2

Dos en la arena

Natalie sabía que la sesión iba a ir mal antes incluso de que Corinne Harris abriera el estuche forrado de piel negra que contenía la pipa de su padre muerto. Lo supo desde el momento en que pisó la inmaculada sala de estar de Corinne, con todos los objetos colocados con una precisión maníaca, la alfombra blanca cepillada de forma que cada hilo de lana apuntaba hacia el norte, como agujas de brújula. Lo vio en los ojos de su anfitriona al evitar mirar los iris violeta de Natalie y lo percibió en la forma en que Corinne se entretenía con conversaciones triviales y excesivos ofrecimientos de hospitalidad.

—He preparado limonada. —Colocó una bandeja con sándwiches en la mesa para el café con superficie de cristal—. O puedo hacer café. O té.

—No, gracias. Beberé agua.

Natalie sonrió en dirección al vaso que había en un posavasos delante de ella.

—Ah… de acuerdo. —Como un periquito posándose en su percha, la mujer se acomodó en el otro extremo del sofá con las rodillas juntas y entrelazó sus finos dedos—. Bueno… ¿ha dicho que tiene una hija?

—Sí. Callie. En junio cumplirá seis años.

—¡Qué edad más bonita! —dijo efusivamente.

—¿Y sus hijos? —preguntó Natalie, más por educación que por curiosidad.

—Son dos adolescentes. Tom tiene diecisiete años, y Josh quince. Eran adorables antes de los monopatines y el rap. Ahora traen a Darryl por la calle de la amargura. —Sonrió como pidiendo disculpas por su sentido del humor—. Usted y su marido deben de estar contentísimos de tener una niña.

La sonrisa de Natalie se desvaneció.

—El padre de Callie falleció antes de que ella naciera.

Corinne, horrorizada, se llevó las manos a la boca.

—¡Lo siento! ¡No tenía ni idea!

Aquella metedura de pata se clavó como un estilete entre las costillas de Natalie.

—No pasa nada —dijo, aunque en realidad sí pasaba, y mucho.

Dan no debería haber muerto una semana escasa después de que se enamoraran. No era justo.

—Hum… Debe de ser duro para usted.

Los labios de Corinne temblaron movidos por una pregunta no formulada aún. Sin duda era la misma pregunta que todo el mundo quería hacer cuando Natalie hablaba de Dan: «¿Sigues hablando con él?». Una pregunta más acertada habría sido: «¿Importa eso?». Ella podría haber intentado mantener un matrimonio sin más contacto con su amante que una tarjeta telefónica de larga distancia.

La hemorragia de pena amenazaba con derramársele por la cara. Ansiosa por dejar el tema, Natalie bebió un sorbo de agua y dio vueltas a los cubitos en el vaso como si fueran hojas de té en una taza.

—¿Cuándo murió su padre?

La boca de Corinne se arrugó. Había logrado evitar cualquier mención a Conrad Eagleton desde que Natalie había llegado, pero ya no podía seguir fingiendo que simplemente estaba tomando un té con una amiga.

—Hace dieciséis años.

A Natalie se le formó un nudo en el estómago. Cuando Corinne la había llamado por teléfono para concertar la cita, había estado sollozando contra el aparato como si estuviera postrada ante el cadáver de su padre.

—¿Cuántos años tenía?

—Cincuenta y seis. —Corinne se alisó la falda—. Tenía el corazón delicado.

—¿Y por qué ha esperado tanto para ponerse en contacto con él? —preguntó Natalie, aunque se imaginaba la respuesta.

Corinne se encogió de hombros y soltó una risita despreocupada.

—No lo sé. Tenía que pensar en Darryl y los niños. A Darryl… le habría parecido un despilfarro.

—¿Su marido no lo sabe?

—No tiene por qué saberlo. —Se cruzó de brazos en actitud de desafío adolescente—. Es mi dinero. Lo he ahorrado de mi asignación.

«¿Asignación? —pensó Natalie—. Ese tal Darryl parece un verdadero chollo».

—¿Está segura de que se encuentra preparada? La reconciliación con un ser querido fallecido nunca es fácil.

—Solo quiero demostrarle que he cambiado. Que todo ha ido bien.

Natalie asintió con la cabeza.

—¿Ha encontrado una piedra de toque?

