24
El principio del fin

Más tarde aquella misma noche, un pequeño grupo de hombres a caballo desencadeno un ataque que nadie comprendió en aquel momento contra las recias puertas de Orison. Con grandes gritos y aullidos, los hombres cargaron, lanzaron flechas incendiarias contra la madera y por encima de los parapetos, luego blandieron sus espadas y desafiaron a los defensores a salir y luchar en vez de ampararse tras los muros como muchachitas.

Sus flechas no causaron ningún desperfecto en las puertas: algunos guardias del Castellano Lebbick habían pasado los últimos 4 días empapando la madera con agua. Y los propios atacantes parecían más borrachos que peligrosos. Sin embargo, hicieron el suficiente ruido como para ser oídos por todos los hombres de guardia tras los muros.

Mientras el capitán al mando de la guardia organizaba una salida, los jinetes escaparon. Pudieron ser oídos riéndose despectivamente durante unos momentos después de que la noche se tragara su retirada.

Cuando el Castellano fue informado de aquello, tuvo menos que decir al respecto de lo que nadie hubiera esperado. Por aquel entonces, había pasado de su habitual ultraje fulminante a una tensamente enroscada furia que parecía ecuanimidad. Casi pareció alegre cuando se enfrascó en su trabajo, preparando Orison para enfrentarse a un asedio de Alend con una provisión totalmente inadecuada de agua potable.

Poco antes, Terisa y Geraden habían tenido la desconcertante experiencia de mejorar su humor contándole su encuentro con dama Elega.

Cuando le explicaron lo ocurrido, actuó como un hombre que se hubiera vuelto salvaje por la falta de sueño. Sus ojos tenían una expresión extraviada, y algunos de sus gestos parecían erráticos, como si no fuera consciente de estarlos haciendo. Su personalidad, sin embargo, cambiaba tensión y fatiga por ira. Su problema era que no podía hacer nada más: Orison estaba tan preparado como era posible para una lucha que no tenía esperanzas de ganar. Puesto que era incapaz de descansar, corría el peligro de empujar a sus propias fuerzas al agotamiento antes de que se iniciara la auténtica prueba de su resistencia.

Nunca había sido muy bueno en el descanso. La estricta urgencia dentro de él lo mantenía en pie. Ahora, sin embargo, no podía descansar porque el descanso significaba dormir…, y dormir significaba sueños.

Sus sueños eran atormentados.

Cuando joven, había tenido ocasionalmente pesadillas acerca de su venganza contra el comandante de guarnición de Alend que había violado y torturado a su esposa durante cuatro días con tanto deleite como variedad. Pero, a lo largo de los años, la estable dulzura de su compañía —y la clara valía del trabajo que realizaba para su Rey— habían quitado mordiente a aquellos sueños.

Pero ahora ella estaba muerta. Él estaba solo…, abandonado incluso por el Rey Joyse. Y, cuando soñaba, no soñaba en la venganza.

Soñaba que él era un comandante de guarnición de Alend, con la joven esposa núbil de un estúpido de Termigan atada impotente frente a él. Soñaba con todas las cosas que podía hacerle para que ella gritara, y así volver loco a su esposo.

Soñaba en deleites.

Y despertaba temblando…, él, el Castellano Lebbick, temblando, un hombre que se había reído ante cualquier dificultad o peligro desde el día en que el Rey Joyse lo había liberado y le había permitido tomarse su venganza.

Ante la visión de la rígida determinación de Geraden y la testarudamente controlada de la mujer Terisa —alarma que él deseó instintivamente justificar—, algo saltó dentro de él como fuego en un montón de maleza seca.

Cuando Geraden hubo terminado de describir lo que Elega había hecho, el Castellano Lebbick estaba sonriendo.

—Mis felicitaciones —dijo, casi alegremente—. He aquí otro triunfo para ti. Dama Terisa —habló como si ella no estuviera presente— te dio la perfecta oportunidad de hacer algo bien para variar…, ¿y tú qué hiciste? Decidiste ser un héroe y salvar Orison tú solo. Debes sentirte particularmente orgulloso de ti mismo.

—Eso no es justo —dijo inesperadamente la mujer. Pese a su alarma y su mirada baja, tenía valor—. Tú hiciste imposible que nadie te dijera nada. Si resultara que yo estaba equivocada, si Elega hubiera hecho algo distinto mientras tú protegías el depósito…, nos hubieras acusado de conspirar para distraerte.

Sí, reconoció para sí mismo el Castellano, era una mujer interesante. Y su turno se acercaba. Pronto, algún día, la tendría en su poder. Entonces ella aprendería lo que significaba realmente ser acusada. Él se encargaría de enseñárselo concienzudamente.

Seguía hallando difícil desconfiar del Apr: como hijo del Domne y hermano de Artagel, Geraden obtenía automáticamente una buena opinión por parte del Castellano Lebbick. Y había detenido a Nyle. Eso tal vez había sido estúpido, pero nadie podía negar que había sido honorable.

La mujer, por su parte…

Curioso, ¿no?, cómo había sido ella la que había sospechado de Elega…, cómo había sido ella la que había imaginado lo que Elega estaba haciendo. Todo lo que Lebbick sabía de ella era que se trataba de una Imagera. Y que actuaba como un enemigo de Alend. Y que el Gran Rey Festten la deseaba muerta. Y que le había mentido a él cuando la verdad le hubiera ayudado a servir a su Rey. El resto era inferencia, especulación, sueño.

La sonrisa con la que la miró hubiera podido cuajar leche. Aún dirigiéndose a Geraden, preguntó:

—¿Sabes lo que voy a tener que hacer ahora?

—Sí, Castellano. —El Apr suspiró como si anticipara un mayor insulto—. Vas a tener que enfrentarte a este sitio con sólo el agua del arroyo.

—Correcto. Hemos doblado nuestra población. Ese arroyo no proporciona ni una décima parte del agua que necesitamos. Vamos a tener que racionarla severamente. Voy a tener que racionarla a las mujeres embarazadas y a los viejos y a los niños, que sufrirán sed. Porque tú pensaste que sería divertido convertirte en un héroe, para variar. Y eso no es todo.

—No, no lo es.

Independientemente de lo que sintiera, Geraden contemplaba a Lebbick sin encogerse. Al Castellano le gustó aquello. No hacía mucho tiempo, el Apr se hubiera encogido.

—También vas a tener que vaciar el depósito y todas las tuberías. Si no lo haces, y lo haces pronto, la sed hará que la gente no pueda soportarlo y empiece a beber de ella. Si están lo bastante débiles, morirán.

»Lavarlo todo concienzudamente necesitará agua también. No va a quedarte mucho para racionar.

El Castellano asintió. No importaba lo estúpidamente que se comportara, el Apr no era estúpido. De hecho, considerando su obvia inteligencia, era sorprendente lo consistentemente que conseguía hacer las cosas mal.

—¿Estáis seguros de que envenenó el agua?

Geraden frunció el ceño.

—¿Quieres decir si estoy seguro de que ella sabía lo que estaba haciendo? No. Y no lo he comprobado. Pero, fuera lo que fuese lo que había en aquellos sacos, era polvo, y era verde. Sólo conozco un tipo de polvo verde. Es un tinte que utilizan los Maestros. Lo llaman «ortical»…, fue utilizado por primera vez por un Imagero llamado Ortic. Debe haber un quintal de él almacenado en el laborium. —No apartó la vista—. Esta materia te pone enfermo con tan sólo que te quede un poco de él en las manos.

