15
Ideas románticas

Estaba temblando. La temperatura del aire parecía descender rápidamente…, aunque sabía que sólo era una reacción, sólo su cuerpo y su mente sufriendo las consecuencias de lo que habían pasado. Sus ropas grises, que antes le habían parecido tan cálidas y discretas, ahora no le ofrecían ninguna protección. El polvo de granito cubría hasta la última fibra de la tela, cubría hasta el último centímetro cuadrado de su piel, hacía que su pelo tuviera el aspecto de lana sucia.

Por otra parte, era capaz de comprender por qué Geraden se había desvanecido.

Pero alguien metió un tosco vaso de soldado ante su rostro. Lo tomó y lo apuró de un trago, porque pensó que contenía vino.

El líquido resultó ser coñac barato. Un espasmo anudó su pecho. Cuando dejó de toser y jadear, sin embargo, se sintió mejor. Sus ojos se habían liberado de más polvo y sus pulmones se estaban despejando. Se sintió un poco más caliente.

Geraden seguía inconsciente. Artagel lo había depositado tendido sobre los cascotes, y un hombre con un chaleco gris y unos pantalones sueltos de algodón lo estaba examinando. Tras escuchar su pecho y controlar su pulso, el hombre limpió el polvo de su rostro, observó y desinfectó la herida en su sien, luego tomó un frasquito de un maletín de piel y derramó algo de un líquido entre sus labios.

Tras todas estas operaciones, el hombre se puso en pie y anunció con voz tranquila:

—Duerme. —Al parecer, era médico—. No parece seriamente herido. Llevadlo a su cama. Dejadle descansar una o dos horas. Luego despertadlo para que tome un baño y coma algo. Si se queja de algo, o si resulta difícil despertarle…, avisadme; acudiré de inmediato.

Artagel asintió, y el hombre se volvió hacia Terisa.

—¿Estás herida, mi dama?

Ella comprobó sus brazos y piernas. Parecían innaturalmente rígidos y no podía dejar de temblar, pero no parecía haber nada dañado.

El médico la escrutó analíticamente.

—Cabe esperar hematomas y dolores de cabeza. Pero si descubres algún dolor profundo o hinchazón más grande de lo normal, si sufres mareos o desvanecimientos prolongados…, haz que me llamen.

Recogió su maletín y abandonó la cámara.

Artagel cogió a Geraden en brazos.

—Cuida de él —murmuró Terisa. Artagel le devolvió una sonrisa y se alejó, cargando a su hermano como si fuera una pluma.

—Ven, mi dama —el Maestro Quillón seguía sosteniéndola—. Regresaremos a tus aposentos. Tú también necesitas un poco de descanso, un baño y algo que comer.

—Sí —suspiró el Maestro Barsonage—. Todos debemos descansar. Y pensar. Debemos hallar alguna forma de combatir a este campeón. Ahora que su espejo está roto, no tenemos ningún arma utilizable contra él.

Reclinándose en el Maestro Quillón porque sus piernas parecían haber desarrollado ideas propias, Terisa dejó que el hombre la ayudara a salir de la cámara de reuniones.

Tan pronto como alcanzaron la relativa intimidad —y el aire cálido— de los corredores que conducían fuera del laborium, Terisa hizo la pregunta que obcecaba su mente:

—¿Está a salvo ahora Geraden? ¿Todavía tienen sus enemigos alguna razón para matarle?

El Maestro vaciló unos momentos.

—Mi dama, primero déjame explicarte que desconozco lo que esperan ganar los enemigos de Mordant con la presencia de este campeón. Por eso —añadió—, ignoro lo que nosotros esperamos ganar. Acepto las decisiones de la Cofradía porque soy un Imagero…, pero no comprendo esa decisión. Parece ser un peligro sin meta, alianza o propósito. Como tal, sus acciones serán aleatorias en sus efectos. Quizás ayuden a nuestros enemigos, quizás a nosotros.

»Sin embargo —prosiguió—, resulta claro que el peligro inmediato para Geraden es ahora menor. Si le contaras todo lo que sabes, ¿qué acción podría tomar él que amenazara a aquellos que no le quieren bien?

»Y, sin embargo, mi dama —dijo significativamente—, la razón de su peligro…, nunca he conseguido averiguar cuál es. No sé lo que lo convierte en una amenaza para sus enemigos, así que no puedo afirmar que su malicia contra él haya disminuido. Las razones para este peligro aún subsisten.»

Las palabras del Maestro Quillón hicieron que Terisa se estremeciera; pero las aceptó. Necesitaba mantener su mente funcionando. Puesto que el hombre parecía dispuesto a hablar, preguntó:

—¿Por qué no los detuvo el Rey Joyse? ¿Por qué aguardó tanto antes de enviar al Castellano Lebbick?

El Maestro carraspeó, incómodo.

—Mi dama, el Fayle intentó advertir al Rey Joyse, pero no fue escuchado. El Rey se negó a oírle. El Castellano Lebbick no recibió ninguna orden de intervenir. Actuó por iniciativa propia, después de que el Fayle hablara con él.

—Pero, ¿por qué? —insistió ella—. Creía que el Rey Joyse se oponía a ese tipo de traslación. Pensé que ésa era precisamente una de las razones por las que había creado la Cofradía…, para tener a todos los Imageros en un solo lugar y asegurarse de que no efectuaran más traslaciones involuntarias.

El Maestro Quillón bufó exasperado.

—Si yo me hallara en situación de explicar las acciones e inacciones de nuestro Rey, la necesidad de Mordant sería muy diferente de la que es ahora.

Ésa fue la mejor respuesta que pudo extraerle.

La llevó a través de asustadas, tensas y curiosas multitudes en dirección a su torre. Cuando alcanzaron su suite, hallaron las puertas sin guardias.

—¡Maravilloso! —murmuró con furia el Maestro—. Por las estrellas, esto es perfecto.

La confusión había empezado a infiltrarse como niebla entre las rendijas y grietas del cerebro de Terisa. Su reacción a lo que había ocurrido se iba haciendo más y más fuerte. Como una mujer con la cabeza llena de algodón, preguntó:

—¿Qué es perfecto?

—Los guardias. —El Maestro Quillón se detuvo y clavó los puños en sus caderas; su cabeza efectuó retorcidos movimientos mientras su mirada alanceaba en todas direcciones—. Fueron llamados a cavar entre los escombros. Estás desprotegida. Si ese carnicero que desea tu vida elige este momento para atacar de nuevo, estás perdida.

Evidentemente, lo que estaba diciendo era importante para él. Sin embargo, de alguna forma, había fallado en algo. Cuidadosamente, Terisa preguntó:

—¿Cómo sabes acerca de esto?

Él la miró agudamente, sin dejar de fruncir la nariz.

—Mi dama, necesitas descansar. Y sugiero una cierta cantidad de vino. Pero estás desprotegida.

—Repito. —Era difícil hablar en voz alta. No se lo dije a nadie. Ni Artagel tampoco. Estoy segura de que el Príncipe Kragen y el Perdon tampoco lo han hecho—. ¿Cómo sabes que fui atacada esta última noche?

—¿Esta última noche?. —La sorpresa hizo que su voz se convirtiera en un chillido—. ¿Fuiste atacada esta última noche? ¿Por el mismo hombre?

Ella asintió, entumecidamente.

—¡Ruina y condenación!. Por la más pura arena de los sueños, ¿por qué se molesta Lebbick en entrenar a esa carne muerta que utiliza como guardias?. —Quillón logró controlarse con un esfuerzo. Se enfrentó directamente a ella y preguntó—: Mi dama, ¿cómo sobreviviste?

—Artagel me salvó. Geraden le había pedido que cuidara de mí.

—¡Gracias a las estrellas —jadeó fervientemente el Maestro Quillón— por las interminables interferencias de ese impetuoso cachorrillo! —Casi inmediatamente, preguntó—: ¿Por qué no se lo dijo a nadie?

Ella le miró y parpadeó, incapaz de sondear su inquietud. Aquello se estaba prolongando demasiado. Deseaba echarse y descansar. Para detenerle, preguntó:

—¿En quién esperas que confíe?

