15
Miedo a la separación
Cuando volvió al centro comercial de Brea, Natalie compró a toda prisa unos tejanos azules que no necesitaba para poder lucir una sonrisa y una gran bolsa del centro comercial ante George al volver a su Volvo. Pese a esa precaución, él le lanzó una mirada de incredulidad a través de la ventanilla del LeBaron. Eran casi las cinco, lo que suponía que su «salida de compras» había durado casi ocho horas. George arrancó su coche sacudiendo la cabeza.
Siguió a Natalie hasta la guardería, donde Arabella Madison se hallaba apoyada contra su Acura, hojeando un ejemplar de Vogue y esperando a que empezara su turno. Ella, a su vez, siguió a Natalie y a Callie hasta su casa. Tras aparcar delante de la ventana de la cocina, Madison dio unos golpecitos en el cristal y se puso a hacer caras graciosas mientras ellas cenaban.
Callie se rio entre dientes. Las payasadas de Arabella le hacían gracia, pese a las repetidas advertencias de su madre. Natalie corrió las cortinas, pero la silueta diáfana de la agente de seguridad permaneció al acecho toda la tarde, atrayendo su visión periférica.
—¿Me lees un cuento? —rogó Callie cuando Natalie la llevó a la cama—. ¡Léeme Horton! Por favooor…
—Esta noche no, tesoro. Mamá está muy cansada.
Supervisó cómo su hija se cepillaba los dientes y la arropó en la cama.
Aunque apenas eran las ocho y media, Natalie también se ocupó de su higiene dental y se fue directa a la cama. Sin embargo, no se puso a dormir, y en lugar de ello se desvistió y se tumbó desnuda sobre las sábanas, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Lo cierto era que lo necesitaba. Dan era la única persona que había conocido capaz de apartar el velo de la muerte de su existencia.
Los perfiles del presente se difuminaron en la oscuridad y Natalie se sumergió en el pasado, llamándolo con anhelo.
—¿Estás bien?
Ella abrió los párpados lo suficiente para ver a través de sus gafas oscuras a Dan, que se ofreció amablemente a quedarse con el asiento de ventana durante el vuelo. Lo último que Natalie quería ver eran novecientos metros de vacío debajo de ella.
—Oh, sí. Como nunca.
Otra oleada de turbulencias azotó el avión e hizo que el fuselaje se sacudiera como un caballo asustado. Natalie volvió a cerrar los ojos con fuerza y se apretó contra el asiento, respirando entre arcadas. Dio gracias por haber estado demasiado asustada para comer mientras esperaban a que el avión despegara: así ahora no tenía nada en el estómago que vomitar.
—Aguanta, Natalie. —Dan le dio un codazo hasta que ella miró su sonrisa irónica—. Al fin y al cabo, es la forma más segura de viajar.
—Eso dicen.
Natalie pensó en el último piloto que había invocado para una investigación sobre un accidente realizada por la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte: luchando por recuperar el control mientras la catastrófica despresurización hacía estallar los vasos sanguíneos de su cerebro, y la aguja del altímetro bajaba a medida que las colinas verdes subían a toda velocidad hasta estrellarse contra él…
Se quedó mirando el letrero de «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES», deseando que se apagara. Solo un trabajo tan importante como la investigación del asesino de violetas había logrado convencerla para que se subiera a un avión, un artefacto que ella consideraba un ascensor sin cables.
La cara de Dan se llenó de indecisión hasta que pareció casi tan inquieto como ella. Entonces, sin pronunciar palabra, levantó la mano izquierda de Natalie del apoyabrazos y la agarró entre sus palmas temblorosas. La mano de ella apretó la de él hasta que los nudillos se le pusieron blancos, pero él no se quejó.
Ella no se enteró hasta más tarde de lo mucho que aterraba a Dan su contacto. Él había matado por accidente a un hombre inocente en el cumplimiento de su deber y temía la posibilidad de que ella invocara a la víctima y se enfrentara a él. Sin embargo, dejó que Natalie le agarrara la mano, y ella sintió en aquel momento que Dan se preocupaba por ella como nadie lo había hecho antes.
Se quedaron sentados de esa forma durante la mayor parte del vuelo, con las manos fundidas mientras el avión daba sacudidas y bajaba en picado, unidos perversamente por sus temores, ligados inextricablemente por la confianza que sentían el uno hacia el otro…
Natalie se estiró sobre las sábanas y dejó que su mente vagara sobre las sílabas de su mantra de espectadora, sintiendo a Dan tan presente en su cabeza que pensó que debía de estar llamando.
No era así.
Se acurrucó y se concentró más. Pasaron los minutos, pero él se negaba a venir. Tal vez no podía… o tal vez ella había perdido la facultad para recibirlo.
Las lágrimas le presionaban en los párpados cerrados, pero repitió el mantra cada vez más rápido, negándose a admitir la posibilidad de que lo hubiera perdido.