—Creo que sí. —Corinne cogió la pequeña funda negra oblonga de la mesa del café con el cuidado de la conservadora de un museo y levantó la tapa—. ¿Servirá esto?

La pipa reposaba acolchada sobre un deslucido terciopelo verde, con su cazoleta de madera con hebras oscuras apuntando hacia abajo como la culata de una pistola de duelo. La boquilla de su tubo de plástico negro mostraba unas profundas mordeduras, y Natalie olió el aroma a cereza dulce pero rancio del tabaco que se filtraba por la funda. Pese a las incontables veces que había invocado almas, todavía experimentaba una conocida sensación de temor.

—Sí. Servirá.

En realidad, podría haber utilizado a la propia Corinne como piedra de toque, pues todos los individuos o los objetos que una persona muerta tocaba en vida mantenían una conexión con la energía electromagnética del alma de esa persona. Sin embargo, Natalie prefería usar un artículo personal del difunto porque el contacto físico con un violeta hacía que la mayoría de los clientes se sintiesen incómodos.

Natalie respiró hondo y recogió su largo pelo rubio en un moño que fijó con una horquilla de plástico. Poder tener pelo de verdad era una de las ventajas de trabajar en el sector privado. Cuando era miembro de la sección criminal del CCUN le exigían que llevara la cabeza afeitada para que los electrodos del electroencefalógrafo SoulScan se pegaran a los veinte puntos nodales de su cuero cabelludo. Así, el aparato podía confirmar cuándo el alma de una persona muerta ocupaba su cerebro. Por suerte, ya no tenía que tomarse esa molestia; ver a Natalie con un manojo de cables brotando de su cabeza seguramente habría hecho salir corriendo de la habitación a una clienta como Corinne Harris.

Natalie sacó la pipa del estuche mientras pronunciaba las palabras de su mantra de espectadora moviendo los labios en silencio. El verso repetido mantendría su conciencia en un estado de suspensión, pero le permitiría controlar los pensamientos del alma mientras ocupaba su mente:

Rema, rema, rema

en tu barca río abajo.

¡Alegre, alegre, alegre, alegre!

La vida no es más que un sueño…

Un hormigueo invadió sus extremidades, como si se le hubieran dormido los dedos de las manos y los pies. Recuerdos que no eran suyos penetraron en su cráneo. Natalie apretó la pipa entre las palmas de las manos y se estremeció.

Conrad Eagleton estaba llamando.

Un viejo Cadillac Fleetwood Brougham se hallaba ante ella con el capó levantado, expulsando una nube de vapor por su tubo de agua reventado. El sol veraniego abrasaba su calva, y la camisa de vestir le colgaba en las axilas a causa del sudor.

Llegaba tarde. No iba a poder asistir a la reunión, y Clarkson conseguiría el contrato. ¡Veinte años en la misma empresa, y acabo con esto! ¡Un coche de mierda, un trabajo asqueroso, una vida deprimente! Se puso a dar patadas al Cadillac con su zapato de charol hasta que los dedos del pie se le quedaron machacados y doloridos y su corazón comenzó a escupir como un tubo de agua reventado…

El pulso de Natalie seguía el compás de la situación. La amargura de Conrad Eagleton le palpitaba en las sienes al revivir su infarto mortal, y se apresuró a calmar sus funciones autónomas antes de que su propio corazón le fallara.

Rema, rema, rema en tu barca…

Realizando largas inspiraciones de yoga, Natalie redujo la velocidad de sus acelerados latidos hasta recobrar su ritmo normal. Mientras parpadeaba, vio que Corinne movía las manos agitadamente y se levantaba de un salto.

—¡Espere! ¡Espere! Me he olvidado de algo.

Salió corriendo de la sala de estar y dejó a Natalie semiinconsciente retorciéndose en el sofá. Corinne volvió con una foto familiar enmarcada de ella, Darryl y sus dos hijos.

Se puso a agitar el retrato como si fuera un boletín de notas lleno de sobresalientes.

—Le gustará ver esto.

Natalie no contestó. Notaba la lengua como una babosa muerta en la boca, y sus manos apretaron la pipa hasta que el tubo se rompió. Dejó caer los trozos en su regazo.