Sólo por un momento, el Maestro pareció tan miserable y desamparado como un conejo empapado por la lluvia. Luego agitó la cabeza y frunció el ceño.

—Te comprendo, mi dama. No estás en una posición fácil. Algún día mejorará…, si sobrevives hasta entonces.

»Entra en tus aposentos —siguió bruscamente—. Cierra bien la puerta por dentro. Yo montaré guardia hasta que los hombres de Lebbick regresen a sus puestos.

»Tan pronto como sea posible, haré que tu doncella te traiga comida y vino.

La niebla se estaba haciendo más densa. Ella le miró inexpresivamente.

La expresión de él se suavizó.

—Ve, mi dama. —Tomó su brazo para empujarla hacia la puerta—. Necesitas descansar. Y, si sigues de pie aquí, tu desconfianza se convertirá en algo insoportable para mí.

De alguna forma, su extraña mezcla de preocupación y pesar fue suficiente para hacer que se moviera. Entró en sus aposentos y cerró la puerta a sus espaldas.

Tras lo cual, sin embargo, la capacidad para actuar la abandonó. Olvidó correr por dentro el cerrojo. De pie en el centro de la estancia, contempló las ventanas. Estaban cegadas por la tormenta. La nieve se acumulaba en el repecho fuera de los cristales; la nieve atrapaba la luz de la habitación y la reflejaba de vuelta. Los copos giraban y giraban como destellos de luz, pero detrás de ellos todo estaba oscuro, tan impenetrable como la piedra.

Al cabo de un momento, se dio cuenta de que estaba tendida sobre la alfombra.

Se sentía débil y aturdida, pero con la cabeza más despejada, menos envuelta por la bruma.

Se puso cuidadosamente en pie y localizó la jarra de vino. Había sido llenada de nuevo, un hecho que le proporcionó una sensación de desprendida sorpresa hasta que se dio cuenta también de que su cama estaba hecha, los fuegos encendidos de nuevo, el depósito de leña vuelto a llenar…, hasta que recordó que había transcurrido mucho tiempo desde que había abandonado sus aposentos aquella mañana. El tiempo suficiente como para que Saddith hubiera cumplido con aquella parte de su trabajo.

Puesto que el Maestro Quillón le había dicho que lo hiciera, se sirvió un vaso de vino, lo bebió, se sirvió otro.

El vino pareció incrementar su desprendimiento, al tiempo que la hacía sentirse más segura. Ahora no se sorprendió cuando oyó voces al otro lado de su puerta.

—¿Cómo está? —preguntó una mujer.

—Tranquila, mi dama —respondió el Maestro Quillón.

—No me gusta que esté sola. —La mujer pareció dudar—. Pero, si está descansando, una llamada la molestará.

—Prueba la puerta —sugirió el Maestro. Terisa no pudo evaluar su tono a través de la madera—. Creo que no la cerró por dentro.

—Gracias, Maestro Quillón.

El picaporte giró, y dama Myste entró en la habitación.

Cerró la puerta por dentro antes de volverse y ver a Terisa.

Iba envuelta en una abultada capa del color de la nieve sucia, demasiado pesada y cálida para ser llevada dentro de Orison. Firmemente apretada por sus brazos en torno a su cuerpo, la cubría desde el cuello hasta el suelo, y le hacía parecer como si estuviera intentado ocultar el azoramiento de haber ganado de pronto quince o veinte kilos. La rojez de sus mejillas y la transpiración de su frente mostraban que de hecho iba vestida de una forma demasiado cálida. Pero sonrió, y sus ojos parecieron destellar atentos, como si por primera vez en años estuviera viendo las cosas bien enfocadas.

—Terisa —dijo, estudiándola rápidamente—, estás bien. Necesitas un baño —hizo una mueca divertida—, pero estás bien. Me encanta. —Su placer era inconfundible—. Todo Orison sabe lo que has sufrido hoy. Tomando eso en consideración, te hallas imposiblemente bien. ¿Te he dicho alguna vez que eres más especial de lo que tú misma te das cuenta?

Aquella reacción dejó a Terisa desconcertada. Estaba segura de no ser especial. Por otra parte, le alegraba ver a Myste. Aunque habían transcurrido varios días desde su última conversación, recordaba que la hija del Rey deseaba ser su amiga.

Torpemente, preguntó:

—¿Quieres un poco de vino?

La sonrisa de la dama se convirtió en risa, luego se desvaneció y volvió a mostrarse seria.

—Me encantaría un poco de vino. Pero primero —dudó, como si un soplo de miedo la hiciera vacilar—, tienes que prometerme que me ocultarás.

El desconcierto de Terisa fue superior a todo lo imaginable.

¿Ocultarte?

—Sólo hasta esta noche —dijo rápidamente Myste—. Hasta que se haya hecho oscuro. Luego me iré, y nadie sabrá que me has ayudado.

»Si no accedes —siguió—, no tengo tiempo para tomar tu vino. Debo marcharme de inmediato, con la esperanza de poder ocultarme en algún otro lugar.

—Espera un momento. —Terisa empezaba a sentirse débil de nuevo—. Espera un momento. —Hizo un gesto de atención con ambas manos—. ¿Qué quieres decir con que nadie lo sabrá? El Maestro Quillón ya lo sabe. Sabe que estás aquí.

—Sí, pero, ¿a quién se lo dirá? ¿A los guardias? ¿A tu doncella? Los Maestros de la Cofradía no se sienten inclinados a decirle nada a esa gente. Y, si arreglamos adecuadamente las cosas, no se dará cuenta del significado de lo que sabe hasta que yo me haya ido sana y salva.

»Entonces —la expresión de la dama era apenada, pero sostuvo la mirada de Terisa—, te pediré que mientas por mí. Cuando el Maestro Quillón diga lo que sabe, y te pregunten qué ha sido de mí…, diles que volví a marcharme poco después de mi llegada, y que los guardias no se dieron cuenta de ello. O di simplemente que no sabes dónde me he ido.

»Terisa, no te pediría esto si tuviera alguna otra solución.

—No, espera un momento —dijo de nuevo Terisa—. No lo entiendo. ¿Adónde vas?

Myste fue a responder, luego hizo un brusco gesto reclamando silencio.

Terisa oyó la voz de Saddith.

—¿Está bien mi dama? Vine tan pronto como supe que había sido rescatada.

—Está bien —respondió el Maestro Quillón—. Antes de que la veas, ve a llamar a los guardias que se supone que deberían estar aquí. Tengo otras cosas más importantes que hacer que estar de pie delante de esta puerta todo el resto de la tarde. Y trae comida y vino.

—Sí, Maestro.

Mientras Saddith se alejaba, Myste alzó los hombros en un gesto de ya-te-lo-dije.

—Volverá —siseó urgentemente Terisa—. ¿Adónde vas?

La hija del Rey parecía inquieta, un poco triste…, y sin embargo excitada, como ardiendo por dentro con una fiebre personal.

—Si te lo digo, querrás detenerme. Debes prometerme que mantendrás mi secreto y no interferirás.

Terisa dudó. Su mente se había despejado lo suficiente como para captar que se le estaba pidiendo que hiciera algo que no podía evaluar, algo que tendría consecuencias que no podía predecir. Dudó porque no sabía qué decir.

Su silencio profundizó el dolor en el rostro de Myste.

—Perdoname —dijo en voz baja—. No debería pedirte tanto. Tus propias cargas ya son bastante pesadas. Me marcharé ahora mismo.

—¡No! —respondió Terisa, arrancada bruscamente de su incertidumbre—. No lo hagas. No le diré a nadie a dónde vas. Te ocultaré. Sólo deseo una explicación.

»Los Maestros trasladaron a su campeón, y se volvió loco furioso. Geraden y yo fuimos enterrados vivos. Están matando a gente. Aparecen y desaparecen. Todo el mundo traiciona a todo el mundo. —Geraden piensa que yo voy a salvar Mordant—. Tengo la sensación de que me estoy haciendo pedazos. Me gustaría comprender algo.

Para su alivio, Myste le dirigió de inmediato una sonrisa y un asentimiento de cabeza.

