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El Pueblo contra Scott Hyland

La mañana que Natalie tenía que asistir al juicio metió una muda, un bolso de sobra y su peluca de color castaño rojizo en un bolso de lona que llevó consigo cuando dejó a Callie en la guardería. Sin perder de vista el LeBaron color canela que seguía a su Volvo, se dirigió al centro comercial de Brea y estacionó el vehículo en un aparcamiento situado cerca de los grandes almacenes Nordstrom.

George paró a su lado, y ella le dijo hola con la mano al salir. Él la saludó informalmente y metió una cinta en el radiocasete. Menos mal que tenía el turno de día; Madison o Rendell la habrían seguido hasta los grandes almacenes.

Natalie entró en un cubículo del servicio de mujeres de la segunda planta, se quitó la camiseta y los tejanos que llevaba y se puso la falda, la blusa y las medias que sacó del bolso. También se cambió las botas por unos zapatos de salón y la peluca rubia por la rojiza. Los lisos mechones cobrizos acentuaban la palidez de su piel y afilaban sus pómulos y su barbilla. Al mirarse en el espejo del servicio apenas se reconoció, ya que hacía seis años que no se ponía aquella peluca. El día que había conocido a Dan.

¿Te han dicho alguna vez que te queda bien el pelo rojo?

Al recordar la torpe frase de Dan para romper el hielo sonrió y acto seguido torció el gesto. Se convirtió en una gracia recurrente que él repetía cada vez que ella se ponía una peluca distinta, y pasó de ser una broma irritante a una broma simpática a medida que lo contaba una vez más. Antes de él, ningún hombre que no fuera violeta había intentado ligar con ella. Desde entonces pocos lo habían intentado, pero… no pensaba en ellos. No mientras tuviera a Dan en su vida.

Natalie se alisó las arrugas de su conjunto lo mejor que pudo y se puso unas gafas oscuras con la montura de carey. Cuando salió del servicio y se dirigió a la planta de abajo, echó un vistazo a los compradores que había a su alrededor, pero no vio a George entre ellos. A continuación, salió sin prisa del centro comercial en dirección al aparcamiento que había al lado del hotel Embassy Suites. Según lo previsto, un camión Enterprise de una empresa de alquiler de coches llegó poco después de las diez de la mañana con el Toyota Corolla verde oscuro que Inez le había encargado en la parte de atrás.

Después de avanzar entre el tráfico y buscar aparcamiento durante más de una hora, Natalie llegó al centro penal de Los Ángeles. Una oleada de nostalgia la embargó al entrar en el edificio. Todo el lugar constituía una gigantesca piedra de toque para invocar a Dan; era allí donde había acudido a ella para que lo ayudara en el caso del asesino de violetas. Dan no llamó, pero podría haberlo hecho, pues su presencia la impregnaba tanto como si la hubiera ocupado.

Vestido con su traje azul marino pasado de moda, el agente especial del FBI Atwater parecía el típico esbirro de los federales hasta tal punto que al principio ella lo trató con el mismo desprecio que actualmente dedicaba a personas como Arabella Madison. Casi podía verlo ahora, quejándose mientras cargaba animosamente con sus maletas por los nueve tramos de la escalera de emergencia.

¿Qué tienes en contra de los ascensores?

Tal vez Dan la había poseído, pues Natalie cruzó el vestíbulo de mármol del juzgado hasta un hueco bordeado de una serie de puertas correderas de seguridad y apretó un botón de alarma como si llevara haciéndolo toda la vida. En otra época habría preferido subir cien tramos de escaleras antes que pisar uno de esos ataúdes con cables, pero Dan la había animado a arriesgarse con los ascensores… y a muchas cosas más.

Una melancolía que se extendía como un cáncer inundó la mente de Natalie, y recitó su mantra de protección para expulsar los recuerdos que la provocaban. Como si el mantra solo pudiera borrar a Dan de sus pensamientos.

Natalie entró en la sala de justicia 9-101 con más de una hora de retraso, como una feligresa impuntual. Por suerte, Inez había mandado a Avery Park, uno de los testigos clave de la acusación, que reservara un asiento a Natalie en la primera fila de la atestada sala. Por desgracia, el cuerpo fornido del señor Park desbordaba su propio asiento y ocupaba parte del de ella, y tuvo que doblar las piernas y cruzar los brazos para evitar frotarse contra él.

En la tribuna de los testigos, el detective de homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles Dennis Raines estaba explicando que había conseguido el número de teléfono móvil de Scott Hyland por medio de la compañía telefónica para notificarle el asesinato de sus padres.

—¿Podría describir su primera conversación telefónica con el acusado? —preguntó Inez.

Raines asintió con la cabeza bruscamente.

—Cuando confirmé que realmente estaba hablando con Prescott Hyland hijo le informé de que sus padres habían muerto. Él mostró sorpresa ante la noticia y preguntó si teníamos idea de quién los había matado. «¿Qué le hace pensar que los han matado? —pregunté—. Yo solo he dicho que han muerto».

Inez miró hacia los miembros del jurado.

—¿Y cómo reaccionó el acusado?

—Vaciló y titubeó un poco. Luego dijo que, como yo era detective, se había figurado que sus padres habían sido asesinados. No le hice más preguntas sobre los crímenes hasta que coincidimos más tarde en la residencia de los Hyland.

—¿Puede describir el comportamiento del acusado en ese momento? —preguntó Inez.

—Prácticamente desde que nos vimos fuera de la casa, empezó a mover la cabeza y a repetir «No me lo puedo creer» una y otra vez.

—Según su experiencia, ¿es una reacción poco común en el familiar de una víctima de asesinato?

—Un poco. Normalmente, cuando los llevamos a la escena del crimen, la gente está aturdida por la conmoción. Se quedan muy callados. Pero cada caso es distinto.

—¿Hubo algo en la conducta del acusado que le despertara sospechas?

—No paraba de taparse la cara como si estuviera llorando, pero tenía los ojos secos. —El robusto detective lanzó una mirada despectiva a Scott Hyland—. Creo que estaba exagerando el papel de hijo desconsolado.

Malcolm Lathrop se levantó de golpe.

—¡Protesto! Con el debido respeto, señoría, el detective Raines no es ni un adivino ni un crítico teatral. No podía saber el dolor que mi cliente estaba soportando en ese momento, y cualquier insinuación en sentido contrario es una indignante especulación.

El juez Shaheen aceptó la objeción asintiendo con la cabeza.

—Se admite la protesta. El jurado no tendrá en cuenta las opiniones del detective Raines sobre el estado mental del acusado. Señora Mendoza, por favor, solicite datos a su testigo, no críticas teatrales.

