18

Carne y sangre

El sábado el teléfono sonó a las 5.37 de la madrugada. Natalie dejó que saltara el contestador automático.

Volvió a sonar un minuto más tarde. Natalie se dio la vuelta en la cama y dejó que el contestador saltara de nuevo.

La tercera vez que oyó el timbre del teléfono apartó las sábanas.

—Por el amor de…

Aunque podría haber cogido el supletorio de la mesita de noche, bajó pesadamente por la escalera para escuchar los mensajes, negándose a dar al pesado que llamaba la satisfacción de una respuesta inmediata. Cuando llegó a la cocina, el contestador ya se había puesto en funcionamiento, y la voz de Inez la buscaba en el aire.

—¿Natalie? ¿Natalie? Si estás ahí coge el teléfono, por favor. Es urgente.

Temblando en camiseta de manga corta y bragas, Natalie cogió el aparato, con los ojos entornados por el sueño.

—Sinceramente, Inez, ¿tienes idea de la hora que es?

—Sí. —Tenía un tono de voz muy apagado.

—Oye, si es por lo del… proyecto, todavía no he descubierto nada. Mañana te avisaré.

—Olvídate de eso. ¿Cuánto tardas en llegar al instituto?

—¿Instituto? ¿Qué instituto?

—Ya sabes cuál.

Una claridad producto de la adrenalina evaporó el resto de la bruma del sueño.

—¿Qué pasa?

La línea quedó en silencio. Inez debería haber buscado una forma más delicada de comunicarle la noticia. No la encontró.

—Alguien mató a tu madre anoche.

El mundo que rodeaba a Natalie se encogió hasta volverse del tamaño del aparato que tenía en las manos.

—¿Qué?

—Lo siento.

—¿Un paciente…?

—No. Creo que será mejor que vengas aquí antes de que te lo explique.

—Sí. —Natalie se alejó del teléfono, sin recordar que todavía tenía el aparato inalámbrico, pero volvió sobre sus pasos distraída—. Callie… Tengo que encontrar a alguien que la cuide.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo Inez—. Te veré cuando llegues.

—Sí. Gracias.

Con la mano temblando sobre el teclado del teléfono, Natalie apretó el botón de colgar.

«Nunca conocerá a su abuela».

Dominó sus emociones como si fueran dinamita y marcó el número de la canguro.

• • •

El problema del tráfico de Los Ángeles es que te da todavía más tiempo a pensar en el asunto del que te está apartando. Un accidente había bloqueado dos carriles de la autopista, y sin otra cosa en que ocupar su mente aparte del progreso intermitente del atasco, Natalie no pudo por menos de visualizar un horrible cuadro vivo tras otro. La vaguedad de los comentarios de Inez no hizo más que aumentar la variedad de terrores.

Alguien mató a tu madre anoche… Creo que será mejor que vengas aquí antes de que te lo explique.

Una oleada gangrenosa de desprecio por sí misma se extendió desde la boca de su estómago, hasta que se metió en el carril de la derecha del todo por si tenía que hacerse a un lado y vomitar en el arcén de la autopista. No estaba llorando. Su madre acababa de ser asesinada, y no estaba llorando. ¿Por qué no estaba llorando? Porque apenas conocía a aquella mujer. Pero aquella mujer era su madre, de modo que debería estar llorando…

Una y otra vez.

A menudo Natalie se había imaginado recibiendo una terrible llamada telefónica del instituto. En ese momento reconoció que una parte pequeña y oscura de sí misma había deseado que llegara esa llamada. El alivio para Nora, la absolución para Natalie. Lo mejor para todos.

Pero no de esa forma. Nunca había deseado eso. De hecho, se dio cuenta de que nunca había deseado la muerte de su madre. Lo que realmente anhelaba Natalie era que acabara su sufrimiento, el ciclo devastador de esperanza vana e inevitable decepción que tenía lugar cada año que pasaba sin que su madre diera muestras de recuperación.

Pero tampoco era eso. Lo que de verdad deseaba era lo único que no podría tener: que su madre le fuera devuelta, dispuesta a recuperar todos los años en blanco de la infancia de Natalie.

«Ahora ya no llegaré a conocerla».

Mientras parpadeaba para concentrarse en la carretera, Natalie empezó a llorar, y una vez que empezó no quiso parar. Era lo correcto. Por fin se estaba comportando como una hija de verdad.

