9
El Maestro Eremis en acción

Las damas Elega y Myste lucharon por mantener con Terisa una conversación intrascendente mientras almorzaban juntas, pero no tuvieron mucho éxito. Myste sonreía como si mantuviera un secreto tras su lejana mirada; formuló a Terisa preguntas educadas acerca de lo que había visto y hecho en Orison. Elega enmascaró una dominante impaciencia picoteando su comida y llenando los silencios con agudas descripciones de la vida que Terisa hubiera podido llevar, de haber vivido y crecido en Mordant: una vida segura, insufriblemente dilatada en su irrelevancia esencial respecto a su propio destino. Evidentemente, ninguna de las dos decía lo que tenían en sus mentes.

También resultaba evidente, sin embargo, que cada una se veía frenada no por Terisa, sino por la otra. El rápido y rígido momento de su desacuerdo había sido lo suficientemente intenso como para impresionarlas, hacerlas retirarse tanto de Terisa como de la otra. Sintió un activo alivio cuando finalmente Myste sugirió llamar a Saddith para conducir de vuelta a Terisa a sus aposentos pavo real.

En un estado de pronunciada incomodidad, las tres mujeres aguardaron la respuesta a su llamada. Afortunadamente, la llegada de Saddith fue rápida. Unos momentos más tarde, Terisa decía rígidamente adiós a las damas Myste y Elega y estaba camino de vuelta a sus aposentos.

Saddith había mantenido durante todo el rato los ojos bajos en presencia de las hijas del Rey. Ahora, sin embargo, estudió francamente a Terisa. Al principio había inseguridad en sus ojos, pero lentamente fue dejando paso a una expresión de picardía y humor.

Cuando hubieron pasado los aposentos del Rey y estuvieron fuera de alcance de los oídos de los guardias, dijo con tono alegre e inquisitivo:

—Bien, mi dama. Ya has conocido a dama Elega y a dama Myste. Son las dos damas más altas de Orison. ¿Qué opinas de ellas?

Creo, pensó Terisa, que ambas se sienten desdichadas. Pero no deseaba decirle nada así a Saddith.

El silencio de Terisa pareció confirmar a la doncella en su opinión. Para ocultar una afectada sonrisa, bajó los ojos a su desabrochada blusa, a la tela abierta tensa por la presión de sus pechos.

—Creo —dijo con satisfacción— que han olvidado quienes son.

—¿Qué quieres decir con esto? —Mientras caminaban, Terisa se dio cuenta de que observaba atentamente los rostros de todos aquellos con quienes se cruzaban, buscando alguna señal del hombre que la había atacado. Aquello era preferible a pensar en lo que había visto en los espejos del laborium.

—Son las más altas damas del país —explicó la doncella—. Poseen posición y riqueza, ricos trajes y joyas raras. Todos los mejores hombres de Mordant son suyos por derecho. Pero, ¿qué uso hacen de sus oportunidades? Dama Elega se burla de sus pretendientes. No desea un hombre…, desea serlo. Y dama Myste no dejará tras ella sus sueños adolescentes de romance y aventura.

Saddith rió con suavidad.

—Se hallan adecuadamente vestidas y situadas para ser lo que son. Pero son demasiado insensibles para ello. Ninguna de las dos es lo bastante mujer como para llevar la corte del Rey tal como debería ser llevada.

»Algún día, mi dama —añadió con confianza—, yo estaré entre ellas. Seré tan alta como cualquiera de las clamas de Mordant.

»El contraste no será ninguna ventaja para ellas.

La franqueza de la doncella le resultó extraña a Terisa. No estaba acostumbrada a que las sirvientas hablaran tan libremente. La curiosidad la impulsó a preguntar:

—¿No te gusta lo que haces ahora?

Saddith miró agudamente a Terisa ante aquello, como si evaluara la intención de la pregunta. Lo que vio, sin embargo, reafirmó su fe en la inocencia de Terisa; se relajó de inmediato y respondió sinceramente:

—Es bastante bueno por lo que es, mi dama. Antes de ser doncella, fui pinche en las cocinas de Orison. Y antes de eso, serví cerveza en una taberna cerca de donde está acampado el ejército de Mordant. Y antes de eso —hizo una mueca—, di de comer a los pollos y fregué suelos en el pueblo donde nací…, uno de los pueblos más miserables del Demesne. El empleo de doncella de una dama en Orison es bastante bueno, sí. Por lo que es.

»Pero no es bastante para mí.

Terisa meditó en aquello.

—¿Qué quieres decir?

Saddith respondió con una sonrisa lasciva y sus ojos chispearon.

—Mi dama, es en la cama donde los hombres dejan de lado sus fingimientos y se convierten en los niños esclavizados que son en lo más profundo de sus corazones. Cuando descubrí esto, mi pueblo de nacimiento ya no pudo retenerme. Un soldado de Mordant no fue capaz de separarse de mí, y así me halló un lugar en la taberna cerca de su campamento. Un cocinero de Orison no pudo soportar que mi cuerpo tuviera que sufrir las sucias manos de los soldados, y así me halló un lugar en sus cocinas. El querido hijo de un superintendente no pudo soportar el no complacerme, y así conseguí el empleo de doncella. Las camas de los hombres me han subido hasta aquí, y me subirán aún más.

»¿Recuerdas, mi dama, que pasé la otra noche con un Maestro? Mi posición en Orison está subiendo de nuevo.

Su complacencia hizo que su información le sonara a Terisa como un anuncio en un idioma extranjero. Bajo ninguna circunstancia hubiera revelado ella a nadie que el Maestro Eremis había acariciado la curva de su escote.

—Él cree —prosiguió Saddith— que me llevó a su cama como recompensa por haberme pedido un servicio y haberlo cumplido yo bien. Pero eso fue sólo un engaño para sí mismo, con el que conservar su ilusión de voluntad y poder. Se acostó conmigo porque no podía hacer otra cosa. Ha empezado a compartir sus confidencias conmigo. Pronto descubrirá que sus fingimientos desaparecen en público como lo hacen ya ahora cuando estamos solos. Entonces hallará algún lugar para mí, para elevarme más cerca de él. Pero yo elegiré ese lugar, no él…, y te aseguro, mi dama —concluyó con regocijo—, que elegiré un lugar que me abra el camino a los fuertes hijos de los señores de Mordant.

Se estaban acercando a la torre donde se hallaban los aposentos pavo real. Por un momento Terisa no dijo nada, aunque era consciente de la mirada de Saddith clavada en ella, medio expectante, medio divertida. Deseaba preguntar: ¿Funciona realmente? ¿Puedes vivir así? ¿Puedes ser feliz con ello? Pero las palabras se encallaban en su garganta. Sin intención de hablar en voz alta, dijo:

—Nunca había encontrado a nadie como tú.

—Es muy sencillo, mi dama. —La doncella intentó responder gravemente, pero estaba casi riendo—. Sin embargo, puedes confiar en mi ayuda —añadió, hablando ahora más como una afectuosa hermana—. Si lo deseas, haremos de ti una mujer formidable —sonrió detrás de su mano—, al final.

Terisa subió las escaleras hasta sus aposentos con la cabeza llena de bruma. Se había disculpado ante las hijas del Rey. ¿Por qué? ¿Por no ser una poderosa Imagera, venida para salvar su mundo? ¿O simplemente por no ser lo suficientemente sustancial como para merecer su interés hacia ella, su amistad o alianza?

¿Deseaba que Saddith la ayudara a ser formidable?

—Pensaré en ello —murmuró tardíamente, mientras ella y Saddith se acercaban a los guardias de pie fuera de su puerta—. Esto es todo tan nuevo para mí. Necesito tiempo para pensar.

—Por supuesto, mi dama —dijo Saddith como correspondía a una doncella, pero la mirada con que los guardias contemplaron a Terisa daba la impresión de que Saddith les había hecho un guiño—. Permíteme que te ayude a desvestirte, y luego podrás estar a solas tanto tiempo como desees.

Uno de los guardias dejó escapar un sonido gutural como si se estuviera atragantando. Incapaz de hacer otra cosa, Terisa enrojeció de nuevo mientras Saddith la acompañaba al interior de sus aposentos. Tan pronto como la puerta estuvo cerrada, se volvió para ver si el Castellano Lebbick había cumplido su palabra.

Lo había hecho: la cerradura estaba reparada.

Los aposentos también habían sido limpiados y ordenados. Las plumas esparcidas de pavo real de la noche anterior habían desaparecido. Sobre una mesa cerca de la pared había una jarra de vino y varios vasos.

Se sintió aliviada cuando Saddith soltó los corchetes de la parte de atrás de su traje y la presión en torno a sus pechos desapareció. Sentía los pulmones estrujados, como si no hubiera respirado decentemente desde hacía horas. Se vistió agradecida con una blusa de franela, unos pantalones de pana y mocasines. Luego aguardó tan pacientemente como pudo hasta que Saddith hubo encendido los fuegos, rellenado las lámparas y partido.

Inmediatamente, Terisa cerró la puerta por dentro con el cerrojo. Luego fue al armario con la puerta oculta y se aseguró de que la silla estaba todavía bien apoyada contra aquella entrada. Era imposible que alguna vez llegara a ser formidable. No deseaba que ningún hombre la mirara como lo había hecho el Maestro Eremis.

A menos que el propio Eremis volviera a hacerlo. Sólo una vez. Para que ella tuviera la oportunidad de saber lo que significaba.

Pero, cuando fue a una de sus ventanas para contemplar el paisaje invernal de Orison e intentar extraer algún sentido de sus emociones, el rostro que recordó más vívidamente fue el de Geraden…, su expresión plana y neutra, mantenida rígidamente inexpresiva porque ella le había herido y él no tenía intención de mostrarlo.

Durante la tarde, mientras el sol se dirigía hacia las frías y blancas colinas del oeste, estaba contemplando un pelotón de guardias hacer ejercicio con sus monturas en el patio cuando vio por casualidad una figura parecida al Perdon salir a largas zancadas a la mezcla de nieve y barro que cubría el suelo. Le aguardaban varios hombres a caballo, con los hombros envueltos en gruesas capas contra el mal tiempo. Saltó a un caballo que mantenían sujeto para él. A toda la velocidad que los animales podían conseguir en aquel terreno, partieron de Orison.

Tuvo la impresión de que era un hombre que había tomado una decisión.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, se dio un baño, se puso sus propias ropas, e intentó decidir qué iba a hacer. Por alguna razón, no se había visto turbada por la sensación de que se estaba desvaneciendo…, pese a que había pasado la velada sola con sus temores y lo extraño de su situación; pese a que su existencia parecía ser más dudosa que nunca; pese a que no había espejos por ninguna parte, ningún tipo de cristal en el que pudiera verse reflejada. Sin embargo, su problema persistía. El espejo que la había traído hasta allí era falso. Ella no era una Imagera…, y Mordant necesitaba una ayuda al menos tan poderosa como la de un Imagero. Un hombre de negro había intentado matarla. Había visto unos hombres ser despedazados por criaturas surgidas de la nada. Gente que contaba con ella iba a resultar herida.

Tenía que hacer algo al respecto.

Bien, ¿qué, exactamente?

Seguía sin tener la menor idea.

Por esa razón, saltó en pie y corrió a responder cuando oyó una llamada en la puerta. Sonaba como el ofrecimiento de un rescate.

Descorrió el cerrojo y abrió de golpe la puerta.

El Maestro Eremis estaba al otro lado.

Llevaba consigo a Geraden.

—Buenos días, mi dama —dijo alegremente el Maestro—. Veo que has dormido bien. Tus ojos son más brillantes esta mañana…, cosa que no hubiera creído posible. Debo confesar, sin embargo —la miró de soslayo— que prefiero el atuendo que llevabas ayer. Pero no importa. He venido a escoltarte a la reunión de la Cofradía.

Aquello fue demasiado repentino. Su corazón aún estaba latiendo alocado en respuesta a su inesperada presencia.

—¿La Cofradía? —preguntó, como si fuera sorda o estúpida—. ¿Estoy invitada?

Instintivamente, se volvió hacia Geraden en busca de respuesta.

El rostro del Apr era deliberadamente inexpresivo. Parecía como un hombre que ha hecho el juramento de mantener ocultas sus emociones. Al parecer, aún se sentía dolido, pero no deseaba mostrarlo. ¿O estaba intentando simplemente mantener sus reacciones controladas ante el Maestro Eremis? No pudo decirlo.

Sin embargo, era la persona en quien confiaba para que le dijera qué estaba ocurriendo.

No cruzó su mirada con la de ella.

—En realidad, ninguno de los dos estamos invitados —dijo con voz neutra—. Pero el Maestro Eremis desea que vayamos con él de todos modos.

—Exacto —dijo el Maestro—. Te dije que deseaba mostrarte mi amistad. Y hoy la Cofradía va a intentar decidir qué acción requieren la presencia de dama Terisa y la necesidad de Mordant. Seguro que esta discusión tendrá un cierto interés para ti, mi dama.

Puesto que ella no le había herido de ningún modo —y puesto que no tenía la menor idea de dónde se hallaba exactamente con el Maestro Eremis o la Cofradía—, intentó hallar alguna forma de preguntarle a Geraden qué debía hacer. Pero las palabras se negaron a salir. La sonrisa de Eremis pareció detenerlas en su garganta.

