10
El último embajador de Alend
Aún temblando débilmente, llena de confusión e intentando no mostrarla, Terisa se marchó con Saddith.
El Maestro Eremis descorrió el cerrojo de la puerta y la despidió con una inclinación de cabeza. Mientras lo hacía, su sonrisa exhibió una familiar mezcla de regocijo y concupiscencia: parecía a prueba de todas sus recientes y fastidiosas molestias. Si ella no hubiera visto sus ojos, no se hubiera sentido asustada.
Dejó escapar un instintivo suspiro de alivio cuando la puerta se cerró porque había sido Saddith, no Geraden, quien había interrumpido al Maestro la tercera vez. No le gustaba pensar en toda aquella furia dirigida contra el Apr.
Por su parte, Saddith no parecía turbada en absoluto por la ira de Eremis. En vez de reflejar algún tipo de embarazo o preocupación, su expresión sugería una apenas oculta satisfacción.
Terisa deseaba preguntar: ¿Por qué quiere verme dama Myste? Más que eso, deseaba preguntar: ¿Cómo te las arreglaste para llegar hasta mí justo en ese momento? Pero, tan pronto como ella y Saddith abandonaron el pasillo sin salida de los aposentos del Maestro Eremis, Geraden se acercó a ambas.
No hizo ningún esfuerzo por contenerse. Parecía tan alegre como un cachorrillo.
—¡Saddith, eres una maravilla! —La sujetó por los brazos, bailó en círculo con ella hasta que tropezó con la pared y estuvo a punto de derribarla al suelo; luego plantó un sonoro beso en su mejilla y la soltó—. Estoy en deuda contigo. ¡Para siempre! ¿Cómo lo hiciste?
Sin aguardar su respuesta, se volvió, prácticamente saltando, hacia Terisa.
Ella siguió andando.
No pudo decir lo que él vio en su rostro, pero, fuera lo que fuese, lo serenó rápidamente. Por una vez, sin embargo, no se disculpó.
—Sé que no era asunto mío. —Controló su alegría en consideración hacia ella—. Pero tenía la fuerte sensación… —Le dirigió una irónica mueca—. Hemos hablado de mis «sentimientos». Te dije que siempre están equivocados. Pero pese a todo tengo que hacer lo que me dictan. No puedo ignorarlos. Simplemente no puedo. Y esta vez tuve la intensa sensación de que estabas en algún tipo de peligro.
—Peligro, vaya que sí —respondió burlonamente Saddith—. Equivocaste esos «sentimientos», Apr. Te dominaba el intenso «sentimiento» de desear ir tú mismo a la cama con la dama, y no podías soportar el pensar que cualquier otro hombre pudiera hacerlo antes que tú. Quizá también —añadió con una sonrisa— temías que una vez hubiera probado la forma de hacer el amor del Maestro Eremis ella no mostrara ningún interés hacia ti.
Los ojos de Geraden se llenaron de pesar ante las palabras de Saddith, y empezó a enrojecer como un muchachito.
De pronto, los temblores de Terisa se hicieron peores. Había llegado tan cerca…, tan cerca de algo que no podía nombrar, alguna consciencia vital de quién o qué era. El Maestro Eremis le había dicho que ella no existía, Y, sin embargo, su contacto… Temblaba de pies a cabeza. Su voz sonó estremecida.
—¿Quieres decirme que Myste no desea verme? ¿Que te lo inventaste?
El Apr pareció encogerse, pero fue Saddith quien dijo, en un tono de regocijada indignación:
—Por supuesto que no. No soy una mentirosa, mi dama. —Con evidente dificultad, reprimió sus deseos de echarse a reír—. Seguro que dama Myste ha expresado su deseo de hablar contigo. Pasé un tiempo considerable buscándote antes de que encontrara al Apr Geraden y él me dijera dónde estabas.
Tranquilizado por su apoyo, Geraden admitió:
—Pero es cierto que Myste no es el tipo de dama que insista en verte inmediatamente.
Saddith asintió con la cabeza.
—Creo que en realidad no sabe lo que es ser la hija de un rey.
—Si ella hubiera sabido dónde estabas —prosiguió Geraden, con algo de su felicidad personal burbujeando más allá de su autocontrol—, estoy seguro de que hubiera insistido en aguardar hasta que el Maestro Eremis hubiera terminado contigo.
—De todos modos —concluyó la doncella—, yo hice creerle a él lo contrario. En el futuro, será más prudente y más cuidadoso en sus designios.
Geraden no pudo evitarlo: echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una carcajada.
Saddith se le unió.
A su distinta manera, ambos parecían tan complacidos que la tensión que había hecho temblar a Terisa se relajó involuntariamente por sí misma. Ella también sintió deseos de reír.
—Se puso tan furioso. —En aquel momento, tuvo la sensación de que le haría todo un mundo de bien echarse a reír—. Quizá no esté acostumbrado a la frustración. Parecía más bien estúpido allí.
El pensamiento del Maestro Eremis pareciendo estúpido sobresaltó tanto a Geraden como a Saddith.
Sin prestar demasiada atención a donde se dirigían, casi tropezaron con el Maestro Quillon.
Debido a su camaleónica ropa gris y su discreta actitud, pareció brotar frente a ellos como surgido de la nada. Su sonrisa no se cerró sobre sus salientes dientes.
—Ah, eres tú, Apr —dijo de inmediato—. Ven conmigo. Tengo necesidad de ti.
Terisa tuvo la sensación de que su tono era de mal agüero para Geraden.
—Maestro Quillon… —Geraden se mostró confuso—. Ya he terminado mis deberes. Deseaba pasar la tarde…
—Exacto —interrumpió el Imagero—. Deseabas pasar la tarde ayudándome. Estoy decidido a terminar mis investigaciones antes de que el Maestro Gilbur llame a su campeón y se nos pida a todos que dejemos a un lado nuestras preocupaciones personales en bien de la guerra que va a seguir. Ven conmigo.
Se volvió bruscamente y echó a andar pasillo abajo.
—¡Maestro Quillon! —protestó Geraden—. Es costumbre dejar que los Aprs hagan lo que quieran en su tiempo libre cuando han terminado todos sus deberes.
El Maestro se detuvo. La forma en que mostró sus dientes le dio un aire de lúgubre salvajismo. Sus ojos brillaron fríamente.
—Avergüénzate, Geraden —dijo, hablando en voz muy baja—. La pereza no hace al Maestro. El trabajo lo hace. ¿Cómo quieres aprender alguna vez, si no estás dispuesto a hacer el esfuerzo? —Entonces su rostro se tensó—. Esto no es una petición, Apr. Ven conmigo.
Se alejó, caminando enérgicamente.
Geraden lanzó una mirada de súplica y disculpa a Terisa.
—Ve, Geraden —susurró Saddith—. No hagas el tonto. ¿Qué será de tus deseos de ser un Maestro? No haces daño a nadie excepto a ti mismo desobedeciendo.
El Apr hizo una mueca, asintió, alzó las manos en un gesto desesperado, y trotó tras el Maestro Quillon.
Saddith rió de nuevo, esta vez de Geraden, pero su risa no era cruel.
—Es un buen muchacho, mi dama, con muchas atractivas cualidades. —Sonrió—. Incluso su torpeza puede ser interesante. Pero yo en tu lugar no me preocuparía por él. Puedes apuntar más alto.
»Si ya eres capaz de interesar al Maestro Eremis —ahora hablaba en serio, quizá con una punta de envidia— sin hacer más esfuerzos que los que has hecho, seguro que puedes apuntar más alto. Como un ejemplo, considera al Castellano Lebbick. No lo creerás, tras probar un poco de su lengua y de su genio, pero es sumiso como un corderito. Y ahora su esposa de muchos años ha muerto, tras una larga enfermedad. He ahí un hombre con mucha necesidad de una mujer. Si yo pudiera atraer su atención, te aseguro que no seguiría siendo mucho tiempo una sirvienta en Orison.
—Saddith, ¿qué debo hacer? —preguntó Terisa en un impulso. Ahora que Geraden se había ido, sentía una urgente necesidad de hablar con él. Pese a las instrucciones del Maestro Barsonage, deseaba contárselo todo. Y deseaba saber cómo respondía él al razonamiento del Maestro Eremis. Pero no podía discutir ninguna de aquellas cosas con la doncella—. No soy una Imagera, no sé nada acerca de los hombres. —Luego, recordando las manos de Eremis, y su boca, añadió—: El Maestro Eremis y Geraden se odian mutuamente.
—Mi dama —respondió Saddith, intentando hablar de forma intrascendente—, puedo asegurarte que el Maestro Eremis no me odia a mí.
Una ventana abierta en alguna parte dejó entrar una corriente de aire frío al pasillo. Terisa se estremeció. Saddith guardó silencio durante todo el resto del camino hasta su destino.
Terisa esperaba que la doncella la llevara a la suite que dama Myste compartía con su hermana en la torre encima de los aposentos del Rey Joyse, pero Saddith condujo a Terisa de vuelta a sus propios aposentos. Myste estaba aguardando allí.