Inez recibió la reprimenda con silencioso estoicismo.

Lathrop sonrió.

—Gracias, señoría.

—Y, hablando de sobreactuar, señor Lathrop… agradecería que en el futuro manifestara sus protestas lo más sucintamente posible y me evitara el melodrama.

—Sí, señor.

El abogado de la defensa se sentó con aire un poco menos arrogante.

Natalie vio que la comisura de la boca de Inez se alzaba. La fiscal se volvió de nuevo hacia Raines.

—¿El acusado pudo dar cuenta de dónde estaba la noche del sábado veintiuno de agosto y la mañana del domingo veintidós?

—Hasta cierto punto —contestó el detective—. Afirmó que había pasado parte de la noche cenando con su novia, Danielle Larchmont, y con sus padres en casa, y que se había ido con la señorita Larchmont a las nueve de la noche aproximadamente a Chez Ray, una discoteca de Westwood. El portero y la camarera de la discoteca recordaban haberlo visto esa noche, y pagó la cuenta con su tarjeta de crédito, lo que confirma que estuvo allí para firmar el recibo al final de la noche. Después pasó el resto del fin de semana con varios testigos en una casa en la playa que tienen los padres de su amigo Troy McDonnell. La señorita Larchmont nos aseguró que estuvo con ella todo el tiempo.

Inez movió la cabeza fingiendo consternación.

—Parece una coartada bastante convincente. ¿Consideraron la posibilidad de que los Hyland fueran realmente asesinados por un intruso?

—Por supuesto. Pero descubrimos varias contradicciones en la teoría del allanamiento de morada. En primer lugar, la ventana que supuestamente sirvió de entrada al asaltante fue rota desde dentro, lo que indica que el individuo que la rompió ya estaba en la casa. El resto de las ventanas estaban intactas y cerradas, así que el autor debió de entrar por una puerta.

»Pero todas las puertas de la residencia de los Hyland están conectadas a un sistema de seguridad central que requiere que una persona introduzca un código de desactivación menos de treinta segundos después de haber entrado en casa. Consultamos a la empresa de seguridad que lleva el sistema, y en su registro no constaba que esa noche se hubiera disparado la alarma de la residencia de los Hyland. Quien entró en la casa esa noche tenía que saber el código.

»Además, el sistema de seguridad tiene unos botones de alarma en todas las habitaciones que avisan automáticamente a la policía o a los servicios de ambulancias en caso de emergencia. Parece poco probable que los Hyland no oyeran el sonido de cristales rotos cuando el intruso rompió la ventana y luego forzó la vitrina de las armas en el estudio de abajo, y sin embargo no activaron la alarma. Eso hace pensar claramente que la ventana y la vitrina de las armas no fueron rotas hasta después de que los Hyland murieran.

—¿Fue robado algo? —preguntó Inez.

—Por lo que hemos podido averiguar gracias a los archivos de la compañía aseguradora y otras fuentes, desapareció un joyero de la señora Hyland, además de su monedero y la cartera del señor Hyland. De momento, ningún comerciante ha denunciado que hayan intentado usar las tarjetas de crédito de la pareja.

—¿Concuerda eso con el patrón de otros ladrones que usted ha visto en el pasado?

—Qué va. En primer lugar, es muy poco común que un ladrón entre en una vivienda cuando es evidente que sus dueños están en casa, con las luces encendidas y los coches aparcados en la entrada. En segundo lugar, un ladrón corriente no renunciaría a los objetos de valor que había a la vista en el piso de abajo (las pistolas de la vitrina, el equipo de música y de vídeo de la sala de estar) para ponerse a rebuscar en los cajones de arriba. A los ladrones les interesa entrar y salir con la mayor cantidad de artículos caros lo más rápido posible, y al buscar cosas se pierde tiempo.

»En los robos lo importante es reducir el riesgo al mínimo. La mayoría de los ladrones huirían de la escena del crimen si los pillaran con las manos en la masa, pero ese individuo se desvió de su camino para matar a los Hyland. Eso indica que el principal objetivo del crimen era el asesinato, no el robo. Creo que el autor montó a propósito la escena del crimen para que pareciera un robo con el fin de ocultar que su verdadera finalidad era la muerte del señor y la señora Hyland.

—¿Y qué conclusiones puede extraer acerca de la identidad del autor a partir de los datos tal como los ha presentado?

—Yo diría que el asesino es alguien que conocía íntimamente a los Hyland, su costumbres y su casa.

—Entiendo. —Inez dirigió una mirada hostil hacia la figura larguirucha de Scott Hyland, que se hallaba pensativo tras la mesa de la defensa como el payaso de la clase castigado—. Gracias, detective.

La fiscal se sentó, y el juez Shaheen inclinó la cabeza en dirección a la defensa.

—El testigo es suyo, señor Lathrop.

—No hay preguntas, señoría.

Unos cuantos miembros del jurado se cruzaron miradas de perplejidad, y por primera vez Natalie vio que Scott Hyland susurraba inquieto y malhumorado a su abogado. Lathrop levantó una mano para murmurarle algo.

El juez Shaheen se acarició la barba con el dedo índice y miró al abogado con el entrecejo fruncido por encima de la línea recta de la parte superior de sus gafas de leer.

—Piensa preparar la defensa de su cliente en algún momento, ¿verdad, señor Lathrop?

El abogado sonrió con el engreimiento de quien se reserva una sorpresa.

—Hasta ahora, señoría, la acusación ha hecho un trabajo excelente presentando nuestros argumentos por nosotros.

Frunciendo el entrecejo, el juez dio permiso para retirarse a Raines, que bajó del estrado para ser sustituido por Ben «Buzzer» Blish, el portero y gorila de Chez Ray. Blish, un culturista cuyas proporciones hercúleas hacían que la tribuna de los testigos pareciera un parque infantil, confirmó que Scott Hyland había visitado la discoteca la noche del 21 de agosto.

—Me dio un billete de cincuenta dólares de propina —dijo Blish—. Uno no se olvida de un tipo así.

Cuando le preguntaron por qué había dejado entrar a una pareja de jóvenes de diecisiete años como Scott Hyland y Danielle Larchmont en una discoteca que servía alcohol, se limitó a encogerse de hombros.

—Sus carnets de identidad me parecieron legales.

A medida que Inez le hacía más preguntas, el gorila reveló que Scott había vuelto a entrar en la discoteca poco antes de medianoche. Estaba sudoroso y sin aliento, y le dijo a Blish que había ido corriendo a su coche a por el jersey de su novia. Incluso enseñó al portero el jersey «como si eso importara», recordó Blish.