Geraden escrutó la estancia. Aún con voz neutra, dijo:

—Puede que no sea agradable. Al menos la mitad de los Imageros van a sentirse ofendidos cuando nos presentemos sin haber sido invitados. Pero el Maestro Eremis no parece preocuparse por ello. Y la oportunidad es demasiado importante. No creo que debamos perdérnosla.

Escucharle proporcionó a Terisa la extraña impresión de que había envejecido desde el día anterior.

Con un esfuerzo por mostrarle lo mucho que apreciaba su respuesta, dijo, sin mirar a Eremis:

—De acuerdo. Iré. —Pero permaneció firme ante el rápido e irritado fruncimiento de ceño del Maestro, aunque hizo temblar su corazón.

Desgraciadamente, la mirada de Geraden no se alzó más allá de sus rodillas; el Apr no se daba cuenta de que ella estaba intentando disculparse.

El Maestro Eremis zanjó la situación haciendo una exagerada inclinación de cabeza en dirección a la puerta y diciendo:

—¿Si tienes la bondad, mi dama? —Su burla era palpable, pero su rápida sonrisa le quitó todo el hierro. La forma en que la miraba le recordó a Terisa el contacto de sus dedos sobre la curva de sus pechos. Antes de estar completamente segura de lo que hacía, le devolvió una tímida sonrisa. De alguna forma, aceptó su brazo, y él la escoltó fuera de la estancia.

Geraden les siguió, aún impasible.

De inmediato, uno de los guardias dio un paso para llamar la atención sobre él.

—Maestro Eremis.

Eremis se detuvo, arqueó una ceja.

—¿Sí?

—Ordenes del Castellano Lebbick. Se supone que debemos saber dónde está la dama en cualquier momento. ¿Adónde la llevas?

Terisa se sintió algo sorprendida. Nadie le había mencionado aquellas órdenes el día anterior, cuando había abandonado sus aposentos con Geraden. Miró al joven, y vio que también él estaba sorprendido. Su inexpresividad desapareció, y se concentró como si estuviera pensando intensamente. El esfuerzo mejoró considerablemente su aspecto.

Pero esta discrepancia en el comportamiento de los guardias era algo de lo que evidentemente el Maestro Eremis no sabía nada.

—La he invitado a una reunión de la Cofradía —respondió suavemente…, ácido bajo una superficie de satén—. Indudablemente el Castellano Lebbick, es decir el Rey Joyse, desearán saber también lo que la Cofradía tiene intención de discutir en su presencia. —Frunció con desagrado la nariz—. E indudablemente sus espías se lo contarán poco después del acontecimiento. Sigamos, mi dama.

Como si fuera vestida para un baile de gala, la llevó ceremoniosamente escaleras abajo.

Su camino hacia las antiguas mazmorras de Orison fue el mismo que había utilizado Geraden ayer. Mientras lo recorrían, el Maestro inclinó ligeramente su alta estatura sobre ella, a la vez deferente, cortés y posesivo. Parecía como si estuvieran compartiendo secretos. Ella, sin embargo, no tenía nada que decir; toda la charla era de él. Terisa observaba a la gente con la que se cruzaban en busca de algún rostro que pudiera recordarle al hombre que la había atacado. Así que Eremis la cogió por completo con la guardia baja cuando comentó casualmente:

—El Perdon y yo hablamos extensamente de ti ayer, mi dama.

La sorpresa fue demasiado grande para que respondiera de inmediato. Seguro que ella no era el tipo de mujer sobre la que los hombres hablan extensamente.

El Maestro rió quedamente, como si ella hubiera dicho algo ingenioso.

—El Perdon tiene…, ¿cómo lo diría? —Saboreó anticipadamente la palabra—. Una enorme experiencia con las mujeres, pero él y yo estuvimos en desacuerdo respecto a cuál de tus muchos atractivos es el más delicioso. He prometido darle mi respuesta cuando él regrese a Orison.

La idea la hizo estremecer. ¿Qué quería decir con aquello? Algo íntimo y presuntuoso…, pero, ¿qué? Su mente permaneció testarudamente cerrada a la cuestión. ¿Cómo podía tocarla? ¿Qué emociones podía extraer de ella? Era tan ignorante: ignorante respecto a los hombres, por supuesto, pero también respecto a ella misma.

Inconscientemente, sujetó el brazo del hombre como si tuviera frío y necesitara algo de calor.

Cruzaron la sala de baile en desuso con Geraden tras ellos, y enfilaron el corredor que descendía hasta el laborium de la Cofradía. De nuevo perdió inmediatamente el sentido de la orientación entre los giros y las puertas; pero finalmente reconoció el pasillo recto que conducía a la antigua sala de torturas que los Imageros utilizaban ahora para sus debates. Los guardias del exterior saludaron, luego abrieron la enorme puerta para que el Maestro Eremis, Terisa y Geraden entraran en la sala de reuniones.

Desde su perímetro, más allá de las cuatro enormes columnas que sostenían el techo, la enorme sala redonda parecía cerrarse en torno a los Maestros que ya se habían congregado allí. Pero cuando Eremis llevó a Terisa hacia el curvado círculo de bancos y la mejor luz de las lámparas, la perspectiva de ésta cambió; el espacio empezó a dar la impresión de ser menos opresivo, un poco menos parecido a una cripta enterrada bajo una enorme masa de vieja piedra.

Había al menos diez Imageros mirándoles a ella y a Geraden cuando el Maestro Eremis los condujo a su lugar. Algunos de ellos estaban sentados en los bancos, inclinados hacia delante o hacia atrás junto a la barandilla tallada que rodeaba el centro de la cámara; el resto permanecía en torno al estrado. Hacía dos días, aquel estrado había contenido el espejo de su traslación. Ahora, sin embargo, no había ningún espejo presente. Como resultado de ello, el estrado parecía más lo que en su tiempo había sido: una plataforma elevada para mostrar el interrogatorio de los prisioneros.

Terisa no tuvo ningún problema en identificar al Maestro Barsonage: recordaba su cabeza calva, sus cejas como mechones de aulaga, su rostro con el color y la textura del pino recién cortado, su amplia cintura. Y recordaba vagamente a otros dos o tres de los Imageros: debían haber estado cerca cuando Geraden la sacó del espejo. Pero la mayoría de los Imageros tenían un aspecto extraño y hostil, como si estuvieran preparados para juzgar inadecuada su presencia. Para cuestionarla sin piedad.

—¿Qué significa esto, Maestro Eremis? —preguntó hoscamente el Maestro Barsonage—. ¿No determinamos explícitamente que ni el Apr Geraden ni la dama deberían tomar parte en nuestras discusiones?

Geraden estudió la áspera piedra del techo.

—Tú lo hiciste, Maestro Barsonage —respondió el Maestro Eremis con buen humor—. Pero estoy preparado para persuadir a la Cofradía de lo contrario.

El mediador frunció severamente el ceño.

—Esto no me complace. Es frívolo. Nuestra supervivencia, y por supuesto el destino de todo Mordant, depende de las decisiones que tomemos. No tenemos ni el tiempo —miró fijamente a Eremis— ni la paciencia de reabrir decisiones ya tomadas.

Varios de los Imageros asintieron con la cabeza, murmuraron su conformidad. Eremis no parecía muy popular entre ellos.

—No nos precipitemos —intervino una voz familiar, como si el que hablaba fuera tímido y no le gustara atraer la atención hacia él—. Por mi parte, Maestro Barsonage, estoy dispuesto a oír al Maestro Eremis. Quizá le preocupe muy poco la dignidad de la Cofradía, pero seguro que no es frívolo.

Hasta que oyó su voz, Terisa no se dio cuenta de que el Maestro Quillon estaba sentado en uno de los bancos a medio camino del círculo, al otro lado de ella. Su ropaje gris y su indescriptible porte se mezclaban con el fondo de piedra. Involuntariamente, su mirada se posó en él, y se alegró de inmediato de ver a alguien al que consideraba un amigo, y temió que en su presencia no fuera capaz de guardar adecuadamente su secreto. Pero él no respondió a su mirada. Sus brillantes ojos observaban a los demás Maestros, y su nariz estaba fruncida en alerta.

—En cualquier caso —dijo el Maestro Eremis, arrastrando las palabras—, es mi derecho traer ante la Cofradía lo que considere conveniente. Ésta es una de nuestras reglas, Maestro Barsonage, como sabes muy bien.

—Eso es cierto —dijo un Imagero. Otro le apoyó.

El Maestro Barsonage dejó escapar un bufido, pero no se preocupó de discutir el punto. Se dio la vuelta y reanudó su conversación con los Maestros de pie a su lado.

Por un momento, el Maestro Eremis le sonrió a las espaldas del mediador. Luego condujo a Terisa hacia un banco vacío y la sentó allí, con la barandilla entre ella y el centro de la cámara. Con un gesto, medio brusco, medio alegre, ordenó a Geraden que se sentara también en el banco. El propio Eremis se quedó en píe, sin embargo. Desde su asiento, Terisa recibió una exagerada impresión de lo alto que era con respecto a todos los demás que estaban en sus inmediaciones.

La estancia no parecía tan fría como lo había sido dos días antes.

Solos o en pequeños grupos, llegaron más Imageros. Terisa observó ahora que dos o tres de ellos eran lo bastante jóvenes como para ser Aprs recién ascendidos…, tan jóvenes como Geraden. Entre los demás había algunos a los que reconoció: el fornido Maestro Gilbur, con el ceño profundamente surcado en la gruesa carne de su rostro encima de su barba blanca salpicada de negro, su gibosa espalda equilibrada por la fuerza de sus manos. Recordó su voz, tan gutural como el mordisco de una sierra. Pero, jóvenes o viejos, familiares o no, todos la miraban y le fruncían el ceño a Geraden. Al parecer, ninguno de los Maestros había mejorado su opinión sobre el Apr y ella. Mientras pasaba por su lado, Gilbur croó retóricamente:

—¿Qué estupidez es ésta?

Al cabo de poco, oyó al Maestro Barsonage murmurar:

—Bien, ya estamos todos. Empecemos. —Los Imageros se dirigieron a sus bancos, con sus casullas amarillas oscilando. No había escapatoria: todas las puertas estaban cerradas. Y los pasadores echados, de modo que sólo podían abrirse desde dentro. La Cofradía valoraba su intimidad. Si el Maestro Eremis no la hubiera traído tan seguro de sí mismo, ella nunca hubiera podido entrar. No tenía nada en ella que le permitiera enfrentarse a veinticinco o treinta hombres antagónicos.

Tan pronto como todos los Maestros estuvieron sentados y el mediador estuvo solo al lado del estrado, dijo bruscamente:

—Sé breve, Maestro Eremis. Tenemos cuestiones más importantes que tratar.

Como respuesta, el Maestro Eremis avanzó unos pasos. Su sonrisa parecía tranquila, inmune a los insultos; pero su piel tenía un tono sanguíneo subyacente, y sus pálidos ojos brillaban peligrosos.

—Maestro Barsonage —dijo en tono conversacional—, con la deferencia requerida a tu edad, puesto y experiencia, dudo que tus cuestiones sean más importantes que las mías.

»Nadie aquí ha dejado de notar que he traído conmigo a dos personas a las que se les ha prohibido expresamente su asistencia a esta reunión…, el Apr Geraden y dama Terisa de Morgan. —No miró a ninguno de los dos: estaba actuando para los Maestros—. Ellos son las cuestiones que debemos afrontar. Él representa el poder, porque seguimos sin comprender cómo consiguió encontrarla a ella en un espejo enfocado sobre nuestro campeón elegido.

Geraden bajó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos.

—Ella representa la acción…, la acción que deseamos tomar para nuestra propia seguridad y la salvación de todo Mordant. ¿Qué es más fundamental en nuestra discusión, si no ellos?

»Consideremos primero al Apr Geraden…

—¡Puagh, Eremis! —interrumpió rudamente el Maestro Gilbur—. Todo esto ya se ha dicho. Un niño podría presentar los mismos argumentos. Vayamos al asunto.

—¿El asunto, Maestro Gilbur? —Eremis hizo oscilar sus cejas—. ¿Quieres que deje de lado el espléndido discurso que he preparado para esta solemne ocasión? Muy bien. Confiaré en tu penetrante buen sentido y no haré más defensa de mi proposición.

»¡Propongo —alzó bruscamente la voz hasta que resonó en las paredes de piedra— que al Apr Geraden le sea concedida la casulla de Maestro!

Los Maestros se le quedaron mirando con la boca abierta mientras su grito moría en los rincones de la estancia. Geraden alzó la cabeza de golpe, con los ojos muy abiertos por la emoción. Terisa pensó: Quiero mostrar mi amistad hacia ti. Así que era eso lo que había querido decir. El Maestro Eremis había estado planeando conseguir el reconocimiento del Apr, ver que finalmente fuera recompensado por sus años de devoción. No pudo comprender por qué la expresión en el rostro de Geraden no era ni de placer ni de gratitud, sino más bien de temor.

Luego, en medio del silencio, oyó un débil sonido como una risa ahogada. Escrutó el círculo, y vio al Maestro Quillon mordiéndose el filo de la mano para refrenarse.