—Te explicaré de buen grado todo lo que pueda. Tranquilizará mi corazón. Si tú fueras Elega —su sonrisa se convirtió en una irónica mueca—, pensarías que me he vuelto loca. Indudablemente, ésta es otra de lo que ella llama mis «ideas románticas»…, la peor de un mal lote. Pero espero que tú lo comprendas.

»¿Puedo tomar un poco de vino?

—Por supuesto.

Medio enrojecida y medio complacida, Terisa llenó un segundo vaso y se lo tendió a la dama. Al mismo tiempo, Myste abrió su capa, la hizo caer con un movimiento de sus hombros y la apartó con un pie.

Debajo de la capa llevaba una pesada chaquetilla de piel de corte masculino, unos pantalones cosidos del mismo material, y botas claramente hechas para viajar. La voluminosidad que cubría la capa estaba causada por un cierto número de bolsas —aparentemente llenas de provisiones— que colgaban de su hombro, sujetas a una correa en bandolera. Llevaba armas al cinto…, una larga daga de esgrima y un puñal corto.

Pidió permiso para sentarse. Terisa asintió de inmediato y ocupó aliviada otra silla: sus rodillas parecían volverse cada vez más débiles en vez de más fuertes.

—Terisa —empezó Myste tras un largo sorbo de vino—. Desde un principio creí que estarías dispuesta a ayudarme. Creo que me comprenderás. Pero no quiero imponer a nadie lo que pienso hacer. Aunque realmente no tengo otra elección.

»¿Te das cuenta —preguntó lentamente— de que Orison está cribado de pasadizos secretos?

Tomada por sorpresa, Terisa dijo, antes de tener la oportunidad de pensar:

—Sí. Hay uno en mi dormitorio.

Myste sonrió para sí misma, y el enfoque de sus ojos derivó hacia la distancia.

—Apenas llevas diez días entre nosotros, y ya has aprendido tanto. Yo no lo hubiera hecho tan bien. Siempre he sido una mujer que podría vivir años sin aprender nada de tales cosas. Pero Elega tiene otro espíritu. Cuando tenía doce años, explorar los pasadizos secretos de Orison se había convertido en su pasatiempo favorito.

»No pudo interesar a Torrent en ello, así que a menudo me animaba a mí a que fuera con ella.

»Si tuvieras que caracterizarnos cuando éramos niñas —comentó—, hubieras podido decir que Elega era atrevida; Torrent, tímida; Myste, soñadora. En cierto sentido, yo hallaba los pasadizos secretos más excitantes que Elega. Ella hubiera dicho que yo los encontraba "románticos". Pero, en otro sentido, yo no los necesitaba. Los exploraba con ella simplemente para complacer mi imaginación. Luego me quedaba satisfecha. Finalmente, empecé a ignorar sus peticiones de que la acompañara.

»Pero había aprendido ya lo suficiente para lo que pretendo hacer ahora.

»Terisa, puede que no sepas que todos los pasadizos no se conectan entre sí. Fueron construidos en épocas distintas, para propósitos diferentes. La mayoría dan acceso a sólo unos cuantos puntos de Orison.

»Mi conocimiento de los pasadizos no es extenso. La única entrada que conozco al que necesito, el pasadizo que conduce a donde debo ir, se halla en el armario de tu dormitorio. Por eso no tuve otra elección más que acudir a tí.

Terisa estuvo a punto de preguntar: ¿Quieres decir que desear ir a donde vive el Adepto Havelock? Pero recordó que el pasadizo tenía varios ramales y mantuvo la boca cerrada.

—Si no he olvidado lo que Elega y yo aprendimos juntas —dijo cuidadosamente Myste—, si no confundo imaginación y memoria, un ramal de este pasadizo conduce hasta el laborium, cerca de la cámara de reuniones de los Maestros.

Terisa no pudo impedir el preguntar:

—¿Por qué deseas ir allí?

Firmemente, la dama respondió:

—Desde allí puedo abandonar Orison sin ser vista a través de la brecha en el muro. No conozco ninguna salida privada, y el Castellano Lebbick vigila todas las públicas mucho mejor de lo que la gente cree. Si no consigo salir sin ser vista, seré llevada de vuelta en contra de mi voluntad, y lo que debo hacer se quedará en nada.

»Por supuesto, la brecha estará vigilada. Pero esa vigilancia será nueva para los guardias. Su misión será la de impedir que entren los enemigos, no que salgan los amigos. Y, si esta nevada continúa, me ocultará. Quizá pueda conseguirlo.

La sensación de niebla empezó a llenar de nuevo la cabeza de Terisa. Necesitaba dormir…, un baño, una comida y sueño, por este orden. Lentamente, como si se estuviera volviendo estúpida, preguntó:

—¿Qué es lo que deseas hacer? ¿Qué es tan importante que debes escabullirte fuera con este tiempo?

Articulando con precisión cada palabra, como una mujer controlando el impulso de hablar atropelladamente, Myste dijo:

—Deseo hallar a este pobre y perdido hombre que los Maestros llaman su campeón. Necesita desesperadamente ayuda.

¿Ayuda? —Terisa casi se atragantó—. ¿Dices que necesita ayuda?

Myste hizo un gesto de advertencia, indicando a Terisa que bajara la voz.

—Hubiera podido quemar todo este lugar hasta sus cimientos —susurró intensamente Terisa: Casi me mató—. ¿Y tú crees que necesita ayuda?

»Casi me mató. Pese a que dijo: No disparo contra las mujeres.

—Hubiera podido —admitió rápidamente la dama—. Hubiera podido matarnos a todos. Pero no lo hizo. ¿Acaso eso no dice algo importante sobre él…, algo crucial para comprenderle, a él y su tremenda dificultad?

—¡Sí! —siseó en respuesta Terisa—. Dice que no desea malgastar su poder hasta saber en qué tipo de lío está metido…, a cuánta gente deberá matar para seguir con vida.

De pronto, Myste se puso furiosa. Se alzó en pie.

—Quizá tengas razón —respondió—. Quizá sólo busque racionalizar su capacidad de matar Pero, ¿crees que los soldados del Castellano Lebbick le enseñarán contención? No. Lo empujarán de asesinato en asesinato, buscando la oportunidad de matarlo a su vez. Si debe ser detenido, debe serlo sólo por alguien que no pueda causarle ningún daño.

La dama hubiera seguido hablando: evidentemente, aún tenía más que decir. Pero se detuvo ante el sonido de voces.

—El Castellano envía sus disculpas, Maestro —el tono de Saddith era animado e insincero: al parecer, no aspiraba al lecho del Maestro Quillón—. Lamenta que hayas sido retenido tanto tiempo de guardia aquí. Serás relevado dentro de muy poco.

Llamó alegremente a la puerta.

—¿Me ocultarás? —jadeó Myste.

—Dije que lo haría —respondió en voz baja Terisa. Luego admitió—: Aunque no sé cómo.

La dama recogió su capa.

—Déjala entrar. Me ocultaré en uno de los armarios. —No olvidó su vaso—. Intenta retenerla aquí por un tiempo…, el suficiente para que los guardias releven al Maestro Quillón. Ellos no sabrán que yo estoy aquí, así que no esperarán verme marchar. —Su excitación había vuelto—. Pero no dejes que te busque ropa nueva del armario. Si me encuentra aquí, seguro que hablará de ello.

Sin un sonido, Myste abandonó la salita.

Saddith llamó de nuevo.

Por un momento Terisa tuvo la sensación como si un carámbano se aposentara en su estómago. Fue incapaz de moverse. Aquello era peor que simplemente decir mentiras: aquello era un activo subterfugio. Tenía que engañar a Saddith. Y se sentía demasiado débil y torpe para resistirlo. El frío la paralizó.

Pero al instante siguiente un salto de su imaginación le dijo lo que le iba a ocurrir si no actuaba. Saddith llamaría de nuevo. Si no había respuesta, se volvería al Maestro Quillón para preguntarle qué debía hacer. Y el Maestro Quillón se preocuparía. Diría algo así como:

—Puede que dama Terisa esté dormida. Pero dama Myste está con ella. Debería responder. —Y entonces Myste estaría perdida.

Aguijoneada por el pánico, Terisa halló la fuerza suficiente en sus piernas para dirigirse apresuradamente hacia la puerta.