Trish Sanders, la camarera de la discoteca, también recordaba que Scott había estado en la discoteca esa noche, en gran parte por el billete de cincuenta dólares que le había dado de propina. Sin embargo, cuando Inez la presionó, Sanders reconoció que, pese a estar segura de que Scott había pedido la cuenta del bar y había firmado el recibo de la tarjeta de crédito al final de la noche, no recordaba haberlo visto entre esos dos momentos. En lugar de ello, Danielle Larchmont se acercaba a la barra sola de vez en cuando, pedía dos cócteles y los llevaba hasta la multitud de ondulantes bailarines de la discoteca.

A continuación, Inez llamó a la propia Danielle Larchmont a declarar. A Natalie le resultó un tanto divertido ver a la adolescente vestida con una falda hasta las rodillas y una chaqueta de oficina color crema abotonada hasta la barbilla, y con el pelo moreno recogido en un moño recatado. En la foto de portada del último National Enquirer, Danielle aparecía con un top negro, una cadena alrededor de la barriga y unos tejanos de cintura baja que dejaban a la vista las tiras laterales de su tanga.

—¿Cuánto hace que usted y el acusado mantienen una relación? —preguntó Inez a la chica una vez que el alguacil le tomó juramento.

—Un año, más o menos.

Con los ojos entornados, Larchmont revelaba un asomo de irritación y hastío, como una estudiante mediocre fingiendo escuchar una clase de física.

—Y durante ese tiempo, ¿ha tenido alguna vez conocimiento de que Scott Hyland se hubiera enfadado con sus padres?

La chica puso los ojos en blanco.

—¿Y quién no?

Varias personas se rieron entre dientes.

—Conteste sí o no, por favor.

—Sí, se enfadaba con ellos. Pero no era nada importante.

—¿Alguna vez amenazó con matarlos?

—No.

—¿Se enfadaban ellos con él?

—Sí. De vez en cuando.

—¿Sabe por qué se enfadaban?

—No. Scott no quería hablar del tema.

—¿Estaban enfadados el acusado y sus padres en el momento de los asesinatos?

Larchmont desplazó la vista rápidamente a la mesa de la defensa, donde Malcolm Lathrop y Scott Hyland estaban mirando fijamente a la chica como si intentaran apuntarle la respuesta telepáticamente.

—No, que yo supiera.

Inez asintió con la cabeza, pero su expresión dejaba claro que únicamente estaba siguiendo el juego a la testigo.

—Cuando la policía le preguntó por la noche del veintiuno de agosto, usted dijo que Scott Hyland pasó parte de la noche con usted y sus padres en casa de él, y que usted y Scott fueron directamente de allí a Chez Ray, donde estuvieron desde las diez de la noche aproximadamente hasta las dos de la madrugada. ¿Es correcto?

—Sí.

—¿Pararon en algún sitio entre la casa de sus padres y la discoteca?

—No.

—¿Y Scott Hyland estuvo con usted todo el tiempo?

—Sí.

—Piénselo bien, señorita Larchmont. ¿No la dejó en ningún momento la noche de ese sábado?

La chica esbozó una sonrisa torcida y se encogió de hombros.

—Puede que fuera al servicio o algo así.

El público de la galería soltó una carcajada, y Larchmont se rio tontamente con ellos.

Inez no participaba de su ligereza. Se acercó sin prisa a la mesa de la acusación y cogió un fajo de papeles impresos que se puso a hojear con aire despreocupado.

—Tengo aquí el registro de las llamadas telefónicas de móvil realizadas por usted y Scott Hyland el pasado mes de agosto. Según esto, él le hizo una llamada de dos minutos a las once y veinte de la noche del día veintiuno, lo que debió de ser durante el tiempo que usted asegura que pasaron juntos en la discoteca. Dígame, señorita Larchmont, ¿por qué iba a llamarla con el móvil si usted estuvo a su lado todo el tiempo?

La boca de la adolescente se convirtió en un mohín mientras todos los presentes en la sala de justicia permanecían en silencio esperando su respuesta. La mayoría de los espectadores estaban concentrados en la fiscal y la testigo, pero Natalie, que no quitaba el ojo de encima a Malcolm Lathrop en la mesa de la defensa, vio cómo agachaba la cabeza ligeramente de forma intencionada. Evidentemente, Larchmont también vio el gesto, pues se tapó los ojos y soltó un pequeño grito.

«Eso era —comprendió Natalie, con el estómago revuelto—. Esa era la señal que había estado esperando». Le entraron ganas de gritarle a Inez, como si estuviera viendo al malo de la película alargar la mano hacia el cuello de su amiga.

La fiscal y el juez miraron a la chica de la tribuna de los testigos.

—¿Señorita Larchmont? —preguntó Inez en un tono de voz más suave.

La adolescente se sujetó la cabeza y se puso a lloriquear.

—Lo siento. He mentido.

Inez observó a Larchmont como uno examinaría una granada que no ha explotado.

—¿En qué ha mentido exactamente?

—Esa noche paramos en un sitio de camino a la discoteca. Paramos en casa de Scott.

Se oyó un crujido de sillas cuando la gente empezó a ponerse derecha para ver mejor. Inez no se inmutó.

—¿Se refiere a la residencia de los Hyland?

Larchmont asintió con la cabeza, y su tono insolente se convirtió en un débil gimoteo.

—Él quería entrar a recoger unas toallas y otras cosas para ir a la playa al día siguiente. Pero cuando salió… dijo que alguien había matado a sus padres.

La cara de Inez no reflejaba la más mínima sorpresa, pero una intensa concentración brillaba en su mirada: una jugadora de ajedrez que de repente descubre que su rey está en jaque.

—Le dijo que sus padres habían muerto. Pero usted no llegó a ver los cadáveres, ¿verdad?

—No, gracias a Dios. Me quedé esperando en el coche. Dios mío.

La chica casi dobló medio cuerpo, pero el timbre de su llanto sonaba apagado. Natalie también reparó en que la adolescente no se quitaba las manos de la cara, y recordó que el detective Raines había dicho que Scott Hyland había hecho lo mismo.

—Está bien —dijo Inez en tono indulgente—, ¿qué hicieron después de que Scott descubriera los cadáveres de sus padres?

—Scott dijo que no nos podían ver allí. Dijo que la gente no creería que se había encontrado a su madre y a su padre de esa forma. Sabía que dirían que lo había hecho él. Por eso fuimos a la discoteca.