—¿Hay algún antídoto?

—¿Quién sabe? Los Imageros no comen tinte. Y no pierden el tiempo intentando curar a la gente que lo hace.

—Si se lo pregunto a tu Maestro Barsonage, ¿podrá decirme si falta algo de ortical?

—No. Nadie supervisa a los Maestros cuando están trabajando. A muchos de ellos aún les gusta mantener en secreto los ingredientes que utilizan. Pero uno de los Aprs más jóvenes puede haber notado un repentino descenso en la cantidad de ortical en los estantes.

El Castellano asintió de nuevo. Sin advertencia previa, se dirigió a Terisa por primera vez.

—¿Cómo sabías lo que iba a hacer dama Elega?

En voz muy baja, ella replicó:

—Lo supuse.

—¿Lo supusiste?

—Uní algunas cosas que ella había dicho. —Empezó a sentirse más fuerte a medida que hablaba—. Ni siquiera era lo suficiente como para llamarlo intuiciones. Las uní, y simplemente saqué conclusiones.

—Mi dama —anunció el Castellano Lebbick con voz contenida—, no me creo eso. —Luego los despidió a ella y a Geraden.

No necesitaba planear lo que debía de hacerse. Estaba bastante claro para él, paso a paso. Era el Castellano de Orison; sabía cómo servir a su Rey. Al final, no significaba ninguna diferencia el que las posibilidades estuvieran contra él. Lo muy dañado que estuviera Orison. Lo muy escasos que fueran sus hombres. Lo mucho que le fallara el Rey Joyse. El Castellano Lebbick se había convertido más en una espada que en un hombre…, y una espada no sabía nada de rendirse.

Mientras tanto, había algo que tenía que considerar. El turno de aquella mujer se estaba acercando.

Geraden llevó a Terisa de vuelta a la suite pavo real, luego fue a sus propios aposentos para intentar dormir un poco. Pero ninguno de ellos durmió mucho.

Nadie en Orison durmió mucho aquella noche.

Por supuesto, muchos de los habitantes del castillo estaban despiertos porque se sentían demasiado tensos como para dormir. Un gran número de gente, sin embargo, no tenía ese problema. Eran guardias que o bien tenían demasiada experiencia o estaban demasiado cansados para permanecer despiertos; padres cuyos excitados niños los habían agotado; comerciantes que sabían que su propia supervivencia —e incluso sus beneficios— serían probablemente más valiosos que menos después del sitio, independientemente de quien ganara. Había sirvientes que estaban tan abrumados por el trabajo que no podían permitirse no dormir; Maestros que carecían de imaginación; señores que no comprendían y damas filosóficas.

Aquella gente no pudo dormir mucho porque el Castellano Lebbick y sus hombres hicieron que todo el mundo se levantara temprano.

Pese a su rapidez, el Castellano llegó demasiado tarde para salvar a dos viejos que estaban acostumbrados a hacer varios viajes a los sanitarios durante la noche, a un puñado de guardias que salieron de guardia y se refrescaron antes de ser advertidos, y a varios niños que despertaron a sus padres durante la noche llorando y pidiendo agua. Pero esos desafortunados incidentes sirvieron al menos para confirmar que Elega había envenenado el depósito…, que las duras medidas que Lebbick impuso al castillo eran necesarias. Los niños se pusieron desesperadamente enfermos, pero nadie murió excepto uno de los viejos.

Y, por la mañana, casi todo el mundo intentó apiñarse en las almenas o en torno a las ventanas para observar la llegada del ejército de Alend.

En ese aspecto, Terisa y Geraden fueron afortunados. No tuvieron problemas en conseguir el acceso a la parte superior de la torre donde estaban situados los aposentos de ella.

Durante la noche volvió a hacer frío. Una enorme nube, gris e informe, se había cerrado encima de Mordant, bañando el castillo y el paisaje con un color lúgubre; soplaba un viento helado como una guadaña, segando todo signo de una temprana primavera. Las colinas más próximas perdieron profundidad; las más alejadas parecían más altas, más peligrosas. Los negros árboles tendían sus ramas como si fueran estremecidos miembros. Una nieve corrompida se aferraba aún a la mayoría de las laderas, haciendo que el suelo desnudo pareciera enfermo. Al principio, Terisa apenas pudo ver nada: el frío parecía como una bofetada, y el viento en su rostro hacía que sus ojos lagrimearan. Gradualmente, sin embargo, su visión mejoró, hasta que fue capaz de escrutar el horizonte en dirección al Armigite y Alend, del mismo modo que lo estaba haciendo la multitud reunida en las almenas más bajas y la gente de las otras torres.

No había nada que ver.

Durante largo tiempo, no hubo nada que ver. Gradualmente, la multitud fue disminuyendo. Dos veces, Terisa y Geraden rompieron su vigilia y regresaron a sus aposentos para calentarse.

—¿Cuándo van a llegar? —preguntó ella.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió él, con poco característica aspereza. Estaba empleando su fracaso para detener en seco a Elega.

Ella sabía cómo se sentía y no le culpó.

—¿Desde qué dirección van a venir?

Él reprimió su irritación.

—Siguiendo el camino. Es más largo, pero debería ser más rápido. Y es la única forma en que pueden traer consigo sus provisiones. O las «máquinas de guerra» de las que no dejamos de oír hablar.

Cuando salieron de nuevo fuera, ella supo que él tenía razón. Advertida por un indefinible envaramiento de la atención a su alrededor, miró más atentamente en medio del fuerte viento, y vio acercarse la vanguardia del ejército de Alend.

Estaba en el camino noroccidental, procedente del Care de Armigite.

Las banderas del Monarca de Alend se agitaban en manos de los portaestandartes. La grisácea luz y la distancia hacían que parecieran negras.

Lentamente, el ejército avanzó hacia Orison…, un cuerpo de hombres que parecía enorme más allá de toda cuenta. Soldados a caballo. Soldados a pie. Docenas de conductores tirando de las muías que arrastraban los carros de los pertrechos. Enjambres de sirvientes, transformados e impresionados campesinos que atendían y mantenían el equilibrio de las enormes máquinas de asedio. Y un segundo ejército de porteadores y seguidores de campo.

Todos acudían a arrancar Orison de manos del Rey de Mordant.

Atrapada por una especie de maravilla, Terisa miró desde la torre e intentó imaginar la cantidad de sangre que las acciones del Rey Joyse amenazaban con derramar.

Quizá Geraden estaba imaginando lo mismo. Tocó su brazo y señaló hacia la torre norte. Terisa frunció los ojos en aquella dirección y vio al Rey Joyse de pie ante los parapetos, con el Castellano Lebbick.

Parecía pequeño al otro lado de la extensión de Orison, pese a su pesada capa de piel. Tanto él como su Castellano estudiaban el avance de Alend sin moverse. Quizá no había nada que pudieran hacer. Las banderas de Mordant habían sido alzadas sobre las almenas, pero el estandarte personal del Rey se agitaba dolorosamente al extremo del astil sobre la torre donde se hallaba él. Era una bandera púrpura sin ador- ', nos, que tal vez pareciera gallarda y valiente a la brillante luz del sol. Ahora parecía como si estuviera a punto de ser desgarrada por el viento.

Al cabo de un momento, él y el Castellano Lebbick abandonaron la torre.