Saddith intercambió sus habituales bromas con los guardias, luego abrió la puerta e invitó a entrar a Terisa. Hallaron a dama Myste de pie delante de una de las ventanas. Pese al frío de fuera, la luz del sol realzaba el tono veraniego de su cabello y piel, haciéndola más evidentemente hermosa de lo que había sido en sus aposentos, en compañía de Elega. Sin embargo, contemplaba el castillo y el desolado invierno como si anhelara estar en cualquier parte menos allí.
Su rostro conservaba su expresión lejana, pero abandonó la ventana y sonrió cuando Terisa entró en la estancia.
—Mi dama —empezó, luego se corrigió rápidamente—, Terisa, qué alegría que hayas venido tan pronto. —No había perdido la extraña excitación con que había recibido la idea de que Terisa distaba mucho de ser una Imagera o una mujer de poder, que de hecho no era más que la secretaria de una misión—. Espero que no te haya apartado de nada que estuvieras haciendo. Me temo que no tengo nada urgente que decirte. Para Elega todo es urgente, pero yo no deseo más que un poco de tranquila charla.
Su saludo cogió a Terisa por sorpresa. Tuvo la instintiva sensación de que Myste era una de las pocas personas allí que no tenía extrañas o incluso letales expectativas sobre ella…, una de las pocas con las que era posible que pudiera mantener una simple amistad. Pero, por esa precisa razón, no estuvo segura de cómo responder. Sabía tan poco acerca de la amistad.
Afortunadamente, Saddith acudió a su rescate. Haciendo una cortesía, mintió:
—Dama Terisa estaba ya volviendo cuando la encontré, mi dama. Había asistido a una reunión de la Cofradía, pero ya había terminado.
»Y ya es bien pasada la hora del almuerzo —prosiguió—. ¿Os traigo algo de comer? Así podréis hablar con más comodidad.
Por un momento, Terisa espero que Myste respondiera a Saddith. Myste era la hija del Rey. Pero luego se dio cuenta de que aquellos eran sus aposentos: la hospitalidad era responsabilidad suya.
—Por favor —dijo rápidamente—. Tengo hambre. —Apresurándose a recobrar sus modales, preguntó a Myste—: ¿Tú no? No sé lo que podrá traernos Saddith, pero estoy segura de que no le tomará mucho tiempo.
La dama siguió sonriendo. Su mirada era directa…, y distante, como si pasara directamente a través de los ojos y mente de Terisa hacia algo que estaba más allá.
—Gracias. Eres muy amable.
—Muy bien, mi dama —dijo la doncella—. Vuelvo en un momento. —Camino de la puerta, se detuvo de forma que le daba la espalda a Myste y lanzó a Terisa una aguda mirada…, una mirada que parecía decir: Ve con cuidado. Presta atención. Esta mujer es la hija del Rey. Luego se fue, cerrando suavemente la puerta tras ella.
Desde el punto de vista de Terisa, sin embargo, el hecho de que Myste fuera la hija del Rey no significaba realmente nada. Lo que importaba era que ella, Terisa, deseaba de pronto tan fuertemente la amistad de Myste que el deseo le dolía en lo más profundo de su corazón. Nunca había tenido una amiga…
Oh, por supuesto, había tenido amigas: compañeras de juego en sus primeros años, chicas que hablaban con ella en los pasillos y susurraban chismorreos durante la escuela. Pero, desde un principio, sus padres nunca habían animado las amistades. En particular, nunca le habían permitido visitar los hogares de sus jóvenes compañeras de juego, nunca había invitado a ninguna de esas chicas a su casa. Y esta separación se había mantenido en todas las numerosas instituciones privadas a las que había sido enviada, escuelas exclusivas dedicadas más a formar el carácter moral que a alimentar la camaradería. O quizá la distancia que había mantenido a todo el mundo apartado de ella era algo que llevaba en sí misma…, un abismo de pasividad y duda que nadie sabía cómo cruzar; una herida no sanada.
Ella no deseaba perder su oportunidad.
Torpemente, hizo un gesto hacia dos de las sillas.
—¿Quieres que nos sentemos? —Luego recordó la jarra en una de las mesitas laterales—. ¿Te apetece un poco de vino? —Pero tuvo la impresión de que sonaba tan desconcertada que no pudo soportarlo—. Lo siento —dijo, abandonando el fingimiento de que sabía lo que estaba haciendo—. Me hago un lío con todo. Me siento tan nueva con todo esto. Creo que no tuve nunca a nadie invitado en mi apartamento.
Myste no tenía forma de saber que aquello era la verdad literal, pero lo aceptó de todos modos.
—Por favor, no te disculpes. Creo que lo haces sorprendentemente bien. Considera lo que te ha ocurrido en los últimos tres días. Has sido trasladada a un mundo extraño y desconocido, has ido a parar en medio de un castillo lleno de conflictos, maquinaciones y traiciones. La mitad de la gente a tu alrededor parece creer que puedes salvarla de la guerra y del caos. Se ha atentado contra tu vida. Si yo estuviera en tu lugar —su tono se hizo pensativo—, me sentiría orgullosa de arreglármelas la mitad de bien.
Sin advertencia previa, los ojos de Terisa se llenaron de lágrimas. La comprensión de Myste la tomó completamente por sorpresa.
—Gracias. —Agradecida, intentó explicarse—: Durante la mayor parte del tiempo creo que debo estar volviéndome loca. Todo el mundo quiere que haga algo, y yo apenas comprendo lo que está ocurriendo.
—Vamos. —Myste tomó a Terisa del brazo y la guió a una de las sillas. Luego extrajo un delicado pañuelo de la manga de su vestido y se lo tendió—. Lo que te ha ocurrido es una cosa que debe hacer sentirte muy solitaria. Debes pensar que cada nueva persona a la que conoces está complotando de alguna forma contra ti. Y ahora has sido llevada a una reunión de la Cofradía. Dudo que reaccionaran bien cuando les dijiste que no eres una Imagera.
Terisa asintió, secándose las lágrimas con el pañuelo.
—Todos están en contra mía. La Cofradía no quiere que hable con el Rey. Él no quiere que hable con la Cofradía. Ninguno de ellos quiere que hable con nadie. —Casi estuvo a punto de decir: excepto el Maestro Quillon y el Adepto Havelock—. Y los Maestros complotan todos entre sí. El Maestro Eremis… —Me besó. Besó mis pechos—. El Castellano Lebbick me chilla. —Dudó por un segundo, luego se sonó la nariz en la fina tela—. Incluso Geraden quiere convertirme en una Imagera.
—Ah, Geraden. —La voz de Myste sugirió una sonrisa—. No puedo hablar por los demás, pero en él al menos puedes confiar. Puedes dudar de su buen juicio. Su suerte es desastrosa. Sin embargo, puedes confiar en su corazón. Todo el mundo está de acuerdo en que el Domne no tiene malos hijos.
Tras una pausa, añadió:
—Me gustaría ser tu amiga, Terisa.
Terisa miró fijamente a los ojos de la dama. Ahora estaban enfocados en ella, no distantes en absoluto, y la expresión en ellos era directa y amistosa.
Así que no pudo empezar a llorar de nuevo. Desvió la mirada. El ofrecimiento de Myste la había tocado demasiado adentro para poder reconocerlo. ¿Cómo era posible que alguien como ella tuviera amigos? Eludiendo el importante punto —y odiándose por hacerlo—, dijo:
—Tienes mejor opinión de él que Elega.
Myste sonrió de nuevo; pero, mientras lo hacía, su mirada se deslizó de vuelta a la distancia, y su rostro recuperó su aspecto lejano. Respondió suavemente:
—Tengo mejor opinión de muchas cosas que ella. Ella es la hija de un rey, y desea la importancia de un alto lugar en los asuntos de Mordant. No perdona a su padre, ni a la sociedad a su alrededor, ni a ninguna otra cosa que imagine que se alza entre ella y su derecho natural de complotar y manipular y traicionar tanto como cualquier príncipe. No perdona a Geraden por el erróneo juicio que en una ocasión la comprometió a él. —Se encogió de hombros—. Yo pienso mejor de ser una mujer. Pienso mejor de aquellos que retienen el poder en Orison. —Su tono era gentil y tranquilizador, pero bajo, como si estuviera hablando en algún otro lugar, quizás a alguna otra persona; y había una nota de añoranza en lo que decía que no encajaba enteramente con sus palabras—. Pienso mejor de mí misma.
Terisa asintió, como si comprendiera.
—¿Era de eso de lo que querías hablarme?
—Oh, no —respondió rápidamente Myste—. O quizá sí. No tengo nada especial que decir. Pero me gustaría saberlo todo respecto a ti. Para mí, eres un placer y una maravilla. Tú misma te consideras una mujer vulgar…, y te creo —se apresuró a añadir—, creo lo que dices de ti misma, aunque me resulta difícil llamar a ninguna mujer de otro mundo vulgar…, y sin embargo te encuentras aquí, en medio de la gran crisis de la historia de Mordant. Si tu mundo no posee la Imagería, una traslación así debe parecerte algo extraordinario.
