33
Reuniones familiares
La cara de Natalie estaba tan fría y húmeda como sus pies empapados.
—¿Qué quiere decir?
Thresher chasqueó con la lengua de Pearsall.
—Oh, vamos, Natalie. Como puedes ver, mi amigo Lyman no durará mucho. —Lanzó una mirada irónica a la barriga del cuerpo de su anfitrión—. Pero tú… tú tienes pinta de saber cuidar de ti misma.
Un acceso de vómito le subió por la garganta al imaginarse compartiendo el regocijo orgiástico de aquel hombre por la tortura y llevando a cabo sus depravaciones.
—Quiere que sea su marioneta.
—El término «asistente personal» me parece más halagador, ¿no crees? Pero has captado la idea general.
—¿Y si me niego?
—Bueno… tengo otras opciones.
Su mirada descendió hacia Callie, que gimoteaba y trataba de esconderse en el pecho de su madre.
—¿Y si coopero la dejará en paz para siempre, para el resto de su vida?
—Desde luego. —Él levantó la mano derecha, que todavía sujetaba la pistola—. Te doy mi palabra de caballero.
—De acuerdo, entonces.
«Vamos, George —pensó ella, apretando los muslos de nuevo en torno al localizador—. No sé cuánto más voy a poder seguir improvisando».
—Sabía que lo entenderías. Tu madre se me resistió durante veinte años, pero yo sabía que tú eras más razonable. En lugar de un apretón de manos, ¿sellamos el trato con… una pequeña muestra de confianza? —Su expresión se endureció y pasó de condescendiente a autoritaria—. Dime tu mantra de protección.
Un escalofrío recorrió a Natalie como a un canario aterrado, pero cubrió la jaula con una sábana. Su mantra de protección le permitía volver a conectar con su cuerpo cuando otra alma la ocupaba. Si Thresher lo sabía, no tendría ninguna defensa contra él. Era como darle la llave de su casa; podría entrar y salir cuando le viniera en gana.
—Es de Hamlet —dijo—. Ya sabe, el monólogo de «ser o no ser».
Thresher se rio.
—Qué bonito. Tienes sentido del humor; me gusta. ¿Repasamos a Shakespeare?
—Está bien. —Natalie soltó a su hija con delicadeza—. No te preocupes, tesoro —susurró, y se apartó de la cama.
Cuando vio que la cara de Pearsall se suavizaba hasta adquirir su habitual expresión de pasmo y hosquedad, Natalie cerró los ojos y empezó a murmurar mentalmente Rema, rema, rema en tu barca.
Por un instante, sintió que el alma de Margaret Thresher presionaba en los límites de su conciencia, atraída por la piedra de toque de la blusa que llevaba Natalie. Madre e hijo amenazaban con reunirse dentro de la cabeza de Natalie. Sabedora por experiencia de que una invocación múltiple como esa podía provocar un ataque, Natalie se concentró en los pensamientos que únicamente atraerían a Vincent Thresher: las visiones de torturas con pinchazos y sangre salpicada que había visto cuando él la había ocupado la última vez.
Entonces penetró en su cabeza bruscamente, como impulsado por una goma elástica.
Cuando Natalie abrió los ojos vio que tenía las manos estiradas hacia Callie; una visión mental de cómo sería retorcer aquella cabecita alrededor de su cuello hasta arrancarla con las manos…
—¿Mamá? —Callie alzó la voz por el miedo mientras su madre avanzaba hacia la cama—. ¿Estás bien?
Inmediatamente, Natalie pasó al Salmo 23. Al escuchar los pensamientos de Thresher, oyó que llegaba a la parte que dice «acaso soñar» antes de sumirse de nuevo en el éter.
Pearsall lanzó un grito, dejó caer la linterna en el agua y tropezó hacia atrás contra el alféizar que tenía detrás como si se hubiera asustado. Sin embargo, cogió la pistola, y cuando se levantó ya estaba sonriendo. Las ondas de luz de la linterna sumergida recorrían su cara ensombrecida, como si estuviera sobre un acuario.
—¡Mujer de poca fe!
—Ha mentido —replicó Natalie—. Dijo que no le haría daño.
—Y no se lo habría hecho. Era una prueba, y no la has superado. —Sacudió la cabeza chasqueando con la lengua—. ¿Y ahora me vas a decir tu verdadero mantra de protección o Callie acabará como la pobre Nora? Puedo hacerlo, ¿sabes? Aunque ella me eche constantemente, seguiré llamando cada segundo del resto de su miserable existencia.