Cuando la abrió, Saddith entró en la habitación como un yate de exposición, los botones inferiores de su blusa tensos en su intento de contener sus pechos. Su actitud dejaba muy claro que no tenía en muy buen concepto al Maestro Quillón.

Colocó una cargada bandeja sobre una mesa mientras Terisa cerraba la puerta.

—Ese hombre —dijo, con toda intención de ser oída desde el otro lado— debería ser más educado. Puedo realizar perfectamente mis deberes sin necesidad del beneficio de sus instrucciones.

Tras dejar la bandeja, examinó a Terisa.

Su reacción inmediata fue una mirada divertida y un acceso de risa.

—¡Mi dama, tu aspecto es espantoso! —Inmediatamente, sin embargo, hizo un esfuerzo por disimular su regocijo—. Mi pobre dama, qué terrible tiene que haber sido. Verte sepultada de esta forma. Y ser rescatada en este estado, con todos esos hombres a tu alrededor… —Frunció el ceño—. Qué lástima que este poco agraciado traje no hubiera sufrido más daños. Unos cuantos desgarrones estratégicos hubieran hecho mucho para hacer tu apariencia más atractiva.

La doncella siguió charlando, al parecer controlando su deseo de echarse a reír al tiempo que decía lo que acudía a su cabeza. Hasta aquel momento, Terisa no había tenido la menor idea de qué hacer. Pero la sensación de debilidad que la hizo desear simplemente doblar las rodillas y olvidarlo todo acudió a su rescate con un ramalazo de inspiración.

—Necesito ayuda —murmuró—. Quiero tomar un baño, pero me desvanezco cada vez que intento desvestirme. —Había dejado suficiente polvo en la alfombra como para hacer creíble aquella afirmación—. Parece que no consigo calentarme.

A través de la niebla en su cabeza, se sentía notablemente aguda. Nadie podría decir en realidad que estaba mintiendo. Y ganaría un tiempo precioso mientras Saddith arreglaba las cosas para que trajeran agua caliente a sus aposentos.

Pero su imitación de fragilidad fue quizás un poco demasiado convincente. Con creciente simpatía, Saddith fue hacia ella y tomó su brazo.

—Mi pobre dama, apóyate en mí. Deberías sentarte. —Suavemente, empujó a Terisa hacia una silla—. Sólo necesitaré un momento para calentar un poco de agua. Luego te quitaré estas horribles ropas y te bañaré.

Incapaz de plantear ninguna objeción razonable, Terisa se sentó.

Saddith fue al cuarto de baño. Terisa oyó el ruido del agua al correr; luego la doncella salió con el cubo de estaño, que colocó en la chimenea, tan cerca de la parrilla como le fue posible. Mientras añadía leña al fuego, anunció:

—El cuarto de baño está demasiado frío. Te bañaré aquí.

Apartó la alfombra e hizo sitio delante del fuego. Luego trajo la bañera del cuarto de baño y la situó cerca de la chimenea. Después de eso, empezó a desvestir a Terisa.

Por primera vez desde su infancia, Terisa tuvo la experiencia de ser desvestida y bañada como un inválido. Aquello la hizo sentirse agudamente cohibida.

El resultado, sin embargo, fue innegablemente agradable…, sentada en la bañera delante de un cálido fuego mientras Saddith echaba agua caliente encima de su recién restregado pelo. El alivio de sentirse limpia y cálida compensó el azaramiento de los comentarios de Saddith sobre su cuerpo. Cuando oyó los inconfundibles sonidos que indicaban que los guardias volvían a ocupar sus puestos al otro lado de su puerta —inconfundibles porque el Maestro Quillón se quejó amargamente del retraso mientras se marchaba—, creyó llegado el momento de iniciar su siguiente truco para librarse de Saddith sin permitir a la doncella que le trajera ninguna ropa.

—Se está maravillosamente aquí —murmuró—. Creo que simplemente me quedaré así un rato —hasta que tú te hayas ido—, y luego me meteré en la cama.

Saddith asintió aprobadoramente.

—Te traeré una bata.

—No, gracias —Terisa apenas consiguió no traicionar su sobresalto—. No necesito ninguna. El fuego es cálido, y hay muchas toallas. —Esperando que aquello ayudara, añadió, con voz ligeramente avergonzada—: Nunca llevo nada en la cama.

—Tonterías, mi dama —respondió la doncella—. ¿Y si cambias de opinión y decides comer algo antes de meterte en la cama?. No debes correr el riesgo de enfriarte.

Antes de que Terisa pudiera detenerla, Saddith entró en el dormitorio.

Terisa estuvo a punto de saltar fuera de la bañera. El agua chapoteó y chisporroteó en la chimenea mientras se ponía bruscamente en pie.

Pero Saddith regresó inmediatamente con la bata de terciopelo color borgoña al brazo y una expresión de desconcierto en el rostro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Terisa, sintiendo que su corazón martilleaba.

—Nada, mi dama. —Saddith apartó su perplejidad con un enérgico movimiento de cabeza—. No puedo recordar el haber dejado tu bata sobre la silla cuando limpié la habitación esta mañana.

Terisa se sintió tan aturdida por el alivio que casi se derrumbó. Myste era mucho más rápida y previsora de lo que hubiera creído posible.

—La saqué yo —tuvo la impresión de oír su propia voz procedente de muy lejos— cuando pensé que podría desvestirme yo misma.

—Mi dama —dijo Saddith reprobadoramente—, no deberías permanecer así de pie toda mojada.

Tan calmadamente como si estuviera levitando, Terisa alargó una mano hacia una toalla.

Saddith envolvió una segunda toalla en torno a su pelo mientras Terisa se secaba. Cuando hubo terminado, salió de la bañera y dejó que Saddith deslizara la bata sobre sus hombros.

—Gracias —dijo de nuevo—. Ya puedes irte. —Había perdido su capacidad de ser sutil—. Estoy bien.

La doncella la estudió por unos instantes. Luego le guiñó un ojo.

—Creo —dijo, medio en broma, medio en serio— haber reconocido la voz de uno de tus guardias. Tiene buena reputación en esos asuntos. Puede que halles relajante, y recompensador, si le pides que te caliente un poco tu cama. Si yo hubiera estado tan cerca de la muerte, me sentiría ansiosa por recordarme —se pasó sugerentemente las manos por las caderas— que la vida es algo que vale la pena vivir.

»Es el alto de ojos verdes —añadió, riendo alegremente mientras salía de la habitación.

Inmediatamente, Terisa se abalanzó hacia la puerta y corrió por dentro el cerrojo.

Cuando se volvió, halló a Myste de pie en el umbral del dormitorio. El rostro de la dama mostraba una expresión distraída y pensativa.

—Eso estuvo cerca —jadeó Terisa—. No sé cómo pudiste pensar tan rápido.

—¿Hum? —murmuró Myste. Su mente estaba a todas luces en otra parte—. Oh, la bata. —Desechó el tema con un encogimiento de hombros—. Terisa, creo que no es una buena idea dejar esa silla dentro de tu armario.

—¿Por qué no? —La sorpresa y la reacción dieron al tono de Terisa una nota de aspereza—. No sé dónde conducen esos pasadizos. Tengo que hacer algo para mantener a la gente fuera de aquí.

Una sonrisa hizo temblar ligeramente los labios de Myste.

—Entiendo tu punto de vista. La precaución es tentadora. La dificultad es que la posición de la silla anuncia a cualquiera que la vea que conoces la existencia del pasadizo. Me gustaría preguntarte cómo llegaste a descubrir…

Terisa contuvo el aliento.

—… pero no me debes ninguna explicación. Esperemos simplemente que tu doncella no transmita lo que sabe a oídos equivocados. Lo que sí puedo asegurarte es que tu vida va a volverse mucho más difícil si el Castellano Lebbick ve esa silla en tu armario.

—Oh. —Terisa dejó escapar el aire de sus pulmones en un suspiro de disgusto consigo misma—. Tienes razón. —¿Por qué no era capaz de pensar por sí misma en cosas como aquélla?.

Inmediatamente, el tono de Myste se hizo tranquilizador.

—De todos modos, dudo que tengas ningún motivo para preocuparte. Tu doncella ya debe haberle dicho a todo el mundo todo lo que es capaz de decir. Y el Castellano Lebbick no tiene ninguna razón para registrar tus aposentos.

