lyman había conseguido un refugio en el mundo de los vivos: una vasija dispuesta que, a diferencia de su receptáculo anterior, no se resistiría a su ocupación. Él estaba en este lado, y su madre en el otro, y él no iba a volver nunca más. Se iba a asegurar de ello.
Se corrió el lápiz de labios de la boca para disipar el parecido familiar y con paso airado salió del cuarto de baño hacia el lado de la cama donde Marilyn Emmaline Henderson, viuda de James Alton, se retorcía desesperada, con el tapiz de su barriga hinchándose cada vez que respiraba. Cogió la jeringuilla de detrás de su oreja y le dio un golpecito con el dedo índice para sacar cualquier burbuja de aire que pudiera haber. Como la mujer tenía las manos atadas por encima de la cabeza, la circulación de los brazos se le solía acumular en los hombros, que habían adquirido un color magenta lleno de manchas, y tuvo que esperar casi un minuto después de desatarle el antebrazo izquierdo hasta que una vena se marcó lo suficiente para inyectarle el sedante. Luego tuvo problemas para sujetarle la mano firme de forma que la aguja no se escurriera.
Disciplina y paciencia, Vanessa, le aconsejaba siempre su madre. Con disciplina y paciencia puedes hacer todo lo que te propongas.
Cuando Marilyn Henderson perdió la conciencia, enhebró su aguja de bordar y examinó las zonas de su lienzo que todavía quedaban por rellenar. La paleta de colores de los que disponía era inevitablemente limitada, pues solo el hilo rojo y el negro conservaban su tono cuando los introducía debajo de la piel. A pesar de todo, su última labor de costura era una creación impresionante. El estómago de Marilyn lucía una pira de llamas escarlata de las que se elevaba una figura negra alada parecida a un fénix, con los brazos levantados en señal de triunfo. El fuego le lamía la parte inferior de los pechos, con un contorno en forma de lágrima aún por rellenar.
Pinchó con la aguja por debajo de un pequeño pliegue de piel y la introdujo en la zona en blanco, tiró del hilo hasta dejarlo tirante y lo pasó por encima para dar la siguiente puntada. Pinchar, tirar. Pinchar, tirar. De vez en cuando hacía una pausa para secar la sangre que brotaba con una toalla manchada del complejo Shady Pines.
El bordado es un excelente pasatiempo para una jovencita, Vanessa. Fomenta tanto la disciplina como la paciencia.
Había comprado las agujas y el hilo de bordar por pocos dólares en una tienda de material artístico. No estaban pensadas para uso quirúrgico y no habían sido esterilizadas, pero el riesgo de infección no le preocupaba. Al igual que las pinturas de arena de los indios americanos nativos, su arte era efímero, y su belleza resultaba aún más resplandeciente porque no iba a sobrevivir.
La chica rubia volvió en sí mientras él estaba trabajando con la señora Henderson. Cuando oía el resoplido de su tráquea perforada, no podía resistirse a levantar la vista de vez en cuando y sonreír a su cara crispada y manchada de lágrimas. Era mucho más grato tener público. Su emoción aumentó, y apenas pudo impedir que sus manos siguieran cosiendo febrilmente.
Cuando el trabajo quedó por fin terminado, volvió al salón, se relajó y se refrescó.
—Si no te importa —dijo a James Alton Henderson, y apretó un botón del mando a distancia en la mano del cadáver.
La pantalla de la televisión se llenó de nieve. Sobre el televisor había un vídeo, y encima una pila desordenada de cintas de vídeo. Cogió una que tenía una etiqueta en la que ponía «NAVIDADES» y la metió en el aparato.
La cinta empezó a reproducirse, y la imagen temblorosa de un árbol de Navidad lleno de luces de colores apareció en pantalla. Un montón de regalos envueltos en papel dorado y plateado rodeaban el árbol colocados en pequeñas pirámides. Todo lo eclipsaba una motocicleta Harley-Davidson VRSC V-Rod edición conmemorativa del cien aniversario de 2003 apoyada en su soporte con la actitud despreocupada de un dandi con esmoquin, con su cromo resplandeciente y sus asientos de cuero relucientes como el culito de un bebé.