Varios otros Maestros no tuvieron tanto éxito. Uno de ellos dejó escapar una carcajada como el estallido de un odre lleno de vino, y media cámara estalló en risas y carcajadas.

Lentamente, la piel de Geraden se volvió roja hasta que pareció que iba a prenderse fuego.

La sonrisa del Maestro Eremis era como su mirada…, a la vez aguda, ominosa y enormemente divertida.

El mediador no rió. Se enfrentó al Maestro Eremis con la mandíbula adelantada. Se hizo oír sin esfuerzo por entre las risas de los Imageros.

—Maestro Eremis, no es justo humillar al Apr de este modo.

—¿Humillar, Maestro Barsonage? —respondió de inmediato el Maestro Eremis, con tono de protesta y ultraje, aunque sin perder su sonrisa—. Hablo completamente en serio. —Más risas recibieron su afirmación. Como respuesta, les gritó a todos los Maestros—: ¡El Apr Geraden ha realizado algo que ningún Imagero antes que él consiguió nunca! ¡Ni siquiera el archi-Imagero Vagel usó los cristales como él lo ha hecho! ¿Os reiréis de él? ¡Por la arena pura de los sueños, no lo haréis! —Su voz acalló las risas a su alrededor—. ¡Geraden merece la casulla tanto como cualquiera de vosotros, y quiero que se responda a mi proposición!

Seguía sin perder su sonrisa.

—Oh, vaya —dijo el Maestro Gilbur antes de que nadie más pudiera hablar—. Yo responderé a tu proposición. —Su sarcasmo era tan afilado como un hacha—. Estás soñando, Eremis. Has metido la cabeza en un espejo plano y la has sacado tan loco como Havelock. ¿Hacer a Geraden un Maestro? ¿Debo explicarte esto?

—Deberías, por supuesto —respondió el Maestro Eremis con una voz como dulce veneno, mientras el resto de la Cofradía lo observaban en varios estadios de incertidumbre e irritación—. Ignoraré la ofensa, pero necesito la explicación.

—Entonces la tendrás —gruñó Gilbur—. No podríamos aceptarle en la Cofradía, ni siquiera aunque fuese el mayor Imagero de todos los tiempos conocidos. No tenemos su lealtad. Aunque su cuerpo nos sirve, su corazón y su mente pertenecen al Rey Joyse. No es ningún secreto que cuando se fue con ella de aquí hace dos días la llevó directamente al viejo senil. ¿Pero qué le dijo a ella durante el camino? Pregúntaselo, Eremis. ¿Qué le dijo de nosotros al Rey? Pregúntale eso. ¿Y cómo ha servido a nuestros intereses con ella desde entonces? El Maestro Barsonage le ordenó que no le revelara nada hasta que la Cofradía hubiera tomado sus decisiones. Apostaría a que esa orden fue quebrantada antes de que el Apr Geraden y la dama abandonaran esta cámara.

Los músculos en las comisuras de los ojos de Geraden se crisparon a cada palabra. Sin embargo, no bajó la cabeza ni desvió la vista. En vez de ello se puso pálido, como si sus emociones estuvieran siendo extraídas de él, dejándole crispado y atento. Reteniendo el aliento por él, Terisa pensó que en cualquier momento a partir de ahora alguien iba a mencionar el espejo plano que había cambiado. Luego se le pediría que explicara qué estaban haciendo ellos dos allí.

—Apr Geraden. —El Maestro Barsonage miraba fijamente a Geraden, sus ojos graves y solemnes—. Debes responder a esto.

La mandíbula de Geraden se crispó, y saltó en pie. Su deliberada inexpresividad le falló como una máscara inadecuada.

—Maestro Barsonage —dijo, mordiendo su voz para que no temblara—. Soy leal al Rey Joyse…, como todos nosotros deberíamos serlo. Él creó Mordant. Él nos dio la paz. Él hizo que naciera la Cofradía tal como es. Pero él —su voz restalló por un segundo— no tiene ninguna alianza conmigo. Respeté tus órdenes, Maestro Barsonage, mientras llevaba a dama Terisa de Morgan al Rey. Pero, cuando estuve ante él, le prestó tan poca atención como vosotros. Me dio las mismas órdenes. Y me retiró mi responsabilidad sobre la dama.

»El Maestro Gilbur da a entender que soy un espía de mi Rey. —El ácido rezumó más allá de su control—. No lo soy. ¿De qué serviría serlo? Si intentara contarle los secretos de la Cofradía, no me escucharía.

Se sentó, rígido.

Terisa captó su dolor y su necesidad. Al mismo tiempo recordó su sueño de un paisaje invernal, en el que tres jinetes cabalgaban hacia ella para matarla, y un joven vestido como Geraden luchaba por salvar su vida. Ella había permanecido inmóvil en aquel suelo, tan pasiva como lo había estado toda su vida.

Recordándolo ahora, se puso en pie.

—Él dice la verdad. —Temblaba, pero no permitió que eso la detuviera—. Os obedeció. Y el Rey Joyse lo despidió de su presencia. Le dijo que no respondiera a ninguna de mis preguntas. —Luego, impulsada por un secreto estallido de furia o de adrenalina, añadió—: El Rey tampoco me dio ninguna respuesta. Opina lo mismo que vosotros. No confía en mí.

El Maestro Quillon miró ausente a la nada.

Por un segundo, el rostro de Geraden brilló con alivio y agradecimiento. La vitalidad que le hacía tan agradable volvió. Pero la sonrisa que el Maestro Eremis volvió hacia ella era tan gentil y amistosa como el picotazo de un halcón.

Bruscamente, su valor falló. Se sentó e inclinó la cabeza, intentando ocultarla tras su pelo.

—Gracias, mi dama —dijo en voz baja el Maestro Barsonage—. Apr Geraden, es mi opinión que mereces una disculpa…, de parte del Maestro Gilbur, si no de nadie más.

El Maestro Gilbur dejó oír un ronco ruido como de escupitajo y murmuró:

—¿Consideráis que ese zopenco dice la verdad?

—Puesto que es improbable —el Maestro Barsonage afiló su tono— que el Maestro Gilbur, o cualquier otro Maestro, lo hagan, deberé disculparme yo por ellos. Cualquier hijo del Domne merece un tratamiento mejor del que tú has recibido.

—Esto no es lo importante —murmuró Geraden. Luego alzó la voz—. Me sentiría satisfecho simplemente si la Cofradía decidiera tratar a dama Terisa con más consideración.

—Muy bien —susurró secamente el Maestro Gilbur—. No está contento con una disculpa del mediador de la Cofradía. Ahora intenta enseñarnos prioridades y deberes.

—¡Ya basta, Maestro Gilbur! —restalló inmediatamente Barsonage—. Esto no te concierne a ti. Los modales del Apr Geraden no son un asunto que debamos decidir aquí. Es su elevación a la casulla de Maestro.

El Maestro Gilbur respondió con una furiosa mirada que podría haber partido por la mitad una plancha de madera.

El mediador se enfrentó a él durante un largo momento. Pero lo que el Maestro Barsonage vio pareció inquietarle o alarmarle: él fue quien desvió la vista. El silencio se hizo tenso en la cámara mientras le fruncía el ceño a la distancia, buscando recuperar el control.

—Has hecho tu proposición, Maestro Eremis. ¿Deseas decir algo más?

—Dejaré que los méritos evidentes del Apr Geraden hablen por sí mismos —respondió el Maestro Eremis. Hizo una inclinación de cabeza a la Cofradía y se sentó.

—Muy bien. ¡Maestros! —llamó formalmente Barsonage—. Habéis oído la proposición. ¿Debe ser aceptada? ¿Cuál es la voluntad de la Cofradía?

Terisa empezaba a comprender, en parte a causa de la irritación del Maestro Gilbur, pero sobre todo por la extraña ferocidad del Maestro Eremis, que estaban ocurriendo más cosas allí de las que podía identificar. Había en juego otros motivos. Aguardó en una inesperada tensión mientras los Imageros votaban alzando las manos.

Por un momento creyó que Geraden había vencido. Un cierto número de manos se alzaron favorablemente, aunque la mayoría de ellas —con excepción de la de Eremis— parecían reluctantes. La del Maestro Quillon no estaba entre ellas, sin embargo. Observaba atentamente a Geraden, y sus ojos reflejaban una expresión de comprensión y simpatía, pero solamente alzó la mano para votar contra la proposición.

Estaba con la mayoría. Cuando el Maestro Barsonage terminó de contar, anunció que la proposición había sido derrotada.

Oh, Geraden, le dijo Terisa en silencio. Lo siento. Pero no tuvo el valor suficiente para hablar en voz alta.

—Maestros —anunció Eremis, con voz muy baja pero claramente audible—, lamentaréis esto.

El Maestro Gilbur respondió con un bufido de desdén.

—Apr Geraden —dijo el mediador, de una forma que hacía suponer que el dominio de sí mismo estaba aún en duda—, la votación ha sido efectuada. Debo pedirte que abandones esta amara.

Geraden nunca le había parecido a Terisa más parecido a un hombre a quien la Cofradía tuviera que tener en cuenta.

—Maestro Barsonage —dijo, mientras se ponía en pie—, debéis hacer a dama Terisa partícipe de vuestras decisiones. Es su derecho conocer y comprender lo que se está haciendo aquí. —Quizás ella había herido sus sentimientos el día antes, pero eso no parecía afectar su sentido de la justicia—. Y es una locura negárselo. Si es simplemente una mujer trasladada accidentalmente, entonces no puede hacer ningún daño. Y si es secretamente una Imagera…, si es el campeón augurado de la necesidad de Mordant, entonces os equivocáis corriendo el riesgo de enemistarla contra nosotros.

Con su afirmación flotando aún en el aire de la cámara, se volvió bruscamente de los Imageros y abandonó la sala de reuniones.

El Maestro Eremis sacudió la cabeza y suspiró. No le sonreía a nadie en particular.

La partida de Geraden retorció el estómago de Terisa. Ya lo tenía hecho un tenso nudo cuando se dio cuenta de que no se había hecho ninguna mención del cristal plano con la Imagen imposiblemente derivante.

—Maestro Barsonage —señaló Gilbur—, ¿podemos despedir también a esa mujer y ponernos a trabajar? Hay razones para que nos apresuremos. Y no me gustaría perder días enteros en debates.

—Debemos apresurarnos, Maestro Gilbur —intervino inesperadamente el Maestro Quillon—, pero no ir con prisas. Creo que no debemos dejar de lado las cuestiones que ha planteado el Apr Geraden.

—Maestros —dijo Eremis—, os daré una buena razón por la cual debemos aceptar a dama Terisa de Morgan con nosotros. Ha salido de su propia boca. El Rey Joyse desea que permanezca ignorante. Si ésa es su política, entonces seguramente la nuestra tiene que ser informarla e ilustrarla. ¿Para qué celebramos estos debates, si no para romper la muda inactividad que nuestro Rey nos impone?

—Maestro Eremis —la voz de Quillon tenía un filo cortante que normalmente mantenía oculto—, ¿propones que cometamos traición?

—Si es traición —respondió el alto Maestro— luchar por nuestra supervivencia, y por la defensa de todo Mordant, entonces la propondré. Pero, por el momento, abogo solamente porque permitamos a dama Terisa permanecer con nosotros durante nuestro debate.

—Haces todos los asuntos complejos —dijo rígidamente el Maestro Barsonage—. No me gusta la dirección en la que nos llevas. Pero, al igual que el Maestro Gilbur, deseo llegar al meollo de la cuestión, a fin de no tener que seguir adivinando lo que pasa por tu mente.

»Maestros, habéis oído la proposición. ¿Debe ser aceptada? ¿Cuál es la voluntad de la Cofradía?

Esta vez, Quillon y Gilbur estuvieron en lados opuestos de la votación. De nuevo, sin embargo, la primera obtuvo la mayoría. Con un margen significativo, la Cofradía decidió que Terisa se quedara.

De pronto hubo demasiados ojos posados en ella, demasiados hombres observando para ver cómo reaccionaba. Bajó la cabeza para ocultar su desconcierto. Era a Geraden a quien hubiera debido permitirse que se quedara.

—Muy bien. —El mediador sonaba cansado—. Ahora ocupémonos del asunto que debe ser decidido hoy.

—Por fin —suspiró el Maestro Gilbur.

—No os recordaré el debate que nos trajo hasta este punto —prosiguió el Maestro Barsonage—. Baste decir que debemos elegir una política, o un curso de acción, que se enfrente al inesperado resultado del intento del Apr Geraden de trasladar a nuestro campeón elegido. Decidimos efectuar ese intento porque era exigido por nuestras circunstancias…, y porque parecía apoyado por el augurio. Y decidimos enviar a Geraden dentro del cristal por consideración —aquí el Maestro Gilbur bufó de nuevo—, por consideración, repito —restalló el mediador—, a creencia de nuestro Rey de que lo que vemos en los espejos no es creado por la Imagería, sino que tiene existencia propia fuera de nuestro conocimiento.

»Pero las cosas han ido de un modo completamente distinto. Y nos hemos dado cuenta de que es imposible para nosotros saber qué papel representará dama Terisa de Morgan en el destino de Mordant. En consecuencia, debemos elegir lo que debemos hacer. ¿Debemos aceptar las consecuencias de lo que hemos hecho y aguardar sus resultados? ¿O debemos elegir alguna otra política o acción para enfrentarnos a nuestro dilema?