»Por mi parte, nunca me han ocurrido grandes cosas. Nunca he estado en un mundo distinto al mío. De hecho, apenas he estado fuera de Orison en los últimos años. ¿Cómo es tu mundo? ¿Cómo vives tu vida allí? —Se sintió más animada mientras hablaba, picada por la curiosidad—. ¿Cómo se siente una cruzando un cristal y descubriendo que todo ha cambiado? ¿Qué hacen los espejos en tu mundo, puesto que no poseen magia?
—Por favor. Una cosa después de otra. —Pese a sí misma, Terisa sonrió ante la fascinación de Myste—. No tenemos nada mágico. Los espejos simplemente… —intentó hallar una descripción adecuada—, simplemente reflejan. Te muestran exactamente lo que sitúas delante de ellos. Si son planos. Si no son planos, siguen reflejando lo que sitúas delante de ellos, pero distorsionado.
»En mi apartamento… —Dudó. Nunca se lo había admitido a nadie: Tenía mis paredes cubiertas de espejos para poder saber que existía. Terminó débilmente—: Tenía muchos espejos.
—Entonces debes ser muy sabia —murmuró Myste, como si se aferrara a cada palabra.
—¿Sabia? ¿Por qué?
—Eres capaz de verte a ti misma exactamente tal como eres. Eres capaz de verlo todo exactamente tal como es. Yo no tengo esa visión. Y aquellos que me miran lo hacen con sus preconcepciones de la hija de un rey, quizá incluso de una mujer…, y así su visión es confusa. Ninguno de nosotros ve nada exactamente tal como es.
—Nosotros hacemos lo mismo —objetó Terisa—. Tenemos las mismas preconcepciones. Pero solamente vemos la superficie. Todo lo que nos importa es la superficie de las cosas. —Hizo un deliberado esfuerzo por ser sincera—. Quizá yo sea capaz de verme tal como soy. Pero no sé lo que eso significa. No me ayuda a saber quién soy.
Myste pareció hallar aquella noción a la vez divertida y atractiva.
—Entonces, ¿no eres sabia? Lentamente, Terisa respondió:
—No creo haber conocido nunca a nadie que fuera sabio. —A menos que la ineficaz dedicación del Reverendo Thatcher contara como sabiduría.
La dama se echó a reír ante aquello.
—Entonces seguramente estás en un error, Terisa. En estos momentos eres ya la mujer más sabia en Orison, porque no te has dejado engañar por aquellos que creen en su propia sabiduría. Conoces la diferencia entre lo que se ve y lo que no se ve, y no intentas juzgar lo uno por lo otro.
—¿Tú llamas a eso sabiduría? —Terisa sintió deseos de reír simplemente porque Myste se mostraba regocijada. La sonrisa de la dama traicionaba su parentesco con su padre: era casi tan infecciosa y agradable como la de él—. ¿Acaso el hecho de que no comprendo nada no cuenta contra mí?
Myste se echó a reír.
—Por supuesto que no. La mera comprensión es asunto de reyes, no de sabios…, o de mujeres vulgares. Y siempre es errónea. Depende de un conocimiento de las cosas que no pueden conocerse…, un conocimiento de lo que no se ve.
»Debo decirte, Terisa, que desearía que Elega tuviera menos comprensión y más sabiduría. Tú eres más sabia que ella.
Guardaron silencio durante unos instantes, mientras recuperaban su seriedad; luego, Myste preguntó:
—¿De dónde procede esa sabiduría? Háblame de tu mundo. ¿Cuáles son sus necesidades y compulsiones? ¿Cómo pasas tus días?
Unos minutos antes, aquella pregunta hubiera helado a Terisa. Pero los amistosos modales de Myste fundían la franca presión de su curiosidad. Casi antes de que supiera lo que iba a decir, Terisa empezó a hablar acerca de su trabajo en la misión.
Nunca antes había hablado de él. Las palabras parecieron brotar una tras otra mientras describía su trabajo en la misión, las ruinas humanas a las que atendía, y su propio trabajo, mecanografiar y archivar y demás labores monótonas, sus relaciones con el Reverendo Thatcher; y sus razones para hacer aquel trabajo, porque había creído que en un lugar así siempre sería capaz de notar una diferencia, porque podía permitirse aceptar el escaso sueldo, porque no se había considerado a sí misma capaz de hacer nada más exigente o ambicioso. Balbuceó sobre todo aquello hasta que la discrepancia entre lo que estaba diciendo y el brillo de la atención de Myste la detuvieron. La dama absorbía cada una de sus frases como si estuviera escuchando un relato de heroísmo y romance. Bruscamente, Terisa dijo:
—Lo siento. No pretendía decir todo esto.
—Es maravilloso —suspiró la dama. Su distante mirada aún seguía brillando—. Discúlpame si me repito. ¡Pero existe un mundo tan extraño como ése! Y tú tienes una parte en él.
—Una pequeña parte —comentó Terisa—, que es menor a cada minuto que pasa. El Reverendo Thatcher ya debe haberme sustituido. —Y su padre no tenía ninguna razón para desear que volviera.
En su excitación, Myste se puso en pie.
—Pero si es eso precisamente. —Empezó a caminar arriba y abajo por la alfombra, con sus ojos mirándolo todo excepto a su compañera—. Eres una mujer vulgar, y dices que tu vida en tu mundo es absolutamente vulgar, y sin embargo a mí me parece valiente y sacrificada. Yo también soy una mujer vulgar.
»Soy la hija de un rey, pero…, ¿qué significa eso? Es un accidente de nacimiento. Sus efectos sobre lo que se ve son simplemente que puedo vestirme bien y dar órdenes a los sirvientes. Sus efectos sobre lo que no se ve son…, apenas sé que tenga ningún efecto. Me parece claro que soy una mujer vulgar…, y que esto es bueno.
»Sin embargo, estoy rodeada de gente que no está contenta. Su falta de complicación hace a Elega salvaje. Geraden se siente miserable luchando por conseguir una Maestría que jamás alcanzará. La mitad de la Cofradía desea retirarse a la investigación pura. Los otros Maestros anhelan el poder sobre Mordant. La vida del Castellano Lebbick ha girado en torno a una mujer, y sin embargo, en su dolor, ahora desprecia a todas las mujeres. Alend y Cadwal luchan contra la paz que les ha proporcionado más beneficios que todas sus generaciones de guerra.
»Terisa, no considero buena la pasividad de mi padre. No la comprendo. Soy lo bastante su hija como para saber la importancia del esfuerzo y el riesgo. La pasividad no sirve. Pero seguro que reconocerás que no es algo tan terrible ser lo que somos.
»Tú eres la prueba de ello. —Su voz se había elevado de tono hasta una afirmación—. Según insistes, eres una mujer vulgar, sin experiencia del poder y sin ningún talento para él. Sin embargo, tu vida no carece de significado. Grandes fuerzas actúan en Mordant, y tú estás involucrada en ellas. No hay ninguna vida que no posea su propia importancia, ninguna vida que no pueda ser tocada por la grandeza en cualquier momento…, sí, ser tocada por la grandeza y tener una mano sobre ella.
Por un momento, Terisa miró a Myste. Con una urgencia que la sorprendió, deseó decir: ¿Grandeza? Eso es ridículo. ¿Cómo puedo tener algo que ver con la grandeza?
Al mismo tiempo, sintió deseos de llorar más intensamente que lo que nunca había llorado en su vida.
Afortunadamente, Myste se dio cuenta casi de inmediato de lo que estaba haciendo. Puntuando su propia seriedad, sonrió; su actitud volvió a su más habitual reserva.
—En el fondo de su corazón —dijo, con un encogimiento de hombros verbal—, Elega me considera loca. Piensa que unas nociones tan románticas me hacen poco adecuada para mi estilo de vida. —Una nota de tristeza entró en su voz—. Pero mi padre no desprecia lo que yo creo. Me quiso por eso, y había un lazo entre nosotros. —Su rostro se endureció—. Hasta que cambió, y se hizo imposible para ninguna de nosotras hablar con él.
Terisa contenía el aliento, rígida para retener lo que sentía. Pero eso ya no era necesario, ¿verdad? Era libre, ¿no? El pasado no existía. Lo que dijera o hiciera no importaba. Podía contarle a Myste la verdad. Gradualmente, dejó escapar el aire de sus pulmones.
—Mi padre nunca cambió. Siempre fue así.
—¿Quieres decir pasivo? —preguntó Myste—. ¿Como perdido y sin preocuparse por nada?
—No. Quiero decir que era imposible hablar con él.
Tentativamente, como un pequeño animal que se asoma fuera de su madriguera tras una tormenta, empezó a sonreír. Acababa de hablar críticamente de su padre, como si tuviera derecho a hacerlo…, y nada terrible había ocurrido. Quizá fuera posible la amistad después de todo.
Myste se sentó de nuevo a su lado. La expresión de la dama era suave y tranquilizadora.
—Háblame de él.
Por casualidad, Saddith eligió aquel momento para llamar a la puerta y entrar en la habitación llevando las bandejas de comida.
Incapaz de mantenerse como se sentía frente a la doncella, Terisa se puso inmediatamente en pie —más bruscamente de lo que pretendía— para darle las gracias a Saddith y ayudarla a colocar la comida.
