32
«Los niños»
Sosteniendo en equilibrio el aplicador de sombra de ojos con los dedos, Natalie se apartó del espejo y comparó su reflejo con las fotografías de Margaret Thresher que aparecían en los volúmenes de Tapices de carne y Aguja, hilo y sangre abiertos sobre su tocador. Había usado la sombra de ojos para hacer más hondos los huecos de sus ojos, colorete para endurecer sus pómulos, y unos toques de lápiz de cejas para oscurecer los surcos de su frente y convertir las arrugas formadas por sonreír en arrugas resultantes de fruncir el entrecejo. Había tenido que parar varias veces en plena aplicación del rímel e inclinar la cabeza hacia atrás para evitar que se le formaran lágrimas de impotencia en los ojos, para reprimir el miedo a que todo lo que estaba haciendo fuera en vano.
Había imitado el pelo lo mejor que había podido: su peluca castaña con un mechón a cada lado estaba recogida hacia atrás con pasadores negros. El pelo de Margaret era todo liso, pero a Natalie no le dio tiempo a alisar los rizos de su peluca. Su vuelo salía en menos de tres horas, e iba a necesitar aproximadamente la mitad de tiempo para pasar los controles de seguridad.
Resignada al hecho de que su aspecto físico se parecía todo lo posible al de Margaret dadas las circunstancias, Natalie guardó el maquillaje y cogió la blusa envuelta en plástico que habían mandado a Inez desde Quantico. Abrió un extremo de la bolsa, pero vaciló a la hora de meter la mano.
Vestida únicamente con un sostén y el tipo de falda hasta las rodillas que llevaba Margaret en las fotos, Natalie había preferido esperar a ponerse la blusa en último lugar porque no quería mancharla de maquillaje. Ahora tenía que reconocer que le daba miedo ponerse la prenda de la mujer fallecida y envolverse en el alma de Margaret Thresher. Pero sin ella, el resto de sus preparativos serían inútiles.
—El señor es mi pastor —susurró antes de tocar la tela—. Nada me falta.
Mientras seguía recitando el mantra de protección mentalmente, Natalie se puso la blusa y se la abotonó. El reflejo visible en el espejo pasó de fugaz a asombroso, y a Natalie se le contrajo el diafragma. Sintió que Margaret estaba llamando —fuerte— o tal vez era solo su imaginación paranoide.
Fuera lo que fuese, Natalie respiró hondo varias veces y dejó que el Salmo 23 siguiera dando vueltas en su cerebro mientras se ponía el impermeable y cerraba la cremallera de su maleta casi vacía. No pensaba dejar que Margaret la ocupara.
Todavía no.
• • •
Había reservado el vuelo a Sacramento con salida en el aeropuerto John Wayne, en Orange County, lo que le había ahorrado el viaje a Los Ángeles. Tal como le había mandado Thresher, no dijo a nadie adónde iba. A pesar de esa precaución, todavía tenía un pequeño problema.
George.
—Hoy no —dijo Natalie gimiendo cuando vio el LeBaron por el espejo retrovisor.
No tenía tiempo para representar la farsa de las compras en el centro comercial, de modo que trató de darle esquinazo en las calles antes de llegar a la autopista. Sin embargo, él la siguió de cerca todo el trayecto, para lo cual se saltó como mínimo tres semáforos en rojo.
Recuerda que es una fiesta privada, volvió a decir la voz de Thresher en su cabeza, así que no invites a nadie, por favor. De lo contrario, Callie y yo tendremos que jugar sin ti… y nos lo podríamos pasar tan bien juntos…
Natalie sacudió la cabeza al ver el reflejo del conductor del LeBaron entrando detrás de ella en el aparcamiento del aeropuerto.
—George, George, ¿qué voy a hacer contigo?
Albergó en vano la esperanza de que él aguardara en su coche, como había hecho cuando ella había ido de compras, pero en lugar de ello, la siguió hasta la terminal y permaneció a una distancia discreta detrás de ella en la cola mientras esperaba para recoger su billete electrónico y su tarjeta de embarque. ¿Debía intentar hablar con él y decirle que se marchara? ¿La estaba vigilando Thresher en ese momento? ¿Qué le haría a Callie si veía a Natalie hablando con un agente de seguridad del Cuerpo?