—Espero que no. —Terisa hizo un esfuerzo por relajarse. Por supuesto, el Castellano no tenía ninguna razón para registrar sus aposentos. Probablemente estaba a salvo. Y la amable negativa de Myste a seguir preguntando acerca de cómo había descubierto el pasadizo fue otro alivio.

Poco a poco, empezó a darse cuenta de que el baño le había hecho un gran bien. Y la aguardaba una bandeja llena de comida. Cuando la olió, descubrió que tenía hambre. Invitó a Myste a unirse a ella y se sentó.

Myste había dejado su capa en el dormitorio. Retiró su bandolera y aceptó la invitación de Terisa.

Mientras comían, Terisa volvió al tema de las intenciones de Myste.

—Me estabas diciendo por qué crees que el campeón necesita tu ayuda. Era eso, ¿no? Al menos, eso era lo que yo no entendía. Tú ni siquiera lo conoces. ¿Qué significa todo eso para ti?.

La dama carraspeó y dio un sorbo a su vino.

—Haces varias preguntas a la vez. Probablemente la verdad no es más profunda que el hecho de que, cuando supe de su situación, sentí que se me encogía el corazón…, y, cuando pensé que podía ayudarle, el dolor se convirtió en alegría. Pero intentaré darte mis razones.

»El hecho de que necesita ayuda es evidente. Piensa. —Su mirada estaba fija en algo más allá de la pared de la habitación—. Es un hombre de guerra, acostumbrado a la hostilidad por todas partes. Su vida es la subyugación y la destrucción. Y ahora, de pronto, sin ninguna explicación, se encuentra solo en un mundo seguramente más poco familiar para él que cualquiera que haya conquistado nunca.

»Tú eres consciente del gran debate de la Imagería. La gente, los lugares y las criaturas que vemos en los espejos, ¿poseen existencia independiente, o son simplemente como reflejos en un charco de agua, irreales más allá del cristal al que han sido arrojados? ¿Es el campeón un hombre, merecedor de todos los derechos y respeto de un hombre? ¿O en realidad no es más que un animal…, un ser como un caballo que puede ser decentemente, incluso honorablemente, privado de su voluntad?.

»Terisa: en cualquiera de los dos casos, debe ser ayudado.

La excitación de Myste la impulsó a ponerse en pie. Empezó a caminar por la alfombra, arriba y abajo.

—Si es un hombre, como mi padre insistirá seguramente que lo es, entonces lo que han hecho los Maestros es abominable. No podemos juzgar si es o no un buen hombre: Quizá sea un horrible esclavista… Eso es algo que está más allá de nuestro conocimiento. Pero cualquier hombre merece algo mejor que ser arrancado de su vida, de su mundo, de su hogar, familia, propósito y explicación, para servir a lo que son, en esencia, los caprichos de los Imageros. ¡Piensa en él! No conoce a nadie aquí, no comprende nada. No fue invitado a aliarse a nosotros. Para él, nosotros debemos ser simplemente otro enemigo. Luchará contra nosotros hasta que se le agoten armas, comida y esperanza. Entonces morirá.

»Si es un hombre, su muerte será un asesinato…

»Si es menos que un hombre —continuó tras una larga pausa—, un ser comparable a un caballo o un perro de caza, entonces tiene derecho a recibir ayuda. Es una responsabilidad que acompaña al servicio que imponemos a los animales. A cambio de lo que les exigimos, les proporcionamos comida, refugio, cuidados, quizás incluso afecto. Si no lo hacemos así, pocos nos llamarán admirables. ¿Acaso un campeón con la mente y las necesidades y los deseos de un hombre no merece al menos tanta consideración como un animal? Aunque en realidad no existiera hasta el momento mismo de su traslación, es real ahora, y no debería ser conducido a la muerte simplemente porque, como un animal, no comprende lo que queremos de él.

Quizá la reacción a los acontecimientos del día había dejado a Terisa algo aturdida; quizá sus emociones estaban saltando fuera de control. Fuera cual fuese la causa, su corazón se elevó mientras escuchaba a la dama. Se alegraba de haber decidido ayudar a Myste, se alegraba mucho. Aquello valía la pena hacerlo. Simplemente porque deseaba confirmación, dijo: —Quizá todo eso sea cierto. Pero, ¿qué tiene que ver contigo? ¿Por qué crees que debes salir subrepticiamente de Orison y perseguirlo a pie con este tiempo?

Myste frunció el ceño por un instante, luego sonrió humildemente.

—Acabas de tocar mi punto más flaco. Soy un puñado de ideas románticas que desafían el sentido común. —Mientras hablaba, no obstante, pareció hacerse más fuerte—. Sin embargo, siempre he creído que los problemas deben ser resueltos por aquellos que los ven…, que, cuando se presenta una dificultad, la persona que es consciente de ella debe enfrentarla en vez de pasarla a alguien. —Su voz lanzó asomos de pasión como destellos de oro a la luz del fuego—. Y esto es más cierto aún para la hija de un rey. ¿Qué es un rey, sino un hombre que acepta la responsabilidad de los problemas cuando los ve? ¿Y no debe hacer su hija lo mismo?

Sus ojos llamearon como los de Elega cuando miró fijamente a Terisa.

—Pero la verdad —dijo, tan intensamente como si gritara— es que desea ir. Estoy cansada de aguardar a que mi vida tenga algún propósito.

Inmediatamente, sin embargo, hizo un esfuerzo para frenar su entusiasmo.

—Romántica, como he dicho. —Rió torpemente—. Pero no puedo afirmar que me haya sentido feliz desde lo del salón de audiencias, desde que mi padre —se agitó incómoda al mencionarlo— te obligó a jugar al brinco contra el Príncipe Kragen. Cuando mi madre y Torrent se fueron, yo me quedé en Orison porque creía tener un propósito. Deseaba que hubiera al menos una persona al lado del Rey que creyera en él si decidía explicarse. Quizá no pudiera ayudarle a resolver los problemas de Mordant, pero sí podría ofrecerle la compañía y el apoyo de mi voluntad.

»Pero cuando, por un capricho, insultó a un embajador de Alend hasta el punto de desencadenar una guerra, ¡por un capricho, Terisa!, yo fui tras él, y se negó a escucharme. —No podía retener su emoción—. "Mi hija y ese Kragen pretenden traicionarme", me dijo. "Ya han empezado a hacerlo. Vete. Estoy cansado de hijas." Luego cerró de un portazo.

De nuevo Myste guardó silencio por un rato. Pero luego se encogió de hombros, y aquel pequeño gesto pareció restablecer su equilibrio, su excitación.

—Sigo siendo lo suficiente su hija como para desear emprender una acción cuando veo su necesidad. Y no deseo que él continúe como lo está haciendo.

Terisa hizo todo lo posible por ayudar. Lentamente, dijo:

—Cuando el campeón apareció, estuvo a punto de matarme. Pero se detuvo. Dijo: «No disparo contra las mujeres».

Myste sonrió como si un rayo de sol atravesara la tormenta que estaba amontonando nieve sobre Orison.

La nevada empezó a menguar poco después del atardecer, Puesto que no quería correr el riesgo de partir de Orison bajo un cielo claro y una luminosa luna, a través de una extensión de nieve virgen donde dejaría claras huellas, Myste abandonó pronto los aposentos de Terisa. Con las provisiones al hombro, bajo su capa, y una pequeña lámpara de aceite en una mano, abrió la puerta oculta y cruzó el armario hacia el pasadizo.

—Ve con cuidado —susurró Terisa tras ella—. Si te pierdes y el Castellano Lebbick tiene que enviar un grupo de búsqueda para encontrarte, las dos vamos a quedar como un par de tontas.

—No dejes que Lebbick te preocupe —respondió la dama casi alegremente—. Hace todo esto sólo porque quiere a mi padre. Te doy las gracias con todo mi corazón. Creo que no he sido tan feliz desde hace años.

Como si se le ocurriera en aquellos momentos, Terisa preguntó:

—¿Qué debo decirle a Elega?

Con la lámpara frente a ella, Myste parecía estar de pie al borde de un pozo de oscuridad.