Si Myste se sorprendió por el cambio en la actitud de Terisa, no lo mostró. Aparentemente, reconoció que algo importante había ocurrido…, algo que requería intimidad. No siguió la conversación. Cuando Saddith hubo servido la comida y se hubo ido de nuevo, Myste hizo una educada exhibición de disfrutar de su tardío almuerzo, y mientras comían retuvo su curiosidad.
Agradecida por la consideración de Myste, Terisa pasó unos minutos concentrada en su comida…, un guiso horneado en una gruesa concha de pasta. Luego, para mantener la conversación en terreno seguro por unos momentos, hizo una pregunta práctica en la que su trabajo en la misión le había enseñado a interesarse: ¿Cómo conseguía Orison alimentar tan bien a tanta gente en pleno invierno?
Myste respondió describiendo el sistema que proporcionaba a Orison toda su comida y provisiones. Tras generaciones, incluso siglos, de un sistema económico basado en la guerra, en el cual los poderosos señores luchaban por el privilegio de tomar lo que necesitaban por medio de la violencia, Mordant se había visto reducido casi a la miseria, pese a su abundancia de recursos naturales. Uno de los actos más importantes del Rey Joyse había sido reemplazar la guerra por el comercio. Esencialmente, había establecido Orison como el principal comprador —y vendedor— de todo lo que Mordant necesitaba o producía. Todos los pueblos del Demesne, y todos los Cares de Mordant, comerciaban con Orison; y Orison utilizaba los beneficios de esas transacciones para comprar lo que su propia gente necesitaba, a fin de que su riqueza actuara como fertilizante para hacer crecer más riqueza para el reino. Un sistema similar se aplicaba al comercio con Cadwal y Alend —que necesitaban demasiado los recursos de Mordant como para negarse a comerciar con el Rey Joyse—, y esos beneficios servían igualmente de abono al suelo y a la sociedad de Mordant. Como resultado, todos los Cares habían recorrido un largo camino desde la feroz pobreza que había marcado los inicios del reinado del Rey Joyse.
Terisa no captó enteramente los detalles, pero apreció de todos modos la explicación de Myste. Había criticado a su padre sin ser castigada. Cuando la dama hubo terminado, Terisa comentó:
—Suena estúpido…, pero acabo de darme cuenta de que no he salido desde que llegué aquí. —Miró hacia la ventana, con sus gruesos cristales y su capa de escarcha—. No tengo ni idea de cómo son las cosas ahí fuera.
Myste depositó su tenedor y se secó la boca con su servilleta.
—Debe ser una enorme impresión para ti. Del mismo modo que tu mundo me parece a mí muy extraño, el nuestro tiene que parecerte igualmente extraño a ti. Y hemos recibido instrucciones estrictas —dejó traslucir un momento de embarazo— de no revelarte nuestros «secretos». Tu habilidad para aceptar estas cosas… Bueno, ya he dicho que me sorprendes.
»¿Qué es lo que se siente, Terisa? No tengo experiencia con las traslaciones. —Había armónicos de éxtasis en su voz—. Nunca he cruzado un cristal a una creación distinta. Otra de mis ideas románticas —admitió— es que un acontecimiento así en la vida de cualquiera tiene que ser de alguna manera fundamental, cambiándolo tanto como cambia el lugar donde está.
—No —dijo inmediatamente Terisa, recordando la sensación de impersonal enormidad, de eternidad temporal, de desvanecerse—. No creo que a mí me cambiara en absoluto. —Casi añadió: Me gustaría que lo hubiera hecho—. No duró lo suficiente.
»Era como —prosiguió, repentinamente segura de lo que quería decir— morir sin ningún dolor. De pronto, toda tu vida desaparece, todo lo que alguna vez conociste o comprendiste o te importó; dejas de existir, y no hay nada que puedas hacer al respecto excepto quizá lamentarlo. Pero no duele.
»No estoy hablando de dolor físico —aclaró—, o siquiera de dolor emocional. Simplemente, no duele. Quizá porque hay todo un mundo a tu alrededor para ocupar el lugar del que has perdido. ¿Entiendes? Creo que ésa es la única razón de que pueda soportarlo.
Como respuesta, Myste sonrió vagamente…, no como si no estuviera escuchando, sino más bien como si lo que oía desencadenara en ella un amplio abanico de ideas y anhelos.
—En realidad no comprendo. Elega diría que estás diciendo tonterías. La traslación es un paso físico, nada más. Pero hay algo en lo que dices… —su mano se cerró inconscientemente en un puño—, algo que tiene sentido para mí.
»Quizá sólo sea la muerte la que da significado a la vida.
Pero yo no morí, protestó instintivamente Terisa. No es eso lo que quiero decir. Yo nunca estuve allí.
La imposibilidad de explicarse mejor, sin embargo, la mantuvo en silencio.
—Terisa —prosiguió Myste, tranquila, distante, sin mirarla—, me has dado mucho en lo que meditar. Dices que no eres sabia —lentamente, se fue volviendo menos abstracta, más presente en la habitación y en la compañía de Terisa—, pero he conocido muy pocos tontos que me desafíen a examinar tan atentamente mi vida.
—No me culpes —Terisa no sabía lo que quería decir Myste…, y por el momento no le importaba. No pudo reprimir una sonrisa—. No lo hice a propósito.
Myste se echó a reír ante aquello. Terisa se le unió, feliz.
Estaban riendo aún, juntas como viejas amigas, cuando Saddith llamó a la puerta y volvió a entrar en la habitación. Tenía las mejillas enrojecidas y jadeaba, como si hubiera subido corriendo varios tramos de escaleras.
—Mi dama Terisa —dijo sin aliento—, mi dama Myste, el Rey os llama.
»Hay noticias. Asuntos importantes. Vuestra presencia es requerida en la sala de audiencias. Todos los grandes señores y las damas de Orison deben asistir.
—Eso son realmente noticias, Saddith —respondió Myste. Su inmediata excitación quedaba clara en la forma en que sus ojos se enfocaron en la doncella—. Mi padre no ha convocado Orison en la sala de audiencias desde hace más de un año. ¿Qué ocasiona esta reunión?
—Ha llegado un embajador, mi dama —respondió Saddith entre jadeos—. Un embajador de Alend…, ¡en pleno invierno! Tiene que haber pagado un terrible precio en tiempo y hombres y pertrechos. ¡Y dicen que es el Príncipe Kragen en persona! ¿Qué puede haber impulsado al hijo primogénito del Monarca de Alend hasta aquí, soportando tantas penalidades en esta época del año y cruzando una tal distancia, cuando todo Mordant sabe que Alend desea la guerra, no la paz? Myste desechó con un gesto esa pregunta.
—¿Y pide una audiencia con el Rey Joyse?
—¿Pedir, mi dama? La exige. O eso se dice.
—Y el Rey consiente en otorgarle al Príncipe lo que exige —prosiguió Myste—. Esto está bien. Quizá muy bien. Quizá los asuntos del reino empiecen a interesarle de nuevo.
»Terisa, tenernos que irnos. —Se encaminaba ya hacia la puerta—. No debemos perdernos esto.
Gracias a los antecedentes que le había proporcionado el Maestro Quillon, Terisa captó algo de la importancia de las noticias de Saddith. Siguió a Myste sin vacilar.
Quizás era aquello lo que significaba ser libre. Podía criticar a su padre y seguir a su amiga e incluso compartir la excitación de esa amiga sin tener que preocuparse por las consecuencias.
Cuando hubieron descendido al cuerpo principal de Orison, Myste tomó una dirección nueva para Terisa. Aquella parte del castillo estaba más abierta que la mayoría de los otros corredores: los techos eran más altos; las paredes más separadas; los suelos más lisos a causa de generaciones de pies. Las ventanas entre los arqueados soportes del techo derramaban la luz del sol invernal sobre largos y coloreados estandartes fijados de modo que colgaban separados de las piedras; bajo los estandartes había guardias en posición de firmes, con sus picas sujetas entre sus pies. Como resultado de todo ello, el lugar parecía más formal, menos habitado, que el resto de Orison.
Un cierto número de hombres y mujeres, sin embargo, se encaminaban en la misma dirección que Myste y Terisa. Algunos eran claramente oficiales de la guardia; otros llevaban los ricos atuendos de sus altos rangos. Casi todos saludaron a dama Myste de una forma respetuosa y amigable. Ella respondió con distante cortesía; como sus ojos, su atención estaba centrada hacia delante. Por otra parte, muy poca gente miraba abiertamente a Terisa. Lo que llevaba la hacía destacar entre la multitud tan llamativamente como si fuera desnuda.
Cohibida ahora, miró a su alrededor y observó que Saddith ya no estaba con ella. Al parecer, los sirvientes del castillo no habían recibido la orden de asistir a la audiencia del embajador de Alend. Lo lamentó: hubiera podido utilizar los consejos y el apoyo mundano de Saddith.
El flujo de gente se acercaba a un conjunto de puertas en pico, de más de tres metros de altura, que se abrían a un lado del corredor formal. Cuando ella y Myste las cruzaron, Terisa se halló en lo que era inconfundiblemente el salón de audiencias.