»Maestros, debéis decidir.

Sin levantarse, el Maestro Eremis dijo inmediatamente:

—Digo que debemos aceptar las consecuencias de lo que hemos hecho y aguardar sus resultados. —Ahora habló como si deseara evitar el provocar una reacción adversa—. Como he observado repetidamente —no se permitió el sarcasmo—, dama Terisa representa un enorme despliegue de poder sin precedentes, que ninguno de nosotros comprendemos. No debemos correr más riesgos hasta que sepamos más acerca de ella.

—¿Ése eres , Maestro Eremis? —interrumpió una voz joven. El que hablaba era un Imagero de aproximadamente la misma edad que Geraden; no dudó en mostrarse sarcástico—. Suenas amilanado. Ya hemos determinado que no podemos saber qué representa la dama. Así que no podemos hacer nuestra elección sobre esa base. En nuestro peligro, no importa que el Apr Geraden hiciera algo sin precedentes. Importa sólo el hecho que fracasó. El augurio es sólido en sí mismo. Tiene que serlo, o no comprendemos la Imagería. Sólo el Apr fracasó. Debemos intentarlo de nuevo.

Un destello de pasión afloró a los ojos de Eremis, pero no respondió.

En voz baja, el Maestro Barsonage preguntó:

—¿Y tú nunca fracasaste cuando eras un Apr?

—No me pasé toda una vida siéndolo —respondió el joven Imagero—. Como sabes muy bien.

—En cualquier caso —intervino el Maestro Gilbur, cortando la discusión y acumulando fuerzas mientras hablaba—, e hecho de que los Aprs sean propensos o no al error no es un punto a discutir aquí. Acepto que debemos intentarlo de nuevo. Yo lo intentaría de nuevo. Utilizando el espejo original, del que el del Apr Geraden es una copia, yo trasladaré hasta nosotros a nuestro campeón elegido —agitó bruscamente su enorme puño hacia el Maestro Quillon—, ¡y haré saltar los escrúpulos del Rey, sean los que sean! Puede quedarse sentado jugando al brinco con ese loco de Havelock hasta que el suelo se agriete a sus pies y todo Orison sea tragado por las ruinas. Si Mordant debe sobrevivir, ¡nosotros debemos tener el poder!

—¡Bien dicho, Maestro Gilbur! —aplaudieron dos o tres de los Imageros. Pero el Maestro Barsonage miró a Gilbur con no oculto desánimo.

Terisa sintió una sacudida, como una visión momentánea, cuando vio de nuevo en su mente la imponente figura revestida en su armadura: aunque el paisaje al que se enfrentaba era tan extraño para él como para ella, lo hacía como si estuviera acostumbrado a la victoria; y sus extrañas armas le daban toda la fuerza que necesitaba.

—Entonces —dijo otro Maestro—, ¿tú también abogas por lo que Quillon llama traición? ¿O pretendes entrar en el espejo y pedirle al campeón que venga contigo? —Hizo una pausa—. Te disparará.

—No temo «lo que Quillon llama traición» —respondió el Maestro Gilbur—. ¿Ninguno de vosotros comprende la razón por la que nos hallamos en este peligro? No es Mordant el que está realmente amenazado. Es la Cofradía. Estamos en peligro debido a todos los hombres que alguna vez han odiado al Rey Joyse o han ansiado el poder que representamos…, todos los recursos de la Imagería en el mundo que conocemos. Y se atreven a actuar para conseguir lo que ansían porque el Rey Joyse nos ha abandonado. El creó la Cofradía, y la ciñó con reglas que no sirven para nada excepto para sus propósitos, y ahora va a la deriva. Debemos librarnos de ellas o morir.

—Estoy de acuerdo. —El Maestro Eremis seguía hablando cautelosamente—. Pero, ¿cómo podemos librarnos por nosotros mismos de ellas? En eso es en lo que diferimos.

—Maestro Eremis —chirrió Gilbur—, tú difieres de todo el mundo. No tienes ningún sentido.

Tentativamente, como si quisiera eludir la hostilidad, el Maestro Quillon preguntó:

—¿Ayudaría tal vez si examináramos de nuevo el augurio?

—¿Te ayudaría a ti? —respondió el Maestro Gilbur en un tono desagradable—. ¿Has olvidado lo que muestra? ¿O crees que puede haber cambiado?

Quillon no parecía dispuesto a sentirse ofendido por aquello.

—Me gustaría estar seguro de que no lo han hecho.

—Yo también —dijo otro Imagero.

—Además —prosiguió el Maestro Quillon—, está la cuestión de la interpretación. Quizá las experiencias de los últimos días nos enseñen a leerlo con mayor claridad.

Un puñado de hombres en torno al círculo señalaron apresuradamente su conformidad.

El Maestro Barsonage suspiró.

—Se necesitará un tiempo para hacer que el espejo sea traído hasta aquí. Maestro, no votaremos sobre esto. Cualquiera de vosotros tiene derecho a hacer una demanda así…, si la demanda es secundada.

—Quiero ver el cristal —dijo inmediatamente uno de los partidarios del Maestro Quillon.

—Y yo —dijo otro.

—Muy bien. —El mediador hizo una seña con la cabeza hacia alguien a quien Terisa no podía ver; el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse sonó claramente en toda la estancia.

Nadie dijo nada mientras la Cofradía aguardaba. Quizá esto formaba parte del protocolo de los Maestros. O quizá ninguno de ellos deseaba comprometerse hasta que la petición de Quillon hubiera sido satisfecha. El Maestro Barsonage miraba más allá del círculo. El Maestro Gilbur apretaba sus manos la una contra la otra como si estuviera practicando desmenuzar cosas. El Maestro Eremis permanecía inclinado hacia atrás en su banco y miraba indiferente hacia el techo como un hombre cuyos buenos modales le impiden ponerse a silbar. El Maestro Quillon parecía estar haciendo un esfuerzo consciente para no fruncir la nariz, sin éxito. Los otros Imageros exhibían distintos grados de impaciencia, curiosidad, seguridad y alarma.

Terisa tuvo la impresión de que debería sentirse más preocupada. Había corrientes subterráneas en aquel debate que era capaz de captar pero no de definir. Podían ser peligrosas. Había gente complotando…, y los complots significaban daño para alguien. Lo que sentía, sin embargo, era una ligera y vacilante ansiedad. Deseaba ver el augurio que había llevado a Geraden hasta ella.

Dos Aprs entraron en la cámara, llevando entre ellos una bandeja de madera hermosamente pulida de casi metro y medio de lado. Cuando los Aprs pasaron cerca de ella en su camino hacia el estrado pudo ver que la bandeja estaba cubierta por trozos de cristal roto. Esos trozos habían sido colocados planos sobre la madera, y ninguno de ellos tocaba a ningún otro; pero no parecían haber sido dispuestos de una forma determinada.

Tan suavemente que nadie más pudo oírle, el Maestro Eremis murmuró hacia ella:

—Quizá el Apr Geraden olvidó explicarte cómo se efectúan los augurios, mi dama. Comprenden dos artes: crear un espejo plano del tipo adecuado, cuidadosamente enfocado; e interpretar el resultado. En términos sencillos, se hace un espejo plano que muestra a alguna persona, lugar o acontecimiento, del que es extrapolado el augurio. Por ejemplo, si deseamos determinar si nuestro futuro contendrá una guerra con Cadwal, podemos intentar crear un espejo enfocado en Cadwal…, un espejo en el que pueda verse al Gran Rey Festten. Los espejos muestran lugares, pero es la gente la que ocasiona las guerras. Luego, el espejo es dejado caer. Si todo se ha hecho correctamente, se rompe en fragmentos que muestran piezas de lo que ha de venir a partir de la Imagen sobre la que está enfocado.

»Este espejo fue creado por el Maestro Barsonage. —Sonrió sardónicamente—. Por esa razón, ninguno de nosotros se pregunta si fue hecho correctamente. —Luego añadió—: La otra dificultad, como verás, es interpretar los resultados. Siempre he sospechado, mi dama, que los augurios existen primariamente en la mente de quien los interpreta.

Una vez los Aprs hubieron colocado su carga en el estrado, la mayor parte de los Maestros abandonaron los bancos y se apiñaron a su alrededor. Sólo Gilbur y sus más evidentes partidarios no sintieron al parecer la necesidad de contemplar de nuevo el cristal roto. Todos los demás lanzaron al menos una mirada al augurio. Tomando confiadamente su mano, el Maestro Eremis guió a Terisa por entre ellos hasta situarse al borde del estrado. Los Aprs habían retrocedido: podía ver claramente la bandeja de cristal frente a ella.

El espejo se había roto en docenas de fragmentos.

Cada uno de ellos mostraba una Imagen distinta.

Y todas las imágenes se estaban moviendo. Cuando las miró por primera vez, parecían avanzar ciegamente las unas hacia las otras, como si aspiraran a alguna especie de conjunto.

Piezas de lo que ha de venir.

La visión la mareó momentáneamente: se instaló en su cabeza como una migraña. Tuvo la sensación de que iba a caer. Pero cerró los ojos y apartó su debilidad. Cuando miró de nuevo, se mantuvo firme, concentrándose en una o dos Imágenes a la vez.

…lo que ha de venir.

Al primer momento se sorprendió de cuántos de ellos reconoció…, y de lo exactos que eran, pese a su pequeño tamaño. En uno, el Rey Joyse estaba inclinado sobre un tablero de brinco, en una partida que se había convertido en un caos, con todas las piezas dispersas. El Rey contemplaba el juego como si estuviera decidido a extraer algún sentido de la confusión, y sus manos se movían sin rumbo fijo sobre el tablero. En otro, Geraden había empezado a penetrar en un espejo; pero su cuerpo bloqueaba la Imagen dentro de la Imagen. En otro aparecía de nuevo, esta vez de pie enteramente rodeado de espejos, todos ellos reflejando escenas de violencia y destrucción contra él. Y en otro, el guerrero con la armadura en el extraño paisaje disparaba sus armas más allá del borde del cristal.

Pero, de hecho, aquéllas eran tan sólo un pequeño puñado de las Imágenes. Las otras iban más allá de su experiencia. Un fragmento mostraba un castillo —supuso que era Orison— con un humeante agujero desgarrado en un lado y un aspecto de muerte a todo su alrededor. Varios trozos de cristal mostraban Imágenes de batallas: hombres a lomos de caballos golpeándose tan vívidamente con sus armas que podía ver la sangre de sus heridas; figuras parecidas a reyes agitándose violentamente; soldados de a pie atravesados por lanzas; cadáveres amontonados; carnicería. El humo oscurecía el sol. Y otras Imágenes eran de cosas que sólo habían podido nacer a la existencia a través de la Imagería: rocas que caían del cielo como de la ladera de una montaña; criaturas tan ardientes que todo lo que tocaban se incendiaba; gusanos devoradores. Los poblados eran arrasados. Los castillos se derrumbaban. Las cosechas ardían. Hombres, mujeres y niños morían.

Y, sin embargo, aquí y allá, en medio del hormigueante mosaico, había escenas de paz, quizás incluso de victoria: un estandarte púrpura liso clavado en la falda de una colina; una celebración que podía ser una boda en una enorme sala de baile; granjeros sembrando un campo aún con las cicatrices de la batalla.

Entonces, otra Imagen llamó su atención.

Tres jinetes. Avanzaban en sus monturas, directamente hacia fuera del cristal, cabalgando intensamente, de tal modo que la tensión de las patas de sus caballos era tan evidente como los filos de sus alzadas espadas. Avanzando hacia ella a través del abismo del augurio y la traslación, cabalgando intensamente para apresurar el momento en que ella y su futuro se unieran.

Los jinetes de su sueño.

Por supuesto.

De inmediato, una maravillosa y absurda calma la invadió. Duró sólo un momento; pero, mientras duró, alzó la cabeza, medio esperando oír el sonido de cuernos. Por supuesto. ¿Por qué no había pensado antes en ello?

No los jinetes. No sabía lo que significaban. Y apenas le importaba. Sino el futuro. Los espejos no cruzaban simplemente la distancia o la dimensión: tenían la capacidad de cruzar también el tiempo. Fragmentos de lo que ha de venir. Por eso había sido capaz de ver la misma Imagen en dos estaciones distintas, la misma escena en primavera e invierno: el tiempo. Lo que había presenciado no era una prueba de que el espejo que la había traído hasta allí fuera falso; había visto únicamente otra demostración del potencial que hacía posibles los augurios.

Y eso significaba…

Desde el otro lado del estrado, el Maestro Quillon preguntó con voz suave:

—¿Arroja esto alguna luz sobre ti, mi dama? —como si estuviera inquiriendo sólo por cortesía—. Confieso que a mí me desconcierta.