La vida no es más que un sueño…

Con el distanciamiento clínico de un psiquiatra analizando la pesadilla de otra persona, Natalie observó cómo Conrad Eagleton abría los ojos y se quedaba mirando boquiabierto el inmaculado interior blanco del salón y a una mujer envejecida que no reconocía.

—¿Qué demonios…? ¿Dónde estoy?

El grito severo tenía un temblor de miedo. Tranquilo, Conrad —le susurró Natalie en la mente que ahora compartían—. No hay nada que temer.

Eagleton se tapó los oídos con las manos de Natalie, procurando no oír aquella voz interior. Al hacerlo, tocó la suave piel de las mejillas de ella y reparó en la elegancia y finura de sus tersos brazos marfileños. Cuando las miró, sus delicadas manos estaban temblando.

—¿Qué me ha pasado?

Corinne se inclinó hacia delante, con los ojos y la boca muy abiertos por el asombro.

—¿Papá?

Conrad se echó atrás y se apartó de ella.

—¿Quién eres tú?

Los labios de ella se curvaron parar formar la medialuna de una tímida sonrisa.

—Soy yo, papá. ¡Cory!

—¿Cory? Solo tenías veinticuatro años cuando… —Sus palabras se fueron apagando hasta convertirse en un susurro—. ¿Ha pasado tanto tiempo?

Corinne, que no paró de moverse durante el silencio que siguió, levantó el retrato familiar como si cogiera un extintor de incendios.

—Tommy ya casi es adulto —dijo señalando al chico mayor—. Darryl ha sido un padre maravilloso para él. Y este es Josh. Creo que se parece a ti.

Conrad resopló.

—Has encontrado a un tonto que cuide de ti, ¿eh?

La sonrisa de Corinne se apagó como una vela azotada por el viento.

—Seguro que te gustaría Darryl, papá. Es concejal de la ciudad, y… bueno…

Extendió las manos, invitándolo a admirar la impecable decoración de su espléndida residencia urbana.

Conrad se levantó con los brazos en jarras y echó un vistazo rápido a la sala.

—Me sorprende que se haya quedado contigo. Sobre todo sabiendo que ya tenías un hijo de ese fracasado… ¿Cómo se llamaba?

—Ronnie. —Corinne abrazó la foto enmarcada contra su pecho—. Eso fue hace mucho tiempo.

—Hay cosas que nunca cambian. ¿Cuánto crees que tardarás en espantar a este?

—¡Papá!

No sea tan severo con ella, Conrad, lo reprendió Natalie.

—¡Cállate! —Él se golpeó los lados de la cabeza con los puños de Natalie—. ¡No tienes ni idea de lo que ella me hizo!

En ese preciso instante Natalie se planteó falsificar el resto de la sesión. Podía expulsar a Conrad de su cabeza con su mantra de protección y pasarse por él para Corinne, ofreciéndole la reconciliación que tanto anhelaba. «Diles lo que quieren oír —había dicho en una ocasión Arthur McCord, su cínico mentor—. De todas formas, lo prefieren a la verdad». Pero hacía tiempo que Natalie había jurado no mentir a sus clientes como Arthur mentía a los suyos, de modo que dejó que la ira de Conrad Eagleton brotara violentamente de su boca.

Corinne pareció encogerse en su rincón del sofá.

—Papá, ¿qué pasa? ¿De qué estás hablando?

—¡Sabes perfectamente de qué estoy hablando! —El cuerpo enjuto de Natalie temblaba al compás de su ira—. Eres una sanguijuela despreciable, Cory, y siempre lo has sido.

—¡Eso no es verdad!

—¡Y un cuerno! ¿Por qué crees que tu madre me hizo cargar contigo? Ella lo sabía. Seguramente también sabía por qué Ronnie te dejó plantada. Y ese idiota —agitó una mano en dirección a la fotografía que ella sostenía—, como se llame… ¿Darren? Lo compadezco.

—He cambiado.

—Sí, como cambiaste cuando volviste arrastrándote a casa desde Seattle con Tommy en la barriga.

—Sé que cometí un error, pero ya he sentado la cabeza…

—¿Has sentado la cabeza o has encontrado a otro al que gorronear? —Señaló el mundo duro y gris que se extendía al otro lado de la ventana de la sala de estar—. ¿Crees que habría estado en la interestatal a casi cuarenta grados de calor si no hubiera tenido que mantenerte a ti y al tonto de tu hijo? Me maté a trabajar por vosotros.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! —dijo Corinne lloriqueando—. Nunca quise hacerte daño.