«Ahora ya no llegaré a conocerla».

Pero eso no era forzosamente cierto, ¿no? Daba la casualidad de que Natalie era una de las pocas personas del mundo que podía reanudar la relación con su difunta madre… en caso de que decidiera hacerlo. ¿Cómo sería Nora ahora? ¿La habría liberado la muerte de las cadenas de su mente además del peso de la carne? De ser así, ¿qué pensaría Nora estando lúcida de su hija: la mujer adulta que iba a verla en contadas ocasiones, la extraña que fingía familiaridad cuando la visitaba?

Las mejillas de Natalie se enfriaron cuando los regueros de lágrimas se secaron, y una ansiedad exasperante similar al miedo escénico se apoderó de ella. Cuando entró en el vestíbulo del instituto, estaba haciendo circular compulsivamente su mantra de protección en su mente.

Un agente del Departamento de Policía de Los Ángeles había ocupado el puesto de Marisa en la recepción, y la puerta del pabellón cerrado estaba abierta de par en par para permitir que los técnicos con batas blancas que se encargaban de la escena del crimen entraran y salieran a toda prisa. Natalie se figuró que habían trasladado a los pacientes supervivientes a otro lugar mientras la policía hacía su trabajo. Sin embargo, al entrar en el pabellón, un lamento fúnebre resonó en el pasillo e hizo que se preguntara si todavía quedaba algún paciente acurrucado en un rincón, acosado por torturadores invisibles.

Había otra puerta abierta hacia la mitad del pasillo, con otro policía apostado al lado. Natalie se dirigió hacia ella con paso airado, pero Inez la vio desde el otro extremo del pasillo y se apresuró a interponerse entre Natalie y la puerta.

—¡Hola! ¿Estás bien? —La fiscal iba vestida con un chándal propio de un sábado por la mañana y no iba maquillada; sin base de maquillaje, sus ojos y sus mejillas lucían las sombras del agotamiento extremo—. Ven conmigo —dijo, y condujo a Natalie por el pasillo.

Pasaron por delante de la puerta de la habitación 9, y Natalie vislumbró dentro a un grupo de técnicos de la escena del crimen, agrupados en torno al catre de la habitación como estudiantes de medicina ante una mesa de disección. La cortina formada por sus batas blancas se abrió momentáneamente y dejó a la vista una salpicadura roja. La habitual armonía del pabellón estaba cargada del olor añadido a hierro.

Natalie notó un hormigueo en los dedos de las manos y las plantas de los pies. Su madre ya estaba llamando. Natalie se concentró en el mantra. «El señor es mi pastor; nada me falta…».

Inez la llevó a la misma sala de terapias de grupo donde había visitado a su madre por última vez. Allí, Natalie encontró a Andy Sakei encorvado en una de las sillas de plástico, sollozando con las manos en la cara, mientras una mujer negra y delgada de mediana edad vestida con un traje de oficina permanecía sentada enfrente de él, asintiendo con la cabeza en actitud comprensiva. La mujer se levantó cuando entraron, lo que hizo que Andy alzara la vista y viera a Natalie. Ella se disponía a saludarlo, pero el celador se tapó la cara con sus gruesos dedos.

—¡Dios mío, lo siento! No puedo creer que haya permitido que esto pase.

Con los carrillos hinchados en una mueca, soltó otro alarido atroz, digno de uno de sus pacientes.

—No se culpe. —La mujer del traje le tocó el hombro—. Cogeremos a quien lo hizo.

El gesto no le consoló. La mujer retrocedió unos pasos para hablar con Inez y Natalie.

—¿Le ha sacado algo? —preguntó la fiscal en voz baja.

La mujer negó con la cabeza.

—No mucho. Alguien que se hizo pasar por enfermera. Una mujer caucásica, rechoncha, de cincuenta y tantos años. Volveré a intentarlo cuando se calme un poco.

Inez señaló a su colega.

—Natalie, te presento a Marianne Williams, la detective encargada del caso de tu madre. Ella me llamó; sabía que trabajábamos juntas y se imaginó que preferirías que yo te diera la noticia.

Natalie estrechó la mano a Williams débilmente.

—Se lo agradezco.

—Sé lo duro que esto debe de ser para usted, señora Lindstrom —respondió la detective con la mirada gacha, como si le diera vergüenza ser la portadora de malas noticias—. Pero hemos pensado que debería ver la escena del crimen con sus propios ojos, por doloroso que sea.