Tenía el aspecto y el tamaño de una catedral. Las paredes de piedra estaban recubiertas por paneles de madera tallada, uno tras otro por toda la gran sala, cada uno de ellos reflejando personajes y escenas que Terisa no pudo identificar; todos los paneles terminaban en elaborados remates en punta y florones que alcanzaban los seis y ocho metros hacia el abovedado techo. El profundo color marrón de la madera tenía el efecto de hacer que el salón pareciera oscuro, pero también parecía distanciar el techo y llenar el aire con una impresión de autoridad. La luz procedía de dos estrechas ventanas muy altas, cerca del techo, al extremo del salón, de hileras de velas colocadas en torno a las paredes y en altos candelabros aquí y allá, y de baterías de lámparas de aceite en forma de farolillos en las esquinas. El intenso y perfumado olor del aceite de las lámparas proporcionaba al aire un aroma como de madera de sándalo.
En el extremo más alejado, opuesto a las puertas, se erguía una estructura que sólo podía ser el trono del Rey Joyse: un adornado sitial de caoba sobre un estrado a cuatro o cinco escalones de altura, que dominaba el espacio que tenía ante él. Una gran parte del suelo delante del trono estaba despejado, excepto una amplia y gruesa franja alfombrada que conducía desde las puertas hasta el primer escalón del trono; pero ese espacio despejado estaba cerrado por tres lados con bancos como de iglesia, en los que la gente que entraba en el salón se iba sentando.
Todos dejaban de hablar tan pronto como cruzaban las altas puertas. La atmósfera del salón parecía silenciarlos.
Cuando miró a su alrededor, sin embargo, Terisa vio que la sala de audiencias no había sido diseñada enteramente para inspirar respeto. Por encima de los paneles, en todos sus cuatro lados, había una larga galería; los guardias estacionados allí no llevaban picas, sino arcos.
Aquellos eran los únicos guardias en el salón, excepto dos en las puertas y dos más a cada lado del trono del Rey Joyse.
Pero fueron suficientes para hacer que Terisa tendiera el cuello mientras Myste la conducía hacia delante, y se preguntara cuántos asesinatos se habían producido en Orison antes de que el Rey Joyse o sus antepasados hubieran concebido aquel sistema de protección. Era una defensa convincente. Mientras los guardias permanecieran leales a su Rey, éste probablemente no tenía nada que temer de nadie en el salón de audiencias.
Siguiendo a dama Myste, Terisa pasó junto a los bancos alineados en tres lados del espacio abierto y avanzó hacia el trono del Rey. A cada lado del estrado, una hilera de sillas cubría el espacio hasta los bancos…, lugares especiales para aquellos que compartían el poder del Rey o gozaban de su favor.
A la derecha del trono, la silla más cercana estaba ya ocupada por el Castellano Lebbick. Su mirada perpetuamente ardiente y la banda púrpura anudada en torno a su corto pelo salpicado de gris le hacían parecer como un fanático.
Afortunadamente, no se esperaba que Terisa se sentara cerca de él. Los primeros asientos estaban ocupados por oficiales bajo su mando; la mayor parte del resto estaban llenos por Maestros, entre ellos Gilbur, Barsonage y Quillon. (¿Quillon? ¿No estaba trabajando con Geraden?) Myste condujo a Terisa a la izquierda del trono, donde se unieron a dama Elega y varios hombres, muchos de ellos viejos, que parecían consejeros antes que cortesanos. Myste los presentó con títulos tales como «Señor del Comercio» y «Señor de las Finanzas Reales». Miraron a Terisa con la boca abierta, como si acabara de llegar de la Luna.
Elega mostró más entusiasmo.
—Me alegra que estés aquí —susurró, arrastrando a Terisa hasta una silla a su lado—. Temía que te localizaran demasiado tarde…, o que Myste pudiera considerar que no era conveniente traerte a la audiencia. —Hablaba como si sus palabras no pretendieran ser insultantes, y Myste pareció considerarlo así—. ¡El propio Kragen, Terisa! El hijo primogénito de Margonal, el Monarca de Alend, y Príncipe de los Feudos de Alend. ¡Imagínatelo! Ha recorrido toda esta distancia desde Scarab en lo más fuerte del invierno. Su propósito tiene que ser a la vez importante y terrible. Ahora mi padre tendrá que alzarse a la estatura de su reino —sus vividos ojos llamearon—, o perderá el poco respeto que aún conserva en Mordant.
—Elega, es nuestro padre —murmuró Myste en voz muy baja—. Aunque se volviera completamente loco, sigue mereciendo nuestro respeto.
Elega dejó escapar un suave bufido de desdén.
—Que abdique de su reino cuando se vuelva loco. Entonces lo respetaremos como nuestro padre sin necesidad de despreciarlo como un rey fracasado.
Terisa observó que Lebbick las miraba con ojos ardientes, como si las estuviera oyendo u odiara cada una de sus palabras.
Su mirada la heló de tal modo que transcurrieron varios momentos antes de que se diera cuenta de que las puertas de salón habían sido cerradas.
En torno a la galería, cada uno de los guardias sujetó su arco y puso una flecha en la cuerda. Instintivamente, Terisa aferró el brazo de Myste. Pero la dama sacudió la cabeza y sonrió tranquilizadoramente.
Ahora el Castellano se había puesto en pie. Se enfrentó a toda la gente sentada y dijo:
—Mis señores y damas, atended. —No alzó la voz, pero su tono alcanzó hasta los más lejanos rincones del salón—. Habéis sido convocados a esta audiencia por Joyse, señor del Demesne y Rey de Mordant.
Como si hubiera estado aguardando sus palabras, el Rey Joyse apareció desde detrás de la alta mole de su trono. Llevaba lo que parecía ser el mismo manto de terciopelo púrpura que cuando Terisa lo vio por última vez. Su pelo blanco estaba retenido en su lugar por una corona de oro; pero su barba parecía como si se acabara de levantar de dormir y hubiera olvidado peinársela. Ahora, sin embargo, una banda de brocado que cruzaba su pecho desde su hombro derecho sostenía una funda de cuero elaboradamente tachonada con una larga espada de dos manos de enjoyada empuñadura. El peso de la espada le hacía parecer aún más frágil que antes, más arrugado dentro de su voluminoso manto. Caminaba muy lentamente.
Iba seguido inmediatamente por el Adepto Havelock.
Los ocupantes del salón se pusieron en pie e inclinaron las cabezas mientras el Rey Joyse ascendía el estrado y se sentaba en su trono; luego, respondiendo a alguna señal que a Terisa se le pasó por alto, alzaron sus cabezas y aguardaron en silencio delante de su Rey.
Al mismo tiempo, el Adepto Havelock se dirigió al espacio abierto delante del trono y se puso a bailar.
Saltó sobre un pie y luego sobre el otro, casi como si cojeara, agitó la cabeza, hizo gestos con las manos, golpeó sus talones el uno contra el otro.
Su colgante sobretodo, deshilachado en el dobladillo, y su manchada casulla, sus pies desnudos y los ratoniles mechones de pelo que asomaban de su coronilla, le hacían parecer andrajoso, un madero humano flotando en las aguas surgido de alguna alcantarilla. Su nariz como un pico apuntaba hacia la concurrencia con una ferocidad que su vacilante y sibarítica boca y confusos ojos convertían en estúpida.
Su expresión era tan lunática que Terisa estuvo a punto de echarse a reír en voz alta. Afortunadamente, no lo hizo. Todo el mundo contemplaba a Havelock —o evitaba mirarle— con tristeza, disgusto u horror. Alguien a quien no pudo ver murmuró, audible y amargamente:
—Salve al Esbirro del Rey.
El Castellano Lebbick clavó su mirada en el Adepto con un fuego tal que hacía temer que su sobretodo se incendiara. Ni siquiera la tolerancia de Myste parecía aceptar las cabriolas de Havelock; tenía el ceño fruncido y se mordía el labio inferior, y sus ojos brillaban con furia o lágrimas.
Sin embargo, el Adepto parecía gozar con la reacción que causaba…, o no le importaba en absoluto. En una mano llevaba un humeante incensario de plata modelado como un gran sonajero, y agitaba los humos del incienso a su alrededor mientras saltaba. Pronto su danza lo llevó cerca de la gente de pie frente a sus bancos. En aquel punto, empezó a elegir individuos determinados como foco de su atención. Saltaba arriba y abajo frente a ellos, hacía floreos con su incensario hasta que el humo les hacía toser y lagrimear. Y gritaba con tonos litúrgicos, como si estuviera entonando plegarias específicas para cada una de las personas a las que miraba:
—¡Roderas en los salones!
—¡El brinco es el juego que juegan las estrellas con el destino!
—Doce velas fueron encendidas sobre la mesa, doce por los doce tipos de locura y misterio.
—Todas las mujeres están mejor vestidas cuando están desnudas.
—Dientes de león y mariposas. Al final, no tenemos más que dientes de león y mariposas.
El Rey Joyse se dejó caer en su trono, apoyó los codos en los brazos y se sostuvo la cabeza con ambas manos.