—Si fueron a la discoteca para crearse una coartada, ¿por qué la dejó él allí?

—Dijo que iba a volver a la casa para hacer que pareciera que lo había hecho otra persona. Un ladrón.

—Se da cuenta de que eso es un delito, ¿verdad, señorita Larchmont? Se llama obstrucción a la justicia.

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! ¡Pero los dos estábamos muy asustados! —La adolescente se frotó los ojos con las muñecas—. ¿Me dan un pañuelo de papel o algo para secarme?

El juez Shaheen, que estaba preparado para esa clase de arrebatos, le ofreció una caja de pañuelos de papel. Ella cogió uno y se limpió la cara sorbiéndose la nariz.

Inez no se dejó disuadir por el histrionismo de la chica.

—Hace un momento ha reconocido haber mentido a este tribunal. ¿Por qué deberíamos creerla ahora?

—¡Porque es la verdad! ¡Lo juro! —rogó Larchmont, quejumbrosa como un cachorro maltratado.

—¿No es verdad también que Scott Hyland le ha comprado muchas cosas bonitas? Ropa, joyas, viajes a Hawai y Tahití… ¿No es cierto que podría comprarle muchas cosas más con la fortuna de sus padres?

—¡No! Yo nunca haría daño a nadie. Ni por todo el dinero del mundo.

—¿De veras? Espero que esa afirmación sea más fiel que el resto de lo que nos ha contado. —La fiscal ladeó la cabeza en dirección a Malcolm Lathrop—. La testigo es toda suya.

Mientras ella se sentaba, Lathrop se levantó y se dirigió al juez en una paternal actitud protectora.

—Señoría, creo que la señorita Larchmont ya ha soportado bastante por hoy. Su valiente confesión respalda lo que la defensa ha mantenido desde el principio: la inocencia de Scott Hyland. Por lo tanto, en este momento no tenemos preguntas para ella.

Parecía que el juez Shaheen hubiera comido un bocado de algo podrido pero fuera demasiado educado para escupirlo.

—Muy bien. La testigo puede abandonar el estrado. Vamos a hacer un breve descanso. Se levanta la sesión. Me gustaría recordar a los miembros del jurado que no deben hablar del caso ni expresar ninguna opinión sobre el mismo durante la pausa. Reanudaremos la sesión dentro de quince minutos. —Dio un golpe con el mazo desdeñosamente.

Cuando se levantó para salir, Natalie se fijó en que la sonrisa reservada había vuelto a aparecer en la cara de Malcolm Lathrop.

• • •

Durante el descanso logró alcanzar a Inez en los lavabos del servicio de mujeres. Natalie se enjuagó las manos mientras esperaba a que una tercera mujer saliera, y a continuación se inclinó sobre el oído de su amiga.

—Nuestro amigo Malcolm te ha pillado por sorpresa. ¿Estás bien?

—Oh, sí. —Inez se miró el pelo en el espejo y se aplicó unos polvos de una polvera en los brillos de la nariz y la frente—. Sabía que haría contar un cuento chino a Danielle. Ya lo pillaré más adelante.

—¿Y Lyman?

La máscara de hierro de la fiscal se desprendió un poco al cerrar la polvera.

—Tendremos que esperar a ver qué pasa, ¿no?

Dejó a Natalie secándose las manos.

• • •

Troy McDonnell era un muchacho flaco como un espantapájaros, condenado por sus rasgos desgarbados y su piel pálida y pecosa a hacer de lacayo perpetuo de un deportista atractivo como Scott Hyland. También hijo de padres ricos, McDonnell había adquirido cierta popularidad indirecta al ser el anfitrión de una serie de fiestas de mala fama para sus amigotes del instituto, muy similares a la juerga improvisada en su casa de la playa que ahora estaba describiendo al tribunal.

—Fue idea de Scott —comenzó—. Me llamó por teléfono el jueves por la noche y me preguntó si podía preparar algo ese fin de semana en la casa de mi padre en Malibú.

—Le llamó la noche del jueves, diecinueve de agosto… dos días antes de los asesinatos —subrayó Inez en atención al jurado—. De repente, le pidió que organizara una fiesta en dos días. ¿No le pareció un poco raro?

McDonnell se rio socarronamente.

—No. Scott siempre tenía ganas de fiesta.

—¿Hubo algo que le sorprendiera?

—Solo que sus padres le dejaran venir. Creía que lo habían castigado sin salir y que incluso le habían quitado las llaves del Cherokee.

—¿Sabe por qué lo habían castigado?

—Scott dijo que había habido problemas en el trabajo, pero no aclaró cuáles. Su padre siempre estaba encima de él por algo.

—Volveremos a ese punto dentro de un momento. ¿Qué recuerda del comportamiento de Scott en la casa de la playa ese fin de semana?

—En primer lugar, él y Danni no llegaron hasta casi las tres de la madrugada, lo que me fastidió un poco porque era él el que me había pedido que diera la fiesta. Luego se pasó el día siguiente con el móvil en la mano, consultando su buzón de voz cada quince minutos más o menos.

—¿Le dijo por qué no paraba de consultar sus mensajes?

—Dijo que estaba esperando una llamada importante.

—¿Qué pasó cuando usted tuvo que desalojar la casa el lunes por la mañana?

—Scott me preguntó si podíamos quedarnos todos otra noche. «¿Para qué? —le pregunté—. Puedes jugar con tu móvil en casa». Le dije que mi padre solo me dejaba la casa para el fin de semana (y me costaba horrores conseguirlo), pero Scott me contó un dramón y me dijo que él y sus padres habían tenido una discusión de las gordas y que no quería volver hasta que tuvieran ocasión de calmarse.

—¿Qué pasó entonces?

—El resto de la gente se marchó. Solo nos quedamos Scott, Danni y yo viendo películas. Estaba empezando a preguntarme si se marcharían algún día cuando Scott recibió la llamada de la policía.

—¿Se refiere a la llamada del detective Raines para informarle de la muerte de sus padres?

—Sí.

—¿Cómo se tomó la noticia?

—Protesto —soltó Lathrop antes de que McDonnell pudiera abrir la boca—. Una vez más, la acusación está pidiendo al testigo que haga conjeturas sobre el estado mental de mi cliente durante ese momento trágico.

Inez levantó las manos en un gesto conciliador.

—Retiro la pregunta. Señor McDonnell, ha dicho que los padres de Scott Hyland estaban enfadados con él. ¿Sabe por qué?

El chico soltó una risita pueril.

—Por lo de siempre. Su viejo quería que él trabajara veinticuatro horas al día o algo por el estilo. Ya sabe cómo son los padres.