Se le cayó el alma a los pies cuando George apareció en la puerta donde los pasajeros del vuelo esperaban para embarcar. Intentó llamarle la atención cuando se sentó enfrente de ella con los brazos cruzados y trató de indicarle que dejara de vigilarla, pero él hizo caso omiso del gesto que ella realizó pasándose el dedo por el cuello a modo de cuchillo. Con los ojos parapetados tras sus gafas de sol envolventes, parecía más interesado en ella que en ninguno de los apáticos pasajeros que les rodeaban.
Natalie trató de lograr que el corazón le latiera más despacio respirando acompasadamente, pero acabó respirando de forma acelerada cuando accedió a la pasarela de su avión. George seguía siendo una sombra molesta en su visión periférica, como una mosca que zumbaba donde ella no podía aplastarla. Mientras colocaba su maleta en el compartimento de encima del asiento, vio que él pasaba furtivamente por delante de otros pasajeros en el pasillo. No llevaba equipaje. Tal vez ella podía dejar escapar algo cuando pasara…
Natalie cerró el compartimento de arriba y se volvió para bloquear el pasillo cuando él se acercó.
—George…
El pecho de él chocó contra su hombro y estuvo a punto de lanzarla hacia atrás contra el reposacabezas de su asiento. Natalie se tambaleó, y él le agarró el brazo derecho con las dos manos para que no se moviera.
—Pardonnez-moi, madame. —Apretó su mano derecha, grande como el guante de un receptor de béisbol, contra el antebrazo de Natalie, y ella notó un plástico liso contra la piel—. Gardez-vous.
Él le deslizó el objeto oculto por el brazo y se lo metió en la mano, mirándola fijamente con los reflejos dobles de su expresión de asombro.
Ella cerró los dedos sobre el objeto.
—Merci.
Él inclinó la cabeza y pasó por su lado dándole un empujón hacia una fila de la parte trasera del avión.
Natalie se sentó en el asiento y contempló a los pasajeros que la rodeaban. Una vez que estuvo segura de que nadie estaba mirando, miró la caja de plástico negra que rodeaba con el puño. Más pequeña y fina que un busca, el aparato electrónico no tenía prácticamente ningún rasgo destacable salvo una pequeña luz verde rectangular que emitía destellos con la oscilación pausada del haz de un faro. Natalie, que no era ninguna experta en tecnología, se figuró que el artilugio era una especie de dispositivo de localización GPS como el que había instalado en el Volvo, aunque era evidente que el Cuerpo tenía acceso a una tecnología de miniaturización más avanzada.
Tan pronto como el avión estuvo en el aire y el capitán hubo apagado el letrero que rezaba «ABRÓCHENSE LOS CINTURONES», Natalie fue al servicio y se escondió el aparato en las bragas. Tal vez a Thresher no se le ocurriría mirar allí; al menos, no de inmediato. Acolchó la caja con papel higiénico para evitar que su contorno se marcara contra los pliegues sueltos de la falta, pero aun así le rozaba en la zona pública y se le hundió entre los muslos cuando volvió a sentarse. Sin embargo, aquella incomodidad le resultó extrañamente reconfortante, como la presión de un cinturón de seguridad o el tirón de un cordón umbilical.
• • •
Aunque por la ventanilla se veía un cielo nocturno estrellado, el manto de nubes que se extendía debajo del avión se fue haciendo más espeso hasta convertirse en una opaca maraña negra que ocultaba las relucientes cuadrículas de las ciudades del suelo. Cuando descendieron hasta Sacramento, la negrura inundó las estrellas y las gotas de lluvia bombardearon el avión.
—Espero que hayan traído paraguas, amigos —dijo el piloto alargando las palabras por el sistema de megafonía mientras avanzaban por la pista hacia su puerta de llegada—. El Niño ha cogido un buen berrinche por aquí.