—El secreto de la interpretación, mi dama —murmuró el Maestro Eremis—, es leer el flujo de las Imágenes. Su movimiento no es al azar. Hay lo que podríamos llamar quizás una «corriente», que va de la crisis a la acción y al resultado. Desgraciadamente, no es fácil discernir esa corriente. Vemos el peligro de Mordant. Vemos la importancia de Geraden. Está en augusta compañía: el Rey Joyse, el Gran Rey Festten, el Monarca de Alend. Y es el único individuo que aparece dos veces. El campeón que creíamos que iba a traernos está aquí también. Y vemos escenas que no comprendemos. —Señaló a Geraden rodeado de espejos—. Y vemos resultados…, ruina y esperanza. Pero cómo fluyen las Imágenes es difícil de determinar. ¿Nos conduce el Apr Geraden a la esperanza o a la ruina? ¿En qué medita el Rey Joyse mientras sus enemigos cabalgan contra él?

—En pocas palabras —gruñó el Maestro Gilbur desde su asiento—, nada ha cambiado. El augurio nos dice solamente lo que ya hemos visto.

—Cuando decidimos que el Apr Geraden debía intentar trasladar a nuestro campeón —explicó el Maestro Barsonage, interrumpiendo a Gilbur—, la lógica de todo el asunto parecía bastante clara. Evidentemente, no podía ser la causa de la ruina. Nos enfrentábamos ya a la ruina. En consecuencia, tenía que ser una fuente de esperanza.

»Ahora —suspiró—, la interpretación es menos obvia.

—Oh, vamos —el Maestro Gilbur se estaba irritando cada vez más—. «Menos obvia», sí. Nada ha sido nunca más evidente. El hecho de involucrar al Apr en nuestros apuros es el camino que conduce a la ruina. Sólo el campeón que veis delante de vosotros nos ofrece alguna esperanza. El mediador replicó, con los dientes apretados:

—Eso es lo que debemos decidir.

Durante otro momento o dos, los Imageros permanecieron en torno al estrado. Algunos de ellos susurraban entre sí. Otros señalaban detalles del augurio que sus compañeros podían haber pasado por alto. Luego, lentamente, regresaron a sus bancos. Aún sujetando el brazo de Terisa, Eremis la condujo de vuelta a su asiento.

Pero cuando los Maestros hubieron ocupado de nuevo sus lugares, un profundo silencio cayó sobre la Cofradía. Todos excepto Gilbur parecían perdidos en sus pensamientos…, quizá frustrados de que el augurio no proporcionara una respuesta clara, quizá dudando de tomar en consideración la solución drástica que el Maestro Gilbur había propuesto. Y éste siguió meditando en ello con ojos brillantes, como si estuviera decidido a no ser el primero en hablar.

Finalmente, un Imagero al que Terisa no conocía preguntó:

—¿No hay un terreno intermedio? ¿Debemos o no hacer nada o arriesgarnos a hacer demasiado?

—No —murmuró otro—. El Rey no nos ha dejado esa elección. Nuestra dificultad es extrema. Gobernando Mordant como un loco, ha conseguido que la situación sea demasiado grave para poder enfrentarnos a ella en un terreno intermedio.

—He oído un rumor —dijo con voz fuerte un tercer Maestro—. Se dice que el Perdon vino ayer para hablar con el Rey Joyse. Le informó de que un ejército de treinta mil hombres de Cadwal se está preparando contra él más allá del Vertigon, y solicitó apoyo.

»Le fue negado.

Las impresionadas expresiones de varios de los Imageros mostraron que la historia no había llegado hasta ellos. El Maestro Eremis sonrió huecamente.

—De todos modos —señaló el Maestro Barsonage con una voz más fuerte de lo necesario, intentando anclar una posición débil—, es el Rey. Es una decisión que sólo él puede tomar. No sabemos qué razones puede tener para su negativa.

—Cierto —observó el Maestro Gilbur—. Y, en lo que a mí respecta, no me importan. Cuando un asesino intenta clavarme un cuchillo en el corazón, y el hombre que ha jurado protegerme se echa a un lado, no le pregunto sus razones. Primero lucho con el asesino. Y cuando lo he derrotado y lo he cargado de cadenas, y quizá roto algunos de sus miembros por si acaso, entonces preguntó a mi protector cuáles fueron sus razones.

—Maestro Gilbur. —El mediador hizo girar su corpulenta masa para enfrentarse directamente a Gilbur. Una combinación de furia y miedo teñía su piel—. ¿Cómo te has vuelto tan salvaje? Comprendo tus argumentos, pero no el tono de odio con que los pronuncias. Digamos lo que digamos de él, debemos decir también que el Rey Joyse creó la Cofradía. Él nos hizo lo que somos.

—Lo que somos —se burló Gilbur—. Divididos e inútiles.

Hoscamente, el Maestro Barsonage prosiguió:

—No podemos tomar decisiones ahora sobre la base de la ciega pasión. ¿Qué causa tu odio hacia él, Maestro Gilbur?

El Maestro Gilbur apretó sus manos una contra otra hasta que sus nudillos se volvieron blancos.

—Personalmente —dijo el Maestro Eremis, arrastrando las palabras—, creo que el buen Maestro Gilbur tuvo en una ocasión la insolencia de pedir la mano de una de las hijas del Rey en matrimonio. Muy comprensiblemente, el Rey Joyse se rió de él.

Tal vez algunos de los Imageros se sintieron tentados de echarse a reír, pero el Maestro Gilbur los silenció poniéndose en pie.

—¿Soy un salvaje, Maestro Barsonage? ¿Has oído odio en mi voz? ¿Muestro ese odio? Tengo una causa.

»Como sabes, yo fui uno de los últimos Imageros traídos a la Cofradía en los días anteriores a la derrota del archi-Imagero Vagel. Pero la historia de cómo fui traído a la Cofradía nunca ha sido contada.

»He dedicado mi vida a mis investigaciones, y en aquellos días no me interesaba ninguna otra cuestión, aunque por supuesto conocía la invitación del Rey a todos los Imageros para que abandonaran sus laboriums privados y se unieran a él en Orison. No sabía, sin embargo, que otro Imagero se había trasladado secretamente cerca de mi solitaria cueva en las colinas del Armigite. Ese hombre corrupto ansiaba mis investigaciones…, y me atacó, buscando arrancarme lo que sabía. Me defendí, pero él me había tomado por sorpresa y no pude vencerle. En nuestra lucha, una parte del techo de mi cueva se derrumbó, clavándome bajo un bloque de piedra que fui incapaz de mover. Mi atacante cogió lo que más deseaba de mis posesiones y huyó.

»Sólo para darse directamente de bruces contra el Rey Joyse. Ocurrió que el Rey había sabido de mi atacante antes que yo, y estaba cabalgando hacia nosotros para parlamentar con el hombre cuando yo caí. Al instante, mi atacante volvió su poder contra el Rey. Pero no era adversario para el Adepto Havelock en aquellos días, y fue muerto.

»Debilitado por el daño que había sufrido, el techo de mi cueva siguió cayendo. Pero el Rey Joyse arriesgó su vida para entrar y alzar la piedra que me aprisionaba y llevarme hasta sitio seguro. No pudo curar el daño que sufrí en mi espalda…, el daño que aún me sigue marcando. Pero me devolvió la salud, recobró mis investigaciones, y dio a mi vida un propósito en la Cofradía.

—¿Y por eso lo odias? —preguntó incrédulo el Maestro Barsonage.

El Maestro Gilbur azotó el aire con dedos engarfiados.

—¡Sí! Oh, fue sabio en la creación de la Cofradía. Fue fuerte y valiente en la unificación de Mordant. Y fue bueno conmigo. Pero no me enseñó a mirar por encima de su subsiguiente debilidad, su locura, su negativa a actuar, como si tales cosas fueran algo más que traición.

»Desprecio en lo que se ha convertido, Maestro Barsonage. Si tú o yo cayéramos en la senectud, los sirvientes de Orison nos atenderían en nuestras camas, y nuestras responsabilidades pasarían a otro. Nuestra incontinencia o nuestra debilidad mental no harían ningún daño a nadie. Pero él sigue siendo el Rey. Y no toma ninguna acción excepto impedir cualquier acción que pueda ofrecernos alguna esperanza.

»Deberías ser tan salvaje como yo. ¡El hombre en todo Mordant a quien tengo más motivos para amar nos ha traicionado!

Su grito resonó en toda la cámara. Inmediatamente, sin embargo, se sentó. En el silencio, gruñó con suavidad:

—He sido atacado y herido una vez. Necesitamos el poder de defendernos.

Luego hundió la cabeza entre sus manos y permaneció sentado, inmóvil.

Nadie habló. El Maestro Eremis se agitó en su asiento como si deseara decir algo, pero se lo pensó mejor. El Maestro Quillon parecía haberse encogido, como si estuviera haciendo un esfuerzo consciente por desaparecer en último término. El mediador cruzó apretadamente los brazos sobre su recio pecho como un hombre que se siente arder e intenta dominarse. Algunos de los Imageros observaron el resto del círculo como si estuvieran buscando indicios. Otros evitaron elaboradamente los ojos de los demás.

Terisa escuchó la tensión y se preguntó cuáles eran las implicaciones de ser real. ¿Qué se exigía de ella? ¿Qué debía hacer?

Bruscamente, el Maestro Gilbur golpeó tan fuertemente la barandilla frente a él que creyó oír crujir la madera.

—¡Por los testículos de un perro! —rugió—. ¿Permaneceréis sentados eternamente aquí? Si consideráis que estoy equivocado, decidlo. ¿Ninguno de vosotros posee los redaños suficientes como para decirme a la cara que estoy equivocado?

Inmediatamente, el joven Imagero que se había reído del Maestro Eremis dijo en voz alta:

—Secundo la proposición del Maestro Gilbur. Debemos llamar junto a nosotros a nuestro campeón.

Sus palabras rompieron un dique: bruscamente, el aire se llenó de voces exigiendo que el asunto fuera puesto a votación.

Aún con los brazos fuertemente cruzados sobre su pecho, el Maestro Barsonage aguardó hasta que se restableció la calma. Luego, rígido, como un madero que se quiebra, dijo:

—Muy bien. Esto es una locura, pero debe buscarse una respuesta. Conozco mi deber. Habéis oído la proposición. ¿Debe ser aceptada? ¿Cuál es la voluntad de la Cofradía?

Terisa contó las manos alzadas tan rápidamente como pudo. El Maestro Barsonage, el Maestro Eremis, el Maestro Quillon y varios otros votaron contra la proposición.

Estaban en minoría. El Maestro Gilbur había vencido.

El mediador bufó su disgusto.

Como impresionada por lo que acababa de hacer, la Cofradía cayó en un profundo silencio. Los Imageros se miraban entre sí, parpadeando inseguros. Una sonrisa de anticipación desnudó los dientes del Maestro Gilbur; pero saboreó su victoria y no dijo nada. Nadie parecía saber qué hacer a continuación.

Entonces el Maestro Eremis se puso en pie. Su actitud era más imperturbable que nunca; pero Terisa vio en su rostro —en especial en sus ojos— una nueva excitación, como si estuviera saboreando el juego al que estaba jugando.

—Estoy sorprendido —dijo con voz lenta—. Esto es una locura, como el Maestro Barsonage ha dicho. Sin embargo, no desafiaré la votación. Es concebible, supongo, que mi juicio esté en un error. —Exhibió una sonrisa a la que nadie respondió.

»Sea como sea —prosiguió—, ahora debéis decidir cuándo intentar esta traslación. Dejadme suplicar un aplazamiento. Seis días serán suficientes.

El Maestro Gilbur alzó bruscamente la cabeza, como si hubiera recibido un codazo en las costillas. El Maestro Quillon observó a Eremis como un pequeño animal miraría a una serpiente.

—¿Un aplazamiento, Maestro Eremis? —preguntó Barsonage—. ¿Seis días? —Ahora parecía alerta; su aflicción recedió—. Si el Maestro Gilbur desea hacerlo, empezaremos la traslación de inmediato. ¿Por qué deberíamos aplazarla?

—¿Por qué no? —ironizó incisivamente el Maestro Gilbur—. El peligro se espesa a nuestro alrededor como arenas movedizas. Treinta mil hombres de Cadwal están posicionados frente a Perdon. Sólo el Monarca de Alend sabe qué traición prepara. Somos atacados por Imagería de todo tipo…, y por todas partes, como si nuestro enemigo no tuviera limitaciones de tiempo y distancia. En seis días podemos estar todos muertos. Pero, indudablemente, debemos inclinar nuestras cabezas ante la sabiduría de nuestro estimado Eremis.

—Maestro Gilbur —el impertérrito Imagero pareció de nuevo enorme y secretamente divertido—, te aconsejo que vigiles tu lengua. Si no lo haces, me ocuparé yo de ello. A fin de ocuparme, la extirparé de tu cabeza.

Gilbur respondió con una risotada.

—Maestro Barsonage —prosiguió Eremis tranquilamente—, no hago esta petición a la ligera. Éstas son mis razones. Ayer, tras su audiencia con el Rey Joyse, hablé con el Perdon. Hablamos durante un cierto tiempo, y estuvimos de acuerdo en que los peligros que acechan a Mordant son terribles, que la pasividad del Rey es insufrible, y que es preciso emprender pese a él algún tipo de acción.

»Nuestro propio dilema es grave, Maestros —dijo al círculo—, pero considerad la situación de los Cares. Es Perdon el que primero morirá cuando Cadwal inicie la guerra. Luego Fayle, que siempre ha sido la primera víctima de las aspiraciones de Alend, Termigan y Armigite y Tor, que verán su población diezmada. En consecuencia, el Perdon prometió que llamará a todos los señores de los Cares a Orison, con excepción del Domne, por supuesto, que es un amigo demasiado grande del Rey…, a fin de que puedan decidir una respuesta a su necesidad común. Y así podrán intentar forjar una alianza con nosotros.