—¡Impresionante! —exclamó la voz amplificada del cámara. Se dedicó a tomar panorámicas de un lado a otro de la motocicleta, mientras el autofocus difuminaba y refinaba la imagen alternativamente—. No puedo creer que hayáis encontrado una.
—Encontrarla fue fácil —respondió una apagada voz de hombre fuera de cámara—. Pujar más que el resto de la gente en eBay fue lo más difícil.
—¿Estás seguro de que estás listo para esto, Scotty? —preguntó una mujer.
La cámara giró hacia ella, que estaba sentada en una mullida silla victoriana.
—¡Tranquila, mamá! Es más fácil que montar en bicicleta.
Ella no parecía convencida.
—Solo quiero que tengas cuidado, nada más.
El hombre de la bata se apartó de James Henderson e imitó la postura de la mujer sentándose en el sofá: las manos dobladas, las rodillas juntas, los tobillos cruzados y metidos debajo de la silla. Tenía el pelo corto, teñido de castaño pero claramente encanecido, y su cara estaba empezando a ponerse flácida.
—Más vale que tengas cuidado —añadió la otra voz de hombre—. El seguro me cuesta una fortuna.
Otra elegante panorámica, y la cámara se posó en un hombre con cara de aburrimiento sentado en una silla victoriana a juego. Llevaba un traje de tres piezas y una corbata formal, con el cuello de la camisa tan apretado que le formaba papada.
—Hombre, papá, como si no te lo pudieras permitir…
—Si tuvieras trabajo, sabrías lo que hay que sudar para conseguir una moto así —replicó el padre.
Se repantigó en la silla separando las piernas, lo que obligaba al espectador a mirarle la entrepierna. Tenía un cigarro encendido en la mano derecha, pero no lo chupaba en ningún momento. Fumaba un puro de cincuenta dólares para demostrar que podía hacerlo, desafiándote a que cuestionaras su derecho a enturbiar el aire con su niebla con aroma a té. Tras abandonar la pose femenina, el hombre de la bata adoptó el lenguaje corporal del padre, pronunciando mudamente las palabras que él decía.
—Press, cariño, solo tiene dieciséis años —dijo la madre.
—Sí, y cuando yo tenía ocho ya estaba ayudando a mi padre a pintar casas. Pero nuestro Einstein ni siquiera fue capaz de rellenar papeles un verano sin pifiarla.
—¡Déjalo ya, papá! Ese trabajo era una mierda, y lo sabes.
La cámara hizo un zoom sobre la expresión de indignación del padre, que tenía los ojos como platos.
—Ah, ¿así que piensas que era una mierda de trabajo? A lo mejor te gustaría reponer tierra para gatos y tampones en un supermercado para pagarte la universidad.
—Cariño, me lo prometiste —rogó la madre—. Es Navidad.
—¿Y qué? Todos los días son vacaciones para este crío.
—Lo que tú digas, papá. Que te den.
La cámara se meneó y se ladeó hacia la puerta.
—¡Puedo vender esa moto con la misma facilidad con que la he comprado! —gritó la voz del padre—. ¿Me oyes, Scott? Escúchame cuando te hablo…
La cámara se apagó, y la imagen se disolvió entre interferencias. Un concierto de Eminem grabado de la televisión por cable ocupaba el resto de la cinta.
El hombre de la bata examinó lánguidamente algunas de las otras cintas y vio celebraciones de cumpleaños, barbacoas del 4 de julio con servicio de catering y cenas de Acción de Gracias. Dentro de poco tendría que marcharse. Cerrar el tiro de la chimenea, echar un chorro de gasolina aquí y allá, y retirarse encendiendo una cerilla. Pero antes de destruir iba a crear.
Tarareando para sí, entró de nuevo en la habitación, donde un lienzo nuevo aguardaba las atenciones de su aguja y su hilo.