La risa de él era como el crepitar inextinguible de un fuego en una mina de carbón.

—¿Hacerme daño? Cory, tú me mataste. —Se acercó a ella amenazadoramente—. ¿Me oyes? ¡Me mataste, y si crees que puedes arreglarlo todo con tus patéticas disculpas, eres todavía más inútil de lo que creía!

No está siendo justo, terció Natalie.

—¿Justo? ¿Qué sabes tú de justicia? —gritó Conrad al techo; una refutación dirigida a Dios—. ¿Es justo que tuviera que volver a casa después de trabajar trece horas y ponerme a cocinar y limpiar para ella? ¿Es justo que las mujeres no quisieran darme ni la hora porque llevaba un mocoso colgado del cuello?

Corinne sollozaba resollando como un acordeón agujereado.

Ya está bien —advirtió Natalie a Eagleton—. Si no se disculpa ahora mismo, le haré volver.

Por un momento, el miedo cortocircuitó la ira de él. Como la mayoría de las almas, temía el vacío negro de la otra vida.

Entonces él contempló la blancura estéril de la sala de estar y el día gris que se veía al otro lado de la ventana. Los rosales que se alineaban a lo largo del parterre delantero habían sido podados hasta quedar reducidos a un esqueleto de espinas y el césped estaba cortado a cepillo. Su mirada regresó a su hija, y apretó los dientes de Natalie.

—Hazme volver si quieres. Aquí no tengo nada que hacer.

Corinne se estremeció como si le hubieran dado una bofetada y se puso a gritar como un bebé con cólicos.

El señor es mi pastor —recitó Natalie—, nada me falta

Mientras las palabras del Salmo 23, su mantra de protección, daban vueltas en su cabeza, expulsó la conciencia de Conrad Eagleton de su mente. Él no opuso resistencia, pero su odio le dejó en el cerebro el regusto amargo de la bilis. A medida que recuperaba la sensibilidad de sus extremidades, Natalie se dejó caer pesadamente en el sofá, temblando aún de una ira febril.

Corinne ni siquiera levantó la cabeza de sus manos. Le caían gotas entre los dedos.

—Ni siquiera le he dicho que lo quiero.

Natalie se masajeó las sienes.

—Él no le ha dado la oportunidad.

—No me extraña que me odie.

La hija se puso tan tensa que se hizo una bola como un armadillo.

«Mocosa quejica», pensó Natalie; a continuación apartó las palabras de su cabeza. El desprecio de Conrad todavía se filtraba entre sus neuronas como si fuera cal viva, pero no hizo caso y se acercó para rodear los hombros de Corinne con el brazo.

—Usted no tiene la culpa.

—¡Sí que la tengo! —Los dedos de Corinne se anudaban en torno a los mechones de su pelo—. Nunca lo escuché, nunca le di las gracias.

Hablaba con tal veneno que ella también parecía poseída por su padre.

—Puede que haya cometido errores —dijo Natalie en voz baja—, pero eso no significa que no lo quisiera. Ni tampoco significa que él no la quisiera.

Corinne se enjugó los ojos con las muñecas.

—Yo pensaba que si conseguía volver a hablar con él y le decía que lo sentía, lo arreglaríamos todo.

—A veces las cosas no se pueden arreglar.

Natalie vio mentalmente a su padre sonreír y decirle adiós con la mano por encima del hombro al dejarla llorando en la escalera de la escuela, condenándola a un cuarto de siglo de servidumbre al CCUN. Su tono se endureció hasta volverse como la arista de un diamante.

—Una tiene que seguir adelante y vivir su vida.

Las palabras no consolaron a Corinne Harris, de soltera Eagleton. Tal vez nada podía consolarla. Lloró hasta quedarse seca, murmurando recriminaciones contra sí misma.

—No pasa nada —murmuraba Natalie una y otra vez mientras mecía a la mujer entre sus brazos—. Usted no tiene la culpa.