Sin ninguna razón que Terisa pudiera ver, el trompetero de Orison hizo sonar su instrumento. Tal vez estuviera llamando a las armas; sonó más bien como un lamento.

Con poderosa precisión, como un despliegue de inevitabilidad, el ejército de Alend puso sitio al castillo.

Diez mil soldados rodearon los muros y presentaron sus armas. Las máquinas de asedio fueron instaladas en sus sitios. Luego, los de Alend hicieron una señal, y un grupo de jinetes ' formó en torno al portaestandarte del Monarca de Alend. El portaestandarte añadió una bandera de tregua a la agresiva verde y roja de Margonal. Juntos, banderas y jinetes se acercaron a las puertas de Orison.

El trompetero de Orison respondió. Las puertas se alzaron.

Con seis hombres tras él, el Castellano Lebbick cabalgó al exterior para ir al encuentro del grupo de Alend.

No le sorprendió ver que los de Alend iban capitaneados por el Príncipe Kragen. Ni, después de su conversación con el Rey Joyse, le sorprendió el hecho de que uno de los jinetes fuera dama Elega.

Los dos grupos se detuvieron y se estudiaron mutuamente a corta distancia. El Príncipe permanecía firme, pero Elega evitó la furiosa mirada del Castellano.

Al cabo de un largo silencio, el Príncipe Kragen dijo:

—Saludos, Castellano. La locura de tu Rey nos ha llevado hasta esto.

El Castellano sujetaba su caballo con unas riendas demasiado tensas: el animal no podía permanecer quieto. Mientras se agitaba de lado a lado, Lebbick gruñó:

—Di lo que hayas venido a decir y terminemos con esto, mi señor Príncipe. Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo.

La mirada del Príncipe Kragen se ensombreció.

—Muy bien —restalló—. Escucha atentamente, Castellano.

En tono formal, anunció:

—Margonal, Monarca de Alend y Señor de los Feudos de Alend envía sus saludos a Joyse, Señor del Demesne y Rey de Mordant. El Monarca de Alend le pide al Rey Joyse que se reúna con él bajo bandera de tregua, a fin de que juntos puedan hallar alguna forma de evitar este conflicto. El Rey Joyse se ha negado a oír las peticiones de paz del embajador del Monarca de Alend. Sin embargo, es la paz lo que el Monarca de Alend desea, y perseguirá abierta y honestamente este deseo con el Rey Joyse, si el Rey acepta reunirse con él.

—Un hermoso discurso —dijo sin vacilar el Castellano Lebbick—. ¿Por qué deberíamos creerte?

—Porque —respondió de inmediato el príncipe— no necesito hacer hermosos discursos. Vuestro muro está roto…, y no bien reparado, observo. No tenéis reservas de agua potable. Vuestros hombres son demasiado pocos. No podéis resistir un sitio, Castellano. El Monarca de Alend no tiene razón alguna para ofreceros la paz…, excepto la sinceridad de su deseo.

—La sinceridad de su deseo. —Lebbick dio un tirón a su montura—. Me gusta esto…, de boca de un Alend.

»Está bien. He aquí tu respuesta.

»El Rey Joyse me pide que te señale, y a tu ilustre padre también, que ninguno de los dos entendéis el brinco. No hubieras podido llegar hasta tan lejos como unas tablas sin ayuda. En vez de agitar vuestras espadas contra nosotros, deberíais recordar lo que ocurrió la última vez que entrasteis en guerra con Mordant.

El viento soplaba entre los caballos.

—Por las estrellas, Lebbick —exclamó dama Elega—, ¿todavía sigue jugando al brinco? ¡Dile que se rinda!

El Castellano no apartó los ojos del rostro del Príncipe Kragen.

—La hija del Rey —observó—. Ese ataque de la última noche fue sólo una diversión, para que ella pudiera salir de Orison. —Tan pronto como el Rey Joyse le dijo aquello, Lebbick se había maldecido a sí mismo por no haberse dado cuenta de inmediato de la verdad—. ¿Qué planeas hacer con ella ahora? ¿Es un rehén?

El Príncipe Kragen escupió una maldición. Con un esfuerzo, recobró su tono formal.

—El Monarca de Alend ha dado la bienvenida a dama Elega como una amiga. No tiene intención de causar ningún daño ni a ella, ni a su padre en su persona. Esta cortesía proporciona también una demostración de su deseo de paz.

—Tengo respuesta para eso también. —Por primera vez, el Castellano Lebbick utilizó las palabras exactas que le habían sido dadas—. El Rey Joyse responde: «Estoy seguro de que mi hija Elega ha actuado por las mejores razones. Lleva consigo mi orgullo allá donde vaya. Por su bien, al igual que por el mío, espero que esas mejores razones produzcan también los mejores resultados».

Dama Elega miró fijamente al Castellano Lebbick, como si éste acabara de decir algo terrible.

—¿Esto es una respuesta? —preguntó el Príncipe.

—Tómala y queda satisfecho con ella —respondió el Castellano—. Debería gustarte más que la denuncia que ella merece. Pregúntale —el Rey Joyse le había prohibido específicamente decir aquello— si desea saber cuánta gente murió esta mañana.

El Príncipe Kragen ignoró aquello.

—Me has entendido deliberadamente mal, Castellano. ¿Me has dado la respuesta de tu Rey al deseo de tregua del Monarca de Alend? ¿Está tan loco como eso?.

Sosteniéndose en la fuerza del hecho de que el Rey Joyse había hablado realmente con él —aunque de una forma extraña—, el Castellano Lebbick no tuvo problemas en hallar una respuesta.

—No te aconsejo que lo pongas a prueba.

—Entonces escúchame. Escúchame bien, Castellano. —La furia del Príncipe Kragen era feroz—. Ésta es mi última palabra.

»Tu Rey no nos deja elección. No podemos "sentirnos satisfechos". Cadwal está avanzando. Tú sabes que Cadwal está avanzando. En nuestra situación, somos más vulnerables que vosotros a la enorme fuerza del Gran Rey. No podemos defenderos a vosotros, ni a vuestro pueblo, ni a la Cofradía…

—Ni a vosotros mismos.

—… ni a nosotros, si no tomamos Orison. El Rey Joyse nos lanza a todos a una guerra que no puede ganar, independientemente de lo que nos cueste. Debe ofrecer la paz. Por la paz o por la sangre, debemos obtener Orison.

El Castellano luchó por inmovilizar su caballo.

—¿Ésta es tu última palabra? —Estaba sonriendo.

—¡Sí!

—Entonces ésta es la mía. —Lebbick sabía lo que tenía que decir, aunque no lo comprendía—. El Rey Joyse asegura al Monarca de Alend que hay más elecciones de las que él se da cuenta. El Rey Joyse os sugiere que os retiréis al oeste del Demesne y aguardéis el desarrollo de los acontecimientos. Si hacéis esto, se sentirá contento de reunirse con el Monarca de Alend bajo una bandera de tregua y ofrecer más sugerencias.

»Si no lo hacéis —el Castellano apenas pudo ocultar su propia sorpresa ante la amenaza que tenía instrucciones de formular—, ¡el Rey Joyse pretende liberar toda la fuerza de la Cofradía contra vosotros y barreros de la faz de la tierra!

En aquel momento, no le importaba en absoluto si la estratagema del Rey iba o no a tener éxito. Simplemente le alegraba que se le hubiera permitido decir estas palabras.