—¡Salve al Rey Joyse! —siguió piadosamente el Adepto Havelock, aún bailando frente a la gente, aún obligándola a respirar su incienso—. Sin él, la mitad de vosotros estaríais muertos. El resto sería esclavo de Cadwal. —Había elegido a una hermosa mujer joven para recibir esas palabras—. Si estás muerta de cintura para arriba, pero la mitad inferior sigue viva —sonrió salvajemente—, entonces aún puedes prestar servicio.
La mujer parecía lo suficientemente pálida como para desvanecerse en cualquier momento. En vez de ello, sin embargo, se cubrió la boca con la mano y rió nerviosamente.
El Adepto se detuvo de inmediato. La miró sorprendido e indignado; con su mano libre se rascó una de las zonas calvas de su cráneo. Luego bufó:
—¡Testículos de toro! —y arrojó el incensario por encima del hombro. Golpeó el suelo y se abrió con un chasquido, y un bloque de incienso cayó sobre la gruesa alfombra. Con tono de censura, restalló—: No me molestaré en decir nada más, mi dama. Puedo ver que estoy perdiendo mi tiempo.
Se apartó bruscamente de ella y avanzó a largas zancadas hasta el lugar por el que había hecho su entrada.
—¿Me oyes, Joyse? —gritó al Rey. Sus brazos aletearon furiosos a sus costados—. ¡Estoy perdiendo mi tiempo!
Un momento después desaparecía tras el trono.
El salón de audiencias guardó un impresionado silencio. Al parecer, la gente de Orison no estaba acostumbrada a los ataques de Havelock. En uno o dos lugares entre los bancos se inició un tipo distinto de risita; fue cortada de inmediato. El mediador de la Cofradía había perdido toda expresión en su rostro. El Maestro Quillon se cubría los ojos con una mano. Un ceño irritadamente fruncido surcaba el rostro del Maestro Gilbur. Los ojos de Elega llameaban furiosos. Myste parecía como si deseara llorar.
Junto al incienso del incensario y el perfumado aceite de las lámparas, Terisa olió el acre olor de tela quemándose. El incienso derramado estaba abrasando la alfombra.
El Rey Joyse parecía encogerse debajo de su manto. El azul acuoso de sus ojos era desolado.
El Castellano Lebbick fue el primero en actuar. Ardiendo de rabia, se apartó de su asiento, se dirigió al lugar donde la alfombra se estaba quemando, y apagó el fuego con el tacón. Luego miró fijamente al Rey, con los puños clavados en sus caderas.
—Quizá tú conozcas el significado de la exhibición del Adepto, mi señor Rey. —Su voz sonaba salvaje—. Yo no. Sería más comprensible para mí si lo hicieras encadenar.
Inmediatamente, sin embargo, recobró su autocontrol. Sin ningún fingimiento de transición, dijo:
—Mi señor Rey, el Príncipe Kragen de Alend ha solicitado esta audiencia. Dice que viene como embajador de su padre, Margonal, el Monarca de Alend. ¿Debe ser admitido?
Por un momento, el Rey Joyse no respondió. Luego suspiró.
—Mi viejo amigo es más sabio que yo. Todo esto es una pérdida de tiempo. Pero, puesto que debemos enfrentarnos a ella, que así sea. —Hizo un cansado gesto—. Admite al Príncipe Kragen. —Un momento más tarde añadió—: Y sentaos, todos. Me cansáis.
Lebbick alzó la vista hacia la galería e hizo un gesto con la cabeza. Luego regresó a su asiento.
Obedeciendo inmediatamente a su padre, Myste se sentó. Terisa siguió su ejemplo. El Castellano también hizo lo mismo. Poco después, el resto de la concurrencia fue sentándose lentamente.
Elega fue la última. Permaneció en pie durante algunos segundos, mirando fijamente al Rey como si estuviera intentando hacer que se comportara como ella quería por la simple fuerza de su voluntad. Él, sin embargo, no correspondió a su mirada y, al cabo de unos momentos, ella también se sentó, murmurando sombríamente para sí misma.
Al mismo tiempo, las altas puertas se abrieron. Desde alguna parte, una corneta hizo sonar una fanfarria. Todo el mundo miró hacia las puertas mientras tres hombres entraban a buen paso en el salón de audiencias.
Uno de ellos abría camino, con los otros un paso tras él a cada lado, y Terisa lo tomó inmediatamente por el Príncipe. Su porte era confiado, y su paso expresaba una regia seguridad en sí mismo. Su rizado pelo negro brotaba por debajo de su casco rematado por una elaborada púa; su bigote negro brillaba como si hubiera sido encerado; sus negros ojos destellaban con vigor. En contraste con su morena piel, su casco y su peto ceremoniales eran de pulido y brillante cobre, y llevaba una espada en una espléndida funda de cobre atada a su cintura. La seda que flotaba en torno a sus miembros causaba el mismo contraste, ofreciendo destellos de luz y oscuridad mientras avanzaba.
Parecía un hombre que no vacilaría en exigir una audiencia ante nadie.
A juzgar por el hecho de que los dos hombres que iban detrás parecían más cautelosos y menos seguros de sí mismos, Terisa supuso que eran guardaespaldas. El Príncipe ignoró a los arqueros apostados en torno a la galería sobre su cabeza: sus compañeros no.
Avanzó a largas zancadas hasta que estuvo lo bastante cerca del trono como para mostrar que se consideraba el igual del Rey Joyse, pero no tan cerca que los guardias pudieran tomarlo como una amenaza. Allí se detuvo. Ofreció al Rey Joyse una elaborada inclinación de cabeza —que sus bien entrenados compañeros imitaron—, luego anunció:
—Salve, Joyse, Señor del Demesne y Rey de Mordant. Te traigo saludos de Margonal mi padre, Monarca de Alend y Señor de los Feudos de Alend, cuyo embajador soy. —Como su sonrisa, su tono era perfectamente cortés—. Grandes asuntos se preparan en el mundo. Los tiempos son peligrosos, y es conveniente que los gobernantes consulten entre sí como hermanos para enfrentarse al peligro. Mi padre me ha enviado a Orison para preguntar varias cosas…, y para proponer algunas que pueden ser de tu interés.
El Rey Joyse no se puso en pie ni reconoció de ninguna otra manera el saludo del príncipe. Hoscamente, murmuró:
—Kragen, ¿eh? Te conozco. —El temblor de la edad en su voz le hizo sonar quisquilloso.
La sonrisa del Príncipe giró algunos grados.
—¿Nos hemos visto alguna vez, mi señor Rey?
—Sí, nos hemos visto, mi señor Príncipe. —El Rey Joyse articuló hoscamente el título—. Deberías recordarlo. Fue hace diecisiete años. Tú comandabas varios escuadrones de caballería de Alend para proteger de mí a uno de tus Imageros. Cuando te derroté, tuve que atarte para conseguir que aceptaras la derrota…, sí, y amordazarte para que guardaras tus insultos para ti mismo. Eras un cachorrillo terriblemente ansioso, Kragen. Espero que diecisiete años hayan afilado tu juicio.
Ahora el Príncipe Kragen no sonreía. Sus hombres no sonreían. Uno de ellos susurró algo que Terisa no pudo oír. De todos modos, Kragen siguió mostrándose tranquilo y seguro de sí mismo.
—Mi agradecimiento por recordármelo, mi señor Rey. Dudo que sea mucho más sabio, puesto que siempre me he mostrado dispuesto a olvidar mis derrotas. Por esa razón no me siento amargado. De todos modos, es una buena cosa que haya venido aquí como embajador y no como enemigo, ¿no crees? Puesto que soy un embajador, no necesitarás atarme y amordazarme a fin de librarte de un cachorrillo terriblemente ansioso.
Ante aquello, el Castellano Lebbick hizo un ruido entre sus dientes que pudo oírse por todo el salón. Aunque siguió sentado en su silla con los brazos cruzados, dio la impresión de estar dispuesto a saltar a la garganta del Príncipe Kragen en cualquier momento.
El Rey Joyse frunció el ceño.
—A menudo —respondió lentamente al Príncipe— he dicho que un cachorrillo es mucho más peligroso que un perro. Un perro aprende gracias a la experiencia. Un cachorrillo no tiene ninguna, y así su comportamiento no es predecible.
Los ojos del embajador de Alend tenían reflejos amarillos, como un matiz de furia. Sin embargo, su actitud siguió siendo relajada. Su pose sugería que era incapaz de amedrentarse.
—Mi señor Rey, ¿tienes perros de caza? No sé si te gusta este deporte. Es una de mis pasiones. Entre mi pueblo no soy considerado un pobre maestro de la caza. Y puedo asegurarte que nunca es el cachorrillo el que trae de vuelta la presa.
Las manos del Rey se aferraron a los brazos de su trono.
—Eso —restalló— es porque los perros cazan en manada.
—Oh, padre —gimió suavemente Elega.
La indignación de los compañeros del Príncipe Kragen estaba empezando a ser más fuerte que su entrenamiento…, o su buen sentido. Uno de ellos llevó una mano a su espada; el otro se volvió medio de espaldas al rey y le susurró ardorosamente algo al oído de Kragen. Pero el Príncipe los inmovilizó a los dos con un seco gesto de su mano. Parecía decidido a no mostrarse ofendido públicamente.