—No lo entiendo.

Inez y la detective Williams se cruzaron una mirada.

—Marianne esperaba que pudieras colaborar en la investigación —dijo la fiscal.

Natalie lanzó un suspiro.

—Haré lo que pueda.

—¿Conoce a alguien que pudiera querer hacer daño a su madre? —preguntó la detective.

—No. Era totalmente inofensiva. Casi nadie se acordaba de ella.

La fiscal y la detective mantuvieron un mudo debate entre ellas para ver quién debía hablar a continuación.

—¿Qué sabes de Vincent Thresher? —preguntó Inez finalmente.

El nombre cayó sobre Natalie como una piedra en un pozo y removió el cieno de su subconsciente. «En verdes pastos me hace reposar —repitió—, y a donde brota agua fresca me conduce…».

—¿Te refieres al Castigador? —Se balanceó notando que le faltaba la sangre en la cabeza, mientras unos resplandores le nublaban la visión—. ¿Qué tiene que ver él con esto?

Inez frunció el ceño y dobló las manos.

—Probablemente nada.

—Las circunstancias del crimen hacen pensar que puede haber una conexión —añadió la detective Williams—. Como ya sabrá, Vincent Thresher era más conocido como el asesino del bordado, y el asesinato de su madre… tiene elementos en común con su modus operandi.

Natalie hizo un esfuerzo por encajar aquella información en el rompecabezas que se había construido del pasado de su madre. Después de haber rehuido el caso como si fuera plutonio, no sabía casi nada sobre el verdadero Castigador, ni siquiera su verdadero nombre. Teniendo en cuenta las amputaciones y mutilaciones que Nora había descrito durante sus ataques, Natalie siempre había dado por supuesto que «Castigador» era uno de esos horribles epítetos que se inventaba la prensa: una referencia a lo que hacía el asesino, no a quién era.

—Yo pensaba que lo habían ejecutado en el año ochenta y dos —protestó—. ¿Qué puede tener que ver él con la muerte de mi madre?

Inez respiró hondo y le hizo un gesto para que la acompañara.

—Supongo que tendrás que verlo por ti misma.

Natalie la siguió otra vez hasta el pasillo. El tenue gemido de Andy sonó tras ella, y la detective Williams se quedó con él. Delante de ellas, un miembro del equipo del forense salió de la habitación 9, con la nariz y la boca cubiertas con una mascarilla quirúrgica y el pelo bajo lo que parecía un gorro de ducha. Tenía las manos enfundadas en unos guantes de látex manchados de una sustancia pegajosa y llevaba una bolsa de plástico transparente con una etiqueta que contenía algo oscuro y brillante. Un tubo de intenso color borgoña con trozos de carne pegados… A continuación, desapareció por el pasillo y salió de la sala.

Una imagen, desconectada de su pensamiento, recorría la mente de Natalie como la luz de una fotocopiadora: un calcetín blanco con los ojos móviles y unos labios rojos que se arrugaban cómicamente por efecto de unos dedos invisibles.

«Yo-Yo…».

Nora estaba llamando de nuevo, señalando su presencia con el único recuerdo que sabía que su hija reconocería. A Natalie se le aceleró el pulso. Temía la opinión de su madre casi tanto como a al Castigador, de modo que pronunció su mantra más rápido para repelerlos a los dos. «Fortalece mi alma; por el camino del bueno me dirige por amor de su nombre…».

Inez tapó la puerta.

—Es desagradable, Nat. Yo, por mi parte, no te culparé si no quieres verlo.

—No… tengo que hacerlo —dijo Natalie sin convicción.

La opción de rajarse la tentaba más de lo esperable.

La cara de su amiga no expresaba ni admiración ni decepción. Como Virgilio, solo estaba allí para enseñar el camino.

Cuando entraron en la habitación, el último técnico de la escena del crimen se hallaba agachado junto al catre tomando primeros planos. Inez le tocó el hombro.

—¿Nos disculpa un momento?

El fotógrafo evaluó a las dos mujeres, decidió que no alterarían la escena del crimen, y salió con cuidado por delante de Natalie camino de la puerta. Entonces a ella no le quedó más remedio que mirar lo que había en la cama.

«Eso no puede ser mi madre», pensó.

