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La casa de la abuela

El viaje a Manchester era el primero que Natalie hacía en avión desde hacía casi seis años —desde aquellos angustiosos vuelos de larga distancia con Dan—, pero la antigua fobia a volar apenas le preocupaba. Con todos los problemas que se cernían sobre ella, el miedo a un accidente de avión parecía absurdamente lejano, como preocuparse por el impacto de un meteorito estando cubierto hasta el pecho del agua en plena inundación. Sin embargo, seguía deseando que Dan estuviera sentado a su lado. Ahora más que nunca necesitaba el contacto cálido de su mano sobre la de ella.

En lugar de él, era su padre el que se hallaba sentado junto a ella, mirando por la ventana ovalada el cielo de inoportuno color azul por encima de las nubes. En aquellos asientos de clase turista, sus codos se tocaban en el apoyabrazos, pero él habría preferido estar ya en New Hampshire. En cierto sentido, ya lo estaba.

—Papá… —Natalie le cogió la mano, pero él la apartó de un tirón.

—Déjala dormir —soltó él, como si Sheila estuviera dormitando en el asiento del otro lado del pasillo.

Ella no volvió a hacer el menor intento por tocarlo, y apenas se dirigieron la palabra, ni siquiera durante el largo trayecto desde el aeropuerto a Nashua. Natalie se ofreció a ponerse al volante del Mercedes de su padre, pero se arrepintió cuando vio que las carreteras todavía estaban cubiertas de arena y resbaladizas a causa de las nieves del invierno. Se negó a pasar de cuarenta kilómetros la hora en la aguanieve, mientras que los conductores temerarios salpicaban su coche de la mugre de la carretera al pasar zumbando a su lado.

Tardaron más del doble de la hora habitual en realizar el trayecto, lo que brindó a Natalie muchas oportunidades de meditar sobre el cambio que se había producido desde la llamada telefónica de la noche anterior. Un día antes había sentido una camaradería con su padre que no había experimentado antes; y ahora él parecía más distante que nunca.

Naturalmente, se debía en parte al hecho de que las dos únicas mujeres que había amado en su vida habían sido asesinadas cruelmente con pocos días de diferencia. Natalie lo sabía y se reprendía a sí misma por la mezquina inseguridad que sentía, molesta porque su padre estuviera pensando en Sheila y no en ella.

Natalie nunca había considerado a su madrastra más que un apéndice de su padre, un tumor cancerígeno que le había salido en el costado y que esperaba desapareciera algún día. El hecho de ver a su padre llorar por aquella mujer obligó a Natalie a ver a Sheila no como a un enemigo, sino como a una persona. Aquella sonrisa, condescendiente y obsequiosa al mismo tiempo… ¿había sido también sincera? Si Natalie hubiera mirado más allá de aquel barniz irritante y remilgado, ¿habría hallado a alguien que de veras quería entablar amistad con ella… alguien a quien incluso habría podido llegar a querer?

Semejantes preguntas carecían de relevancia ahora. Lo único que quedaba era la culpabilidad por el resentimiento miope y las oportunidades desaprovechadas.

No llegaron a la casa de estilo colonial con dos plantas de Wade y Sheila Lindstrom hasta las cuatro de la tarde. La pareja residía en una opulenta y tranquila zona residencial donde el césped verde y ondulante de una casa se fundía con el de otra sin vallas que marcaran los límites de las fincas. Las tormentas de invierno habían arrojado una colcha de nieve sobre la hierba, y los grandes arces que bordeaban la calle lucían sus ramas desnudas y austeras. Sin embargo, a modo de señal reveladora de que el tiempo se estaba caldeando, varios puñales de hielo se habían caído del canalón del tejado de los Lindstrom y se habían hecho astillas en la entrada de asfalto.

Un coche de la policía de Nashua los estaba esperando junto al bordillo, con el tubo de escape echando humo como una estufa de hierro, pues el agente había dejado el motor en marcha para mantenerse caliente. Cuando aparcaron detrás de él, apagó el motor y salió, antes de subirse la cremallera de su anorak y ponerse el sombrero de ala plana de jefe de scouts que usaba la policía de Nueva Inglaterra.

—¿Señor Lindstrom? —preguntó al tiempo que ponía el pie en la nieve crujiente.

—Sí. —Wade hizo un gesto amplio con su brazo sin fuerza en dirección a Natalie—. Mi hija.

El agente asintió con la cabeza silenciosamente.

—Sam Runyon. Anoche me personé en la escena.

—Le agradecemos que nos haya esperado.

Natalie estaba temblando con su chaqueta de plumón y sus tejanos, deseando llevar un gorro de lana y ropa interior térmica; una década viviendo en el sur de California había hecho que la sangre se le volviera menos espesa.

—Deberíamos haber llegado a las tres, pero las carreteras están todavía bastante mal.

—No hay problema. ¿Está listo, señor Lindstrom?

Wade expulsó vaho por la boca como si se estuviera purgando de toda esperanza y sacudió la cabeza.

Runyon los condujo a través de las losas hacia el porche.

—Vayan con cuidado. Estas baldosas todavía están bastante resbaladizas.

Arrancó la cinta amarilla en la que ponía «CORDÓN POLICIAL, NO PASAR» de la puerta principal y abrió el cerrojo y el candado improvisados que la policía había sujetado al marco de la puerta. El cerrojo normal de la puerta había sido forzado, y había quedado un agujero inútil lleno de astillas en la jamba.

—Sacaron el cuerpo esta mañana a primera hora. Ya hemos confirmado su identidad, pero lo llevaré al depósito de cadáveres por si quiere verla con sus propios ojos.