Al final, Corinne se quedó callada, con los ojos abiertos y tan vacíos como un cielo desierto. Pasaron varios minutos sin que pronunciaran ninguna palabra, hasta que Natalie se libró con cautela del abrazo de su cliente y se levantó del sofá.

—Será mejor que me vaya. Ya sabe dónde encontrarme si lo necesita.

Corinne no contestó. Natalie se marchó de la casa.

La sesión había durado tanto que iba a llegar tarde a recoger a Callie a la guardería. Encorvada hacia delante y agarrando el volante con fuerza como siempre, Natalie se saltó un semáforo en ámbar por primera vez en su vida. El Chrysler LeBaron color canela que la había estado siguiendo todo el día aceleró cuando el semáforo estaba en rojo para mantenerse dos coches por detrás de ella. Natalie vio por el espejo retrovisor cómo el conductor, un hombre negro con unas gafas de sol envolventes, sacudía la cabeza.

—Lo siento —dijo a modo de disculpa, como si George pudiera oírla desde el interior del LeBaron.

Redujo la velocidad de su Volvo hasta pocos kilómetros por hora por debajo de la velocidad máxima permitida y recorrió las calles comprendidas entre Tustin y Fullerton. Puede que hubiera sido más rápido tomar la 55 hacia el norte, pero el tráfico de la autopista todavía la ponía nerviosa. A Natalie le daban tanto miedo los accidentes de coche que no se había puesto al volante de uno hasta los veintisiete años, pero las obligaciones de la maternidad la habían forzado finalmente a aprender a conducir. Mientras doblaba una de sus manos agarrotadas y luego la otra, se preguntaba si algún día se acostumbraría a pilotar una de esas máquinas mortales.

Miraba coléricamente el tráfico que tenía delante, pero no podía culparlo de toda su ansiedad. La sesión con Corinne había sido un desastre, y por enésima vez se preguntó si servía de consejera familiar. Sobre todo, teniendo en cuenta que apenas se hablaba con su padre. Todavía se encendía de ira al recordar el día que él la había abandonado…

En su imaginación de niña de cinco años, los jardines con muros de granito y la amenazante fachada victoriana de la escuela parecían un castillo de cuento de hadas, pero no de los que acaban con final feliz. Parecían el tipo de castillo en los que una bruja malvada te encerraría hasta que un príncipe viniera a rescatarte.

—No me gusta esto, papá. —Las suelas de sus zapatillas de tenis se deslizaban por las losas mientras su padre tiraba de ella hacia los escalones de piedra semicirculares que conducían a la entrada—. Quiero irme a casa.

—No seas tonta, Natalie. Acabamos de llegar. —En lugar de tirarle del brazo para que siguiera moviéndose, Wade Lindstrom la cogió en brazos y la llevó hasta la puerta de dos hojas de madera de roble—. Ya verás como te gusta cuando empieces a hacer amigos.

Le dedicó su sonrisa de vendedor y pulsó el botón del interfono que había en la pared. Se oyó un zumbido, seguido de una voz que sonaba igual de impaciente.

—¿Sí?

—Natalie Lindstrom, para la matrícula —dijo su padre al altavoz.

—Ah, sí. Les estábamos esperando. Un momento, por favor.

Solo la incredulidad impedía a Natalie echarse a llorar. Su papá no podía dejarla en aquel espantoso lugar.

—¿Vendrás a verme? —preguntó en voz baja.

Él se rio y le dio una palmada cariñosa debajo de la barbilla.

—Claro, tesoro.

—¿Pronto?

La sonrisa de él se desvaneció.

—En cuanto pueda. En la escuela prefieren que no recibas visitas durante un tiempo. Hasta que te adaptes.

—¿Y mamá?

La alegría desapareció de la cara de Wade como si se le hubiera derretido el maquillaje, y la dejó en el suelo.

—Ya te lo he dicho, cielo. Tu madre está… enferma. Va a estar mucho tiempo en el hospital.

—¿La ha cogido el Castigador?

Él le lanzó una mirada fulminante.

—¿De dónde has sacado ese nombre?

—Hablaste con el abuelo por teléfono de eso. Dijiste que mamá no estaría en el hospital si no se hubiera metido en el caso del Castigador. ¿Quién es el Castigador?

—No importa. Olvida ese nombre. No tienes por qué preocuparte.