Terisa vio desánimo en el rostro del Maestro Quillon. Por otra parte, el mediador escuchó con un entusiasmo visiblemente creciente.

—Se reunirán en la noche del sexto día —prosiguió el Maestro Eremis—. Se me ha pedido que conferencie con ellos, que hable en nombre de la Cofradía.

—¿Qué? ¿Seis días? ¿Para que los mensajeros cabalguen hasta los señores y vuelvan con sus respuestas? —quiso saber un furioso Maestro—. ¿En esta época del año? —Un murmullo de asentimiento brotó a su alrededor—. Si es llamado el Armigite, es probable que recorra esa distancia a tiempo. Batten está a poco más de sesenta kilómetros. Pero, ¿el Fayle? ¿El Tor? Eso es una locura. Bajo las mejores condiciones, el Termigan no puede hacer el viaje hasta Orison en menos de diez días.

—Sin embargo —respondió el Maestro Eremis, tan escurridizo como un pez—, el Perdon lo ha prometido. ¿Le llamaréis mentiroso? —Luego sonrió—. Creo, sin embargo, que ya había decidido esa reunión, y enviado su llamada, mucho antes de hablar conmigo. Yo simplemente le persuadí de incluirnos a nosotros en su propuesta alianza.

Inmediatamente reanudó lo que estaba diciendo antes:

—Maestros, creo que no debemos ignorar esta oportunidad de hallar apoyo para lo que hacemos. Si nos aliamos con los señores de los Cares, explicándoles lo que proponemos para Mordant, no correremos el riesgo de que se opongan a nuestro campeón. Y ganaremos amistades en Mordant que pueden resultar de gran valía en la próxima contienda.

Terisa se dio cuenta de que estaba mirando a Eremis con rostro radiante. La osadía y las posibilidades de lo que proponía le hicieron contener el aliento. El hombre intentaba luchar por Mordant de una forma que para ella tenía sentido.

—También es posible —señaló rápidamente el Maestro Barsonage— que los señores propongan una defensa que haga innecesaria la llamada a nuestro campeón. Y tendremos otros seis días en los que asegurarnos de lo que debemos hacer. Maestro Eremis, me congratulo de tu previsión e iniciativa. Esto está bien hecho.

—¿De veras? —preguntó uno de los jóvenes Imageros—. ¿Con qué derecho debe hablar el Maestro Eremis por nosotros frente a los señores de los Cares?

—Como muy bien ha dicho el Maestro Barsonage —respondió el Maestro Eremis con un peculiar brillo en sus ojos—, con el derecho de la previsión y la iniciativa.

—Pero te opones a que llamemos a nuestro campeón —protestó otro hombre—. ¿Cómo podemos estar seguros de que no se trata de algún complot para bloquear nuestra decisión? ¿Cómo podemos saber que abogarás honestamente por nuestro conocimiento y posición ante los señores?

—Maestros —respondió Eremis en un tono de regocijado sarcasmo—, los señores no aceptarán desnudar sus corazones ante toda la Cofradía. Examinemos como examinemos el asunto, somos creación del Rey Joyse, y todos los hombres que temen su política actual nos temen a nosotros también.

—Mi pregunta sigue en pie —señaló el hombre que acababa de hablar—. ¿Cómo podemos confiar en ti para que establezcas una alianza en nuestro nombre, cuando te opones a lo que pretendemos hacer?

Por un momento, el Maestro Eremis miró a su alrededor: al Maestro Barsonage, al Maestro Quillon, cuyos ojos parecían querer salirse de sus órbitas en tensa inquietud, a los Imageros que lo desafiaban. Luego se encogió de hombros.

—Muy bien. Llevaré conmigo a uno de vosotros, para que os aseguréis de que me ciño como corresponde a vuestras decisiones. Correré el riesgo de la ira de los señores.

»Maestro Gilbur, ¿me acompañarás en esto?

La sorpresa resonó por todo el círculo. Gilbur abrió mucho la boca. Pero asintió rápidamente y murmuró:

—Lo haré.

El Maestro Barsonage se permitió un suspiro de alivio.

—Maestro Gilbur, tomo esto como una promesa. Maestros, se ha propuesto que demoremos la traslación de nuestro campeón seis días, hasta que el Maestro Eremis y el Maestro Gilbur hayan hablado con los señores de los Cares. ¿Debemos aceptarlo? ¿Cuál es vuestra voluntad?

La votación fue casi unánime.

Terisa empezó a respirar más fácilmente, como si se hubiera evitado una amenaza. Seis días. Podía ocurrir cualquier cosa en seis días.

Pero el Maestro Eremis no había terminado. Aún de pie, dijo:

—Un asunto más. Los señores de los Cares acudirán abiertamente a Orison, como corresponde a su rango. Pero se reunirán en secreto.

El mediador asintió enérgicamente.

—Te comprendo. —La demora parecía haber restablecido su confianza, su dominio de la situación—. Maestros —dijo con voz incisiva, adelantando la mandíbula—, dama Terisa de Morgan: nadie debe hablar de esto. Nadie. Sea cual sea vuestra opinión particular sobre nosotros y lo que pretendemos hacer, no debéis hablar. —Se dirigía al círculo en general, pero su mirada estaba clavada en Terisa—. Los señores no confiarán en nosotros si les precede alguna palabra sobre esta reunión. Si el Rey Joyse interfiere, toda esperanza de conseguir alguna alianza se perderá. Hacemos lo que debemos hacer no para engrandecernos, sino para salvar Mordant. No debemos ser traicionados.

—Lentamente, avanzó hasta que se detuvo en la barandilla frente a ella: sus ojos se clavaron en los de Terisa—. Mi dama —dijo en voz muy baja—, no debes hablar de nada de lo que has oído aquí hoy.

Le dirigió una crispada sonrisa.

—Geraden te hará preguntas, no lo dudo. Si la has conocido ya, descubrirás que dama Elega es insaciablemente curiosa. El Castellano Lebbick desea saber todo lo que pasa en Orison. Incluso el Rey Joyse puede demostrar su interés hacia ti.

»Mi dama, no debes decir nada.

Ella intentó sostener su mirada, pero los ojos del Maestro Barsonage eran demasiado exigentes. Le estaba pidiendo que hiciera una elección y se atuviera a ella…, le pedía que aceptara al menos una pequeña parte de la responsabilidad del éxito del Maestro Eremis. Una parte pasiva quizá, pero una elección pese a todo. ¿No era eso lo que hacía la gente que creía en sí misma…, tomar decisiones y atenerse a ellas?

Dudó porque no estaba preparada para prometer que no le diría nada a Geraden.

Afortunadamente, el Maestro Eremis acudió a su rescate.

—Maestro Barsonage —dijo amablemente—, estoy seguro de que podemos confiar en ella.

El mediador miró a Eremis y frunció el ceño corno si no le gustaran sus pensamientos…, como si algo en las palabras o el tono de Eremis alzara repentinamente un cúmulo de preguntas. Un momento más tarde, sin embargo, agitó la cabeza y se dio la vuelta.

—Maestros —dijo con voz distante—, ¿hay otros asuntos que debamos discutir aquí?

Nadie dijo nada.

—Entonces levantemos la sesión. Creo que ya hemos efectuado suficientes votaciones para modelar el futuro de Mordant para un solo día.

Abandonó el centro del círculo, cruzó entre las columnas, descorrió el cerrojo de la puerta y salió de la cámara.

Terisa buscó con la mirada al Maestro Quillon. No estaba presente. Al parecer, también se había ido ya.

El Maestro Eremis la tomó del brazo y la hizo ponerse en pie.

—Ven, mi dama —dijo en voz baja—. Éste es sólo tu tercer día entre nosotros, pero creo que ya he aguardado demasiado tiempo para ofrecerte mi hospitalidad.

Terisa se vio incapaz de resistir la forma en que él tiraba de su brazo y la atraía hacia su lado. Notó el triunfo en él, y la anticipación, y un secreto y exaltado entusiasmo. Estaba haciendo que las cosas se movieran demasiado rápidamente. Su confiada vitalidad mientras la conducía fuera de la cámara por delante de la mayoría de los Maestros hizo que sus pensamientos torbellinearan.

Estando tan cerca de él, su impacto físico sobre ella dominaba todo lo demás. Su cuerpo emanaba un ligero aroma a transpiración y clavo, y pudo captar la agitación de los músculos sobre los huesos debajo de su negra capa. ¿De dónde procedía su confianza, su poder? ¿Y qué era lo que veía en ella? ¿Por qué se tomaba tantos esfuerzos en atención a ella? No lo comprendía en absoluto.

Aquello hacía más fuerte la presa que él ejercía sobre ella. Su confianza era como una exhibición de magia, capaz de encantarla porque era a la vez tan atractiva y tan más allá de su experiencia.

Como resultado de todo ello, caminó a su lado como si la fuerza de él y la inseguridad de ella crearan una especie de conjuro que la sumía en trance de una forma que no podía definir.

La hacía desear algo que no sabía cómo nombrar.

Escoltándola aún formalmente, el Maestro Eremis la condujo fuera del laborium y a los pasadizos públicos de Orison. Pasada la sala de baile, sin embargo, enfiló en dirección opuesta al camino al que ya estaba acostumbrada…, el camino de regreso a sus aposentos. Mientras caminaban, él le explicó que estaban entrando en una sección del castillo dedicada a los aposentos personales de los Maestros…, una sección que el Rey Joyse había reedificado cuando empezó a formar la Cofradía, a fin de que los Imageros tuvieran lugares adecuados, quizás incluso suntuosos, donde vivir, lugares que mostrarían el respeto en que eran tenidos sus ocupantes. Pero ella sólo prestó atención al sonido de su voz, no a lo que decía. Fascinada y alarmada a la vez, se concentró físicamente en él, como si su voz y su aroma y la dura presa sobre su brazo fueran un conjuro que pudiera disolver al fin los problemas de su existencia.

Una vez dejada atrás la sala de baile, empezaron a cruzarse con más y más gente. Vio miradas significativas acompañando algunos de los saludos recibidos por el Maestro Eremis de parte de hombres de rango, una sonrisa de felicitación o envidia. Los guardias giraban sus ojos al techo; algunos de ellos se mostraban incluso lo suficientemente atrevidos como para hacer un guiño. Las damas y camareras la estudiaban como si intentaran captar qué era lo que la hacía deseable.

La sensación de que era real y se hallaba sometida a un encantamiento la hacía sentirse inesperadamente atrevida. Sin preocuparse por la forma en que la gente la miraba, dijo:

—Ha sido estupendo lo que has intentado hacer por Geraden.

—¿Lo crees de veras, mi dama? —Oyó el regocijo en su tono—. Eres deliciosamente ingenua. Un espíritu infantil en un cuerpo de mujer. —Apretó fuertemente su antebrazo con su mano libre; su contacto pareció dejar huellas de intensidad en su piel—. Dudo, sin embargo, que Quillon adopte un punto de vista similar. A menos que esté completamente equivocado, él me considera cruel.

Aquella mención de Quillon hizo destellar una reacción protectora en ella. Había muy poco en ella misma o en sus circunstancias de lo que estuviera segura; pero estaba segura de que no deseaba traicionar ni al Maestro Quillon ni al Adepto Havelock. Tuvo la sensación de que Eremis estaba sondeando aquel punto, y respondió inmediatamente…, quizá demasiado inmediatamente:

—¿Quillon? ¿Quién era? No he sido presentada a muchos de los Maestros.

Él respondió con una alegre sonrisa.

—No importa, mi dama. Te aseguro que no tiene la menor relevancia.

Indicó con un gesto de la mano que ya habían llegado a sus aposentos.

Acababan de entrar en un corto pasillo sin salida, con una puerta o dos a cada lado y una a su extremo. La piedra de las paredes era el mismo granito gris casi liso que parecía ser omnipresente en Orison, pero la puerta no tenía ningún parecido a las puertas de las mazmorras del laborium. Era de palisandro, pulida hasta el punto de brillar, de modo que el bajorrelieve labrado en ella era inconfundible: una representación de cuerpo entero del propio Maestro Eremis, completa, con su sardónica sonrisa y una expresión de extraordinaria sabiduría en sus ojos…, una expresión, se dio cuenta Terisa un momento más tarde, conseguida embutiendo pequeñas piezas de marfil en la madera.

—Espero que seas capaz de encontrarme en cualquier momento, mi dama —observó él—. Las puertas de los Maestros están marcadas con sus signos y sus sellos característicos. Pero Orison es grande, y los signos son fáciles de confundir. Cualquiera que me conozca sabrá siempre qué puerta es la mía.

Abrió diestramente la hoja y la condujo al interior de sus aposentos.