—No le digas nada. —Su voz tenía un sonido hueco, como un eco—. Obsérvala. Si tiene realmente intención de traicionar al Rey, detenía.

¿Y cómo esperas que lo haga?, preguntó Terisa. Pero no lo dijo en voz alta. Myste ya había desaparecido.

Oh, bueno. Terisa cerró el acceso al pasadizo y salió del armario. Mañana buscaría al Maestro Eremis. Necesitaba saber cómo había sido traicionado. Por alguna razón, la perspectiva de hablar con él no la sedujo. Prefería pensar en Myste.

Deseaba creer que algún día tendría tanto valor como la hija del Rey.

Tan pronto como se metió en la cama se quedó profundamente dormida, y no se despertó en toda la noche.

Fue despertada temprano a la mañana siguiente por el sonido de cuernos.

La arrancó de la cama como si fuera la llamada de sus sueños, el distante y doloroso embrujo de la música o la caza. Con demasiada prisa para darse cuenta de que los fuegos estaban casi apagados y el aire helado, salió desnuda del dormitorio, buscando la fuente de lo que acababa de oír.

Lo oyó de nuevo.

No era la llamada que recordaba. Era el sonido de una trompeta, la misma solitaria fanfarria que había dado la bienvenida a la llegada de los señores de los Cares a Orison.

Ahora se recuperó lo suficiente como para notar el frío. Pese a todo, fue a la ventana y miró al lodoso patio.

La trompeta sonó de nuevo. Al parecer, cada uno de los señores que se marchaban recibía un saludo personal. Vio al Fayle y su séquito emerger por la puerta con el Perdon tras él, mientras el Termigan hacía que su caballo se alejara cabrioleando de los guardias formalmente alineados tras el Castellano Lebbick. Luego llegó el Armigite, acompañado por sus guardias y cortesanos…, y por dos o tres mujeres. Quizá fueran sus amantes o cortesanas.

El último era el Príncipe Kragen.

Así que también se iba. Al parecer, él —como los señores— había decidido permanecer sólo el tiempo suficiente como para evaluar las consecuencias de lo que había hecho la Cofradía. ¿Abandonaban Orison ahora porque ya no era seguro, ya no era una fortaleza a prueba de sitios…, o incluso del tiempo? ¿Tenía intención el Príncipe Kragen de traer la guerra que los señores de los Cares temían?

¿Cuánto iba a costarle a Mordant, al final, la traslación del campeón?.

El frío de la piedra contra sus brazos y pechos la hizo estremecer. El ritmo de los acontecimientos se estaba acelerando. Creyó oír una salvaje nota de advertencia en la forma en que el nombre que hacía sonar la trompeta lanzaba su saludo cuando el Príncipe Kragen recibió su brusca despedida de Lebbick y se volvió hacia la puerta, rodeado por sus guardaespaldas.

Estremeciéndose violentamente, abandonó la ventana.

Primero cogió su bata y se envolvió apretadamente en ella; luego trabajó en sus fuegos, agitándolos y añadiéndoles nuevos troncos hasta que las llamas volvieron a brotar altas. Al cabo de un momento empezó a sentir de nuevo un poco más de calor.

Había ido acumulando un hambre sorprendente durante la noche. Pero Saddith no solía traerle su desayuno tan temprano. Cuando dejó de temblar, decidió que primero se vestiría, luego le pediría a uno de sus guardias que avisara a su doncella para que le trajera algo de comer.

Deseaba ponerse sus propias ropas: ya estaba harta de los vestidos de aquel lugar. Ante su sorpresa, sin embargo, no pudo hallar sus mocasines. Aquello era extraño. ¿Cuándo se los había puesto por última vez? Anteayer por la noche, para la reunión con los señores de los Cares. ¿Dónde estaban ahora?

¿Se los había llevado Saddith por alguna razón?

Con el ceño fruncido, terminó de vestirse, se puso de nuevo los delicados borceguíes, luego se dirigió a la puerta y descorrió el cerrojo.

Los guardias al otro lado parecían vagamente familiares: debían haber efectuado aquella misma guardia hacía poco. La saludaron, y uno de ellos le preguntó si necesitaba algo.

—¿Puedes avisar a mi doncella? —preguntó—. Desearía el desayuno.

—Por supuesto, mi dama. —Al cabo de un momento, el hombre añadió—: El Apr Geraden estuvo aquí antes, preguntando si te encontrabas bien. No me sorprendería si le viera de nuevo pronto. —Sonrió—. ¿Debo decirle que recibes visitas?

—Sí, gracias.

Sonriendo porque Geraden debía estar bien si su hermano y el médico le dejaban que se preocupara por los demás, cerró la puerta y regresó a sus ventanas para observar a la gente: guardias de servicio, servidores transportando provisiones, hombres y mujeres que se dirigían hacia las pocas tiendas ya abiertas en el extremo noroeste…, los observó mientras se dirigían a través del frío y el lodo del patio y ella aguardaba a Saddith o el Apr.

Pronto hubo una llamada a la puerta. Antes de que pudiera responder, el Castellano Lebbick entró a largas zancadas en la habitación y cerró fuertemente la puerta tras él.

Se detuvo en el centro de la alfombra para contemplarla fijamente. Tenía un brazo a la espalda, el otro apoyado en su cadera. Sus mandíbulas se agitaban furiosas; sus hombros estaban rígidos.

Sin embargo, sonreía.

—Mi dama —su tono era prácticamente alegre—, me has estado mintiendo.

Ante su propia sorpresa y alivio, Terisa no se encogió sobre sí misma. Ya se había enfrentado a él en una ocasión. Podía hacerlo de nuevo.

—Hubiera venido antes —comentó el Castellano con tono conversacional—, pero he estado ocupado. Estoy seguro de que no querrás saberlo, pero te lo contaré de todos modos.

»Iba ayer en tu busca cuando el Fayle me encontró y me dijo lo que esos mierda de cerdo de Imageros estaban haciendo. Después de todo aquel lío, por supuesto, tuve que organizar a mis hombres para que ayudaran a sacaros a ti y a Geraden de los escombros. Tuve que proporcionar protección a los señores de los Cares y —su boca se crispó en una sonrisa lobuna— al Príncipe Kragen, así como al Rey Joyse, en caso de que ese campeón decidiera atacarnos. Tuve que arreglar las cosas para perseguirlo y atraparlo, a fin de que no causara más daños. Puesto que sabía dónde estaba Eremis, no tuve que preocuparme por él. Pero tuve que pasar horas y emplear buenos hombres buscando a Gilbur.

»Sospecho que ya sabes lo demás. Pero te lo diré igualmente.

»Gilbur ha desaparecido. Desvanecido, tan completamente como si estuviera loco y pudiera utilizar cualquier cristal plano que deseara. Los señores se han ido. Puesto que piensan que los Maestros se han vuelto locos, no están dispuestos a quedarse y apoyar al Rey. Tuve que dejar marcharse también al Príncipe Kragen. Es un embajador. —Sonrió como si considerara la perspectiva de hincar los dientes en ella—. Además, el campeón está libre.

—¿Libre? —El Castellano no había hecho ninguna mención de Myste. No estaba diciendo las cosas que esperaba Terisa. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. ¿Por qué deseaba «enfrentarse» a ella? ¿Cómo podía haberse desvanecido el Maestro Gilbur?—. ¿Qué quieres decir con eso?.

—Quiero decir, mi dama —respondió el hombre, con la voz como el filo de un hacha— que mis hombres fracasaron. Por supuesto, sólo envié cincuenta…, pero doscientos no lo hubieran hecho mejor.

»Oh, lo encontraron fácilmente. Esa extraña armadura suya no incluye alas. En cualquier caso, creo que además está herido. Así que hubieran debido ser capaces de retenerle. No les dije que lucharan. No deseaba provocarlo. Lo único que deseaba era mantenerlo quieto en alguna parte hasta que tuviéramos la oportunidad de decidir qué hacíamos con él.

»Pero su traslación había sido bien planeada. Gilbur y Eremis debieron trabajar mucho tiempo en ello. —Ahora la furia en su sonrisa era inconfundible—. Mis hombres tuvieron éxito.