—¿Y se enfadó Scott alguna vez con su madre y su padre?

—Por supuesto.

—¿Expresó alguna vez el deseo de matarlos?

Hasta entonces McDonnell no había mirado al compañero de instituto que lo miraba encolerizado desde la mesa de la defensa. Natalie advirtió entonces que Troy lanzaba una mirada de chivato a Scott, como diciendo: «Lo siento, tío. No ha sido idea mía».

—Por favor, responda a la pregunta, señor McDonnell.

El muchacho exhaló, y sus mejillas se hincharon.

—Sí, pero no me pareció que fuera en serio.

—¿Podría describirnos esa conversación?

McDonnell se rascó la nuca.

—Su padre había estallado el día anterior. Había cogido un palo de su bolsa de golf y había machacado la Harley de Scott. Scott tenía esa moto inmaculada, y su padre la había dejado hecha polvo.

»Scott me lo estaba contando cuando se rio y me preguntó cuánto creía que costaría que se cargaran a sus padres. Yo me reí y le dije: “¡Más de lo que tú tienes!”. Yo creía que estaba bromeando, comportándose como si fuera un personaje de Los Soprano, ¿sabe?

»Pero entonces se puso muy serio y me preguntó si Richard conocía a alguien que pudiera hacerlo.

—Ese debe de ser su compañero de clase Richard Parkhurst, ¿verdad?

—Sí. Ayudó a Scott y a Danni a conseguir unos carnets de identidad falsos y anda con gente peligrosa, miembros de bandas y tipos por el estilo. Pero yo le dije a Scott que cometería un gran error, porque he visto esos programas sobre crímenes reales en Discovery Channel, ¿sabe? Le dije que todos los tíos que intentan contratar a asesinos a sueldo acaban siendo trincados por la policía secreta.

—¿Qué dijo él?

—Se rio y dijo que, de todas formas, no se lo podía permitir con su paga.

—¿Y cuándo mantuvieron esa conversación?

—A principios de agosto.

Inez se situó de cara al jurado.

—Solo dos semanas antes de los asesinatos de Prescott y Betsy Hyland. Gracias, señor McDonnell.

Cedió la palabra a Lathrop, que se acercó sin prisa al testigo sacudiendo ligeramente la cabeza.

—Señor McDonnell, ¿diría usted que es un buen amigo de mi cliente?

La mirada del chico se desvió hacia Scott, pero solo un instante.

—Sí.

—Me refiero a que tendría que ser un buen amigo para que él le confesara un plan de asesinato. De hecho, tendría que ser el mejor amigo de Scott para que él le contara algo así. ¿Diría usted que es el mejor amigo de Scott?

McDonnell se retorció como un paramecio atrapado en un portaobjetos de cristal.

—No lo sé.

—Ya veo. Entonces tal vez pueda decirnos si Richard Parkhurst es amigo de usted.

—Yo no lo llamaría amigo…

Lathrop se llevó un dedo a los labios.

—No, amigo seguramente no sea la palabra «adecuada». ¿No sería más acertado decir que el señor Parkhurst es su camello? —Lathrop sacó un informe policial de su pila de documentos y lo agitó ante el jurado—. De hecho, ¿no fueron detenidos usted y el señor Parkhurst cuando usted le estaba comprando más de cien gramos de cocaína?

La voz de McDonnell bajó hasta convertirse en un graznido.

—Sí, señor.

—¿Y no es verdad que la acusación ha accedido a retirar los cargos por posesión de drogas contra usted a cambio de que declare hoy?

—Sí, señor.

Natalie oyó a Avery Park gruñir de disgusto a su lado. Miró a Inez para ver si se inmutaba al presenciar cómo la credibilidad de uno de sus testigos clave se venía abajo, pero, como era de esperar, la fiscal observó el desarrollo de los acontecimientos con férrea determinación.

Lathrop sonrió, pero apenas había regresado a su silla cuando Inez levantó la mano.

—Solicito permiso para volver a interrogar al testigo.

—Proceda —dijo el juez Shaheen.

Inez se levantó, pero no se molestó en salir de detrás de la mesa.

—Señor McDonnell, ¿era también cliente Scott Hyland de Richard Parkhurst?

—Oh, sí.

El chico sonrió, disfrutando visiblemente de la oportunidad de devolvérsela a Lathrop.

—¿Y qué productos compraba?

—Sobre todo, hierba y coca. Y alguna seta.

—¿Cuánto dinero vio gastarse al acusado en droga?

—Miles de dólares. Se gastaba el dinero tan rápido que su viejo le retiró la paga muchas veces. —La expresión de McDonnell se ensombreció por la envidia—. Es un milagro que no lo trincaran nunca.

—¿Estaban sus padres al tanto de que consumía droga?

—Ya lo creo. Sobre todo, después de que acumulara varios miles de dólares de deuda con la tarjeta de crédito.

—¿Hicieron algo para impedir que siguiera consumiendo droga?

—Intentaron quitarle la tarjeta de crédito, pero él ya había pedido un montón de tarjetas nuevas sin que ellos se enteraran. Y ya sabe cómo eran sus padres: habrían preferido morirse a que la gente supiera que su hijo estaba en un reformatorio o en rehabilitación. —Hizo una mueca de nuevo al darse cuenta de lo mal que había escogido las palabras—. Quiero decir que les daba mucha vergüenza…

—Sabemos lo que quiere decir, señor McDonnell. Gracias. No hay más preguntas.

Inez se sentó. El juez Shaheen concedió a la defensa la oportunidad de volver a interrogar al testigo, pero Lahtrop declinó la oferta en silencio. Ahondar en la toxicomanía de su cliente no mejoraría la imagen de Scott ante el jurado.

A continuación, la acusación llamó a Avery Park a la tribuna de los testigos, y Natalie tuvo que apretujarse hacia un lado para dejar que el corpulento hombre de negocios saliera de la fila de sillas. Con los carrillos colgando en una perpetua expresión de enojo, Park parecía incapaz de reflejar alguna emoción que no fuera la impaciencia, que se intensificó a medida que relataba el ejercicio profesional de Scott Hyland en la compañía constructora Hyland & Park.

—Ese chico es un vago y un delincuente —declaró—. Si no hubiera sido el hijo de Press, lo habría puesto de patitas en la calle el mismo día que lo contratamos. Ahora que lo pienso, Press habría hecho lo mismo.

—Por favor, absténgase de expresar sus opiniones cuando responda a las preguntas de la abogada, señor Park —terció el juez Shaheen—. Puede continuar, señora Mendoza.