Después de consultar la previsión meteorológica, Natalie había llevado paraguas, pero apenas le sirvió de algo cuando salió de la terminal del Aeropuerto Internacional de Sacramento. Independientemente de hacia dónde orientaba el paraguas, los vientos racheados le salpicaban la cara de agua mientras temblaba en el bordillo, a la espera de la furgoneta que la llevaría a recoger su coche de alquiler. El mundo más allá del aeropuerto permanecía invisible salvo cuando algún relámpago hendía el cielo, perfilando las montañas y los árboles lejanos con su resplandor estroboscópico y congelando la lluvia en un diluvio de rayas plateadas.
«¿Para esto me he maquillado?», pensó Natalie mientras se secaba el agua de los ojos y examinaba la zona para ver quién podía estar observándola. El aeropuerto de Sacramento era pequeño —casi pintoresco comparado con el de Los Ángeles— y había pocas personas a lo largo del camino ovalado que hacía una curva por delante de la terminal. Una de ellas era George, que no tenía paraguas. Estoico y empapado, se hallaba a varios metros de distancia de ella mirando en la dirección contraria, de la misma forma que alguien que espera en la cola de un cajero automático se queda atrás para evitar ver el número de la contraseña de la persona que tiene delante.
La siguió del mismo modo circunspecto hasta el aparcamiento de la compañía Avis y esperó pacientemente mientras ella rellenaba el papeleo antes de alquilar su propio coche. Ella, a su vez, aguardó en su Toyota Corolla de alquiler hasta que él salió a reclamar su Buick LeSabre. Pese al localizador que llevaba metido entre los muslos, Natalie se aseguró de mantener la mancha acuosa de los faros del coche de George enmarcada en su espejo retrovisor al salir del aeropuerto y dirigirse al norte por la I-5.
Siguiendo las instrucciones de Thresher, recorrió kilómetros de tierras de labranza oscuras y lisas hasta el pueblo de Williams, una comunidad agrícola que ofrecía a los viajeros un restaurante de carretera, una tienda de productos italianos, un par de gasolineras y un establecimiento KFC, todos ellos cerrados cuando Natalie pasó por delante a toda velocidad. Desde allí, se metió en la Ruta 20, la desierta autopista de dos carriles que serpenteaba por las montañas que rodeaban Clear Lake. Entre la lluvia que azotaba el parabrisas y la oscuridad de la noche, el paisaje que flanqueaba la carretera se mantenía prácticamente opaco, salvo cuando el destello de un relámpago iluminaba un arrozal inundado o un campo de algodón.
El agua caía a cántaros sobre la carretera y llegaba hasta los guardabarros del Toyota como si se hallara bajo la proa de un barco. Natalie notó un viraje brusco cuando el coche empezó a deslizarse y pisó el pedal del freno, jadeando de ansiedad hasta que recobró el control. Prácticamente invisible bajo el brillo de la humedad, la franja amarilla del centro de la autopista pasó de una línea discontinua a una tira doble a medida que la carretera subía en pendiente hasta una serie de curvas pronunciadas cercadas de árboles y grandes rocas.
Natalie redujo la velocidad y avanzó con una lentitud exasperante, entornando los ojos para leer todas las señales de tráfico con la fugaz claridad proporcionada por los golpes de los limpiaparabrisas. Al mismo tiempo, miraba el espejo retrovisor para asegurarse de que los faros de George seguían detrás de ella y se inquietaba cada vez que desaparecían al girar en una curva. La emisora que había sintonizado para no pensar en adónde iba —ni quién la estaba esperando— se disolvió en un asmático ruido blanco cuando la señal se vio bloqueada por las montañas de alrededor.
Finalmente, a un lado de la carretera apareció un pequeño rectángulo azul con las palabras «VISTA POINT» en blanco que dirigía los vehículos a una pintoresca vía muerta. Tal como le habían mandado, Natalie metió el coche en el desvío semicircular, apagó el motor y los faros, y encendió las parpadeantes luces de emergencia de color naranja.
En la carretera situada a su derecha, el coche de George —o el coche que supuso era suyo— pasó a toda velocidad salpicando agua. ¿La había visto desviarse? ¿Tenía pensado esperar más adelante para seguirla?