El silencio pareció apoderarse de la reunión. Por un momento, nadie pudo responder. Pese a sí mismo, el Príncipe Kragen jadeó, con furia y desánimo.

Entonces, dama Elega susurró intensamente:

—Castellano Lebbick, estás mintiendo. —Su rostro estaba pálido al fuerte viento—. Mi padre nunca haría una cosa así.

Como si ella se lo hubiera ordenado, el Príncipe arrancó la bandera de tregua de manos del portaestandarte, partió su astil contra su rodilla, y arrojó los trozos al suelo. Luego hizo girar su montura y condujo a su grupo de vuelta a las líneas de Alend.

El Castellano Lebbick y sus hombres regresaron a Orison. Las puertas se cerraron fuertemente tras ellos.

El corneta de Alend hizo sonar otra llamada. A todo alrededor del castillo, los seguidores de campo y los sirvientes empezaron a descargar los carros y a clavar las tiendas. El sitio de Orison había empezado.

—Iré a ver a Artagel —dijo Geraden, como si estuviera proponiendo que le partieran las piernas—. Querrá saber lo ocurrido. —El frío hacía que le goteara la nariz; sonaba congestionado y miserable—. Si no puede perdonarme por haber dejado escapar al Príncipe Kragen, al menos no hay nada peor que pueda hacerme por haber permitido a Elega envenenar el agua.

Terisa se ofreció a ir con él, pero Geraden declinó su compañía. Deseaba enfrentarse a solas a su aflicción.

Cuando se hubo marchado, Terisa regresó a sus aposentos.

Tenía mucho en que pensar. Necesitaba decidir dónde se hallaba en relación con lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Necesitaba definir sus propias lealtades. Necesitaba definir hasta qué punto estaba dispuesta —o era capaz— de mantener el compromiso que al parecer había adquirido con Geraden hablándole de la conexión entre su sueño y el augurio.

En vez de ello, se descubrió pensando en el Reverendo Thatcher.

Había trabajado para él durante casi un año…, el tiempo suficiente como para olvidar que originalmente había aceptado el trabajo como secretaria de su misión. Desde entonces, lo que más tendía a recordar de él era su obstinada ineficacia. Pero no lo había visto así al principio. No, al principio había buscado un trabajo en una misión para librarse del vacío y el bienestar económico de su entorno, la inutilidad que erosionaba su sentido de sí misma. Y había aceptado el trabajo ofrecido por el Reverendo Thatcher debido a su dedicación contra la imposible pobreza y la inhumana desatención.

En aquel momento, por supuesto, no se había dado cuenta de su ineficacia. Ahora, sin embargo, empezó a preguntarse si aquella percepción era exacta. En su lugar, ¿había hecho Geraden exactamente lo mismo que él?. ¿Se hubiera mantenido Geraden firme frente a todos los fracasos? ¿Acaso el auténtico fracaso en la misión de ella no la estaba minando? ¿Un fracaso en lo más profundo de su corazón?

¿No era posible vivir como si pudiera oír cuernos?

Lo que pensaba no resolvía nada. Pero era necesario, y se aferró a ello. Al menos la enseñaba a comprender que le debía al Reverendo Thatcher una disculpa.

Más tarde, se dio cuenta de que estaba lo bastante cansada como para dormirse sin problemas.

La idea de dormir un poco resultó inesperadamente atractiva. No había dormido bien la noche antes. Y el cansancio y el insomnio no le iban a hacer ningún bien a Orison. Canturreando para sí misma, añadió madera a los dos fuegos para mantener calientes las habitaciones. Luego se quitó toda la ropa, la echó encima de una silla, y se metió en la cama.

Por unos momentos escuchó el hambriento viento arañar con sus garras las ventanas, aferrarse en las esquinas de la torre. Pero, tan pronto como las frías sábanas se calentaron al contacto con su piel, se quedó dormida.

Profundamente sumida en sueños, recibió la deliciosa impresión de que la besaban.

Una fuerte boca cubrió la suya. Una lengua acarició sus labios, sondeando delicadamente entre ellos. Notó el sabor a clavo.

Bajo las sábanas, una mano acarició su vientre, luego ascendió hacia sus pechos. Su contacto era lo suficientemente frío como para hacer que sus pezones se endurecieran.

Cuando se dio cuenta de que no estaba soñando, abrió los ojos.

El Maestro Eremis estaba inclinado sobre ella; su pálida mirada se cruzó con la suya. Su padre tenía unos ojos como aquéllos. Pero las pequeñas arrugas en torno a ellos sugerían que estaba sonriendo.

La sobresaltó tanto que se aferró a las mantas y apartó bruscamente la cabeza de él.

El Maestro Eremis retrocedió un poco y retiró la mano de su cuerpo. Los extremos de su casulla colgaron descuidadamente contra la parte delantera de su habitual manto negro. Estaba definitivamente sonriendo. De hecho, parecía hallarse de un excelente humor.

—Mi dama —dijo—, temo que te he asustado. Discúlpame.

Mirándole a la grisácea luz de las ventanas, pensó que era más feo de lo que recordaba: su rostro era demasiado parecido a una cuña; su pelo brotaba demasiado hacia atrás en su cráneo. Sin embargo, eso únicamente hacía más magnética la vivaz inteligencia de su expresión.

Terisa apretó fuertemente las mantas contra sus hombros y parpadeó hacia él, confusa.

—¿Cómo…?

—El armario. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Estaba explorando pasadizos ocultos, y tuve la buena fortuna de hallar tu habitación.

—¿Dónde…? —Se sentó ligeramente. Su mente se negaba a funcionar. Había estado más profundamente dormida de lo que creía. ¿Cómo había olvidado su costumbre de colocar una silla en aquel armario?—. ¿Dónde estabas? Pensé que volvería a verte.

Él se sentó en el borde de la cama, luego adelantó una mano y recorrió con las yemas de sus dedos la línea de su cuello, desde su oreja hasta su hombro.

—Mi presencia fue reclamada en mi casa. Creo haberte mencionado ya Esmerel. —Su contacto parecía como una signatura sobre su piel—. Mi abuelo lo llamaba nuestra «sede ancestral», aunque Esmerel no es en realidad tan grande como eso. Mi padre aún es menos grande, sin embargo, y no utiliza ese lenguaje.

Los dedos del Maestro Eremis tiraron delicadamente de las mantas que ella mantenía tan apretadamente contra su cuerpo.

—A su directa manera, reclamó mi presencia. Parece que uno de mis hermanos mató al otro…, aunque con ese par la verdad es a menudo muy difícil de determinar. Mi padre me deseaba ante él mientras decidía si desheredar al superviviente en mi favor.

»Esmerel se halla en el Care de Tor…, afortunadamente a sólo dos días a caballo, más allá del Broadwine. Acabo de regresar.

Terisa apenas pudo tragar saliva. Si seguía mirándola de aquel modo, iba a olvidar todo lo que había ocurrido mientras él estaba fuera. Sus dedos estaban cerrados suavemente sobre el borde de las mantas que la cubrían. Pronto empezaría a tirar de ellas hacia abajo, y ella no sería capaz de resistirse. No sabía que deseara resistirse. Su cabeza parecía estar llena de sueños olvidados. Era imposible pensar.

Con un esfuerzo, preguntó:

—¿Qué decidió él?

El Imagero se encogió de hombros para mostrar su desinterés.