Su uso de la palabra suntuoso no la había preparado para la estancia en la que entró. Tras la relativa desnudez de los pasillos y la piedra exterior, la opulencia de la decoración parecía exótica y exquisita. Tanto la luz como el calor eran proporcionados por perfumados fuegos de aceite hábilmente ocultos en conchas de cobre tan grandes como urnas, con los lados tallados en delicadas filigranas abiertas. El mueble principal era un enorme diván tapizado en satén y lleno de almohadones; y ante él había una larga mesa baja, con su superficie de cobre grabado suspendida por cadenas de patas de palisandro a cada esquina. Pero también habla dos o tres sillones en la habitación, cada uno tapizado en satén idéntico al del diván. Un adornado lavamanos con su palangana, también de cobre, llenaba un nicho. Cerca había un armario de madera que contenía lo que parecían ser jarras de vino. El suelo estaba suavizado con varias capas de alfombras, la superior de las cuales arrojaba una sólida tonalidad carmesí contra el azul predominante de los muebles y las cortinas color canario que cubrían las ventanas. La tela que ocultaba el techo era también color canario; pero los tapices de las paredes reunían los tres colores, utilizando primariamente el carmesí para centrar la atención sobre lo que reflejaban…, escenas de mujeres en varios estadios de seducción. Sonriendo su bienvenida, el Maestro Eremis soltó el brazo de Terisa y cerró la puerta por dentro.

—Joyse trata bien a sus Imageros, como puedes ver, mi dama —comentó—. Mordant, sin embargo, no es rico de por sí. Durante siglos, los Cares no produjeron nada más grande que trigo, uva y ganado…, y campesinos para cuidar de todo ello. La riqueza de nuestro Rey, así como su poder, es resultado de la guerra. —Miró presumidamente a su alrededor—. Indudablemente, algún noble de Cadwal hizo uso anteriormente de todas estas riquezas. Eso me complace.

Se dirigió hacia el lavamanos para lavarse las manos y salpicar unas pocas gotas de agua sobre su rostro. Cuando regresó a su lado, Terisa olió un renovado aroma a clavo.

—Ponte cómoda —dijo el Maestro, haciendo un gesto hacia el diván—. ¿Te gustaría un poco de vino? —Su sonrisa se estaba esfumando, y en sus ojos empezó a aparecer un fuego ávido.

El aroma a incienso, y el aroma a clavo, y la expresión de su rostro, hicieron oscilar la balanza de su excitación y su alarma, y tuvo la sensación de que el pánico ascendía incontenible por su garganta. Buscó algo que decir, alguna forma de ganar tiempo para poder pensar, y estalló precipitadamente:

—Hay algo que no he comprendido acerca de los espejos. Cuando Geraden me los mostró.

Él frunció el ceño, quizás ante la mención de Geraden, quizás ante su incertidumbre. Para cubrir cualquier fastidio que sintiera, fue al armarito, sacó dos vasos y los llenó con un vino tan carmesí como la alfombra. Luego regresó a su lado, colocó uno de los vasos en sus manos y bebió del suyo. Sonreía de nuevo, y la urgencia en sus ojos había retrocedido un poco, se había vuelto más cautelosa.

—Francamente, mi dama —dijo—, nadie comprende lo que viste. Ningún espejo, plano o de otro tipo, puede cambiar su Imagen. Puesto que es imposible, no lo hubiera creído de no haberlo visto por mí mismo.

»Indudablemente, observaste que no hablamos de este cambio en nuestro debate de hoy. No hay nada que decir sobre lo imposible, ahora que ha desaparecido. La mayoría de los Maestros no me hubieran creído si les hubiera descrito lo ocurrido. En especial —dijo con tono divertido—, puesto que no reconocí la nueva Imagen y no pude identificarla.

—Oh, Geraden sí la reconoció. Se llama el Puño Cerrado. Dice que está en alguna parte en el Care de Domne. —Tan pronto como hubo dicho aquellas palabras se dio cuenta de que no hubiera debido pronunciarlas. Tuvo la extraña sensación de haber traicionado un secreto…, de haber traicionado a Geraden. Pero la viril presencia del Maestro Eremis la impulsaba a hablar. Éste se inclinó ligeramente sobre ella, escuchando como si estuviera aguardando a que terminara para poder afirmar su presa sobre ella. Necesitaba tiempo. Inmediatamente explicó—: Pero no es eso lo que quería decir.

Casi involuntariamente, le contó al Maestro Eremis lo que no le había dicho a Geraden. Le contó lo que había descubierto en el cristal que mostraba al campeón: no violencia, no su apartamento, sino el Puño Cerrado en primavera.

Su apresurada admisión le interesó, aunque no pareció interesarle tanto como ella había esperado. Ahora su ceño estaba fruncido en evidente meditación.

—Eso resulta extraño —admitió. Lentamente, la llevó hasta el diván, y la sentó en él, y se sentó junto a ella, con su brazo en los almohadones a su espalda y su torso inclinado hacia su cuerpo—. ¿Tuvo también Geraden esa experiencia?

Ella negó con la cabeza.

—Lo intentó. —Sus sentidos estaban llenos de incienso, clavo y frustrado deseo—. Quería ver si podía devolverme allá donde me encontró. A fin de que yo tuviera al menos la oportunidad de marcharme. Pero, cuando entró en el cristal, se encontró con vuestro campeón.

—¿De veras? —Arqueó una ceja—. Entonces, ¿fue para ti que la traslación se extravió?

Ella no quería pensar de aquel modo en el suceso.

—O tal vez sea Geraden quien lo cause para mí. Es probable que él ni siquiera sepa que lo está haciendo. No sabe que tiene el poder. —Recordó la forma en que el Apr había abandonado la sala de reuniones…, la forma en que había hablado en favor de ella; la autoridad de su primera apelación por ella. Casi para sí misma, murmuró—: Hubieran debido aceptarlo como Maestro.

—Entonces —dijo firmemente el Maestro Eremis—, ha sido una gran cosa que ese cambio de Imágenes no fuera discutido públicamente. Incapaces de creer en un poder así en Geraden, los Maestros hubieran llegado a la conclusión de que eres realmente la poderosa Imagera que desean y temen a la vez.

»Pero no eres una Imagera, como tú y yo sabemos. Hablaré discretamente con los Maestros en quienes puedo confiar, e intentaremos explicar las cosas que no comprendes.

Mientras hablaba, su brazo se apretó en torno a ella; ahora sus labios rozaban el cabello de Terisa.

—¿Estás satisfecha? Estoy dispuesto a empezar a explorar el territorio de tu femineidad.

Ella se dio cuenta de que no tenía elección, que todas las elecciones habían sido barridas de su lado. Su cuerpo suspiraba bajo sus ropas. Inhaló el cálido aliento del hombre cuando la boca de Eremis descendió y cubrió firmemente la suya.

Entonces alguien llamó a la puerta.

La llamada fue al principio suave, unos ligeros golpes. El Maestro Eremis la ignoró. Su lengua acarició los labios de Terisa, proporcionándole un sabor a besos que nunca había experimentado. Pero la llamada se hizo más insistente. Muy pronto la persona al otro lado estaba martilleando la madera.

—¡Cachorro de perro! —Eremis se puso en pie de un salto. Masticando maldiciones para sí mismo, se dirigió a la puerta, corrió el cerrojo y la abrió de un golpe.

Terisa vio a Geraden de pie en el umbral.

Respiraba más agitadamente de lo que debiera, y pudo advertir que su rostro ardía.

No la miró…, ni a Eremis; siguió manteniendo sus ojos firmemente fijos en un punto intermedio entre ellos.

—Maestro Eremis —dijo con tono controlado—, ¿cómo puedo servirte?

¿Servirme? —restalló el Maestro—. ¿Por qué imaginas que tengo ninguna necesidad de ti? Márchate.

—Estoy en deuda contigo. Sin ninguna razón aparente, me propusiste para la casulla de Maestro. He terminado todos mis demás deberes. Deseo pagarte de algún modo.

—Muy bien. Acepto tu deuda. Págame —con un visible esfuerzo, el Maestro Eremis se controló para no gritar— dejándome solo.

Ante aquello, Geraden alzó los ojos. Firmemente, dijo:

—Dama Terisa merece algo mejor.

Luego se dio la vuelta y se alejó.

El Maestro Eremis maldijo de nuevo y empezó a cerrar violentamente la puerta. Sin embargo, la sujetó antes de que golpeara contra su marco, acabó de cerrarla con suavidad, y corrió de nuevo el cerrojo. Cuando se volvió hacia Terisa, había una distante y peculiar sonrisa en su rostro…, una sonrisa que casi podía haber sido de admiración.

—Ese muchacho es un desafío —murmuró. Sonaba como si estuviera hablando consigo mismo; pero la mirada que lanzó a Terisa mostró que era consciente de su presencia—. Debo pensar en algo realmente especial para él.

Un momento más tarde, apartó de sí la cuestión con un encogimiento de hombros y la miró más directamente. La intensidad volvió a sus ojos. Regresó al diván, vació su vaso, luego se sentó de nuevo a su lado, muy cerca.

Sin pretenderlo, ella se apartó ligeramente. Se giró un poco para mirarle de frente, y consiguió alzar su vaso como una barrera entre ellos. Sus mejillas ardían aún: sin ninguna razón clara, la visión de Geraden la había hecho sentir que estaba haciendo algo de lo que debería sentirse avergonzada. Dama Terisa merece algo mejor. ¿Qué significaba eso? Geraden sabía tan poco de ella para decir algo así.

Y, sin embargo, la forma como lo dijo —Dama Terisa merece algo mejor— la emocionó. La hizo retirarse un poco ante el Maestro que se inclinaba expectante hacia ella.

—Eso me recuerda… —Su voz era suave, casi tentativa; pero interiormente parecía ir adquiriendo progresivamente valor…, un valor que casi era incapaz de reconocer en sí misma. Se enfrentó realmente a los ávidos ojos del hombre cuando dijo—: Él me dijo que tú no crees que yo exista. ¿Recuerdas? Y tú dijiste que yo no existía hasta que salí del espejo. Eso es otra cosa que tampoco entiendo.

—¿En qué sentido? —El tono de Eremis expresaba una deliberada paciencia.

Ella intentó explicarse.

—No sé nada acerca de la Imagería. En realidad, no comprendo nada de ella. Pero estoy intentándolo. Me resulta más fácil creer que un espejo es como una ventana. Te permite ver de un lugar a otro. O de un mundo a otro. —Esperaba que él no se diera cuenta de la forma como latía su corazón, la forma en que su respiración se hacía irregular en su pecho. No quería que él se diera cuenta de lo importante que aquella pregunta era para ella—. Es mucho más difícil creer que un trozo de cristal crea lo que ves en él.

»Por favor. ¿Piensas realmente que yo no existía hasta que me viste por primera vez?

—Ah. —Eremis asintió, como si comprendiera—. Como ya debes saber a estas alturas, mi dama, ésta es la confusión fundamental que divide y debilita la Cofradía. Y Joyse complica aún más el asunto insistiendo en cuestiones «éticas», como: ¿Qué derecho tenemos a trasladar Imágenes fuera de su existencia natural? Pero eso es accidental. El asunto no puede ser resuelto hasta que sea conocido el punto esencial. ¿Es un espejo una «ventana», como tú lo llamas, o las Imágenes que vemos en el cristal son traídas a la vida por la propia Imagería, por el acto mismo de hacer y modelar el espejo?

Mientras hablaba, volvió a acercarse más a ella, se inclinó más hacia ella. Su brazo la rodeaba de nuevo de tal modo que no pudo apartarse, y su embrujo renovó su poder. Nunca antes se había dado cuenta de lo sensual que era el delicado aroma a clavo. Ya no podía seguir sosteniendo su mirada. En vez de ello, observó su boca como si a pesar de su inseguridad —sin mencionar su reciente aturdimiento— deseara que volviera a besarla.

—La auténtica dificultad, sin embargo, no es un fallo de comprensión, sino de imaginación—. Eremis tomó el vaso de su mano y lo dejó a un lado. Su voz se hizo más baja, más ronca—. La evidencia de la verdad es clara, pero no la acepta más porque, como has observado, resulta difícil de creer.

Su boca se inclinó hacia la de ella, la besó suavemente: una vez; otra. La segunda vez, ella respondió como si supiera lo que estaba haciendo.

—Mi dama —jadeó él—, es evidente que tú no existías antes de que fueras encarnada por la traslación. El cristal es torpe. Los Espejos muestran Imágenes. No transmiten sonidos Si vienes a nosotros de otro mundo —la besó de nuevo—, completo, con su existencia propia —y con cada beso la respuesta de ella era más intensa—, ¿cómo es posible que hablemos e mismo idioma?

»Puesto que Geraden creó el cristal que te concibió, tengo que admirar su gusto hacia las mujeres.

Esta vez, su boca se apoderó de la de ella y no la soltó. Su lengua abrió los labios de Terisa. Ella estaba inclinada hacia atrás contra los almohadones; el brazo del hombre la mantenía firme allí, medio reclinada. Por un momento, todos sus sentidos se concentraron en el beso…, y en aprender cómo devolverlo. Era cierto: el espejo la había creado. Era libre. Lo que había sido antes ya no importaba. Al principio no se dio cuenta de que él estaba desabrochando su blusa. Pero su beso era tan poderoso —y su mano tan hábil— que no sintió ningún deseo de detenerle.

—Maestro Eremis —dijo una voz—, dama Terisa, ¿deseáis algo de comer?