—Mi señor Rey, parece que hay en ti una cierta enemistad hacia mi persona…, o quizás hacia el propio Monarca de Alend. Si eso es cierto, puede afectar mi misión. Estoy dispuesto a discutirlo abiertamente, si tú lo deseas. Pero, ¿no sería mejor una audiencia más privada? Ésa fue mi petición, como tal vez recuerdes.
—Ésa fue tu petición, como yo muy bien recuerdo —ironizó con voz rasposa el Castellano.
—De todos modos —dijo el Rey Joyse, como si estuviera siguiendo otra conversación completamente distinta—, me disculpo por haberte llamado cachorrillo. Te has vuelto más sabio de lo que tú mismo admites. En eso te pareces a tu padre.
Como respuesta, la sonrisa volvió a los labios del Príncipe Kragen.
—Oh, creo que juzgas mal al Monarca de Alend, mi señor Rey —dijo con voz lenta—. Se ha mostrado abiertamente fascinado por tu sabiduría con el paso de los años. Mi misión hacia ti es una prueba de ello.
El Castellano siguió mirando a Kragen con ojos furiosos.
—El Monarca de Alend —dijo con tono ácido— ha ocasionado en Mordant más muertes que nadie excepto el Gran Rey de Cadwal. Lleguemos a este punto, mi señor Príncipe, y juzgaremos por nosotros mismos la sabiduría de tu padre.
Por primera vez, el Príncipe Kragen desvió su atención del Rey. Aún sonriendo, dijo:
—Tú eres el Castellano Lebbick, ¿no? Si no contienes tu lengua educadamente dentro de tu cabeza, te haré agarrotar.
Terisa se envaró. Pese a su casual actitud, el Príncipe era convincente. Oyó ahogados jadeos por todo el salón. Los guardias tensaron su presa sobre sus armas; los oficiales de Lebbick se prepararon. Myste se mostró alarmada; pero Elega observaba al Castellano o al Príncipe —Terisa no supo decir a cuál— con admiración y envidia en su rostro.
La expresión de Lebbick no se alteró, pero parecía más dispuesto a la violencia a cada momento que pasaba. Lentamente, se puso en pie. Lentamente, se volvió hacia el Rey. Luego aguardó en silencio a que el Rey dijera algo.
El Rey Joyse se había dejado caer hacia atrás en su trono. Parecía estarse encogiendo. Dijo con voz débil:
—Desearía que fueras al asunto que te ha traído aquí, Kragen. Soy demasiado viejo para cruzar la espada de mi ingenio con la tuya durante todo el resto del día. —Al Castellano, añadió—: Siéntate, Lebbick. Si es lo suficientemente cachorrillo como para intentar hacerle algún daño a alguien o algo en Orison, merecerá lo que le ocurra. Estoy seguro de que darás de comer su hígado a los cuervos.
El Castellano Lebbick miró a Kragen, luego inclinó obedientemente la cabeza.
—Encantado —murmuró, y se sentó.
Terisa oyó a Elega y algunas otras personas suspirar. Algunas de ellas parecían aliviadas; el resto sonaban decepcionadas. El Rey Joyse prosiguió, más enérgicamente:
—Tenemos pocas razones para amar Alend. Te pregunto simplemente, Kragen: ¿Por qué estás aquí?
Como si no hubiera ocurrido nada, el Príncipe replicó:
—Te responderé con pocas palabras, mi señor Rey. El Monarca de Alend desea saber qué ocurre en Mordant. Quiere terminar con el caos de rumores e implicaciones. Y —Kragen hizo una dramática pausa— desea proponer una alianza.
La reacción en la gran sala fue tan intensa como él indudablemente deseaba. Incapaz de contenerse, Elega saltó en pie…, al igual que el Castellano, dos de sus oficiales y el Maestro Barsonage. El Maestro Quillon se quedó boquiabierto. Susurros de sorpresa ascendieron hacia el techo. Myste se llevó una mano a la boca y miró a su padre con excitación y esperanza.
Terisa no tenía ninguna razón para compartir la hostilidad del Castellano Lebbick. En lo que a ella se refería, el Príncipe acababa de pronunciar las primeras palabras sensatas que había oído en el salón de audiencias.
—¿Una alianza? —restalló Lebbick—. ¿Con Margonal? ¡Mierda de oveja!
Uno de sus oficiales preguntó:
—¿Acaso el Monarca de Alend piensa que nos hemos vuelto locos?
Pero otro exclamó:
—Pero, ¿y si nos aliáramos contra Cadwal? El Gran Rey reúne sus ejércitos al otro lado del Vertigon. ¡El Perdon debería oír esto!
Al mismo tiempo, el Maestro Barsonage protestó:
—¿Una alianza? ¿Una alianza contra nuestro destino? —Parecía casi frenético—. ¡Mi señor Rey, debes aceptar! —Por un instante, Terisa creyó que iba a ponerse a gritar: ¡Debes aceptar, para que la Cofradía no tenga que llamar a su campeón!
Más suavemente, pero con igual fervor, dama Elega estaba diciendo:
—¡Muy bien dicho, Príncipe Kragen! Muy bien hecho.
Pero el Rey Joyse no dijo nada hasta que el tumulto de calmó por sí mismo. No parecía sorprendido. De hecho, apenas parecía estar interesado. Tenía el rostro tenso, como si estuviera reprimiendo un bostezo.
Finalmente, el salón se tranquilizó de nuevo. El Castellano Lebbick y los demás se sentaron reluctantes, como empujados hacia sus asientos en contra de su voluntad. Pronto, todos los ojos estuvieron clavados en el Rey Joyse.
Murmurando para sí mismo, éste se irguió en su trono. Su corona había resbalado hacia un lado, y unos cuantos mechones de pelo colgaban sobre sus ojos.
—¿Una alianza, Kragen? ¿Después de varias decenas de generaciones de guerra? ¿Por qué debería aceptar algo así?
—Mi señor Rey, no tengo ni la menor idea —respondió tranquilamente el Príncipe—. No poseo hechos. Pero los rumores que llegan de Mordant sugieren que tú tienes una gran necesidad. Sugieren que esa necesidad es más grande cada vez. En consecuencia, al Monarca de Alend se le ha ocurrido ofrecerte su ayuda.
—¿Cuál cree el Monarca de Alend que es nuestra necesidad?
El Príncipe se encogió delicadamente de hombros.
—Debo repetir que él sólo ha oído rumores. Pero la importancia de esos rumores parece clara. —Hizo un gesto más allá de Lebbick, hacia los Maestros—. Parece que algunos, quizá muchos, de tus Imageros se han vuelto contra ti.
—¡Imposible! —objetó de inmediato el Maestro Barsonage—. Te estás mostrando ofensivo, mi señor Príncipe. El Rey Joyse ignoró al mediador.
—¿Y qué espera ganar el Monarca de Alend con esta alianza?
—Tu confianza, mi señor Rey. Aquello tenía sentido para Terisa.
El Rey Joyse, sin embargo, tuvo una reacción distinta. Se adelantó en su trono, con la incredulidad clara en su rostro.
—¿Qué? ¿Confianza? ¿No desea Imageros para él?
—Como he dicho —explicó pacientemente el Príncipe Kragen—, el Monarca de Alend ha meditado juiciosamente. Comprende que pueden ocurrir cosas entre gobernantes que confían mutuamente el uno en el otro que son imposibles de otra manera. Por supuesto, desea los recursos de la Imagería para su pueblo. Por supuesto, desea la riqueza de Cadwal, a fin de poder comprar más de lo que Mordant tiene y Alend carece. Pero ve que esos deseos no pueden conseguirse sin confianza. Y la confianza debe empezar en alguna parte.
»Te ofrece su ayuda y no pide nada a cambio. Si puede conseguir lo que desea, las cosas vendrán por sí mismas cuando esta cooperación te enseñe a comprenderle mejor.
—Entiendo. —El Rey Joyse volvió a echarse hacia atrás—. Indudablemente, eso explica por qué Margonal tiene un ejército de enorme tamaño agrupándose más allá de las fronteras de Fayle y Armigite. Quiero decir, por supuesto, que he oído rumores acerca de ese ejército.
—Entonces —respondió suavemente el Príncipe—, también habrás oído que el Gran Rey Festten prepara un ataque masivo contra ti. Indudablemente —se permitió una nota de sarcasmo—, no piensa aprovecharse de tu debilidad, quiero decir de tu necesidad, para aplastar tu reino, esclavizar los Cares, y capturar para él toda la Imagería. Creo que comprenderás, mi señor Rey, que el Monarca de Alend no puede permitir a Cadwal una victoria así. Aceptes o no esta alianza, debemos oponernos al Gran Rey. Forjando la Cofradía, has creado algo que no debe rendirse.
—Eso es cierto —reconoció el Rey—. Eso es cierto.
Durante un largo momento contempló el techo con la boca abierta, mesándose la barba como si estuviera sumido en profundas meditaciones. Cerró los ojos, y Terisa pensó de inmediato: ¡Oh, no, se está durmiendo! Bruscamente, sin embargo, volvió a mirar al Príncipe Kragen y sonrió.