Natalie observó la cara de su padre, pero él parecía estar viendo una escena distinta a la que les rodeaba. Si su padre hubiera sido un violeta, Natalie habría pensado por su expresión que sentía que alguien estaba llamando.

En la casa hacía un frío inusitado para Los Ángeles. Era evidente que la policía había dejado el termostato a la temperatura justa para evitar que las tuberías se congelaran, y ni un grado más. Expulsando todavía nubes de vaho, Runyon los guio por la sala de estar y la escalera pulida de madera noble.

—Tengo que reconocer que aquí no estamos acostumbrados a esta clase de cosas. Les agradeceremos todo lo que puedan contarnos para ayudarnos a atrapar a ese tipo.

Natalie estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor. ¿Cómo podía conseguir que la policía se tomara en serio su teoría sobre Vincent Thresher y Lyman Pearsall? Y lo que era todavía más difícil, ¿cómo podía conseguir que el Cuerpo reconociera que uno de los suyos les había traicionado?

Pese a haber pasado los primeros años de su infancia allí, Natalie no había vuelto a visitar la casa desde que había nacido Callie. Ahora experimentaba una amnésica sensación de jamais vu —una falta total de reconocimiento o de apego emocional— mientras recorría el que antaño había sido el hogar de su familia. La redecoración de su madrastra había borrado todas las huellas de Natalie y Nora: la pintura pastel había sustituido el papel de pared de flores, y los austeros muebles contemporáneos habían reemplazado sus antiguos predecesores afelpados. Una puerta abierta en el rellano del segundo piso revelaba que Sheila incluso había convertido la antigua habitación de Natalie en un estudio.

«Ella nunca me quiso aquí», pensó Natalie. Pero ¿era eso cierto, sostenía una voz interior, o Sheila simplemente había dejado de esperar que su hijastra quisiera volver a juntarse con la familia?

La culpabilidad apagó la llamarada del antiguo rencor en cuanto entraron en el dormitorio principal, donde había muerto Sheila.

El agente Runyon se quitó el sombrero en una muestra tardía de respeto por la víctima.

—No hay señales de forcejeo, y los vecinos no oyeron nada. Sospechamos que la drogó mientras ella estaba durmiendo.

A la cama de matrimonio extragrande le faltaban la colcha y las sábanas, que con toda probabilidad habían sido tomadas como prueba junto con el cadáver. Sin embargo, unas manchas de color marrón intenso habían penetrado hasta el colchón y habían dejado el contorno desigual de una figura humana despatarrada en el acolchado con puntos dorados. El rostro de Sheila se superponía en aquel espacio negativo como las pastillas de goma en la cara de un muñeco de jengibre.

Wade se apoyó contra la pared y se llevó un puño a la boca para contener las arcadas. Natalie, que ya estaba desovillando el Salmo 23 en su cabeza, corrió a sostenerlo.

—¿Papá?

Él negó con la cabeza y la apartó de un manotazo.

Ella se volvió hacia Runyon.

—¿El asesino ha dejado alguna pista?

—Muchas. Tenemos pelos de al menos cuatro colores distintos de cabello y rastros de una docena de telas distintas y fibras de alfombra.

—Ah.

«Debería habérmelo imaginado», pensó Natalie. Thresher era famoso por coger pruebas de sus víctimas del pasado y colocarlas sobre su presa actual para confundir a los expertos forenses. Bajó la voz para hablar en un susurro.

—¿En qué estado se encontraba el cuerpo?

Runyon lanzó una mirada a Wade.

—¿Seguro que quiere hablar de eso ahora, señorita?

—Sí. He trabajado en investigaciones de asesinatos antes.

—Entiendo. —La expresión de incomodidad del agente hacía que su cara pareciera aplastada—. La víctima fue descubierta desnuda con el cuello cortado… extirpado, más bien…

—¿Qué dibujo tenía cosido al cuerpo?

Runyon bajó la vista como si estuviera apuntando a un sospechoso con una pistola.

—Era una cabeza de lobo enorme —dijo despacio—, con las fauces abiertas a punto de comerse a una niña con una capa roja. ¿Por qué lo pregunta?

Con los labios temblando, Natalie miró de nuevo el colchón manchado de sangre en el que había muerto Sheila. Claro: era la casa de la abuela, y Thresher era el lobo malo. Lo que significaba que Caperucita Roja era…

—Yo debería haber estado aquí —dijo Wade de repente.

Se puso derecho, pero se mantuvo de espaldas a la cama.

Natalie volvió junto a él y le rodeó la espalda con el brazo.

—Lo siento. Si lo hubiera sabido antes…

Su padre negó con la cabeza.

—No. Debería haber vuelto ayer, como tenía pensado.

—Eso no la habría salvado, señor Lindstrom —dijo el agente Runyon—. El forense dice que llevaba muerta más de veinticuatro horas cuando la encontramos anoche.

—Pero el mensaje… —Natalie titubeó, sin atreverse a expresar con palabras lo que estaba pensando—. Papá, dijiste que ayer habías intentado hablar con Sheila varias veces y no conseguiste respuesta.

Wade asintió con la cabeza.

—¿Y el mensaje del contestador automático no cambió hasta anoche?

—Sí. —Él torció el gesto—. ¿Ese cabrón enfermo se quedó con ella un día entero después de que muriera?

—Me temo que no. —Natalie no sabía si el entumecimiento de su cara y sus dedos se debía al frío o a que Sheila estaba llamando—. ¿Tiene tu contestador un número de acceso remoto impreso encima?

La mirada de Wade le respondió por él.

—¿Quieres decir…?

—… que podría haber cambiado el mensaje desde cualquier parte. Incluso desde California.

Le arrebató a su padre el móvil del bolsillo y marcó el número de Inez, incapaz de notar los botones bajo sus dedos insensibilizados.

«Callie…».