«Ha llegado el momento de apostar fuerte», pensó Natalie.
—A propósito, noto que alguien está llamando ahora mismo…
Estaba a punto de invocar a Margaret Thresher cuando un relámpago plateado relució en la ventana detrás de Pearsall. El rayo perfiló una figura amenazante que podría haber sido la sombra de él, pues también tenía una pistola.
Vincent Thresher vio que la mirada de Natalie se movía y se dio la vuelta.
El trueno amplificó el disparo y el estruendo de los cristales cuando los pedazos de vidrio estallaron en la habitación. La bala rozó el hombro derecho de Pearsall, pero Thresher mantuvo al violeta en pie. George apuntó con su Glock a través del agujero de la ventana para realizar otro disparo, pero Thresher disparó primero. En lugar de la detonación esperada, la pistola emitió el sonido de un escupitajo y lanzó un dardo con una aguja al ojo izquierdo de George. Era la primera vez que Natalie lo veía sin sus características gafas de espejo, y lo había pagado caro.
George dejó caer la Glock al agua lanzando alaridos y se tapó el ojo con las manos mientras una lágrima de sangre le corría por la mejilla. Sin embargo, la dosis de tranquilizante no debió de ser suficiente para su enorme tamaño, pues saltó por encima del alféizar de la ventana, chorreando agua como una sirena enfurecida, y atrapó a Thresher haciéndole un placaje en el aire.
Natalie se abalanzó para coger a Callie de la cama. También agarró la linterna fluorescente que quedaba, blandiéndola como un arma.
Con el dardo alojado todavía en el ojo, George agarró a Pearsall del cabello, pero el peluquín se deslizó de la cabeza calva del violeta. Cuando Thresher empezó a agitarse con violencia para librarse de George, el agente del Cuerpo lo empujó al agua.
—¡Sal de aquí! —Luchó para dominar a Pearsall al tiempo que brotaban burbujas de la cara sumergida del violeta—. La llave está en mi coche. Cógela.
Natalie no tuvo tiempo de darle las gracias. Rodando como un luchador, Thresher derribó a George boca arriba. Ahora tenía una navaja abierta en la mano de Pearsall, y hundió su hoja en el pecho de George. Lo desgarró de forma espantosa, y George gritó.
Thresher levantó el cuchillo para dar otra puñalada, pero vio que Natalie corría hacia la puerta principal con Callie en brazos. Se soltó de George, que lo agarraba débilmente, cargó contra ellas con intención de interceptarlas e hizo retroceder a Natalie lanzando tajos con su navaja lustrada de sangre.
Natalie desvió las fintas del cuchillo con la linterna, aferrando con el pliegue del brazo izquierdo a Callie, que le lloraba al oído. Thresher avanzó, dio una cuchillada a Natalie en el dorso de la mano y la hizo retroceder hasta que notó que su talón chocaba contra el pie de la escalera. Él la estaba empujando, obligándola a subir al piso de arriba, donde ella y Callie estarían atrapadas.
Blandiendo la pesada linterna en un arco con el brazo extendido, Natalie se la arrojó a la cabeza. La linterna le golpeó en la frente y le hizo perder el equilibrio, y soltó un grito de rabia al desplomarse al suelo. La linterna cayó a su lado haciendo ruido y bañó la madera noble de una débil luz de color.
Thresher agarró a Natalie de los tobillos cuando se lanzó hacia la puerta principal. Natalie se soltó sacudiendo las piernas, pero tropezó. Debido al excesivo peso de llevar a la niña en brazos, no pudo evitar que el impulso la derribara.
Como un balón de fútbol americano que se pierde en la línea de cinco yardas, Callie se le escapó de las manos.
La niña gritó de dolor, y Natalie se movió apresuradamente hacia el sonido. Una patada con una bota en las costillas la dejó jadeando. Incapaz de moverse con la sacudida que el impacto le provocó en el cuerpo, Natalie oyó que el chillido de Callie aumentaba hasta adquirir un tono capaz de hacer añicos el cristal y luego se apagaba en el vacío. Unas pisadas de botas subieron pesadamente la escalera y luego avanzaron por el techo sobre la cabeza de Natalie. Una puerta se cerró de golpe en algún lugar de la casa.
—¡NO!