Las cosas deben de ir mal, comentó él súbitamente en su cabeza. No me habías vuelto a llamar tan rápido desde que Callie nació.
Los músculos de ella se relajaron, y el líquido salado se quedó acumulado en sus ojos al abrirlos.
—Yo… no sabía si vendrías.
¿Por qué piensas eso? Él parecía sorprendido de verdad por aquella afirmación. ¿Qué te preocupa, Natalie?
—No sé cuánto tiempo podré seguir hablando contigo.
La pausa que siguió se alargó todavía más.
Si quieres que te deje sola, solo tienes que pedirlo…
—¡No! No es eso. Mi cerebro cambia a medida que envejezco… Podría perder la capacidad de invocar almas.
No mencionó que ese cambio podía ser fatal.
La presión abrumadora de la tristeza de Dan amenazó con estallar el corazón de Natalie.
Tal vez sea lo mejor.
—No quiero perderte. Jamás.
Pero ¿y si ya lo había perdido?
La idea la sacudió como el fuego eléctrico del botón del pánico, y se incorporó de golpe en la cama. Durante los seis años que habían pasado desde que había abandonado el Cuerpo, nunca había dispuesto de un SoulScan que confirmara sus ocupaciones. ¿Y si había perdido la capacidad de invocar a los muertos mucho tiempo atrás y simplemente se había imaginado a todas las almas que habían entrado en ella desde entonces? Ocupaciones histéricas, como las de su madre. Puede que su Dan no fuera más real que el Castigador de Nora.
Yo soy real, insistió él.
Ella se quitó la peluca y se masajeó el cuero cabelludo desnudo, con el pecho palpitante. Con la distracción, se había olvidado de que sus pensamientos se transmitían a él en la mente que ambos compartían.
—¿Eres tú de verdad, Dan? —dijo ella con voz entrecortada, negándose a creer que simplemente estaba hablando consigo misma.
Sí, soy yo. Dame las manos y te lo demostraré.
Natalie hizo lo que le pidió; los brazos le temblaron al cederle el control. Se recostó sobre la cama, y él guio las puntas de sus dedos por la cara inferior de sus pechos hasta la leve convexidad de su estómago, y luego entre la suavidad de sus muslos. La tocó como solo él podía y sabía tocarla.
Después se acurrucaron el uno junto al otro, unidos en cuerpo, mente y espíritu, envueltos por la paz efímera concedida a los amantes que se olvidan de que el mundo existe.
• • •
Sin apartar la vista de las ventanas oscuras de la casa de Natalie Lindstrom, Horace Rendell se metió en la boca una pastilla de cafeína, una píldora para el resfriado y un suplemento de equinácea uno detrás de otro, y se tragó cada comprimido con ayuda de un trago del café frío de su taza de viaje colocada en el soporte para vasos de su Hyundai. Le sobrevino otro ataque de estornudos cuando todavía tenía líquido en la boca y roció el volante con una llovizna de café y saliva.
Profiriendo maldiciones, cogió un fajo de servilletas manchadas de grasa para limpiar aquella porquería. Era el tercer resfriado que pillaba aquel año, y ya le duraba seis semanas. En un mundo verdaderamente justo, podría haber demandado al departamento de seguridad del Cuerpo y cobrado el seguro laboral por ponerlo en el turno de noche dejado de la mano de Dios. Nunca se había acostumbrado a dormir de día y se consideraba afortunado cuando lograba echar un sueñecito unas cuantas horas cada mañana; debido a ello, siempre estaba pachucho y contraía todos los virus con los que topaba. Si añadía eso a las hemorroides y el constipado perpetuos que sufría por estar sentado en aquel estúpido coche todas las noches, por no hablar de su absoluta falta de vida social, tendría que poder sacar un par de millones al CCUN por daños y perjuicios. En un universo justo.
Pero el universo era una mierda, de modo que allí estaba, en las horas muertas de la mañana, soportando las flemas y vigilando la casa en busca de la más mínima oportunidad. Solo la esperanza lo mantenía alerta.
Se frotó la cara hasta hacerse daño, con la piel pálida enrojecida de los capilares que estallaban por la elevada tensión arterial. La bruja de Madison había terminado su turno como siempre, lanzándole un beso al largarse de la puerta de Lindstrom hacia su coche. Aquella zorra arrogante se creía que tenía la bonificación en el bote: cuatrocientos mil dólares libres de impuestos por coger a la niña violeta.
Pues iba a tener que usar aquella boca sonriente para besar ciertas partes de su anatomía. Aquel dinero era su paracaídas de oro, y estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para conseguirlo. Aunque eso significara hacer horas extra no remuneradas.
Rendell se limpió la nariz, que no paraba de moquear, con una servilleta húmeda y miró con el entrecejo fruncido la silenciosa casa. Tarde o temprano, Lindstrom cometería un desliz. Él se aseguraría de ello, y también se aseguraría de estar cerca para coger a la niña cuando pasara.
Solo era cuestión de tiempo.