—Mi padre me odia. Como odia, u odiaba, a mis dos hermanos. Así que es notable que ellos hayan hecho siempre lo que yo he deseado. En estos momentos Esmerel no tiene ninguna utilidad para mí. En consecuencia, mi hermano lo heredará. Si mi padre tiene el buen sentido de morirse pronto.

Se inclinó hacia Terisa, y su boca se apoderó de la de ella. El aroma a clavo pareció llenar sus sentidos. La mano del Maestro tiró de las mantas hacia abajo, y su lengua exigía una respuesta. No, no podía resistirse. La palma de él frotó su pezón hasta que Terisa se estremeció ante el contacto; luego aferró posesivamente sus dos pechos. Era suya…

De alguna forma, ella lo empujó hacia atrás. Con las mejillas enrojecidas, y respirando entrecortadamente, se enfrentó a él de la mejor manera que pudo.

—¿Por qué te odia tu familia?

La sonrisa del hombre había desaparecido; sus ojos ardían con una intensidad que hizo que Terisa se fundiera.

—Mi dama, no vine aquí para hablar de mi familia. Vine a reclamarte finalmente.

Sin pensar, ella se apartó de él y saltó de la cama. Desafiando momentáneamente su desnudez, fue a la silla donde había dejado sus ropas. Sus manos temblaban cuando dejó caer el terciopelo de su bata sobre sus hombros y anudó el cinturón; su voz tembló cuando dijo:

—Has estado fuera mucho tiempo. Te aguardé. Deseaba ayudarte. Estaba preparada… —Preparada para hacer casi cualquier cosa—. Pero tú no viniste. No supe nada de ti.

Pese a su resistencia, estaba al borde del pánico ante el pensamiento de que él pudiera ofenderse e irse, que haciéndole retirarse de ella sacrificara su oportunidad de ser acariciada y besada. Sin embargo, no pareció ofendido. Su sonrisa era demasiado aguda para ser afectuosa; pero la miró con una nueva ansia, como si ella se hubiera convertido en un desafío.

—Mi dama —dijo pensativamente—, lamento que no supieras nada de mí. No fue ésa mi intención. Te envié noticias mías varias veces. Pero quizá mis mensajes fueron interceptados.

Ella empezó a preguntar: ¿Quién intercep…?, antes de comprender lo que él estaba diciendo. Eso lo cambiaba todo, ¿no? Casi balbuceando, dijo:

—Enviaste tus mensajes con Saddith. Pero ella es tu amante. Te quiere para sí, así que no me transmitió ninguno de ellos.

Por un instante, los ojos del Maestro se abrieron mucho, como si ella lo hubiera sorprendido. Una sonrisa, sin embargo, alteró rápidamente su expresión. Ahora su excitación era inconfundible. Su tono era a la vez cauteloso y jocoso cuando dijo:

—Mi dama, no puedes estar celosa de una doncella como Saddith. Casi todos los hombres que ha conocido han estado entre sus piernas. Puedo creer que no te entregara mis mensajes. Pero no puedo creer que te importe el que yo me haya aprovechado de sus vulgares encantos.

Las emociones de Terisa se hallaban alarmantemente confusas. Su alivio de que él hubiera intentado enviarle mensajes duró sólo un momento. Fue reemplazado casi inmediatamente por la sensación de que la información llegaba demasiado tarde. Después de todo, no cambiaba nada. Ella había aceptado su compromiso sin él…, se había puesto del lado de Geraden. Y no sólo por defecto: no sólo porque el Apr estaba presente y el Maestro Eremis estaba ausente. Había elegido a Geraden porque desconfiar de él —o espiarle, o traicionarle, como el Maestro había exigido— era intolerable. Si sólo Eremis hubiera acudido antes a ella. Se mordió los labios para intentar impedir que su zozobra se reflejara en su rostro.

Aún sonriendo, él la estudió con los ojos entrecerrados. Al cabo de un momento dijo:

—Saddith no tiene importancia, sin embargo. Prescindiré de ella para complacerte. Preguntaste acerca de mi familia.

Ella asintió en silencio, aferrándose a cada palabra dicha por él mientras su corazón sangraba.

—Es una familia pequeña. Esmerel es un lugar pequeño, aunque encantador. Mi abuelo fue un hombre de gran inteligencia…, y mayor refinamiento aún. Poseía una comprensión excepcional tanto del conocimiento como del placer. Y se ocupaba ocasionalmente de la Imagería. En realidad, una de las leyendas de nuestra familia es que conoció al archi-Imagero Vagel. Por supuesto, eso fue antes de las guerras de Mordant, en las que el archi-Imagero se pasó al servicio del Gran Rey Festten.

»Desgraciadamente, mi abuelo sólo tuvo un hijo, y ese hijo era un patán. No comprendía nada excepto la violencia…, y los placeres de la violencia. Cuando entró en posesión de Esmerel, pasó años pervirtiendo a todas sus bellezas y a sí mismo. Luego se convirtió en un mezquino bribón para conservar algo parecido a la riqueza en su "sede ancestral".

»El resultado accidental de sus perversiones fue que tuvo tres hijos. El primero fue un duplicado exacto de sí mismo…, y en consecuencia muy querido. El segundo fue un poco más pequeño, un poco menos musculoso y un poco más ladino…, en consecuencia tolerable.

»El tercero fui yo.

La voz del Maestro formaba parte de su embrujo. Terisa esperaba que avanzara hacia ella. La forma como la estudiaba la hacía sentir que estaba realmente avanzando hacia ella. Su propio dolor parecía hipnotizarla. Pero el hombre permaneció inmóvil al lado de la cama.

—Afortunadamente —observó—, yo era mucho más fuerte de lo que parecía. Según todas las apariencias, yo era el débil de la carnada, v en consecuencia mi padre me despreciaba. Por esa razón, mis hermanos buscaban conseguir su aprobación atormentándome. —Hablaba calmadamente, pero el brillo de sus ojos era tan calmado como el filo de una hachuela—. En una ocasión, recuerdo, me encerraron en un cobertizo de madera y le prendieron fuego para ver qué haría yo.

Jadeando entre sus entreabiertos labios, como si estuviera hechizada, o asombrada, Terisa preguntó:

—¿Y qué hiciste?

Él rió suavemente.

—Les engañé. Yo no era el heredero de Esmerel, pero sí era el heredero de mi abuelo en inteligencia. Antes de ser lo suficientemente mayor como para tener miedo, ya era lo suficientemente listo como para protegerme. Y pronto aprendí que la protección más segura era volverlos el uno en contra del otro. Así que me ocupé de enseñar a cada uno de ellos que necesitaban mi ayuda contra los demás. Con un poco de juiciosa insistencia, conseguí hacer de ellos lo que yo quería.

Atraída por lo que el Maestro estaba describiendo —cosas que debían haber sido agudamente dolorosas, cosas que le recordaban períodos de tiempo encerrada en armarios y sensación de desvanecerse, Terisa dio un paso hacia él.

—¿Qué les hiciste hacer?

Él traicionó un destello de anticipación.

—Los convertí a todos en buenos ciudadanos del Care de Tor. Domé a mis hermanos. Privé a mi padre de sus perversiones. E hice que restauraran los recursos de conocimiento de los que Esmerel había alardeado en su tiempo, a fin de que yo pudiera reclamar la auténtica herencia de mi abuelo. Fueron su interés y sus investigaciones los que me condujeron a la Imagería.