—Gracias. ¿Cuándo empezó a trabajar el acusado en su empresa, señor Park?

—Hace tres veranos. A Press le pareció que sería bueno para Scotty que se interesara por el negocio de la familia. Que le ayudaría a enderezarse y a no ir por el mal camino. Como si hubiera alguna posibilidad…

El juez se inclinó hacia delante de nuevo.

—Señor Park…

—Lo siento, señoría.

—¿Qué puestos ocupó el acusado en la compañía? —prosiguió Inez.

—Los que a él le dio la gana. Press lo puso de archivero en la oficina principal hasta que hubo tal desorden en las cuentas que necesitamos a media docena de trabajadores temporales para solucionarlo. Luego probamos a darle puestos en los departamentos de construcción y almacenaje, pero nuestros encargados nos decían que el chico desaparecía tres horas en la pausa del almuerzo y volvía apestando a marihuana. Pero era el hijo del jefe, así que ¿quién iba a despedirlo?

—¿Cómo acabó en el departamento de contabilidad?

Park movió la cabeza con una exasperación digna de Casandra.

—Ya se lo advertí, pero Press, que en paz descanse el pobre iluso, insistió. Scotty iba a acabar el bachillerato ese año, y Press quería prepararlo dándole un puesto fijo en la empresa porque sus notas no le permitían entrar en una universidad decente. También creía que podría controlar a Scotty si él estaba allí, vigilándolo de cerca.

—¿Qué pasó entonces?

—Nos desplumó, eso es lo que pasó. Enseguida me di cuenta de que los márgenes de beneficios de nuestros trabajos disminuyeron en torno a un diez por ciento, debido casi siempre a un aumento en los costes de material. Bueno, el precio de la madera y otros materiales sube y baja constantemente, pero por lo general no se ve un incremento como ese al cabo de dos meses, así que empecé a repasar las facturas para averiguar qué demonios estaba pasando.

»¿Y qué descubrí? Nos habían facturado miles de metros cúbicos de madera y cientos de sacos de cemento que no habían aparecido en nuestros almacenes. Llamé a los proveedores para preguntarles, pero no tenían ni idea de lo que les estaba hablando; ellos no habían presentado esas facturas. Entonces comparé las facturas con otras anteriores de las mismas compañías y descubrí que todas eran falsas: estaban impresas con papel de distinto color, con distintas fuentes y demás. Scotty debía de haberlas hecho con su ordenador de casa.

»Consulté con el banco y descubrí que Scotty había estado sacando dinero de la cuenta de la empresa. Luego había tapado los reintegros con las facturas falsas y las copias de los cheques falsificados que nunca extendió a nuestros proveedores.

—¿Cuánto dinero sacó?

—Más de veintidós mil dólares.

—¿Y cómo reaccionó Prescott Hyland padre cuando le informó del desfalco de su hijo?

—¿Cómo iba a sentirse? Por poco le dio un infarto. Amenazó con llamar a la policía y dejar que Scotty se pudriera en la cárcel, pero Betsy lo convenció para que no lo hiciera: ella siempre era blanda con el chico. Así que mantuvimos el asunto en secreto y nos olvidamos de los beneficios que habíamos perdido. Pero Press juró que en cuanto Scotty cumpliera dieciocho años lo mandaría a freír espárragos.

—¿Sabía el acusado que su padre tenía la intención de «mandarlo a freír espárragos», como ha dicho usted?

—No me cabe duda. Press Hyland siempre decía lo que pensaba.

—¿Y cuándo salió a la luz el desfalco del acusado?

—El tres del pasado mes de agosto. Lo sé porque yo mismo rellené los papeles del despido de Scotty.

—El tres de agosto. —Inez se giró hacia el jurado—. La misma semana que Scott Hyland preguntó a Troy McDonnell por la posibilidad de contratar a un asesino a sueldo para que matara a sus padres. Gracias, señor Park.

Pasó la palabra a Malcolm Lathrop con un gesto brusco de la cabeza. Él se frotó las manos como un comensal salivando ante su plato favorito y se levantó para el interrogatorio.

—Señor Park, usted ayudó a diseñar y construir la mansión de los Hyland, ¿verdad?

—Sí. ¿Y qué?

—Entonces, ¿conocía el sistema de seguridad instalado en la vivienda?

Lathrop se mostraba tan simpático que la indignación tardó un instante en aflorar a la cara de Park.

—¿Qué demonios está intentando…?

—Solo quería señalar que usted es la única persona aparte de la familia Hyland que podría haber desactivado la alarma.

Inez interrumpió el estallido de indignación de Park con el suyo propio.

—¡Protesto! El acusado es quien está siendo juzgado, no el señor Park.

—Señoría —dijo Lathrop—, la defensa pretende demostrar que la policía no investigó adecuadamente al resto de los posibles sospechosos antes de acusar a mi cliente de forma arbitraria e injusta.

El juez Shaheen observó a los dos abogados.

—Protesta denegada. Pero más vale que esto lleve a alguna parte, señor Lathrop.

El abogado se inclinó ligeramente.

—Le aseguro que sí. Vamos a ver, señor Park… ¿puede dar cuenta de su paradero la noche del pasado veintiuno de agosto?

El hombre de negocios sacudió la cabeza de un lado a otro, con la papada temblando, como si estuviera buscando en la sala de justicia a un árbitro para que anulara la decisión.

—Como ya le dije a la policía en su día, esa noche trabajé hasta tarde y volví a casa, me relajé un rato delante del televisor y me fui a la cama. Fin de la historia.

—Entiendo. ¿Sabe de alguien que pueda dar fe de sus acciones esa noche?

—No.

—¿De veras? ¿Ni siquiera su esposa?

Park se puso hecho una furia.

—No estoy casado.

Lathrop se dio una palmada en la frente.

—¡Ah, claro! Su mujer se divorció de usted el año pasado, ¿verdad?

El testigo levantó las manos con incredulidad.

—¿Qué demonios tiene que ver eso?

—¿No se quedó la antigua señora Park con su casa valorada en tres millones de dólares como parte de su acuerdo de divorcio? ¿No es ese el motivo por el que no había nadie que confirmara que pasó la noche del veintiuno de agosto en su piso de una habitación en Canoga Park?

—¡Protesto! —soltó Inez de nuevo—. El abogado no tiene ningún derecho a hurgar en la vida privada del testigo sin ton ni son.

Los ojos del juez Shaheen se movían como una balanza inclinándose.

—Se admite la pregunta. Señor Park, responda, por favor.

El hombre de negocios soltó un resoplido como el estallido de un neumático pinchado.