Natalie se arrastró hasta la escalera y se levantó apoyándose en la balaustrada. Se agachó para coger la linterna que había caído tocándose el costado dolorido, pero vaciló, desgarrada por la conciencia.
Enfocó la sala de estar con la linterna, pero no veía detrás de la esquina.
—¿George?
—Estoy bien. —El agente tosió y expulsó flema—. Cógela.
Natalie se lo imaginó tumbado boca arriba, incapaz de levantarse, con la cola del dardo asomando en el ojo y líquido rojo manándole del pecho y disipándose en el agua que lo rodeaba.
—Volveré —prometió.
Se apoyó contra el pasamanos y subió cojeando por la escalera torcida.
Tres puertas cerradas la esperaban en el rellano inclinado del segundo piso. Natalie escuchó, pero solo oía el golpeteo de la lluvia en el tejado. Avanzó hacia la primera puerta, pero vaciló un instante al ver la X roja pegada en ella como las tibias cruzadas de un frasco de veneno.
Temiendo que Thresher estuviera esperando al otro lado del umbral, abrió la puerta de un empujón y dio un salto hacia atrás, empuñando la linterna por delante de ella como si fuera un crucifijo. De la habitación solo salió el destello apagado del papel de aluminio. Pero cuando Natalie recorrió la habitación con la luz, vio su interior precintado con material aislante y metal y reconoció para qué era; su aparente vacío le erizó el pelo de debajo de la peluca.
«Una jaula de almas».
Apenas le dio tiempo a reparar en ese pensamiento antes de que empezaran a llamar. La linterna se cayó, olvidada, al tiempo que sus brazos se quedaban flojos y sus uñas se clavaban en la parte inferior de sus manos cerradas. Se desplomó al suelo y empezó a agitarse, contrayendo al mismo tiempo todos los músculos del cuerpo, mientras las ruedas de dos almas molían su conciencia entre ellas. La mente de Natalie se fragmentó al presenciar la misma escena desde tres puntos de vista simultáneamente: el de ella y el de ellos.
La puerta del dormitorio principal se abrió de golpe mientras ellos se relajaban en la cama antes de dormir. Él alzó la vista de sus informes de negocios, y ella de su libro. La figura que vieron ante ellos les habría parecido risible de no ser por la escopeta de doble cañón que tenía en las manos: un grandullón ataviado con un disfraz de Halloween improvisado. El jersey de cuello alto negro y los tejanos, las zapatillas de deporte New Balance y aquel pasamontañas con dibujo de rombos… Anda, ella le había regalado ese pasamontañas a Scotty la última vez que había ido a Park City.
Más que ocultarla, el disfraz revelaba la identidad del chico delgado que lo llevaba, quien apuntaba con el arma al padre que le había enseñado a disparar. El padre estaba a punto de preguntar si aquello era una broma de mal gusto cuando el primer cañón disparó y le abrió un cráter en el pecho.
Cuando el cadáver del padre cayó hacia atrás, la madre se precipitó hacia delante. «¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?», chilló a la cara oculta tras el pasamontañas. En respuesta a sus palabras, la figura levantó la escopeta hasta que el ojo derecho de ella prácticamente miró por el segundo cañón. En el instante comprendido entre el chasquido del percutor amartillado y la erupción de humo y plomo, ella vio cómo la figura del pasamontañas cerraba los ojos apretándolos…
Fantasmas hermanados, Press y Betsy Hyland luchaban por infundir su cólera al cerebro de Natalie, la indignación ante la traición de su hijo y su encarcelamiento tras la muerte. Ella hizo presión contra ellos con su mantra de protección y los expulsó de su mente llenándola con el salmo.
Fortalece mi alma…
Sus extremidades se relajaron, y recobró el control de ellas. No se tomó tiempo para recuperarse y cogió la linterna para ir cojeando a la habitación de al lado.
Aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré mal alguno…
Abrió la segunda puerta marcada con una X roja, y una vez más un alma loca de angustia y soledad se clavó desesperadamente a ella, aferrándose con las uñas a sus pensamientos. Natalie sintió entonces que su piel desnuda estaba pegada a la tapicería del asiento trasero de un coche, olió el almizcle de la loción de afeitado y el sudor del hombre medio desnudo colocado encima de ella, y vio a Avram Ries apretando sus dientes blanqueados con un frenesí extático mientras le iba ciñendo cada vez más su sostén alrededor del cuello…
Natalie arrojó el espíritu de Samantha Winslow de su mente, pero lo hizo con delicadeza, como si animara a un pájaro cautivo a volar en libertad.