Una de las enormes puertas se abrió con un crujido. Wade se volvió hacia ella, y el alivio asomó a su expresión al no tener que seguir enfrentando la mirada interrogante de su hija.

El hombre que apareció en la puerta tenía aproximadamente la edad de su padre, con la cabeza calva y unas extrañas orejas que sobresalían casi en ángulo recto a los lados de su cabeza, como las de un elefante. Vestido con una túnica blanca, apenas se fijó en Wade antes de posar su mirada violeta en Natalie.

—¡Señorita Lindstrom! Es un placer darle la bienvenida a la academia. —Se dobló por la cintura y estiró una mano hacia ella—. Soy Simon McCord, uno de los profesores de la escuela.

Natalie se sacó los dedos de la boca el tiempo justo para estrechar la mano del maestro.

Él frunció el ceño ligeramente al notar el tacto resbaladizo de la saliva y se limpió la mano con su túnica.

—Vamos a ser buenos amigos.

Ella no dijo nada, muda de miedo, asombro y una creciente curiosidad. Simon era el primer violeta que veía fuera de su familia.

Wade alargó la mano, tratando de llamar la atención del profesor.

—Me alegro de volver a verle, Simon…

—Profesor McCord.

—Sí, claro. Estamos encantados de que vaya a dar clase a Natalie. —Wade renunció a darle la mano—. Nora siempre habla muy bien de usted.

—Una mujer encantadora… Espero que no esté sufriendo. —El profesor McCord dobló las manos con misericordioso desapego—. Supongo que ya ha presentado el papeleo de la matrícula.

—Por supuesto.

—Entonces creo que podremos pasar a instalar a la señorita Lindstrom. —Cogió a Natalie de la mano.

Wade se quedó como si acabaran de dejarlo sin aliento, pero dedicó a Natalie su última sonrisa —la que sellaba un trato— mientras se ponía en cuclillas para besarla en la mejilla.

—Todo va a ir estupendamente, pequeña. Ya verás.

Ella se frotó la nariz, que estaba empezando a moquear.

—Vuelve pronto, ¿vale?

Él cruzó una mirada con el profesor McCord; sus labios estaban blancos.

—Ya nos veremos. Te quiero, tesoro.

—Te quiero, papá.

La abrazó una vez más y bajó los escalones. Sin embargo, ella no lloró hasta que su padre se detuvo en medio del camino para guiñarle un ojo y decirle adiós con la mano.

—Venga… nada de lágrimas —reprendió Simon a Natalie, mientras la llevaba hasta las fauces abiertas de la escuela—. Deberías alegrarte. Ahora estás con tu familia.

Unas luces de freno de color chillón brillaron delante de Natalie y la devolvieron al presente. Frenó bruscamente, y los neumáticos chirriaron detrás de ella mientras el LeBaron se paraba rechinando a escasos centímetros de su parachoques trasero.

Natalie volvió a echar un vistazo por el espejo retrovisor al reflejo hosco de George y expulsó la tensión acumulada espirando. «Dios mío, estoy empezando a comportarme como una conductora de Los Ángeles. Más vale que me relaje antes de que consiga que los dos nos matemos».

Abrigó la idea de dejar definitivamente el trabajo de violeta, aunque no era la primera vez que lo hacía. El resto de la gente tenía oficios normales. ¿Por qué no ella?

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Lo único para lo que la habían formado era para ser canal. Trabajando por su cuenta podía ganar mil dólares por una sola sesión y pasar la mayor parte del tiempo con Callie en casa. Si decidía no sacar provecho de sus extraordinarias facultades, probablemente tendría que trabajar en una oficina a jornada completa o de cara al público.

Claro que siempre le quedaba el arte… aunque pocos artistas ganaban lo bastante para mantener a su familia.

Tal vez podría volver a trabajar para el Cuerpo, pensó. Seguro que la recibirían con los brazos abiertos y un sueldo fijo. Pero también querían a Callie, y Natalie no estaba dispuesta a permitirlo. Al menos, todavía no.

Eran casi las cuatro y media cuando paró en el aparcamiento del Centro de Enseñanza Tiny Tykes, un antiguo colegio preescolar que había sido transformado en una guardería privada. Vio que George aparcaba el LeBaron en la calle.