—Sí, se quedó con la casa.

Lathrop volvió tranquilamente a la mesa de la defensa y cogió una hoja del montón que había allí.

—También tuvo que dar a la antigua Bernise Hudson Park el valor en dinero de la mitad de sus acciones en Hyland & Park. ¿Es correcto?

—Siií.

—No tenía tanto dinero, ¿verdad? ¿No es ese el motivo por el que intentó convencer a Prescott Hyland padre para subastar la empresa, como resumió en su memorándum interno con fecha del veintiséis de febrero del año pasado? —El abogado agitó el papel en la mano.

A Park le palpitaba una vena en la frente.

—Con el boom inmobiliario, el mercado favorecía al vendedor. Podríamos haber hecho una fortuna.

—Pero el señor Hyland no accedió, ¿verdad? En lugar de ello, le ofreció comprarle una parte del valor del mercado. Y usted tuvo que aceptar, ¿verdad?

—Decidí aceptar, sí.

—Pero Press Hyland fue comprensivo. Al final le dejó quedarse en calidad de directivo. A pesar de todo, no puedo evitar pensar que acabar de empleado en la empresa que lleva su nombre debió de suponer un duro golpe para su orgullo. ¿No fue un poco… humillante, señor Park?

La expresión del hombre de negocios se volvió de una inquietante serenidad, como un maremoto a miles de kilómetros de la costa.

—Hay cosas peores.

—Aun así, debió de molestarle que su viejo amigo y socio se aprovechara de su desgracia para comprarle su participación en la empresa a precio de ganga. ¿Y dónde están esas facturas y cheques falsificados que asegura que extendió mi cliente?

—Los rompí.

Lathrop soltó una risita de incredulidad.

—¿Los rompió? ¿Eran la prueba de un delito y usted los destruyó?

—No fue idea mía. Press dijo que lo enterráramos todo, y eso hice.

—Naturalmente, se da cuenta de que eso significa que solo tenemos su palabra de que esos documentos han existido.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que me pregunto qué pasaría si usted fuera la persona a la que Prescott Hyland pilló falsificando las cuentas.

El maremoto se desencadenó. Park estampó las manos sobre el pasamanos de la tribuna de los testigos como si estuviera a punto de abalanzarse sobre Lathrop, pero el alguacil de camisa beige le puso su pesada mano sobre el hombro hasta que volvió a sentarse.

Un murmullo de inquietud recorrió la tribuna, e Inez se levantó de un brinco como una caja-sorpresa.

—¡Protesto! ¡Señoría, eso no es una mera especulación, es ciencia ficción!

—Se admite la protesta —respondió el juez Shaheen—. Señor Lathrop, le recomiendo que no vierta esas acusaciones a menos que tenga pruebas que las respalden.

—Le aseguro que no haría una acusación como esa si no pudiera demostrarla. —El abogado observó a Park con la altiva sobriedad de un verdugo—. No hay más preguntas.

—Solicito permiso para volver a interrogar al testigo —pidió Inez antes de que él se hubiera sentado.

El juez Shaheen asintió con la cabeza.

—Permiso concedido.

—Señor Park, ¿ha sido acusado de algún delito antes?

El hombre de negocios levantó la cabeza tan alto que su papada casi desapareció.

—Nunca.

—¿De verdad? ¿Nunca ha tenido problemas con la policía?

—Tal vez alguna multa por exceso de velocidad.

Inez lanzó una mirada irónica al jurado.

—Yo también.

Los miembros del jurado se rieron entre dientes.

—No parecen unos antecedentes penales muy extensos, ¿verdad? —comentó la fiscal—. Sobre todo, comparados con un joven con un conocido historial de toxicomanía, delincuencia y desfalco. Gracias, señor Park.

El juez se volvió hacia la defensa.

—¿Señor Lathrop?

—Por esta vez no hay más preguntas, aunque nos reservamos el derecho a llamar al testigo para un futuro interrogatorio.

—Queda anotado. Señora Mendoza, su siguiente testigo.

Inez permaneció de pie.

—Señoría, la defensa ha concluido.

—En ese caso, se levanta la sesión hasta después de comer.

El juez advirtió de nuevo a los miembros del jurado que no debatieran sobre las pruebas fuera del tribunal y levantó la sesión dando otro golpe con el mazo.

Natalie se quedó mientras la gente se dispersaba a su alrededor, con la esperanza de tener otra ocasión de hablar con Inez. Pero al acercarse poco a poco a su amiga, vio que había otro rezagado en la sala: un hombre sentado al fondo de la tribuna que llevaba una gorra de los Yankees de Nueva York y mascaba chicle con informal desconsideración por su entorno. Cuando lo miró a los ojos, él la observó fijamente y anotó algo en el cuaderno que tenía en el regazo.

Había algo en él que a Natalie le sonaba. ¿Era del departamento de seguridad del Cuerpo?

Se echó hacia atrás y se alejó de Inez, y Avery Park se acercó a la fiscal apresuradamente, arengándola entre susurros con los carrillos bamboleantes. Inez agachó la cabeza para apaciguarlo y metió los papeles de la mesa en su maletín. Natalie se escabulló de la sala de justicia, inclinando la cabeza hacia el suelo para evitar la tentación de mirar al hombre de la gorra.

Se sentó a comer en la pared de piedra de un macetero que había en la plaza de detrás del tribunal, pero el sándwich de pavo que compró le resultó tan pesado como si fuera cemento fresco. El aburrimiento hasta que pasó una hora no hizo más que intensificar el temor a lo que vendría a continuación: la aparición de Lyman Pearsall en la tribuna de los testigos.

El resto de la sala de justicia parecía compartir su inquietud, pues el juez Shaheen tuvo que llamar a los presentes al orden varias veces hasta que se callaron. El magistrado dejó que el silencio diera paso a una fría severidad antes de realizar su preceptiva advertencia al jurado.

—Están a punto de oír el testimonio de Elizabeth Hyland y Prescott Hyland padre. Testimonios como esos suelen ser inquietantes y profundamente conmovedores.

Un miembro del jurado joven y pálido con el pelo revuelto se secó el sudor de la frente con la manga, y el juez Shaheen dirigió la posterior advertencia a él.

—No permitan que la intensidad de esas emociones enturbie su juicio. Las declaraciones de las víctimas deberán ser tomadas en cuenta con tanta cautela y escepticismo como las del resto de los testigos cuando decidan su veredicto. Deberán contraponer el testimonio de las víctimas a las demás pruebas presentadas por la acusación y la defensa para determinar la verdad. ¿Entienden las responsabilidades que les he descrito?