Un vistazo rápido al interior forrado de papel de aluminio de la habitación confirmó que estaba vacía. Eso dejaba una sola puerta por abrir. La que no tenía ninguna X.
Una vez más, Natalie giró el pomo, empujó la puerta y se apartó hacia atrás. No tenía por qué haberse molestado: Thresher la esperaba tranquilamente al fondo de la habitación, en el límite adonde alcanzaba la luz de la linterna. La mancha color borgoña de su hombro derecho había ensuciado la mejilla de Callie al taparle la boca con la mano para que se callara.
—¡Ah! Me preguntaba cuánto tardarías en reunirte con nosotros. —Se dio unos golpecitos en los labios con la hoja de la navaja distraídamente—. Si mal no recuerdo, habíamos tratado un acuerdo de negocios antes de que nos interrumpieran tan groseramente. ¿Has reconsiderado mi oferta? —Thresher tiró de la cabeza de Callie hacia atrás y rozó la delicada grasa de su cuello con el filo del cuchillo—. Piénsalo bien antes de responder.
Acompasando su respiración, Natalie se agachó en el suelo y dejó la linterna a su lado.
—He tomado una decisión.
—¿Y…?
Rema, rema, rema en tu barca…
—Me voy a abrir. —Se pasó las manos por las mangas de la blusa de Margaret Thresher mientras un hormigueo recorría las puntas de sus dedos—. Pero no a ti.
Entonces Vincent Thresher gritó algo, una advertencia para que no le jugara ninguna mala pasada, pero Natalie apenas la oyó, pues Margaret la invadió como el desbordamiento de una presa. Se lanzó hacia delante, y el pelo le cayó sobre la cara mientras se retorcía al ritmo de los relámpagos que parpadeaban en las ventanas.
—¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo? —Por primera vez, la voz de Thresher carecía de su acostumbrada petulancia.
… la vida no es más que un sueño.
Con el desapego de un pasajero que mira por la ventanilla de un tren, Natalie notó que su cuerpo dejaba de sacudirse y observó cómo se ponía en pie. Tras separar los mechones que colgaban de la peluca de Natalie, Margaret Thresher echó un vistazo a la habitación abandonada: a la tormenta que relampagueaba fuera, al foco de luz fluorescente del suelo vacío, al extraño entre las sombras que sujetaba una navaja contra el cuello de una niña.
—¿Qué sitio es este? —No había el más mínimo miedo en su voz, tan solo el pesimismo de una cínica a la que el infierno no deparaba ninguna sorpresa—. ¿Quién eres tú?
Tal vez la lluvia había alisado los rizos de la peluca castaña de Natalie, o tal vez el maquillaje que se había puesto aguantaba mejor de lo que ella esperaba. Lo más probable es que Margaret hubiera reproducido su característico ceño fruncido en la cara de Natalie, recorriendo con la mirada el cuerpo de Lyman Pearsall como el reflector de una cárcel. Fuera cual fuese el motivo, Vincent Thresher temblaba en el pellejo de Pearsall.
—Mamá. —Dejó que la mano que sostenía la navaja cayera a su regazo.
—¿Quién eres tú? —soltó Margaret de nuevo—. ¿Qué estás haciendo con esa niña?
Es su hijo, Vincent… o Vanessa, si lo prefiere —le dijo Natalie en la mente que ahora compartían—. El hombre que ve ahí trajo su alma de vuelta como yo he traído la suya.
—¿Vanessa? ¡Ja! —Una comisura de la boca de Natalie se curvó hacia arriba formando una media sonrisa amarga—. Ojalá tuviera una hija.
Thresher levantó el cuchillo hacia el cuello de Callie otra vez, pero era incapaz de mantenerlo firme.
—Haz que se vaya. Te lo advierto: deshazte de ella.
Quiere matar a esa niña —dijo Natalie—, como la mató a usted.
Margaret se acercó a Pearsall hasta erguirse sobre él y examinó su cara con una siniestra diversión.
—Así que has encontrado un primo en el que esconderte, ¿verdad, pequeño? No podías aceptar tu castigo como un hombre.
Thresher alzó la vista hacia ella con el terror de un niño a punto de recibir una paliza.
—¡Vete! Vuelve a donde te mandé.