»Desde que abandoné Esmerel he hecho lo que he podido para mantener a mi familia fuera de la bestialidad. Pero una distancia de dos días a caballo parece como un mundo para hombres como ellos. Lamento que no hubiera nada que yo pudiera hacer para impedir el altercado que mató al primogénito de mi padre. —Su actitud sugería que su pesar no era especialmente profundo.

Ella dio otro paso. La pálida mirada de Eremis parecía estar devorándola.

—Viniste a reclamarme. ¿Qué quieres que haga?

Él abrió las manos como si quisiera mostrarle su fuerza.

—Quítate la ropa.

Ella tocó su cinturón, al tiempo que una turbadora obediencia barría todo su cuerpo. Pero se refrenó.

—Quiero decir después de eso. ¿Qué deseas que haga por Mordant?.

—¿Por qué tiene que haber un «después de eso»? —respondió él—. Satisfaré tu femineidad de formas en las que nunca has soñado.

Con voz muy baja, ella insistió:

—Deseo ayudarte. Deseo ayudar a Mordant.

—Muy bien. —Como si tuviera confianza de que ella ya conocía y había aceptado la respuesta, respondió—: Juntos, persuadiremos al Castellano Lebbick y a la Cofradía de que Geraden nos ha traicionado.

Cuando dijo eso, el corazón de Terisa dio un vuelco…, y luego todo su valor desapareció, como si él hubiera lanzado una patada contra lo más profundo de su espíritu. ¿Geraden? ¿Volvía a Geraden? ¿Seguía argumentando que Geraden estaba coaligado con Gilbur y Vagel? ¿O tenía alguna nueva acusación que formular contra su único amigo? Apenas tuvo la fortaleza necesaria para preguntar:

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¿Hecho? ¿Qué es lo que no ha hecho? ¿Acaso no te ha convencido de que yo soy un traidor?

Ella negó con la cabeza.

—Entonces es más astuto de lo que creí. Hubieras empezado a sospechar de él si hubiera intentado volverte contra mí.

El Maestro la estudió por unos instantes, luego dijo:

—Puesto que ha sido astuto, probablemente no creerás que arregló las cosas para dejarte sola en el bazar, a fin de que Gart pudiera atacarte. Probablemente no creerás que su fracaso en detener a Elega no fue un accidente.

Ella le miró con franco horror.

—Ésos son puntos sutiles —prosiguió él—. Admito que es difícil acreditarle tales sutilezas. Pero te diré algo que debes creer. Cadwal está avanzando. ¿Te has preguntado alguna vez a ti misma por qué avanza Cadwal? ¿Te has preguntado por qué el Gran Rey Festten cree que debe atacar ahora?

Terisa no respondió. Su mente estaba en blanco por el desánimo. Una nueva acusación. Nuevas razones para creer que el único hombre que se preocupaba por ella y la animaba y permanecía con ella era un traidor.

—En el curso normal de los acontecimientos —explicó Eremis—, los espías del Gran Rey le hubieran dicho que Alend avanzaba hacia Orison. ¿Qué hubiera hecho él entonces? —Su voz era como el viento, cada vez más dura a medida que llenaba la habitación. La luz de la chimenea hacía que su rostro pareciera innaturalmente enrojecido—. Por una parte, está el riesgo de que Orison pueda caer, poniendo a la Cofradía en manos del Monarca de Alend. Pero, con el Castellano Lebbick, si no nuestro buen Rey, defendiendo el castillo, eso es improbable. Por otro lado, está la certeza de que las fuerzas de Perdon serán atraídas en apoyo de Orison. Alend y Mordant pueden mutilarse fácilmente unos a otros en esta batalla…, y entonces todo lo que desea el Gran Rey podrá ser tomado casi sin ningún coste. ¿Por qué no aguardó a que sus enemigos se destruyeran mutuamente?

»Yo te diré por qué, mi dama. —El Maestro hizo un corto y brutal gesto con ambas manos—. No aguardó porque conocía las intenciones de Elega. Sabía que nuestro peligro se veía enormemente incrementado por el hecho de que Orison sería traicionado desde dentro por los aliados del Príncipe Kragen.

»Piensa, mujer. ¿Cómo hubiera podido saber el Gran Rey Festten que Orison sería traicionado a Alend? Gracias a la Imagería, su Monomach puede entrar o abandonar el castillo a voluntad…, aunque cómo lo hace sigue siendo un misterio. Pero el acceso a nuestras dependencias no le da acceso a nuestros secretos. ¿Quién sino un traidor le diría a Gart que Elega pensaba envenenar el depósito, privándonos de agua y exponiéndonos a una derrota sumaria?

—No —murmuró Terisa. Sentía deseos de derrumbarse sobre una silla—. No.

El Maestro Eremis ignoró su protesta.

—¿Y quién si no Geraden conocía el peligro?

—Pero fue atacado —objetó ella—. Por la Imagería. Dos veces. Intentaron matarle: Gilbur, Vagel…

—¡El muy cachorro de una zorra! —Eremis sonaba furioso—. Eso fueron planes, mujer. Trucos. Lo único que muestran es que Gilbur y Vagel están desesperados para que tú no te vuelvas contra su aliado. Atacando a Geraden, lo hacen parecer inocente. La verdad es que fingen querer su muerte por la misma razón que desean activamente la tuya…, para que no les descubras.

»Si no hubiera sido rescatado como lo fue, te aseguro que hubieran hecho retirarse a sus insectos antes de que acabaran con él.

Ella ya no miraba al Imagero. No miraba nada. Las lágrimas resbalaban abundantes por sus mejillas.

—¿Cómo puedo ponerle al descubierto?

—Has estado con él varios días. Lo has observado, has hablado con él, lo has estudiado. Y os encontrasteis en privado en tu propio mundo, antes de que te trasladara aquí. Sólo tú posees el conocimiento, la experiencia, que persuadirá a la Cofradía de su traición.

—No —repitió ella en voz muy baja. Sin embargo, no le estaba hablando a él. Estaba hablando para sí misma. Apenas oía lo que él decía: sólo oía su voz, su furia, la amenaza de perderle. Geraden no era un traidor. Por supuesto que no. Sabía eso precisamente a causa de haber pasado tanto tiempo con él. Pero se estaba viendo forzada a una elección. No, más que eso. Se estaba viendo forzada a hacer algo acerca de sus creencias. No podía defender a Geraden sin volver las espaldas al Maestro Eremis y todo lo que éste representaba.

—Has dicho que deseabas ayudar a Mordant. —El Maestro Eremis habló con un tono intimidante que le recordó a su padre—. Mientras tú proteges al hombre que nos traiciona, nosotros estamos condenados.

¿Qué podía hacer? No podía argumentar con él. Nunca había sido capaz de argumentar con su padre. Sólo podía ponerse de su lado o rechazarlo. Eso estaba suficientemente claro.

En voz muy baja, preguntó:

—¿Qué vas a hacerme?.

—Quítate la ropa —restalló él—. Tu cuerpo, al menos, no me decepcionará.

Ahora, finalmente, comprendió Terisa la furia y el secreto triunfo que ella había oído tan a menudo en la voz de su padre, el deseo de infligir dolor. Por esa razón, lo que tenía que hacer apareció finalmente claro para ella —claro y simple—, y tan difícil que era casi imposible.

Sus manos estaban en el cinturón de su bata. Deliberadamente, lo apretó más.

—No —le dijo al Maestro.