Solo los ojos violeta abiertos, ahora secos y apagados, distinguían el cadáver como Nora Lindstrom. La sangre cubría el hueso descubierto de su cráneo allí donde el asesino le había arrancado la piel. Era evidente que el autor había quitado el poco pelo que le quedaba a Nora en la cabeza, pues él —o ella— había superpuesto el trozo de piel desnuda sobre su torso desnudo con grueso hilo negro. Las elipses concéntricas formadas por los puntos nodales tatuados hacían las veces de patrón de costura de una alargada red bordada en la que una gran araña roja devoraba a una pequeña mosca negra. Los puntos todavía estaban húmedos.

—Creo que lo que se acaban de llevar era la tráquea —comentó Inez, refiriéndose al contenido de la bolsa de plástico que llevaba en la mano el ayudante del forense—. No han encontrado las orejas.

La cabeza de Nora estaba cubierta de tanta sangre que no se había dado cuenta de que las orejas habían desaparecido. El asesino se las había cortado, como si se tratase del trofeo de un matador victorioso.

Sin embargo, Natalie apenas pensó en esas atrocidades. No podía apartar la vista de la boca de su madre.

Inez le puso una mano en la espalda, como para evitar que se desplomara.

—¿Ya basta? Podemos irnos…

Muda, Natalie negó con la cabeza y se aproximó al catre para ver más de cerca. «No temo ningún mal…».

En el cuello de Natalie solo quedaba un boquete vacío en carne viva entre la mandíbula inferior y la clavícula, con la lengua espantosamente larga colgando a través de la cavidad. Solo le quedaba una franja de carne irregular en la barbilla, y el asesino había cogido la mano derecha flácida de Nora y se la había metido debajo de la mandíbula, en la boca abierta, de forma que los dedos asomaban entre los dientes.

La imagen de Yo-Yo, el calcetín, volvió a encenderse en la cabeza de Natalie, con sus sonrisas y muecas manipuladas por la mano oculta tras su cara. Su madre no se había puesto solamente nostálgica al evocar ese recuerdo; estaba transmitiendo un mensaje a su hija: una advertencia.

—Él es el titiritero —murmuró Natalie, sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta.

—¿Qué?

Se volvió hacia Inez.

—Nada. ¿Cómo ocurrió?

—Lo único que sabemos es lo que nos ha contado el celador. Cuando llegó la hora del cambio de turno, su sustituto habitual no apareció. En lugar de él se presentó una persona haciéndose pasar por una enfermera del Hospital Estatal Metropolitan. Sakei ha dicho que su tarjeta de identificación parecía legal, pero no recuerda el nombre que le dijo. El celador que tenía que estar de guardia anoche ha desaparecido, y todavía están consultando con el hospital para ver qué enfermera puede haber sido. Claro que no podemos estar seguros de que el asesino fuera realmente una mujer.

El comentario desvió la atención de Natalie del cadáver.

—¿Qué?

—Thresher era conocido por interpretar ambos sexos.

—Ah.

Miró fijamente el cadáver destrozado otra vez y contuvo el pánico distanciándose de la víctima. No era su madre la que estaba en la cama; era otro crimen por resolver.

—Es un crimen hecho a imitación de otros —murmuró—. Tiene que serlo.

—Si lo es, el asesino ha hecho los deberes. ¿Ves esto?

Inez alargó un dedo en dirección a la araña bordada en la barriga de Nora. Las letras en cursiva V y T se enroscaban entre las marcas negras de su abdomen rojo.

—Vincent Thresher firmaba todas sus «obras» así. Tu madre fue la primera en descubrir las iniciales ocultas, y ese dato se convirtió en la pista clave que acabó llevando a la policía hasta él.

Natalie negó con la cabeza.

—Eso no significa nada. Hoy día debe de haber multitud de libros sobre esos asesinatos. Un imitador podría haber aprendido el modus operandi de Thresher con cualquiera de ellos.

Tú eres su hija, ¿verdad?, repitió la voz de cocodrilo en su cabeza. Vamos a conocernos mejor.

Reprimió el recuerdo. «Está MUERTO», se recordó.

Inez torció el gesto.

—Tienes razón… Debe de ser obra de un imitador. Pero es tan peligroso como el original. Por eso Marianne y yo te hemos hecho venir. Si ese psicópata está intentando vengar a Thresher, podría empezar a intentar dar caza a otros miembros de la familia Lindstrom.

—Entiendo.