Natalie tocó el bulto duro del transmisor entre sus piernas y rezó para que funcionara. Le pasó por la cabeza que a lo mejor George estaba intentando recuperar a Callie para las filas del Cuerpo, pero eso apenas importaba ahora. No si él podía salvar la vida de su hija.
Contempló por el parabrisas el negro vacío del paisaje. El tiempo se alargó hasta lo insufrible, prolongado por el exasperante chasquido de los intermitentes de emergencia. ¿Había entendido mal la hora de la cita? ¿Era aquel el desvío correcto? Era el primero que había visto. ¿Se había saltado uno en alguna parte? Con la lluvia y la oscuridad…
El espejo retrovisor reflejó el brillo cegador de un par de faros elevados que enfocaban hacia ella, y Natalie se protegió los ojos. Un momento después, el puño de un hombre golpeó sonoramente la ventanilla del lado del conductor. Ella la bajó, entornando los párpados para evitar la lluvia que entraba con el viento.
Lyman Pearsall se inclinó para mirarla por debajo de la visera de su gorra de pescador empapada. Al verlo por primera vez sin bigote, Natalie supo que él era la «enfermera» que había matado a su madre.
—Vamos —dijo.
No fue hasta que salió del Toyota y entró en el Bronco blanco de él que Natalie vio la pistola de largo cañón que tenía en la mano.
Se apartó de la frente los mechones mojados de su peluca.
—No necesitas eso.
—Puede. Y puede que tampoco te necesite a ti. —Sin dejar de apuntarla con la pistola, él sacó dos cintas de plástico para esposarla de la cavidad de la puerta del conductor—. Ya sabes cómo funciona esto, ¿no?
Natalie suspiró y le tendió las manos con las muñecas juntas.
Mostrando una cómica torpeza, Pearsall trató de sujetarle las muñecas con una mano para poder seguir apuntándola con la otra. Incluso intentó apretarle la cinta con los dientes.
—No me obligues a usar esto —murmuró en una mala imitación de un gángster de los años treinta, agitando la pistola hacia ella antes de dejarla en el salpicadero.
Era evidente que Vincent Thresher estaba en otra parte. Mientras Lyman forcejeaba para atarle los tobillos y abrocharle el cinturón de seguridad, Natalie echó un vistazo a la parte de atrás del Bronco, que estaba vacía.
—¿Dónde está Callie?
—Está bien. La están… cuidando.
Una vez que inmovilizó las extremidades de Natalie, Pearsall la cacheó superficialmente en busca de armas. Tal como ella esperaba, sus manos temblorosas le pasaron rozando los pechos y la entrepierna, y pareció aliviado de retirarse al asiento del conductor. Natalie dedujo que las mujeres le hacían sentirse incómodo. Teniendo en cuenta lo que había leído sobre su pasado, casi le dio lástima.
Lanzó una mirada a la pistola que reposaba en el salpicadero y se planteó intentar agarrarla y obligar a Pearsall a que la llevara hasta Callie. Pero Thresher estaba con su hija —dentro de su hija—, y si algo salía mal…
—No tienes por qué obedecerle —dijo Natalie en voz baja mientras Lyman arrancaba.
Él, que no pareció oírla, metió una marcha y salió del desvío haciendo chirriar el todoterreno. La pistola estuvo a punto de caerse del salpicadero, pero Pearsall la cogió y la metió en la cesta sujeta al asiento del conductor.
Natalie aguardó una distancia aproximada de un kilómetro y medio y volvió a intentarlo.
—Oye… todo lo que has hecho… Yo sé que no fuiste tú. Yo sé que eres incapaz de algo así.
—Cállate. —La humedad de la cara de él le confería un brillo ceroso.
—Yo puedo ayudarte a librarte de él.
—¡CÁLLATE! —Pearsall sacó la pistola de la cesta y le apuntó con el arma, girando la cabeza alternativamente hacia ella y la carretera—. Solo hay una forma de librarse de él. Ya la descubrirás. Y ahora, ¿vas a mantener la boca cerrada, o tengo que amordazarte?
Natalie negó con la cabeza y se recostó contra el reposacabezas. Lanzó una mirada rápida al espejo convexo sujeto a la puerta del pasajero, el que advertía que los objetos reflejados podían estar más cerca de lo que parecían. Un par de faros se habían situado detrás del Bronco. ¿Era George?
