19
Un hogar lejos del hogar
Natalie sabía que no podía ir a su casa. Si Preston se había enterado de lo de su madre, otros periodistas cazadores de ambulancias no tardarían en aparecer en su puerta. Pero más que eso, lo que le preocupaba era que los reporteros no fueran los únicos que las estuvieran esperando a ella y a Callie.
Estoy deseando conocer a todos los miembros de la familia Lindstrom…
Cuando Natalie llegó para recoger a su hija, Callie y Patti Murdoch todavía tenían cara de sueño, después de haberse despertado un sábado al romper el alba.
—Hemos estado comiendo cereales y viendo dibujos animados casi todo el rato —dijo la canguro mientras Callie recogía sus juguetes del suelo de la sala de estar de los Murdoch.
—Gracias por cuidar de ella con tan poca antelación. —Natalie le dio sesenta dólares, el doble de la tarifa normal y parte de los trescientos en efectivo que había parado a sacar en el banco—. Me has salvado la vida.
—Me alegro de poder ayudar. Siento haber estado tan torpe esta mañana por teléfono. Oiga, siento lo de su madre…
Natalie se llevó un dedo a los labios y lanzó una mirada a Callie.
—¡Ah, claro! Bueno… ya sabe. ¿Volverá a necesitarme esta semana?
—No estoy segura. Puede que Callie y yo nos marchemos una temporada. —Natalie escrutó a la canguro por un momento—. Patti, si viene alguien preguntando por nosotras, ¿podrías fingir que no nos conoces? Es difícil de explicar, pero te lo agradecería mucho.
La chica tiró hacia abajo de su jersey de cachemir, como si de repente hubiera reparado en la vulnerable barriga que se veía por encima de sus tejanos de cintura baja.
—Claro. Lo que usted quiera, señora Lindstrom.
Patti no hizo más preguntas. Intuía que cuanto menos supiera, mejor.
Naturalmente, Callie quería saberlo todo.
—¿Adónde vamos, mamá? —preguntó al ver que el Volvo se metía en unos barrios que no conocía.
Natalie esbozó la sonrisa más radiante de la que fue capaz sin mirar hacia su hija.
—Vamos a hacer un pequeño viaje, tesoro. Va a ser divertido.
—Pero ¿no tenemos que ir a casa a recoger mis cosas? No tengo a Horton ni al señor Osito ni nada.
—No te preocupes, cielo. Horton y el señor Osito estarán bien en casa unos cuantos días.
—¿Y mi ropa? —dijo ella con voz zalamera—. ¿No podemos ir a recoger mi ropa?
—Te compraremos ropa nueva. ¿No te gustaría tener ropa nueva?
—¡No! Quiero mi ropa. Quiero mi camiseta del tigre.
—Encontraremos una camiseta mejor. Y esta noche podemos cenar en un McDonald’s.
Callie reflexionó sobre el soborno, y a Natalie le empezaron a picar los ojos con su intensa mirada.
—Mamá, ¿por qué estás triste?
La sonrisa de cera de Natalie se derritió. El tráfico que había delante de ella se volvió confuso, parpadeante con el agua de los ojos, e inclinó la cabeza hacia abajo para mirar por encima de las lágrimas sin derramarlas. Nunca había hablado a Callie de Nora, y había preferido evitar a la niña el trauma de las duras visitas al sanatorio. ¿Cómo podía contarle a Callie que su abuela había sido asesinada, una abuela a la que Natalie había evitado que conociera?
Imágenes de marionetas hechas con calcetines y fiestas de té asaltaron a Natalie, pero no estaba segura de si su madre estaba llamando o si su conciencia la estaba atormentando. «El señor es mi pastor —recitó por si acaso—. Nada me falta…».
—Estoy preocupada, cielo —le dijo a Callie, una respuesta esquiva que resultaba ser cierta—. Me preocupa que alguien pueda intentar hacernos daño.
—¿Por qué?
—¿Te acuerdas de lo que hablamos sobre Horton? ¿Que algunas personas se portaban mal con él porque oía a los quiénes y ellos no podían?
—Sí.
—Creo que alguien parecido quiere portarse mal con nosotras.
Callie dio una patada a la guantera con semblante serio.
—¿Por eso nos vamos?
—Sí, cielo.
Callie se chupó los labios pensativamente.
—Vale —dijo.