Creyó que iba a gritarle o golpearla. Avanzó hacia ella, y su expresión se afiló en una sonrisa de violencia. En vez de gritar, sin embargo, susurró intensamente:

—Mi dama, te he reclamado. He situado mis manos y mis besos allá donde nunca podrás olvidarlos. —Estaba lo bastante cerca como para aferrar sus hombros. Haciendo eco a la luz del fuego, su ardiente mirada se clavó en ella—. Cada curva de tu carne y cada latido de tu feminidad me desean, y no seré rechazado.

La atrajo hacia sí y la besó con fuerza. De alguna forma, su bata había desaparecido entre ellos. Lo notó tan duro como el hierro contra su no experimentado vientre.

No se debatió: se sentía demasiado débil para debatirse. Pero su cuerpo se había vuelto frío; sus nervios y su dolorido corazón ya no respondían a él. Sus besos eran sólo presión contra su rostro, nada más. Su dureza había perdido su fascinación.

No, protestó. He dicho no.

Alguien llamó tan fuertemente a su puerta que todos los hierros resonaron.

Maldiciendo viciosamente, el Maestro Eremis la apartó de un empujón. Por un instante, midió la distancia hasta el armario.

—¡No respondas! —siseó.

Ella estaba a punto de perder el sentido.

—Olvidé echar el cerrojo por dentro.

Sin aguardar a ser admitido, Geraden entró en la habitación y cerró la puerta tras él.

Pero, cuando vio a Terisa de pie cerca de la entrada al dormitorio, con su bata abierta, y al Maestro Eremis cerca de ella, se detuvo como si se hubiera convertido en piedra.

Convulsivamente, Terisa cerró la bata y ató el cinturón. La sorpresa y la mortificación la hacían sentirse como una lunática. Sonó como una lunática cuando preguntó:

—¿Cómo está Artagel?

Los ojos del Maestro eran salvajes.

Geraden miró a Terisa con aire abrumado.

—No fui a verle.

—Entonces, ¿qué hiciste, muchacho? —inquirió el Imagero—. Tiene que haber sido muy interesante, si te impulsa a entrar en el dormitorio de una dama de una forma tan descortés.

—Terisa. —Con la luz de la chimenea a sus espaldas, los rasgos de Geraden eran oscuros. Su miraba brilló hacia ella, surgiendo de las sombras—. Dile que se marche.

El Maestro Eremis emitió un ruido burlón desde lo más profundo de su garganta. Miraba de frente a Geraden: Terisa no se había dado cuenta de que el Maestro se había movido hasta que lo sintió a su lado. Rodeó su cintura con un brazo. Con el otro, deslizó la mano al interior de su bata y empezó a acariciar uno de sus pechos.

—Dama Terisa —dijo— no desea que me marche.

La vergüenza hizo que todo el cuerpo de Terisa enrojeciera.

—Por favor —jadeó, a Eremis, a Geraden, al borde de las lágrimas. No me hagáis esto. No es lo que pensáis—. Por favor.

—De hecho, fue interesante —respondió Geraden con voz densa como la sangre—. Tuve una charla con Saddith.

Terisa notó que el Maestro Eremis se envaraba. Retiró lentamente su mano, aunque no la soltó.

—Una cosa realmente extraña de hacer. Casi tan extraña como la urgencia de mencionarlo aquí. ¿Estás completamente seguro de que te encuentras bien, muchacho?

Con un esfuerzo, Terisa se tragó la desazón que aferraba su garganta. Se dio cuenta de que estaba luchando por su vida.

—¿Qué es lo que dijo Saddith?

Sin mirar al Imagero, Geraden explicó:

—Tus guardias me dijeron que estabas sola. ¿Cómo entró él?

Ella supo de inmediato que el Maestro Eremis no deseaba que contestara a aquello. Pudo sentir su voluntad en la dura presa de su mano.

—El armario —dijo con un hilo de voz—. El pasadizo secreto.

Geraden asintió una sola vez, bruscamente.

—¿Y cómo sabía que estaba ahí?

Con un tono llano, como si corriera el peligro de aburrirse, Eremis contestó con voz lenta:

—No tenía la menor idea de que estuviera ahí. Me hallaba explorando un nuevo pasadizo, y hallé los aposentos de dama Terisa por casualidad.

El Apr volvió una mirada corno piedra al Maestro. Las sombras se agitaron a lo largo de su mandíbula.

—En realidad, eso no es cierto. —Luego se dirigió de nuevo a Terisa—. ¿Cómo se convirtió Saddith en tu doncella?

Terisa tenía dificultad en respirar: la presión que crecía en su pecho parecía estar estrujando sus pulmones.

—El Rey Joyse le dijo que se ocupara de mí.

—¿La eligió él mismo?

Fue sorprendente cómo los recuerdos acudieron vívidamente a ella. El Rey había dicho: Saddith te atenderá como tu doncella. Incluso la había saludado diciendo: Exactamente la que deseaba. Pero no había parecido complacido.

—No lo creo. Él no la pidió. Simplemente, le dijo al guardia que yo necesitaba una doncella.

—Empiezo a ver por qué encuentras esto tan interesante —comentó el Maestro Eremis. Parecía estar riendo para sí mismo—. Los asuntos triviales siempre interesan a los hombres que fracasan en todo lo demás.

—Terisa —ahora el tono de Geraden tenía asomos de autoridad, como si se creciera bajo el peso del desdén del Maestro—, ¿recuerdas lo que hablamos después de la primera vez que Gart intentó matarte?

Torpemente, ella negó con la cabeza. No podía pensar. Ese recuerdo había desaparecido de su cabeza, estaba tan en blanco como el otro era nítido. La débil luz grisácea de las ventanas parecía estar menguando.

—Hablamos acerca de cómo él pudo encontrarte.

De cómo él pudo encontrarme.

—Era evidente que tenía un aliado en Orison. Alguien debía haberle dicho dónde estabas.

—Esto es muy interesante, Geraden —se burló el Maestro Eremis—. Una prodigiosa exhibición de razonamiento. Evidentemente, alguien debió decírselo. Quizá fuiste tú. Tú sabías dónde estaba ella. He oído que sus aposentos fueron vigilados a petición tuya.

Terisa no apartó la vista de Geraden.

Él mantenía sus ojos fijos en ella, con exclusión de todo lo demás.

—Saddith no me dijo todo lo que deseaba. Pero me dijo lo suficiente como para que yo pudiera adivinar el resto. Ella se presentó voluntaria a ser tu doncella.

¿Voluntaria?

—Me sorprendió eso. ¿Por qué se presentaría voluntaria, cuando las únicas personas que sabían que tú estabas aquí, y sabían que eras importante, eran el Rey Joyse y los Maestros?

Tras un poco de insistencia, me lo dijo. Lo hizo para complacer a uno de sus amantes. O más bien a alguien al que deseaba como amante. Uno de los Maestros. Él le pidió que se ocupara de ti por él, y ella lo hizo para conseguir su agradecimiento.

Un tronco cayó en la chimenea; las llamas brotaron más altas por unos momentos. Suavemente, el Maestro Eremis envolvió la nuca de Terisa con sus largos dedos.

—Así es también como descubrió lo del pasadizo secreto que conducía a tu habitación —siguió Geraden—. Gracias a ella. Saddith no podía dejar de notar que tú tenías una silla apoyada contra el fondo de tu armario.