Ella resopló despectivamente.
—Debería haberme imaginado que era inútil intentar hacerte cambiar. Siempre fuiste como tu padre, Vincent… Él me mató años antes de que tú lo hicieras.
—Tú no lo entiendes, mamá…
—¡Entiendo que debería haberte estrangulado en la cuna cuando te vi esa cosa entre las piernas!
Thresher gimió, como una tabla combada a punto de romperse.
—¡Tú no lo comprendes! Yo quería hacerte feliz. Voy a ser una chica, como tú siempre quisiste. Si me dejaras en paz…
—¿Una chica? —Margaret se rio y emitió un sonido como el del maíz al ser descascarillado—. No sirves de hombre, y mucho menos de mujer.
—¡BASTA!
Rodeando todavía el cuello de Callie con un brazo, empujó el cuchillo hacia su madre. Hacia el estómago de Natalie.
Natalie, que observaba desde el fondo de su mente, lanzó un grito mental ahogado, pero Margaret no se inmutó. Se inclinó sobre la hoja descubierta para mirar fijamente a Pearsall a los ojos.
—¿Crees que eso me asusta? Puede que me vencieras con tus agujas y tus cuchillos cuando estábamos vivos, pero no estabas a mi altura muerto, ¿verdad? Juro por Dios que si alguna vez te vuelvo a pillar, haré que eches de menos la cámara de gas.
Thresher soltó el cuchillo y se encogió de miedo contra la pared, mientras le brotaban lágrimas de los párpados cerrados.
—N-no m-me mires así.
—¿Cómo, Vincent? ¿Como el gusano patético que eres? No eres tan hombre sin un cuchillo en la mano, ¿verdad? ¡Desgraciado repugnante! Si la niña que tienes agarrada es más fuerte y más lista de lo que tú serás jamás…
Un gemido, mitad aullido de fantasma, mitad grito de bebé, salió de la garganta de Pearsall. Cuando terminó, sus mejillas rellenas se hundieron en una expresión de asombro mudo. Vincent Thresher había desaparecido.
Inmediatamente, Natalie pasó a recitar su mantra de protección y expulsó a Margaret Thresher de su cuerpo. El señor es mi pastor, nada me falta…
Lyman Pearsall parpadeó derramando lágrimas de Thresher por los ojos. Callie volvió a retorcerse entre sus brazos, y él la soltó y se apartó de ella como si tuviera la peste. La niña se escabulló para abrazarse a las piernas de Natalie.
Como Rip van Winkle, Pearsall temblaba mirando boquiabierto a madre e hija, el cuarto oscuro, la herida de su hombro, pues intuía que su mundo había cambiado de forma irrevocable.
—¿Dónde estás? —Escudriñó el aire cargado de polvo; un esclavo aterrado ante su repentina liberación—. No te puedes marchar ahora. ¡Vuelve aquí! Vuelve… Dios mío, no.
Lyman se llevó sus manos gruesas a la cabeza, gimiendo mientras le temblaban los carrillos. Natalie retrocedió, tirando de Callie con ella, por si Thresher había respondido al ruego de Pearsall.
El temblor que había empezado en su cabeza recorrió el resto de su mole, hasta que pareció una muñeca de trapo sacudida por un niño enfadado. Echaba espumarajos por encima del labio inferior.
—¡No! ¡Basta! ¡No quería matarte! Un penique, dos peniques, tres… ¡NO!
El mantra de protección de Pearsall no podía salvarlo. Sin Thresher que lo ocupara, que le sirviera de armadura, Lyman quedó abierto a las almas de las víctimas asesinadas que él había encarcelado, las cuales se abalanzaron sobre su alma y le arrancaron la mente como un águila desgarrando a un conejo sangrante.
A medida que sus gritos se convertían en un gimoteo lloriqueante, Natalie cogió a Callie en brazos y se apresuró hacia la escalera. Al tiempo que hacía espiraciones de yoga para aliviar el dolor que le atenazaba el costado, descendió tambaleándose a la planta baja, guiándose con el pasamanos y bajando los escalones de uno en uno en la oscuridad.
Cuando llegó al pie de la escalera, dejó a Callie en el suelo y la metió en la sala de estar para ver a George. A pesar de lo que se había imaginado, él estaba tumbado en el agua creciente de la inundación, con la linterna sumergida detrás de él cubriendo su cuerpo de una corona de luminiscencia azul plateada. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se había sacado el dardo del ojo, que se desprendía en la cuenca como un huevo roto.