La creencia infantil en el hombre del saco mermó el distanciamiento investigador de Natalie. Recordó que Nora le había sonreído con el ansia del Castigador.

Estoy deseando conocer a todos los miembros de la familia Lindstrom…

—¿Van a pedir que intervenga un violeta en el caso? —preguntó Natalie.

—Sí. Al canal de la sección criminal de Los Ángeles: Lyman Pearsall.

Natalie hizo una mueca.

—Genial.

—Ese es el otro motivo por el que te he pedido que vengas. Quería que tuvieras la primera oportunidad de invocarla.

«Sabías que esto iba a pasar». Natalie desplazó la vista de su amiga a lo que quedaba de su madre. Le entraron ganas de decir a Inez que no necesitaba invocar a su madre. De hecho, llevaba los últimos veinte minutos intentando expulsar a su madre de su cabeza.

«Pero siempre has dicho que querías estar más unida a mamá —se mofó de sí misma—. ¡Esta es tu gran oportunidad!».

Natalie se dirigió a la puerta, lejos del cadáver del catre.

—No puedo… Hoy no. Tengo que ir a por Callie.

Inez la siguió cuando salió al pasillo.

—Lo entiendo.

—Lo siento. Me refiero al juicio. De veras quería ayudar…

La fiscal la interrumpió con un movimiento desdeñoso de la mano.

—No te preocupes por eso. Todavía tengo unos cuantos ases en la manga. —Le dedicó una sonrisa tensa—. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Quieres hablar?

—No. —Natalie se detuvo en la entrada del pabellón—. Quizá más tarde.

—Ya sabes dónde encontrarme. —Inez la abrazó—. Cuídate, Nat. En todos los sentidos.

—Lo haré. Gracias.

Natalie se despidió y salió del hospital, mientras el Salmo 23 seguía dándole vueltas en el cerebro repetidamente como una caja de música. Sin embargo, sabía que el mantra era inútil, pues su madre acabaría abriéndose paso. No se puede escapar de la familia.

El Departamento de Policía de Los Ángeles había levantado una barricada en la entrada del instituto para controlar el tráfico peatonal que entraba y salía del edificio. Cuando Natalie pasó por el control de seguridad camino del aparcamiento, una multitud de reporteros y furgonetas de informativos de televisión se habían reunido alrededor de las barreras, disputándose la mejor foto del cadáver al ser trasladado y lanzando preguntas a cualquier persona con un cargo oficial que aparecía. Ninguno de ellos prestó excesiva atención a Natalie con sus gafas de sol, su camiseta holgada de No Doubt y sus tejanos negros… o eso pensó ella hasta que alguien la llamó por detrás cuando estaba abriendo la puerta de su Volvo.

—¡Señora Lindstrom! ¡Espere!

Reconoció la voz, pero albergó la esperanza de equivocarse. Por desgracia, cuando miró a su alrededor vio a Sid Preston trotando para alcanzarla, con una cámara Nikon balanceándose de la correa que llevaba colgada al cuello.

El reportero se guardó el chicle en un lado de la boca hasta que recobró el aliento.

—Hola. Me he enterado de la terrible pérdida que ha sufrido. Quería decirle lo mucho que lo siento.

Natalie abrió el coche y se sentó en el asiento del conductor.

—¿De verdad?

—Por supuesto. —Preston echó un vistazo detrás de él y habló en voz baja; evidentemente, no quería compartir la entrevista con ninguno de sus colegas—. Me preguntaba si le gustaría hacer alguna declaración sobre la tragedia.

—Claro. Váyase al cuerno.

Cerró la puerta de un golpe.

Preston se inclinó y gritó a través de la ventanilla del conductor:

—¿Todavía tiene mi tarjeta?

Ella arrancó sin mirarlo.

Cuando estaba maniobrando para salir del aparcamiento, pasó por delante de un hombre pálido situado al lado de un Hyundai que se estaba sonando la nariz con un pañuelo sucio. El hombre le lanzó una mirada fulminante, y ella reconoció los ojos enrojecidos de Horace Rendell.

El reloj del salpicadero marcaba las 9.22. Natalie echó un vistazo al espejo retrovisor y vio a George en su LeBaron, que viró y se situó detrás de ella. ¿Qué estaba haciendo Rendell levantado a esas horas?

—Hoy han salido todos los vampiros.

Suspiró y se marchó, pensando cómo se podrían esconder ella y Callie.