Algunos miembros del jurado vacilaron, pero todos manifestaron su aprobación. El juez esperó a que el último de ellos —el joven pálido— asintiera con la cabeza antes de proseguir.

—Señor Lathrop, puede llamar a su primer testigo.

—Gracias, señor. —Lathrop se levantó y se situó de cara al jurado—. Como ha indicado su señoría, la defensa desea llamar a Elizabeth Hyland. Alguacil, ¿puede acompañar al canal hasta el estrado?

El corpulento oficial negro abrió una puerta lateral e hizo un gesto al invisible ocupante de la habitación de atrás. Sujetó la puerta mientras Lyman Pearsall entraba resueltamente en el tribunal como si se tratase de su marcha de coronación.

Sin su greñudo peluquín, la calva recién rapada de Lyman mostraba un aspecto brillante y escuálido, resplandeciente de autoridad cerebral, con los puntos nodales tatuados como una marca de superioridad faraónica. Cuando el alguacil le tomó juramento, Pearsall contempló a los miembros del jurado como si estuviera pasando revista a sus tropas para la batalla, asegurándose de que todos veían sus hundidos ojos violeta.

Durante el descanso para comer, el personal del tribunal había sustituido la silla de madera de la tribuna de los testigos por una silla reclinable acolchada propia de la consulta de un dentista sádico. Sin embargo, Pearsall hizo que pareciera tan cómoda como una hamaca al colocarse contra su respaldo curvado y su reposacabezas.

Malcolm Lathrop se acercó al estrado.

—Por favor, diga su nombre para que conste en acta.

—Lyman Pearsall.

—¿Es usted un canal autorizado del Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano?

—Sí.

—¿Y piensa servir al tribunal con toda sinceridad y lo mejor que pueda?

—Por supuesto.

Pearsall hizo una mueca, como si la pregunta le pareciera un insulto.

—Gracias. ¿Señor Burton?

Lathrop se apartó mientras un corpulento hombre con gafas subía a la tribuna de los testigos. Joe Burton siempre había sido el experto en SoulScan del centro penal de Los Ángeles, y ejecutó el ritual con silenciosa eficiencia: inspeccionó los ojos del violeta con una linterna para asegurarse de que no llevaba lentes de contacto y a continuación pegó los electrodos a los puntos nodales de la coronilla de Pearsall.

Cuando Burton encendió el aparato SoulScan situado junto a la tribuna de los testigos, Lathrop señaló un gran monitor verde que había en la pared al lado de Lyman.

—Las tres líneas superiores representan la conciencia del señor Pearsall —dijo al jurado—. Cuando las líneas de la parte inferior de la pantalla empiecen a subir y bajar como las de arriba, sabrán que el alma de la víctima ha ocupado la mente del canal.

Todos los miembros del jurado y los espectadores fijaron la vista en la pantalla del SoulScan como si tuvieran miedo a perderse el gran momento si parpadeaban. Sin pronunciar palabra, Joe Burton abrochó las gruesas correas de nailon de la silla sobre las piernas y el pecho de Pearsall, y sujetó las muñecas del violeta con una tira de plástico.

—¿Está listo para continuar, señor Pearsall? —preguntó Malcolm Lathrop cuando Burton se retiró.

—Sí.

El violeta cerró los ojos; sus labios apenas resultaban visibles bajo su bigote crespo mientras pronunciaba las palabras de su mantra de espectador moviendo los labios en silencio. Por encima de él, las relucientes ondas alfa de color verde se movían en la pantalla del SoulScan cada vez con más regularidad, y los puntiagudos picos se fueron alisando hasta convertirse en suaves colinas y valles. Las líneas de la parte inferior del monitor permanecían lisas, inertes. Pearsall abrió las manos.

Lathrop se acercó sin prisa a la mesa de la acusación.

—Señora Mendoza, ¿me da la primera piedra de toque?

Ella le pasó una gruesa bolsa de plástico, y antes de que Lathrop extrajera su contenido Natalie reconoció el camisón azul salpicado de sesos de Betsy Hyland. Inez ya había exhibido la prenda al jurado al interrogar al forense y el experto en balística sobre las heridas de las víctimas. Lathrop desdobló el camisón y lo colocó en la mano de Pearsall.

Durante los minutos siguientes, el único sonido que se oyó en la sala de justicia fue el susurro ininteligible del violeta. Burton ocupó su puesto habitual junto al panel de control del SoulScan, con la mano cerca del botón del pánico por si acaso.

Al ver que el aparato no reflejaba ninguna ocupación, Natalie escudriñó la reacción de Malcolm Lahtrop. El abogado miraba atentamente las líneas verdes de la pantalla con las palmas de las manos juntas por delante de sus labios. Scott Hyland adoptó una pose muy parecida, con los codos apoyados en la mesa de la defensa. ¿Era una ligera incertidumbre lo que ensombrecía sus caras? ¿Incluso miedo, quizá?

Entonces una señal luminosa, como el latido de un corazón resucitado, recorrió las tres líneas inferiores de la pantalla.

«¿Quién?», pensó Natalie mientras la cara de Lyman Pearsall temblaba y se alteraba.

La señal luminosa se convirtió en un garabato de pánico, y Pearsall se hinchó bajo las correas de la silla. Soltó una serie de gritos en falsete, abrió mucho los ojos y los puso en blanco, como si hubiera despertado de una pesadilla prolongada a una realidad más espantosa. Intentó ponerse derecho sacudiendo la cabeza a un lado y otro, pero las correas lo sujetaban contra la silla. La regia arrogancia de su expresión se había convertido en una estupefacción llena de miedo.

—¿Dónde… dónde estoy?

Alzó la mirada y la posó sobre la mesa de la defensa, y una frenética esperanza se traslució en su voz.

—¿Scotty?

Scott Hyland se sentó derecho por primera vez durante el juicio. No parecía que estuviera fingiendo los temblores de asombro que se advertían en sus ojos llorosos y su boca abierta.

—Scotty, ¿eres tú? Por favor, cariño, dime… ¿dónde he estado?

Malcolm Lathrop, la única persona de la sala que parecía relajada, se apoyó sobre el pasamanos de la tribuna de los testigos, con la moderada preocupación de un confesor reflejada en la cara.

—No queremos asustarle. ¿Puede decirnos quién es?

Pearsall se quedó mirando boquiabierto al abogado, sin comprender.

—¿Qué? ¿Quiere saber mi nombre?

A Natalie se le encogió el estómago.

—Soy Betsy —dijo Pearsall—. Betsy Hyland.