Natalie echó a correr y se arrodilló a su lado, y vio que su pecho todavía se elevaba levemente.
—¿George? ¿Me oyes?
—Sí. Pero… más vale que llames a un médico… o seré el próximo que llame en tu cabeza.
Soltó una risita que se convirtió en tos, y escupió saliva roja.
Natalie le apartó la mano que apretaba contra el lado derecho de su pecho y dejó al descubierto la cuchillada que tenía entre las costillas. Cuando la herida silbaba, salían unas burbujas oscuras a la superficie.
Intentó mantener el tono de voz sereno de una enfermera.
—¿Tienes un móvil?
—Coche —dijo él en un murmullo soñoliento.
—Está bien, George. Aguanta mientras te saco del agua. —Agarrándolo de los pies, Natalie empleó su peso para arrastrar su cuerpo enorme unos metros hacia la parte menos honda de la sala de estar—. Espero… que el… Cuerpo lleve al día los pagos de tu seguro —gruñó sonriendo mientras tiraba.
—Cuerpo, no. Dimitido. —Alzó la cabeza como si estuviera levantando la tierra y giró el ojo que le quedaba hacia Callie, que se encontraba detrás de su madre, mirando fijamente—. ¿Está…?
—Está bien.
Natalie presionó con su mano la de él, que tenía sobre el pecho, pero no halló palabras para expresar su gratitud.
George asintió con la cabeza y la apoyó en el suelo.
El agua inundó su visión.
—¡George!
Su ojo derecho se volvió a abrir.
—Voy a por ayuda. No te duermas. ¿Entendido?
Él asintió con la cabeza.
Natalie le dedicó una sonrisa trémula.
—Ya verás. Esta será una escena fabulosa para tu libro.
Las comisuras de la boca de él se curvaron hacia arriba.
—Oui.
Sus ojos se cerraron de nuevo, y Natalie le palpó el cuello. Tenía el pulso débil, pero todavía lo tenía. Volvió a coger a Callie en brazos y salió corriendo por la puerta principal para adentrarse en la tormenta.
El Buick de alquiler de George se hallaba unos cuantos metros detrás del Bronco de Pearsall, con las ruedas casi engullidas por la corriente que se arremolinaba en la carretera. El agua entró por el marco de la puerta y empapó la alfombrilla del interior cuando Natalie abrió el coche para dejar a Callie en el asiento del pasajero. Había dos dispositivos electrónicos en el salpicadero: un aparato similar a una agenda que parecía ser un navegador GPS y un pequeño teléfono Nokia. Natalie marcó el número de emergencias en el teclado y se lo llevó al oído, rezando para que la tormenta no interfiriera con la conexión.
Callie, que hasta entonces se había quedado muda de aparente asombro, se puso a patalear y a quejarse con impaciencia histérica.
—¿A qué estamos esperando? —dijo lloriqueando—. ¡Vámonos, mamá! ¡Quiero irme YA!
Natalie oyó un clic y ruido de interferencias.
—Servicio de emergencias —dijo el operador con la voz distorsionada por los parásitos—. ¿En qué puedo ayudarla?
Natalie no contestó. Se le puso la carne de gallina, y dejó el teléfono en el salpicadero y miró a su hija.
Callie nunca la había llamado mamá.
—¿Cuál es tu cuento favorito? —le preguntó Natalie.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? Vámonos.
Hizo pucheros y se puso a hurgar con la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta de hombre.
Natalie hizo caso omiso de los chillidos del operador de emergencias.
—¿Qué tienes ahí?
El petulante cejo fruncido de Callie se invirtió y se transformó en una ladina sonrisa de satisfacción.
—Deja que te lo enseñe.
Sacó de golpe la navaja de Vincent Thresher y cortó a Natalie en la mejilla.
Natalie trató de agarrarla del brazo, pero Callie se defendió y blandió el cuchillo, con el que cortó a su madre en las manos. Lanzando un grito ahogado de dolor, Natalie agarró la hoja de la navaja para quitársela. La niña la apartó gruñendo y dejó una profunda raja sangrante en la palma de Natalie.
Callie se llevó la punta de la navaja a la yugular, apretando los dientes con la sonrisa de Thresher.
—Última oportunidad, Natalie. Déjame entrar.
Ella contuvo un gemido de desesperación que le había asomado a la garganta.