Natalie apagó el motor y, por puro hábito, sacó las lentes de contacto de su bolso. Sin embargo, después de ponerse la primera, se detuvo y lanzó una mirada avergonzada a sus ojos por el espejo retrovisor: uno azul y el otro violeta.

«Eres un modelo a imitar maravilloso —se mofó en silencio de su reflejo—. Apuesto a que Callie está deseando tener su primer par de lentes». No obstante, siguió adelante y se puso la segunda lente antes de salir del coche.

Un fresco con dos gigantescos cubos con las letras CE cubría la fachada de la guardería, mientras que las ventanas oscuras se hallaban camufladas entre el dibujo de vivos colores primarios. A esa hora, las actividades escolares ya habrían acabado, de modo que Natalie fue directa al pequeño patio de recreo que había a la derecha del edificio de la escuela. El cielo encapotado y la luz menguante teñían el césped de gris, y los pocos niños que quedaban se hallaban montados en el carrusel y el balancín con un letargo invernal.

Sentada en una silla de plástico naranja muy pequeña para ella, una mujer rechoncha permanecía con los brazos cruzados apoyados en la barriga y desplazaba la vista de los niños a su reloj de pulsera una y otra vez. Al ver a Natalie, se balanceó hacia delante para levantarse y acudió a su encuentro apresuradamente.

—¡Señora Lindstrom! ¡Señora Lindstrom!

—Hola, señora Bushnell. Siento llegar tarde.

—No importa. —Jadeando entre palabra y palabra, la señora Bushnell sacó un folleto doblado del bolsillo trasero de sus tejanos de talla grande y se lo colocó a Natalie en las manos—. He conseguido información sobre la escuela de la que le hablé.

—Oh, gracias.

Natalie hizo una mueca al ver la foto de la inhóspita mansión victoriana que aparecía en la portada. La letra cursiva de debajo rezaba: «Academia de Canales Iris Semple: introducción». Claro que ella la conocía como «la escuela».

—Tienen buenos profesionales. —La señora Bushnell dio unos golpecitos en la fotografía—. Expertos. Estoy segura de que podrían ayudar a Callie. Ya sabe… con su educación.

—Sí.

—¡Y es gratis! Lo pagan todo.

—Seguro que sí.

—Creo que es lo mejor para ella. —La cara cordial de la señora Bushnell adoptó una expresión de maternal preocupación—. Los ataques, esa costumbre de hablar consigo misma o de desconectar totalmente… Los colegios normales no están equipados para tratar con ese tipo de cosas. Y, además, puede ser molesto para los otros niños.

Natalie asintió con la cabeza, apretando la mandíbula.

—En la academia tendrá ocasión de conocer a niños… como ella. Estoy segura de que le resultará más fácil hacer amigos allí.

—Hum… Seguramente tiene razón. —Natalie dobló el folleto en cuatro partes y lo metió en el bolso—. Lo pensaré.

La señora Bushnell sonrió.

—Quiero ayudar en todo lo posible. Es una niña preciosa.

—Gracias.

Natalie le dedicó una sonrisa falsa y se dirigió a la celda que formaba el cajón de arena en el rincón opuesto del patio de recreo.

Allí había una niña con el pelo castaño recogido en unas coletas, agachada sobre las dunas en miniatura. Con su peto vaquero manchado de polvo blanco, empujaba un cubo de plástico azul con las dos manos para excavar arena con la que formaba un montón cada vez más grande delante de ella. Tras dar unos golpecitos a la arena hasta moldear una montaña con forma de iglú, utilizó un palo para hacer agujeros poco profundos en la bóveda, mientras su voz cantarina flotaba en el aire como las notas de un órgano lejano.

—… una habitación para ti, otra para mamá y otra para mí…

Natalie torció el gesto al acercarse lo bastante para oír sus palabras. Al parecer, Callie notó su desagrado, porque dejó de hablar y frunció la cara como si estuviera pidiendo un deseo de cumpleaños. Con sus ojos violeta abiertos de par en par, levantó la vista hacia su madre con la exagerada inocencia de un niño sorprendido en falta.

—Hola, peque. —Natalie se agachó junto al cajón de arena—. ¿Qué estás haciendo?

Callie clavó el palo en la arena.

—Una casa.

—Ah. ¿Y vamos a vivir ahí?

—Sí.