Después de eso no volvió a quejarse. Ni cuando Natalie la llevó a unos grandes almacenes a comprarle unos conjuntos nuevos. Ni cuando Natalie le hizo ponerse unas gafas de sol de Minnie Mouse para ocultar sus iris violeta. Ni cuando se registraron en un motel económico de Beach Boulevard, al norte del parque temático Knott’s Berry Farm, donde el penetrante olor a curry del despacho del director se filtraba en su habitación.
Natalie cumplió su promesa de invitar a cenar a Callie en Golden Arches, tras lo cual jugaron a las cartas con una baraja que compraron en una tienda de la zona. Durante unas horas, pareció que realmente estuvieran de vacaciones.
Luego llegó la hora de irse a la cama, y la realidad de su situación sobrevino a Natalie como una corriente de aire frío. Se aseguró bien de que la puerta estaba cerrada con llave y todas las ventanas tenían el pestillo echado mientras Callie se ponía su nuevo pijama. Las precauciones le hacían creer que tenía cierto control sobre su seguridad, pero en el fondo sabía que toda protección era inútil.
No podía impedir la entrada a las personas que más temía. No de esa forma.
Arropó a Callie en una de las dos camas de la habitación y le dio un beso de buenas noches, y a continuación se metió en la otra cama y dejó una luz encendida para Callie, como siempre. Aunque Natalie se encontraba en un estado que rayaba en el agotamiento total, no lograba conciliar el sueño. La visita de la mañana al instituto parecía haber tenido lugar hacía una década, y sin embargo, se repetía en su cabeza con la exasperante obstinación de la cancioncilla de un anuncio. Al final, se sumió en un sopor poco profundo, murmurando el Salmo 23 como si estuviera contando ovejas.
Se despertó en la oscuridad… o, más concretamente, la oscuridad la despertó. La luz debería haber estado encendida. ¿Había habido un apagón?
Natalie se incorporó como lanzada por una catapulta e inspeccionó la cama de Callie. Su hija también estaba incorporada, y su silueta negra se perfilaba a la luz azulada que entraba por la rendija que había entre las cortinas de la ventana.
—No me gustan las muñecas —dijo Callie en un susurro confidencial—, pero tengo muchos ositos de peluche. Está el señor Osito y Eddie el Panda, y una koala que se llama Jenny…
—¿Callie?
La niña interrumpió su conversación y contestó en tono de disculpa:
—¿Sí, mamá?
Natalie entornó los ojos, pero no logró distinguir la cara de su hija.
—¿Has apagado tú la luz?
—Sí, mamá. No queríamos que te despertaras.
El comentario no sorprendió a Natalie. Callie solía esconderse en los armarios para hablar con su padre cuando sabía que no debía hacerlo. Ella nunca había tenido el miedo a la oscuridad de su madre.
Un poco más relajada, Natalie se frotó los ojos y bostezó.
—¿Estás hablando con papá?
—No, mamá. Es la abuela.
Natalie se quedó sin aliento, como si su hija, con toda su inocencia, hubiera llevado a un pitbull a casa como mascota.
—¿Quién?
—La abuela. Quiere hablar contigo.
Callie lo dijo con tal naturalidad que podría haber estado charlando por teléfono.
Natalie adoptó un tono de voz sereno, pero no pudo evitar que le temblara el cuerpo.
—Callie, te tengo dicho que no hables con gente como papá sin permiso.
—Pero es importante, Natalie.
La voz de su hija había bajado hasta convertirse en un tono de contralto irregular.
Natalie alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara de la mesita, pero apartó la mano. La cara de Callie siguió siendo una mancha de Rorschach negra. ¿Acaso no quería ver Natalie la expresión de aquella cara? ¿Estaría Nora furiosa con ella por todos aquellos años de abandono y afecto mecánico?
Es importante. Natalie sabía que era importante —esencial— que hablara con su madre del asesinato lo antes posible. Pero, como había ocurrido en el instituto, la cobardía la venció.
—Callie, dile a tu abuela que tenemos que dormir. Podemos… —Natalie se humedeció los labios—. Puedes hablar con ella en otro momento.
La silueta de la niña pareció ondularse, y su voz recobró su nostálgico tono tintineante.
—Vale.
Su contorno se encogió al meterse bajo las mantas.
Natalie espiró y volvió a encender la luz.
—Buenas noches, tesoro.
—Buenas noches, mamá.
Tras deslizarse de nuevo entre las sábanas, Natalie se tumbó de lado y contempló el rostro plácido y la respiración relajada de su hija. «Vamos a descansar las dos», pensó, abandonando la esperanza de pegar ojo esa noche.