Consiguieron detenerlo. Pero, antes de que pudieran hacer algo más que enviar un jinete a comunicármelo, fueron atacados. El aire frente a ellos se abrió, y un felino del tamaño de una casa pequeña saltó de la nada.

De alguna extraña forma, la ira sostenía al Castellano, como si fuera el alimento del que vivía.

—Un animal tan grande que hubiera sido formidable bajo cualquier circunstancia. Pero éste, mi dama…, éste incendiaba todo lo que tocaba. Carne y hierro eran yesca para él, y acabó con mis hombres como si fueran ganado. Sólo dos escaparon. Lo dejaron alimentándose de las carcasas carbonizadas. Tuve suerte de no haber enviado doscientos hombres. No puedo permitirme perder doscientos hombres.

»Desde entonces —siguió, algo más tranquilizado— he estado ahí fuera. La nieve hace fácil ver que el campeón y ese felino de fuego partieron en diferentes direcciones. Evidentemente, no tuvieron la cortesía de destruirse el uno al otro. Ahora tenemos dos abominaciones en nuestras manos, en vez de sólo una.

Terisa se estremeció involuntariamente. ¡Cincuenta hombres! Y hacia ahí era hacia donde había ido Myste… Casi gimió en voz alta: ¡Hacia ahí es hacia donde ha ido Myste!.

Pero todo esto había ocurrido ayer, y Myste no había abandonado Orison hasta esta última noche. Había grandes posibilidades de que tanto el campeón como el felino de fuego se hubieran ido hacía tanto tiempo que nunca pudiera alcanzarlos.

Inspiró profundamente para afirmarse y dijo:

—Eso es terrible. Pero no comprendo qué tiene que ver conmigo.

—Mi dama —respondió Lebbick como una afilada hoja—, en cierta forma, tú eres la responsable.

Ella empezó a protestar, pero él la cortó secamente:

—Ayer por la mañana, inmediatamente después de que te fueras de aquí con Eremis y Geraden, seguí tu consejo. «Trabajé» un poco. Registré tu habitación.

Por alguna razón, Terisa se dio cuenta de que tenía que apoyarse contra la pared para evitar que las rodillas se le doblaran.

—Descubrí una silla en tu armario. —Su satisfacción era tan intensa como su furia—. Y encontré eso.

Adelantó la mano que hasta entonces había mantenido a su espalda y mostró sus mocasines.

Mientras ella los contemplaba fijamente, dijo:

—Conseguiste limpiar toda la sangre de tus ropas. Pero esos mocasines son de piel. No pudiste hacer nada con las manchas de sangre de las suelas.

En aquel momento lo interrumpió una llamada a la puerta.

—¡Adelante! —restalló secamente.

La puerta se abrió, y Geraden entró en la habitación.

La atención de Terisa saltó hacia él como un vuelco de su corazón. Por un instante vio su fácil sonrisa y la luz del placer en sus ojos, y tuvo la sensación de que había sido rescatada, que su mera presencia allí sería suficiente para salvarla. Era leal al Rey Joyse…, y en consecuencia, lógicamente, debería situarse al lado del Castellano contra ella. Pero estaba convencida de que permanecería al lado de ella, ocurriera lo que ocurriese.

Al instante siguiente, sin embargo, su placer se transformó en alarma cuando Geraden se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Cautelosamente, inquirió:

—¿Castellano Lebbick? ¿Mi dama?

Lebbick hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

—Geraden. ¿Es esto un accidente, o has entrado a propósito? ¿Estás con ella en esto?

—¿En qué? —preguntó Geraden.

El Castellano lo estudió por un momento. Luego, hoscamente, casi amargamente, como si estuviera decepcionado, dijo:

—No, no lo creo. Eres capaz de casi cualquier cosa, cegado o mal guiado. Pero nunca traicionarías a tu Rey. El Domne te haría pedazos si lo intentaras.

—¿Estás acusando a dama Terisa de traición? —Geraden sonó algo asustado por su propia temeridad, pero decidido pese a todo—. ¿No es eso extraño? Quiero decir, ella ni siquiera es uno de sus súbditos. Él no tiene ninguna fuerza sobre ella. ¿Cómo puede cometer traición?

El Castellano Lebbick volvió su mirada hacia Terisa. Ésta la sostuvo a fin de no tener que mirar a Geraden, de no permitir que su necesidad de él se reflejara en su rostro.

En voz baja, su acusador gruñó:

—¿Por qué estás aquí, muchacho?

—Esta mañana —respondió rápidamente Geraden—, la Cofradía celebrará un funeral por los dos Maestros que murieron ayer. Se solicita a dama Terisa que asista a la ceremonia.

—En otras palabras —el tono de Lebbick se afiló hasta convertirse en un látigo—, los Maestros necesitan decidir qué hacer respecto a Eremis y Gilbur, y no desean que nadie más lo sepa. —No le concedió a Geraden la oportunidad de responder—. Puedes decirles que dama Terisa no asistirá. Está bajo arresto. Puedes visitarla en su mazmorra cuando haya terminado de interrogarla.

Incapaz de contenerse, Terisa lanzó una muda súplica hacia Geraden. Vio que éste modulaba en silencio las palabras «bajo arresto», como si se sintiera abrumado. Durante el espacio entre dos latidos de su corazón, creyó que iba a protestar a su favor, hacer algo…, que incluso iba a saltar sobre Lebbick e intentar defenderla físicamente.

Pero no hizo nada de eso. Dijo:

—Se lo diré. —Dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta a sus espaldas.

¡Geraden! La había abandonado a la furia del Castellano Lebbick. ¡Geraden! Cuando más lo necesitaba, se daba la vuelta y se marchaba.

Sus rodillas amenazaron con fallarle. Pudo sentir el valor fluir fuera de ella como el agua de un frasco roto. Había estado tan segura de que él era su amigo…

—Veo que finalmente he conseguido tu atención —comentó maliciosamente el Castellano—. Sí, estás bajo arresto. A falta de nada mejor, eres acusada de participar en el asesinato de los guardaespaldas del Príncipe Kragen.

Realmente, hubiera sido mucho mejor si nunca hubiera ido allí, si no hubiera permitido que la sonrisa y el ansia de Geraden (y su breve, inexplicable autoridad) la persuadieran de ignorar su sentido común. No servía de nada fingir que tenía algo que hacer en aquel lugar, que su presencia allí podía cambiar algo.

—Voy a encerrarte en la celda más profunda y oscura, la que tiene las ratas más grandes…, y dejaré que te pudras allí hasta que me digas la verdad.

Todo el mundo estaba traicionando a todo el mundo; ella no era más que una pequeña anotación en todas las listas. No podía defenderse porque no podía imaginar absolutamente nada de lo que ocurría a su alrededor. Y no tenía a nadie a quien traicionar porque no había nadie de su lado.

—Si te sientes sola, podrás hablar con tu amante. Eremis estará en la celda contigua a la tuya. Si las cosas van como las tengo previstas, lo oirás gritar.

Aquello detuvo la espiral descendente de su desánimo. ¿Eremis? ¿Eremis arrestado? Aquello era malo…, peor que lo que le estaba ocurriendo a ella. El Maestro necesitaba su libertad. Mordant necesitaba que estuviera libre. Especialmente ahora, con la esperanza del campeón convertida en un desastre y los señores de regreso a sus Cares.

—Me gustaría que vieras lo estúpido que suena esto —dijo, como si se dirigiera a un total desconocido—. No he hecho nada. Nunca hago nada.

—¿Es eso un hecho? —el sarcasmo de Lebbick era tan denso como la sangre.

—Estás haciendo realmente un buen trabajo —siguió ella para no detenerse, para no darse cuenta de lo peligroso de su comportamiento—. Probablemente soy la única persona en Orison que es inocente de todo. Y el Maestro Eremis es probablemente la única persona que no merece estar encerrada.

—¡Por las tripas de una oveja! —bufó el Castellano—. Estás agotando mi paciencia, mi dama.

—Cosa que nunca fue el mejor de tus rasgos —respondió ella.