—Callie, sé que estás ahí dentro. Si puedes oírme, llama a papá. ¿Me oyes, Callie? Llama a papá.
La sonrisa de Thresher, que al principio tenía un aspecto desdeñoso, vaciló. El cuchillo tembló mientras dos expresiones parecían luchar por ocupar la cara de Callie.
—No. —Thresher luchó para mantener la mano de Callie firme, pero frunció el entrecejo en actitud suplicante—. No. No puedes mandarme otra vez con ella. Yo… tengo que… quedarme…
La respiración de Natalie se aceleró.
—Eso es, Callie. Deja entrar a papá. Él echará al malo.
Su hija se estremeció y soltó el cuchillo, y a continuación se tapó las orejas con las manos para no oír una arenga que solo Thresher podía oír.
—¡Cállate, mamá! ¡Cállate! ¡Te volvería a matar si pudiera, vieja bruja!
Su terror tiñó la voz de Callie de un tono estridente y se puso a chillar, y adoptó una postura fetal como si quisiera protegerse de la depravación del abrazo de Margaret.
—CÁLLATE, CÁLLATE, CÁLLATE…
Un sollozo estrangulado digno de un exorcismo interrumpió las palabras. Natalie agarró la navaja y observó con recelo cómo la cara de Callie se alisaba hasta convertirse en una máscara en blanco, sin ninguna identidad que la moldeara. Poco a poco, sus facciones recobraron su aspecto familiar —la arruga irónica en el rabillo de los ojos, el travieso bulto de la barbilla—, pero con una actitud más madura que la que poseía Callie.
Se parecía a su padre más que nunca.
—Hola, Natalie —dijo.
—Dan. —Ella estiró una mano, pero se dio cuenta de que iba a acariciar a su hija, no a su amante, y la retiró—. Gracias a Dios que has venido.
—Ya sabes que no sé deciros que no a ninguna de las dos. —La cara de Callie brilló con la luminosidad de su triste sonrisa y se tornó seria de nuevo—. Me alegro de haber sido de ayuda… pero ya no podré volver más.
Una profunda pena traspasó el alivio de Natalie.
—¿Qué quieres decir?
—Siento que el más allá me llama, y sé que tengo que ir allí. Sé que es lo correcto.
Natalie agachó la cabeza.
—Por Callie.
—No. Por ti.
La cara de Natalie se descompuso, y unos hilillos salados le cayeron por las mejillas. Era como perderlo otra vez.
Entonces comprendió que eso era lo que suponía la muerte para la mayoría de las personas: la desgarradora certeza de la separación, el fin absoluto de la esperanza en la resurrección y la reunión en este mundo. Como violeta, ella había mantenido la presencia inmaterial de Dan como una muleta en su vida, apoyándose en ella y cojeando mucho después del punto en que una persona normal habría empezado a andar sola y sin ayuda. Ahora Natalie intentaba aferrar los recuerdos compartidos de su amor como si fueran a irse volando en el vacío con Dan y a dejarla sin nada. Eran lo único que le quedaría de él hasta la próxima vez que coincidieran, cuando ella acudiera a él.
—Te echo de menos —dijo—. Incluso cuando estás dentro de mí, te echo de menos.
—Lo sé. Yo te echaré de menos toda tu vida. —Los ojos de Callie brillaron con un repentino humor, y esbozó la sonrisa de Dan—. Por cierto… ¿te han dicho alguna vez que te queda muy bien el pelo moreno?
Natalie se apartó de la frente los mechones desaliñados de su peluca empapada, se sorbió la nariz y soltó una risita.
—Hacía muchísimo tiempo que no me lo decían.
—Alguien te lo dirá.
La sonrisa se ensanchó. Ni Dan ni Natalie se dijeron adiós, pues eso habría sido innecesario e insoportable.
A continuación, los labios de Callie se encogieron hasta formar un pequeño óvalo, y sus ojos se volvieron brillantes de tristeza. Nunca se había parecido tanto a su madre.
—Ya no podemos llamar más a papá, ¿verdad? —preguntó.
—No, tesoro. —Natalie se tragó el nudo que tenía en la garganta—. No hará falta. Él no nos dejará nunca.
Y aunque todavía tenía que llamar a la ambulancia y la policía para que curaran las heridas de George, Natalie se tomó un tiempo precioso para abrazar a su hija mientras las dos lloraban.