Eremis saltó en pie, con la ira llameando en sus ojos. Terisa se apartó de los almohadones y alzó la vista hacia Geraden.

Esta vez, había entrado por una puerta que conducía a alguna de las habitaciones interiores: debió utilizar una entrada de la servidumbre. De nuevo sus ojos estaban fijos en algún lugar entre ella y el Maestro. En sus manos sostenía una adornada bandeja de cobre sobre la que había una gran loncha de queso, un poco de pan y varios racimos de uva.

—Mientras discutíais el destino de Mordant —comentó con una voz tan decididamente imperturbable que sonó feroz— pensé que tal vez desearíais algo de comer. —Mientras hablaba, entró en la habitación—. Ha pasado mucho tiempo desde el desayuno.

—¡Excrementos de cerdo! —bufó en voz baja el Maestro. Sus manos se cerraron como garras—. ¡Esto es insufrible! ¿Debo cerrar las puertas a mis propios sirvientes para mantenerte a ti fuera?

—Ya te he dicho —la deferencia de Geraden era comparable sólo a su imperturbabilidad— que estoy en deuda contigo. Sólo estoy intentando hallar alguna forma de pagarte.

Aunque luchó por ocultarlo, Terisa apenas pudo refrenar sus deseos de echarse a reír. La segunda interrupción del Apr no era embarazosa: era absurda. Y lo más profundo del absurdo era el propio Maestro Eremis, que parecía lo suficientemente furioso como para arrancarle a Geraden el corazón por algo tan insignificante. De pie allí, ridículamente educado y fuera de lugar en medio de la sala de seducción de Eremis, Geraden le recordó por qué le gustaba tanto. Apenas fue capaz de controlar su rostro.

Como si se diera cuenta de que se estaba comportando de una forma absurda, el Maestro Eremis se irguió.

—Te creo, Apr —dijo con voz rasposa, apuntando con un dedo que parecía la punta de una lanza al rostro de Geraden—. Buscas pagarme. Pero venganza sería una palabra más adecuada, ¿no? Me culpas porque la Cofradía se rió cuando te propuse para la casulla, y ahora deseas «pagarme» volviéndome loco.

»Escúchame, muchacho. —Consiguió parecer calmado mientras hablaba, pese a la lucha entre el control y la ferocidad en su voz—. Quiero que te marches y me dejes solo. He sido tu amigo, creas lo que creas. Pero sacrificarás mi amistad si sigues atormentándome. Y no vas a disfrutar con mi enemistad.

Si Geraden captó la fuerza de su amenaza, mantuvo para sí mismo su reacción. Sin mirar a Terisa, preguntó, deferente, imperturbable:

—Mi dama, ¿deseas que os deje solos?

Tan pronto como él la enfrentó con aquella pregunta, Terisa se dio cuenta de que era incapaz de responder. Le gustaba Geraden. Deseaba proporcionarle una respuesta que le complaciera: la haría sentirse bien ver que le complacía. Pero su cuerpo había estado tan cerca de saber lo que era la femineidad…, para el Maestro Eremis, al menos, y quizá también para ella misma. Estaba temblando por dentro, y notaba sus piernas demasiado débiles para levantarse del diván. Su anhelo no había desaparecido.

—¿Estás ciego, Apr? —El Maestro casi susurraba—. Lo único que ella desea es que nos dejes solos.

—Entonces —por un instante, el control de Geraden estuvo a punto de desmoronarse; un espasmo de dolor cruzó su rostro— debo irme. —En compensación, su tono se volvió profundamente formal—. Por favor, disculpa esta loca intrusión. Te había juzgado mal.

El Maestro Eremis hizo un rígido gesto de despedida. Geraden se dio la vuelta y salió de la habitación por el mismo camino por el que había entrado.

—Estúpido. —Eremis miró con ojos llameantes hacia el lugar donde había desaparecido el Apr—. Cree que puede jugar conmigo. Yo no juego. —Se volvió bruscamente hacia Terisa—. Mi dama, estás advertida. Yo no juego.

Ella sostuvo su mirada hasta que tuvo la impresión de que todo su cuerpo hormigueaba. Si lo que ella hiciera ya no importaba, entonces, ¿por qué le dolía de aquel modo el corazón? Quizá su anhelo era más fuerte de lo que se daba cuenta, y esto la estaba cambiando. O quizá sentía un rudimentario deseo de defender a Geraden. Fuera cual fuese la razón, se sorprendió a sí misma diciendo, como si estuviera acostumbraba a comentar el comportamiento de la gente que la rodeaba:

—No puedo comprender por qué él piensa que sí.

Para su sorpresa, la observación atrajo el interés del Maestro. Su furia retrocedió, y una expresión interrogadora cruzó su rostro. Le hizo más atractivo aún que su intenso deseo.

—¿De veras? Estoy sorprendido. —Su tono era sardónico pero amable—. ¿Qué he hecho yo para dar esta impresión?

Ella hizo un esfuerzo por responderle con exactitud, en parte porque gozaba sintiéndose libre de decir lo que pensaba en parte porque su pregunta la halagaba confiriendo sustancia a sus ideas.

—No muestras mucho respeto hacia la gente cuando hablas de ella en privado, así que, cuando actúas respetuosamente en público, no pareces sincero. Y no eres consistente. Pareces hacer cosas —su atrevimiento hacía zumbar su cabeza— como proponer convertir a Geraden en un Maestro, no porque creas en ellas, sino porque te gusta sorprender a la gente.

Los ojos de él se abrieron humorísticamente.

—¿No consistente, mi dama? ¿Yo? Tú no estabas presente cuando el papel del Apr en la traslación que te trajo aquí entre nosotros fue discutido. No has oído lo consistentemente que siempre le he defendido y apoyado. —Mostró un evidente placer interrogándola—. ¿Cómo no soy consistente?

Ella consideró el asunto. Aquello no podía durar: seguramente él iba a ponerse furioso con ella. Eso era lo que ocurría siempre cada vez que atraía la atención sobre ella. No deseaba perder este momento. Intentando minimizar el riesgo, respondió cautelosamente:

—Me sorprendió cuando elegiste al Maestro Gilbur para que fuera contigo a esa reunión con el Perdon. No parece que tú le gustes mucho.

La sorpresa volvió bruscamente cuando Eremis estalló en una carcajada.

Por un momento, la risa le impidió hablar. Al parecer, ella había tocado un punto en el que el Maestro se sentía excepcionalmente complacido consigo mismo. Riendo estentóreamente, volvió al diván y se sentó de nuevo junto a ella, echándose hacia atrás en los almohadones y extendiendo los brazos por encima de su cabeza.

Cuando consiguió dejar de reír, se irguió, apoyó las manos en los hombros de ella, y la atrajo para darle un beso.

—Ah, éste fue un espléndido chiste, mi dama —respondió, disfrutando de su desconcierto—, y todo su humor reside en su secreto. Apostaría a que toda la Cofradía se sintió igual de sorprendida. —Sólo el asomo de cálculo en sus ojos, la forma en que parecía evaluar las consecuencias de lo que había hecho, le impidieron parecer tan desenfadadamente feliz como Geraden a veces—. Ninguno de esos estúpidos sabe que no fue Joyse quien salvó la vida de Gilbur cuando su cueva se derrumbó. Fui yo.

Mientras ella le miraba con la boca abierta —mientras sus pensamientos giraban y su concepto de todas las cosas que habían ocurrido durante la reunión de la Cofradía cambiaban—, él la atrajo hacia sí y capturó de nuevo su boca con la suya.

El aliento se cortó en su pecho. Pero tan pronto como él relajó su beso jadeó:

—Espera un momento. Espera. No lo comprendo. Besando sus ojos, su frente, las comisuras de su boca, él la empujó de nuevo hacia atrás, sobre los almohadones.

—¿Qué es lo que no comprendes?

—Tú y el Maestro Gilbur trabajáis juntos. —Notó que su pecho se liberaba—. Tú planeaste todo ese encuentro. —Estuviste actuando todo el tiempo—. ¿Por qué fingís ser enemigos?

—Porque, mi preciosa —su lengua lamió sus labios entre frases—, no les gusto a algunos de esos tontos Imageros. Ideas y esperanzas son con frecuencia rechazadas simplemente porque yo soy uno de los que las presentan. —Su cálido aliento pareció llenar sus pulmones—. La verdad los hubiera vuelto también contra Gilbur. —Notó de nuevo su mano sobre los botones de su blusa—. La mentira de que fue salvado por el Rey Joyse le proporcionó credibilidad, y así pudo cambiar la votación.

Reclinada contra los almohadones y el brazo del sillón, completamente indefensa, preguntó sin embargo:

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué deseáis ese campeón? Es peligroso.

El Maestro Eremis se echó hacia atrás lo suficiente para que ella pudiera ver sus ojos. Su expresión era seria, y habló sinceramente.

—Las armas y la guerra son cosas peligrosas. El poder es peligroso. Pero ninguna otra cosa puede salvarnos.

»Tú no conoces al Perdon. Sin embargo, has visto su ira. Quiere a su pueblo. Está orgulloso de Mordant…, y de su lugar en el reino. Y, sin embargo, su Rey le ha negado su ayuda. Impulsado por la desesperación, llegará a cualquier extremo con tal de defender lo que ama.

Terisa creyó oír una llamada en la puerta. Por un instante, el Maestro Eremis se puso rígido. Pero el sonido era tentativo, y no se repitió.

—También me burlo de mis compañeros Imageros —siguió él—, pero eso es sólo porque el talento para la Imagería no es garantía de inteligencia o valor. Amo el potencial que representa la Cofradía. Lucharía alegremente en su defensa. Y yo también he sido rechazado. Mi Rey me niega su ayuda.

»No vacilaré en mentir una o dos veces para conseguir la fuerza que necesito.

Ella no estaba segura de lo que veía en los ojos del Maestro u oía en su voz. Sus manipulaciones de la Cofradía eran demasiado fáciles; su explicación para sus mentiras demasiado limpia. Pero su proximidad y su fuerte contacto se apoderaron de ella. Su aroma a clavo y sus besos eran más persuasivos que la lógica.

Sus labios respondieron a los de él como si supieran cómo. La mano del Maestro se deslizó bajo su blusa y se posó sobre su pecho. Su caricia hizo que le dolieran los pezones. Arqueó instintivamente la espalda, apretando sus pechos contra él. Él apartó la blusa a un lado, y quedaron al descubierto. Entonces su boca abandonó la de ella, y su respiración se hizo jadeante.

—Mi dama, no estaba equivocado —dijo—. Estás hecha para el deleite de un hombre. —Y su lengua descendió sobre su pecho hasta que sus labios se cerraron sobre su pezón.

Dispuesta a arriesgarlo ahora casi todo, ella pasó los brazos alrededor de la cabeza de él y la retuvo como si no deseara que su boca dejase de hacer nunca lo que estaba haciendo.

Se sentía tan sorprendida que no hizo nada excepto mirar cuando Saddith entró en la habitación.

Como Geraden, la doncella se abstuvo de mirar al Maestro Eremis o a ella. Mantuvo el rostro ligeramente desviado, y su expresión era perfectamente neutra.

—Maestro Eremis… —empezó.

Él saltó violentamente del diván, el brazo crispado como si esperara a Geraden y estuviera dispuesto a lanzarle un puñetazo y hacer luego las preguntas.

—Maestro Eremis —repitió la doncella, retrocediendo unos pasos, hablando rápidamente para retener su furia—, esta intrusión es inexcusable, lo sé, pero debes perdonarme. No tenía otra elección. No respondiste a la puerta. Mi dama, debes perdonarme. No tenía otra elección.

—¿No tenías otra elección? — Tan pronto como Eremis reconoció a Saddith, bajó su brazo. Sin embargo, necesitó unos instantes para controlar su ira—. Eres una sirviente. ¿Por qué es un asunto de elección el que entres en mis aposentos sin ser invitada a ello?

—Perdoname. Sé que lo que he hecho es inexcusable. —Debido a que el rostro de Saddith se mostraba tan neutro, y el tono de su voz era tan llano, no sonaba particularmente contrita—. Pero se me ha ordenado que buscara a dama Terisa. Dama Myste desea hablar con ella. Es la hija del Rey, Maestro Eremis. No podía negarme a obedecerla. Puedes insultarme…, quizás incluso golpearme. —Tampoco sonaba particularmente temerosa—. Pero si dama Myste se queja de mí al Castellano Lebbick…

—Podías decirle a Myste que no habías conseguido encontrar a la dama —la interrumpió Eremis. Sin embargo, había recuperado ya el control. Suspiró—. Pero eso tal vez fuera esperar mucho de ti. —Se volvió hacia Terisa—. Mi dama, debe ir. Las hijas del Rey son caprichosas…, y nuestro Rey las deja hacer todo lo que desean. No es saludable ignorarlas.

Sólo sus ojos le traicionaban. Se habían vuelto sombríos y asesinos.

Terisa sintió deseos de gemir su frustración…, y también su inesperado temor. La ferocidad del Maestro Eremis era de pronto tan vivida como la de su padre. Se sintió mareada, casi enferma, a punto de echarse a llorar…, o a reír. Su alivio fue tan agudo como su sensación de pérdida y su alarma.

Puesto que no tenía ni idea de qué otra cosa podía hacer empezó a abrocharse en silencio la blusa.