—¿Tú y yo solas?

Los labios de su hija se fruncieron.

—Sí.

Natalie respiró hondo.

—¿Con quién estabas hablando?

Callie siguió pinchando la arena con el palo.

—Con nadie.

—¿Era papá?

Su hija seguía con la mirada gacha.

Natalie suspiró. Había pedido a Dan que dejara a su hija en paz. «Tiene que vivir su vida», le había dicho, y él había accedido… o eso había dicho.

—Tesoro, te he dicho que no hables con papá en el colegio. Si llama, dile que se vaya.

—Él no llama. Lo llamo yo.

Natalie se la quedó mirando, mientras su sorpresa se teñía de aprensión. Sabía que Dan había ocupado alguna que otra vez a Callie desde que era un bebé. De hecho, la primera palabra que había pronunciado Callie había sido «pa-pá». Pero era evidente que ahora la niña había descubierto cómo usarse a sí misma como piedra de toque para invocar a Dan cuando le apetecía.

«Necesita que la formen», pensó Natalie. Invocar a los muertos sin saber cómo librarse de ellos era peligroso. Callie podía perder el control de su cuerpo durante horas e incluso días si el alma ocupante se negaba a marcharse por voluntad propia, tiempo durante el cual podía hacer lo que le viniera en gana, tal como Natalie había aprendido por las malas.

Arañó a las enfermeras de la escuela con sus dedos de niña de seis años cuando la llevaron a rastras a la enfermería y la colocaron sobre una mesa acolchada.

—¡No! ¡No pienso volver! —chillaba el alma que llevaba dentro, y el grito brotaba del fondo de la garganta de Natalie—. ¡No me podéis obligar a volver!

A-B-C-D-E-F-GA-B-C-D-E-F-G, repetía Natalie desesperadamente, pero el mantra del abecedario no servía.

Atrapada dentro de su cabeza, ni siquiera podía pronunciar las letras en voz alta. La voluntad del alma ocupante era más fuerte que la suya.

Incapaz de detenerse, observó cómo sus pies daban patadas a una enfermera en el estómago. La mujer gruñó y le estampó una pierna sobre la mesa, antes de sujetarla con una correa de cuero. Trabajando codo con codo, las dos enfermeras lograron sujetarle las otras extremidades, tras lo cual le pasaron el lazo cubierto de electrodos por la coronilla. Unos cables aislados conectaban la cinta a una consola colocada sobre un carrito junto a la mesa, y un gran botón rojo se encendió en el panel de la unidad de control.

—¡NO! —se oyó gritar Natalie de nuevo.

Su cuerpo se retorcía en sus ataduras como un ratón pegado a una ratonera adhesiva.

La primera enfermera golpeó el botón rojo como si estuviera encendiendo una lavadora, y los pensamientos de Natalie se disolvieron en un relámpago…

—Hablaremos de eso más tarde —le dijo a su hija. Levantó a Callie del cajón de arena lanzando un gruñido y la llevó hacia el aparcamiento—. Me muero de hambre. ¿Te apetece una pizza?

La culpabilidad desapareció de la cara de la niña.

—¿Con aceitunas y pepperoni?

—Claro.

—¡Yupi! —Callie levantó sus pequeños puños en señal de victoria.

Natalie se rio entre dientes. «Tiene la sonrisa de él».

Su cara se descompuso al pensarlo, pues el parecido le resultaba agridulce. En cierto modo, Dan podía estar más unido a su hija que cualquier padre de la tierra; por otra parte, estaba más que muerto para ella, y su presencia no era más que un recordatorio de su ausencia.

Natalie abrazó a Callie contra su pecho. «Nos persigue, peque, pero queremos a ese fantasma. ¿Qué le vamos a hacer?».

Una mujer mayor vestida con un traje de oficina se cruzó en su camino.

—Esperaba encontrarte aquí —dijo—. La maternidad te sienta bien.

Natalie miró con los ojos entornados la cara bronceada y severa de la mujer, y el pelo canoso recogido hacia atrás en una trenza francesa.

—¿Inez? ¿Por qué demonios…?

—Necesito tu ayuda. —Inez sacó un grueso sobre acolchado de debajo del brazo y lo sostuvo en alto—. Scott Hyland pretende evitar que lo condenen por asesinato.