Por un momento el hombre la miró en silencio, quizá sorprendido; y durante ese momento ella fracasó en darse cuenta de que le estaba proporcionando exactamente lo que él deseaba. Entonces su sonrisa la advirtió. Pero, por supuesto, la advertencia llegó demasiado tarde. Su impremeditada incitación había proporcionado a su furia el objeto que deseaba.

—No —dijo, casi suavemente—, nunca fue el mejor de mis rasgos. —Sonreía como una barracuda.

La audacia de Terisa se convirtió en temor. Intentó retirarse instintivamente; pero la pared la retuvo allá donde estaba.

—Por supuesto, como señalaste antes, no tengo muchas pruebas. Ayer estuve demasiado ocupado para interrogar al Fayle o a ese mequetrefe del Armigite. Y hoy insistieron en marcharse. No pude negárselo.

»Pero no soy estúpido.

»Anteayer por la noche, la misma noche que mis guardias encontraron a los hombres del Príncipe Kragen, después de ser avisados por el Armigite…, el Fayle acudió a mí con la noticia de que Eremis y Gilbur intentaban trasladar a su campeón. Aquella misma noche, tú te marchaste de aquí con Eremis…, y volviste sola, cubierta de sangre. —Arrojó la palabra contra ella—. Por supuesto, eres inocente. Tu inocencia lavó la sangre de tus ropas, intentando librarse de cualquier cosa que pudiera conectarte con esos guardaespaldas muertos. Tu inocencia me mintió. Pero tu inocencia olvidó —blandió sus mocasines— que tu calzado te delataría.

»Por alguna sorprendente coincidencia, todos los señores excepto el Domne estaban aquí al mismo tiempo. El Príncipe Kragen, el embajador de Alend, estaba también aquí. Al día siguiente la Cofradía realizó precipitadamente su traslación, apresurándose a efectuarla antes de que yo pudiera interferir. Cuando mis hombres intentaron detener a ese campeón, fue rescatado por otro ejercicio de Imagería.

»¿Qué esperas que haga yo de todo esto, mi dama? ¿Esperas que me muestre impresionado por la pureza de tu inocencia, mi dama, o por la sinceridad de los motivos de tu amante, mi dama?

La maldijo con intenso regocijo.

—Te diré lo que saco en claro de todo eso. —Sus maldiciones no le resultaban familiares, pero su pasión la hizo estremecer—. En primer lugar, es evidente que esta traslación estaba planeada desde hacía mucho tiempo. Los espejos no nacen a la existencia de la noche a la mañana. Aunque desconozco cómo lo hicieron —murmuró, medio para sí mismo—. ¿Dónde está el cristal que efectuó la traslación? —Luego prosiguió el ataque—. Puesto que fueron Eremis y Gilbur los que hablaron con el Fayle, y puesto que Gilbur ha desaparecido ahora, es evidente que ellos son los responsables.

»Pero, ¿qué ocurrió para producir dos hombres muertos y bastante sangre como para cinco o seis más?

»Una de dos cosas, mi dama, ambas de ellas traición. O bien Eremis y Gilbur se reunieron con los señores para planear la traición a Mordant por medio de su campeón, y el Príncipe Kragen fue descubierto espiándoles, y sus hombres murieron salvando su vida, o Eremis y Gilbur se reunieron con el Príncipe Kragen, y los señores los descubrieron planeando la traición a Mordant, y sus hombres murieron salvando su vida. En cualquiera de los dos casos, el Fayle me habló porque lo que Eremis y Gilbur pretendían hacer lo abrumó.

»¿Cómo puedo explicar la cantidad de sangre…, o la insuficiencia de cuerpos? La silla en tu armario responde a eso. Los hombres que lucharon por ti y murieron fueron retirados a uno de los pasadizos secretos.

»De hecho, esa silla explica mucho. Me cuenta cómo conseguiste sobrevivir cuando fuiste atacada la primera noche que estuviste aquí. Tus aliados, quiero decir los aliados de Eremis, salieron del pasadizo el tiempo suficiente para salvarte. Luego volvieron a su escondite.

Una sensación de horror trepó por la garganta de Terisa, ahogándola. ¡Estaba tan cerca!

—Además —prosiguió el Castellano—, normalmente, yo hubiera dicho que no llevabas aquí el tiempo suficiente como para implicarte de una forma tan profunda en cualquier traición. Eremis puede ser el más grande fornicador de todo Mordant, pero incluso las mujeres necesitan tiempo para degradarse tanto. Pero tú has tenido más tiempo del que yo había pensado…, has tenido todo el tiempo que yo creí que estabas encerrada segura en tu habitación.

»¿Qué piensas de todo esto, mi dama? ¿Qué mal compartes? ¿O acaso hay una tercera explicación, un crimen peor?

Se acercó más a ella, apuntó su rabia directamente a su rostro. Ella se encogió, pero fue incapaz de mirar hacia otro lado. La pasión del hombre la dominaba.

—¿Qué es lo que ganas con esto? ¿Es la forma en que Eremis abusa de sus amantes suficiente recompensa para ti? ¿O tienes algún otro propósito? ¿Te envió el archi-Imagero para destruirnos?

Arrojando a un lado los mocasines, la sujetó por los brazos y clavó fuertemente sus dedos en los tríceps de la muchacha.

—¿Quién luchó por el Rey, mi dama? ¿Es todo el mundo un traidor?

¡No déjame sola no es culpa mía no sé de qué estás hablando!

La sacudió como si deseara clavar los dientes en su garganta.

¿Por qué no usaste tu pasadizo secreto para volver a tus aposentos? De esa forma, hubieras estado a salvo. Nadie hubiera sabido que habías tenido nada que ver con esos guardaespaldas muertos.

—¡Porque no fueron así las cosas! —exclamó.

Entonces se detuvo y le miró fijamente, mientras la sangre se helaba en su corazón y una expresión de triunfo llenaba el rostro del hombre.

—Eso es un principio, mi dama —murmuró entre encajadas mandíbulas—. ¿Cómo fueron las cosas?

No podía contárselo. Si lo hacía, descubriría al Maestro Quillón y al Adepto Havelock, lo mismo que a Myste. Ya había dicho demasiado.

Esta vez desafió deliberadamente al Castellano. Era la propia Terisa, no alguna audaz desconocida, la que dijo:

—No merezco ser tratada así. Si tu esposa estuviera aquí, se sentiría avergonzada de ti.

Tras eso, el pánico hizo que le diera vueltas la cabeza. Vio que los ojos del hombre se abrían enormemente hasta que la locura afloró por ellos, pero no lo supo comprender. Le oyó decir, como si estuviera hablando en algún idioma extranjero:

—Gracias, mi dama. No me había divertido tanto desde que el Rey Joyse me dejó castigar al comandante de aquella guarnición. —A través de un velo de temor, ella observó cómo el hombre soltaba sus brazos, retrocedía ligeramente, y lanzaba el revés de su mano contra su rostro.

Instintivamente, Terisa agachó la cabeza y alzó los brazos.

Pese a ser desviado, el golpe fue aún lo suficientemente duro como para arrojarla al suelo. El dolor empezó a rugir en sus oídos. Tuvo la impresión de que se había quedado ciega: lo único que podía ver era al Castellano contemplando su mano como si perteneciera a alguna otra persona.

El dolor tenía una voz. Dijo, claramente:

—¿Qué estoy haciendo?

Luego oyó a alguien golpear la puerta.

—¡Fuera! —rugió Lebbick.

—Perdon, Castellano. —Era la voz de un guardia—. Son órdenes del Rey.

—¿Del Rey? —el Castellano Lebbick estaba al borde de la apoplejía.

—Desea hablar con dama Terisa. He recibido instrucciones de llevarla a su presencia. —El tono del hombre provocó una contorsión en el furioso rostro del Castellano—. Desea hablar con ella ahora.

—Está bajo arresto. En estos momentos debería estar en las mazmorras.

—Castellano, se me dijo específicamente que asegurara a la dama que no está bajo arresto.

El Castellano emitió un sonido ronco y estrangulado.

Bruscamente, unas manos la sujetaron y la alzaron en pie. Al cabo de un momento, vio que eran las de Lebbick.

—Algún día, mi dama —dijo el Castellano suavemente—, llegará mi oportunidad. Cuando eso ocurra, no escaparás de mí.

La dejó en manos del guardia.