—Esto es ultrajante, muchacho. —La presa del Maestro en el cuello de Terisa se hizo más fuerte—. ¿Has perdido el juicio? ¿Pretendes seriamente acusarme, a mí, de estar confabulado con el Monomach del Gran Rey? —Tras su desdén había una corriente subterránea de regocijo.

Geraden seguía manteniendo su mirada fija en Terisa, lejos de la del Maestro Eremis.

—Él es una de las pocas personas que sabían dónde estabas la primera noche. Él es uno de los pocos que conocen este pasadizo secreto. Y él es el único que pudo preparar esa emboscada para ti después de que los señores se reunieran con el Príncipe Kragen. Él es el único que sabía que tú estarías allí. Él te empujó.

»Te puso directamente frente al campeón, a fin de que éste te disparara. Estabais juntos…, pero él escapó. Hubiera podido llevarte con él. Hubiera podido detenerme. ¿Por qué no lo hizo?

Los fuegos parecían estar muriendo. La estancia se estaba llenando de penumbra.

Geraden, ayúdame. Va a romperme el cuello.

—Geraden —dijo casualmente el Maestro—, esto es inexcusable. Has ido más allá del insulto. —La presión de sus dedos empezó a hacer que Terisa sintiera la cabeza ligera—. No puedes echar la culpa de tus propios crímenes sobre mis hombros. No lo acepto.

Geraden desvió sus ardientes ojos hacia Eremis.

—Todo esto no son más que estúpidas suposiciones, excepto la cuestión del intento de Gart contra su vida después de la reunión de los señores. Y eso también pudiste prepararlo tú. Tu hermano Artagel la estaba siguiendo. Tú sabías en todo momento dónde estaba. Sólo gracias a la buena suerte Gart no apareció ante todos los señores reunidos. Algunos de ellos hubieran muerto seguramente.

—Suéltala —dijo el Apr, con una voz como un bloque de granito—. Si quieres un rehén, tómame a mí. Soy mucho más peligroso que ella.

El Maestro Eremis rió ante aquello como si escupiera ácido.

—Oh, te halagas a ti mismo, muchacho. Te halagas a ti mismo.

Antes de que ella pudiera liberarse, oyó el sonido de alguien abriéndose camino entre las ropas de su armario. Con una repentina agitación, el armario escupió la mayor parte de su contenido, y un hombre brotó precipitadamente del pasadizo oculto.

Su capa y su armadura de cuero eran tan negras que parecía la encarnación de la oscuridad que tenía a sus espaldas; avanzó como una sombra. Pero el largo acero de su espada captó reflejos del fuego y los dispersó frente a él. Su nariz se proyectaba entre sus ojos amarillos como el filo de una hachuela.

Saltó a la habitación, ansioso de sangre.

Sin embargo, se mostró inconfundiblemente sorprendido al encontrar al Maestro Eremis, Terisa y Geraden frente a él. Pese a todo, reevaluó su ataque. El objetivo de su espada vaciló.

—¡Gart! —exclamó el Maestro Eremis—. ¡Cachorro de perro! ¡Tu oportunismo es milagroso!

Tan rápidamente que su movimiento la hizo tambalear, soltó a Terisa y saltó hacia la cama. Mientras Gart se ponía en movimiento, el Maestro Eremis arrancó el dosel de plumas de pavo real y lo arrojó sobre la cabeza de Gart.

Al mismo momento, Geraden aferró a Terisa y la apartó de un tirón, la arrojó a la salita tras él. Terisa se tambaleó hacia el fuego, luchando por mantener el equilibrio.

Con un sonido líquido, como el acero caliente hundiéndose en el agua, la espada de Gart barrió el dosel, haciéndolo pedazos. Las plumas volaron hacia el suelo en todas direcciones: sus ojos lo observaban todo.

El Maestro Eremis saltó encima de la cama.

Mientras se enfrentaba al Monomach, la luz del fuego brilló en sus rasgos. El destello rojizo le proporcionó una expresión de regocijo casi sobrenatural mientras arrojaba una almohada contra Gart.

Con una mueca, Gart separó la almohada de su contenido con la punta de su espada, de una forma tan violenta que la almohada pareció estallar. Las plumas revolotearon hacia el techo y empezaron a caer de nuevo como nieve sobre él.

Al instante, una segunda almohada siguió a la primera.

Ésta, sin embargo, la atrapó con la parte plana de su espada. Haciéndola girar como si fuera un murciélago, la devolvió al Maestro Eremis.

Le golpeó en el pecho con la suficiente violencia como para lanzarlo contra la pared.

Gart se volvió hacia Geraden y Terisa.

—¡Guardias! —rugió el Maestro Eremis antes de que el Monomach del Gran Rey pudiera atacar—. ¡Guardias!

Por segunda vez, Gart se sobresaltó lo suficiente como para vacilar. Interrumpió el girante movimiento de su arma con que acompañó su avance hacia la salita de estar…, el girante movimiento que hubiera separado la cabeza de Geraden de su cuerpo. Rápidamente, el Monomach calculó la distancia más allá de Geraden que lo separaba de Terisa; observó la puerta mientras ésta, empezaba a abrirse; miró por encima del hombro a Eremis.

Llevó la mano izquierda a su cinturón y extrajo una afilada daga de hierro.

Mientras la puerta acababa de abrirse de golpe y el primer guardia entraba en la habitación, Gart curvó su brazo.

Una tercera almohada golpeó contra su hombro y desvió su puntería. La daga falló a Terisa.

El Maestro Eremis dejó escapar una carcajada que sonó como un croar.

Ahora el Monomach no tenía tiempo para las vacilaciones. Maldiciendo vehementemente, paró el golpe del primer guardia con su espada, luego le dio una patada a las piernas, haciéndole perder el equilibrio. Mientras el segundo intentaba no pisotear a su camarada, Gart se retiró al dormitorio.

Sin mirar siquiera al Maestro Eremis, se metió en el armario.

—¡Tras él! —aulló Eremis a los guardias—. ¡Ese pasadizo conduce a los aposentos de Havelock! ¡Id! ¡Pediré refuerzos!

Terisa vio a los guardias dudar ostensiblemente antes de lanzarse hacia el armario. Quizá no deseaban enfrentarse al Monomach del Gran Rey en un lugar tan angosto. O quizá dudaban de entrometerse en los dominios privados del Adepto Havelock…, especialmente si, como el Maestro Eremis parecía sugerir, el Adepto estaba confabulado con Gart.

Con un largo salto, el Maestro Eremis abandonó la cama y se dirigió a la salita de estar. El resplandor del fuego y su propio regocijo iluminaban su rostro, pero Terisa pensó que nunca había parecido más peligroso. Bruscamente, se acercó a Geraden y clavó un dedo en el pecho del Apr.

—Tengo intención de convocar una reunión de la Cofradía.

—Pese a su alegre expresión, su tono era salvaje—. Responderás de esto frente a los Maestros, muchacho.

—No, no lo haré —respondió Geraden, inseguro—. Se han disuelto.

El Maestro Eremis bufó.

—Estás de nuevo equivocado. Quillón los mantiene unidos con la autoridad del Rey.

Haciendo un floreo con su casulla, como si fuera una amenaza, ante las narices de Geraden, abandonó la habitación.

El rostro de Geraden se contrajo como si acabara de ser pateado en el estómago.

Terisa se sentó, entumecida, en el suelo. El sonido de las botas de los guardias resonaba apagadamente en el armario, pero no oyó nada que se pareciera al entrechocar de espadas.