Pearsall también reparó en ellos. Entornando los ojos con recelo, se metió en el carril de la derecha en cuanto apareció un breve carril de adelantamiento. El coche de detrás se negó a pasar.
Maldiciendo, Lyman esperó hasta que el arcén se ensanchó lo bastante para poder parar. El coche que los seguía pasó zumbando por delante de ellos, demasiado deprisa para que Natalie pudiera asegurarse de que era George.
Pearsall expulsó el aire que había estado conteniendo y siguió conduciendo, pero poco después aparecieron otros faros —¿o eran los mismos?— detrás de su parachoques trasero. Lyman volvió a parar y, una vez más, el coche los pasó a toda velocidad. Sin embargo, esta vez era una ranchera roja, no el coche de George. Pearsall sacudió la cabeza y continuó conduciendo, pero entonces aparecieron otros faros.
Siguieron jugando al ratón y el gato con cada coche que llegaba mientras avanzaban serpenteando por una ladera de la montaña y descendían al valle del otro lado. La lluvia arreció tanto que el parabrisas parecía la refracción ondeante de la puerta de una ducha. Después de más de una hora, salieron de la Ruta 20 y se metieron en la Ruta 29 en dirección a Lower Lake, mientras la carretera se allanaba y aparecían parcelas de civilización a lo largo de la carretera: unos grandes almacenes, una tienda de productos variados, media docena de viñas y un par de bodegas.
Un letrero verde con letras blancas reflectantes indicaba el número de kilómetros hasta los pueblos más cercanos, entre ellos Lakeport. El nombre trajo recuerdos a Natalie. La familia de Dan vivía por allí, en alguna parte: sus padres y su… hermano, ¿no? Él no le había dicho cómo contactar con ellos, y ella no se había tomado la molestia de averiguarlo. No sabía cómo decir a los Atwater que había ocultado a la niña fruto de su unión con Dan y que ella era, al menos en parte, responsable de la muerte de él, pues le habían disparado cuando intentaba salvarla del asesino de violetas. Como Pearsall había prohibido la cháchara en el coche, Natalie no tenía otra opción que pensar obsesivamente en que había negado a Callie la oportunidad de tener otros abuelos.
«Juro que te lo compensaré, peque —prometió en silencio, pero no pudo por menos de añadir—: Si salimos de esta con vida».
Salieron de la autopista y enfilaron la carretera que serpenteaba entre la orilla de Clear Lake y la base del monte Konocti, un volcán extinguido cubierto de maleza. Un par de faros los siguieron hasta la hilera de elevados árboles de hoja perenne que, según un indicador, constituían el «BOSQUE NEGRO». El coche imitaba cada curva en falso y cada desvío que Pearsall tomaba para darle esquinazo, y el violeta murmuraba una retahíla continua de tacos, frustrado como una serpiente tratando de sacudirse el cascabel de la cola. De vez en cuando, lanzaba una mirada asesina a Natalie, pero ella iba mirando por la ventanilla lateral, como si no hubiera reparado en el coche que los seguía ni en la agitación que producía a Pearsall.
Entonces, espontáneamente, el coche se metió en una calle lateral y los dejó solos entre los árboles. Lyman miraba el espejo retrovisor más que la carretera y tomó varias curvas más en falso, a la espera de que su perseguidor volviera a aparecer. Pero no apareció.
Natalie apretó más fuerte el dispositivo de localización entre los muslos.
Cuando la carretera se quedó a oscuras detrás de ellos, la tensión de la cara de Pearsall disminuyó un poco, y sacó el Bronco del bosque para volver a meterse en una zona cultivada y más abierta de viñas y huertos de perales. Una vez circunscritos sin peligro al horizonte, un relámpago hendió el aire justo delante de ellos. El estruendo del trueno se produjo con tan poca diferencia respecto al rayo que parecieron simultáneos.
Lyman giró a la derecha y entró en un camino rural en el que la escorrentía de los prados de vacas y huertos de nogales de alrededor corría hasta encontrarse con la creciente riada del lago. El Bronco estuvo a punto de hundirse hasta los parachoques al pasar por delante de unas casas vacías donde el agua lamía las puertas. El todoterreno paró al final de la calle, delante de una casa de dos pisos que parecía un cuadro torcido en su gancho.
Natalie se figuró que la inclinación de la casa era una ilusión de la perspectiva causada por el agua que se agitaba alrededor. Eso fue antes de que Lyman le liberara los tobillos y le mandara a punta de pistola que entrara por la puerta principal. Tan pronto como penetró en la entrada chapoteando, se inclinó instintivamente para contrarrestar la inclinación de la casa, lo que le provocó una mareante sensación de desequilibrio.
Se quedó mirando boquiabierta de horror e indignación la laguna interior que se extendía sobre el suelo de madera noble.
—¿Habéis dejado a mi hija aquí? ¿Sola?
—No está sola.
Pearsall encendió la fría luz de una linterna fluorescente y le indicó con el cañón de la pistola que avanzara.
Rodeando la escalera central, entraron chapoteando en el salón manchado de moho, en cuyas paredes sucias había rectángulos blancos vacíos que enmarcaban los fantasmas de cuadros ausentes. El suelo allí descendía en pendiente como el fondo de una piscina, y el agua cubría más hacia la parte de atrás de la casa. El pelo de tripe de la alfombra empapada rezumaba líquido como algas arrastradas por la marea bajo las botas de Natalie.
El único mueble de la habitación era una cama de latón deslustrada orientada hacia la puerta de cristal corrediza que daba al canal artificial de detrás de la casa. El canal había desbordado los postes de madera que retenían las aguas de la orilla, había sumergido el patio trasero y había dado entrada al lago en el salón. La cama parecía ahora una balsa, con los faldones de las sábanas flotando en la superficie del agua creciente. Sentada con las piernas cruzadas en el colchón, iluminada por otra linterna fluorescente y rodeada de envases a medio comer de Lunchables Oscar Mayer y botellas de agua vacías, Callie contemplaba a través de la puerta de cristal la tempestad relampagueante sobre el lago con una fascinación serena, incluso ávida.
«Por favor, que no se dé la vuelta —rogó Natalie, mirando la fina medialuna de la mejilla de su hija que se veía desde ese ángulo—. Que no vea su sonrisa».
Como en respuesta a sus pensamientos, de repente Callie enderezó la postura y ladeó la cabeza, como un gato al percibir la proximidad de un ratón. A pesar de la chaqueta de plumón excesivamente grande que llevaba, de repente se puso a temblar como si le hubieran quitado una manta de los hombros. A continuación, miró por encima del hombro, y Natalie vio la cara de su hija, solitaria, anhelante y temerosa.
—¿Mamá?
Sin hacer caso a Pearsall y su pistola, Natalie echó a correr hacia la cama y rodeó a Callie con los brazos atados, estrujándola contra su pecho y besándole la coronilla.
—Sí, peque, soy yo.
—¿Puedo volver a casa ya? —dijo Callie sorbiéndose la nariz.
—Eso depende de tu mamá. —La voz de Pearsall intervino antes de que Natalie pudiera responder.
Ella lanzó una mirada hacia atrás en dirección al lugar donde lo había dejado, con la linterna en una mano y la pistola en la otra, ambas apuntando a Natalie. Ahora estaba más erguido, y la parálisis nerviosa de su expresión había desaparecido, sustituida por una diversión arrogante.
Natalie hizo una mueca.
—El señor Thresher, supongo.
Él sonrió y se inclinó ligeramente.
—He venido a aceptar su oferta, sea la que sea, siempre y cuando deje a Callie viva. —Natalie meció a su hija para tranquilizarla—. Máteme si quiere, pero a ella déjela marchar.
Los brazos de Callie la agarraron más fuerte.
—¡No, mamá!
—Chsss… cielo. —Natalie lanzó una mirada furibunda de desafío a Thresher—. ¿Y bien?
Él se rio entre dientes.
—No me has entendido. No quiero matarte. —Un relámpago parpadeó en la ventana detrás de él—. Quiero ser tú.