Su sonrisa pareció iluminar su rostro como un rayo de sol.
—Mi señor Príncipe —dijo, como si se sintiera feliz por primera vez desde que había empezado la audiencia—, ¿juegas al brinco?
La garganta de Terisa se agarrotó con una creciente sensación de pánico mientras Kragen respondía:
—¿El brinco, mi señor Rey? No sé lo que es.
—Es un juego. —El temblor en la voz del Rey empezó a sonar como ardor—. Lo encuentro de lo más instructivo.
Unió las manos en una fuerte palmada. Instintivamente, Terisa se encogió. Myste y Elega miraban preocupadas y consternadas a su padre.
Casi inmediatamente, dos de los paneles de madera al otro lado del salón se abrieron, revelando una puerta en la pared. La puerta estaba ya abierta, y por ella entraron dos sirvientes llevando entre ellos una mesita pequeña. Otros dos les seguían, cada uno con una silla. Con las cabezas inclinadas, transportaron su carga por el pasillo alfombrado y la depositaron a medio camino entre el Príncipe y la base del trono del Rey Joyse. Mientras los señores y damas de Orison miraban boquiabiertos, las sillas fueron colocadas a ambos lados de la mesa como para acomodar a Kragen y al Rey. Luego los sirvientes se retiraron, cerrando los paneles y las puertas tras ellos.
La alarma de Terisa dio otra vuelta de tuerca. Reconoció aquella mesa, aquellas sillas: las había visto en los aposentos privados del Rey Joyse.
El tablero estaba dispuesto encima de la mesa, listo para iniciar el juego.
—Oh, padre —susurró Myste—, ¿hasta esto has caído? Las mejillas de Elega tenían el color de las cerezas maduras.
—Está loco —respondió—. Loco.
Pero el Rey Joyse ignoró las reacciones de su gente. Se inclinó ansiosamente hacia delante en su trono y le dijo al Príncipe:
—Superficialmente, es un juego sencillo. Un niño puede dominarlo. Sin embargo, también es sutil. En esencia, se trata de obligar a tu oponente a que gane batallas contra ti a fin de que pierda la guerra. ¿Quieres jugar?
—¿Yo? —El Príncipe Kragen dejó traslucir cierta sorpresa—. Como ya he dicho, no conozco este juego. Observaré de buen grado cómo se juega, si es eso lo que quieres. Si —comentó casualmente— consideras que no puedes hallar otro uso mejor para esta audiencia. Pero no puedo jugar.
—Tonterías. —La voz del Rey tenía una nota que Terisa no había oído nunca antes…, una nota de dureza—. Insisto. El brinco es un juego excelente para evaluar a las personas.
—Y yo debo declinar —dijo firmemente Kragen; sin embargo, había empezado a sudar—. Mi señor Rey, he pasado casi treinta días en la nieve entre Scarab y Orison porque la misión que me había confiado el Monarca de Alend no podía aguardar al cambio de estación. No me gustaría tener que esperar otro día. Si debo hacerlo, sin embargo, lo haré. ¿Quieres que nos reunamos de nuevo, en privado, mañana?
El Rey Joyse ignoró aquellas palabras con un gesto de su mano. Tosió para aclarar su garganta y dijo:
—Quiero ser tan justo como me sea posible. No voy a jugar yo mismo. Aunque me falta aún mucho para igualarme al Adepto Havelock, he adquirido mucha experiencia. No, mi señor Príncipe. —Su tono se hizo más seco—. No me he medido contigo desde hace diecisiete años. Tus fuerzas y habilidades me son desconocidas. Te enfrentaré a alguien que también desconoce el juego.
Sin más advertencia excepto su propia e imprecisa alarma, Terisa oyó al Rey decir formalmente:
—Mi dama Terisa de Morgan, ¿serás tan amable de probar al Príncipe Kragen por mí?
Ahora todos en el salón la estaban mirando. Notó que su rostro ardía. Alzó la vista hacia el Rey Joyse. ¿Frente a toda aquella gente…? El miedo hizo que su visión se volviera más aguda, inmediata, como si no hubiera distancia entre ellos; cada línea de su rostro era tremendamente clara. Pudo ver las venas pulsar en la delgada y vieja piel de sus sienes. Sus acuosos ojos parecían débiles, casi perdidos en la distancia. El pelo que asomaba bajo la corona sobre sus rasgos hacía que pareciera ligeramente ridículo.
Pero estaba sonriendo.
Y su sonrisa no había perdido su poder. La tranquilizó, como una promesa de que no pretendía hacerle el menor daño; una afirmación de que ella era demasiado valiosa para ser tratada mal; una creencia de que ella podía arreglárselas bien, le pidiera él lo que le pidiera. Era una sonrisa inocente y limpia, y no pudo resistirse.
Sin tomar conscientemente la decisión de moverse, se puso en pie y se dirigió hacia el Príncipe Kragen.
Inmediatamente deseó haber permanecido sentada. Comprendía demasiado de lo que estaba ocurriendo como para permanecer calmada, pero no lo suficiente como para estar segura de que estaba haciendo lo correcto. Y virtualmente toda la gente importante de Orison la vería hacerlo. La hija de su padre no habría hecho nunca aquello. Apenas se atrevió a enfrentarse a la mirada del Príncipe.
Las negras cejas de éste estaban fruncidas sobre sus ojos, y parecía estarse mordisqueando la cara interna de su mejilla. Su actitud tranquila y confiada lo había abandonado: no le sonrió, ni la saludó, ni inclinó la cabeza hacia ella. La chispa amarilla de sus ojos se oscureció a medida que su ira aumentaba. Estaba tan tenso que Terisa esperó que sacara su espada en cualquier momento.
Se acercó a él tanto como se atrevió…, no más de tres metros. Entonces se detuvo.
—Mi dama. —El Rey Joyse parecía estar hablando desde el fondo de un túnel—. Permíteme presentarte a Kragen, Príncipe de los Feudos de Alend e hijo de Margonal, el Monarca de Alend. Mi señor Príncipe, ésta es dama Terisa de Morgan.
»Mi dama, estoy seguro de que el Príncipe Kragen te otorgará el primer movimiento.
—Con una mano, el Rey le indicó que avanzara hacia la silla que estaba frente a Kragen y la audiencia.
El Príncipe se volvió hacia el Rey Joyse.
—No pierdas tu tiempo, mi dama —dijo—. No jugaré.
—Creo que sí lo harás. —El Rey Joyse ya no sonaba viejo…, o inocente. Sonaba como un soberano que se estaba acercando al límite de su paciencia—. Por favor, siéntate, mi dama.
Como impotente de hacer otra cosa, Terisa se dirigió hacia la silla que el Rey Joyse había señalado. La echó hacia atrás, se sentó, y enfocó sus ojos en el tablero, sin atreverse a mirar al Príncipe Kragen. Si sus ojos se cruzaban, estaba segura de que él la derribaría al suelo. Todo el salón estaba enfocado en ella. El aire a su alrededor era pesado, lleno de alarma y duda.
Pero seguro que no era impotente. Si el espejo la había creado, todo lo que creyera sobre sí misma y su pasado podía ser una ilusión. En ese caso, ella pertenecía este lugar. Había sido creada para ser lo que era, y las cosas que tenía que hacer no serían demasiado para ella.
—Estás equivocado, mi señor Rey. —Aunque hablaba bajo, la voz de Kragen era tan apasionada como un grito—. Ahora te comprendo. Cuando vine a ti como embajador de mi padre y solicité una audiencia, decidiste inmediatamente humillarme. Elegiste esta ocasión pública cuando yo deseaba un encuentro privado. Y desde un principio tuviste la idea de enfrentarme con este —tragó una maldición—, este juego. Ya lo tenías preparado y aguardando tu señal. Indudablemente has elegido a dama Terisa de Morgan porque de alguna forma ella aumenta la burla. Realmente, mi señor Rey, me sorprende que te tomaras la molestia de aguardar hasta que yo hubiera explicado mi misión antes de empezar esta charada.
»Ya basta. Regresaré al Monarca de Alend y le informaré de que no deseas una alianza.
—No lo harás. —El tono del Rey hizo que la nuca de Terisa ardiera—. Te sentarás y jugarás.
—¡No!
—¡Por mi espada, sí! ¡Todavía soy el Rey de Mordant, y mi voluntad es ley!
Antes de que el Príncipe o sus guardaespaldas pudieran reaccionar, el Castellano Lebbick hizo una pequeña señal. A lo largo de toda la galería, los arqueros alzaron sus arcos, tensaron sus cuerdas.
Todas las flechas apuntaban a Kragen.
—¡Traición! —escupió uno de los guardaespaldas. Afortunadamente, conservó el suficiente sentido común como para mantener su espada en su vaina.
—¿Traición, de veras? —dijo ásperamente el Castellano Lebbick, con evidente regocijo—. ¡Contén tu lengua, o la daré de comer a los cerdos!
Lentamente, el Príncipe Kragen se giró en un círculo completo, estudiando la galería, los paneles, la disposición de los bancos y asientos; no había escapatoria. Se enfrentó de nuevo al Rey Joyse. Su expresión era llana, cerrada. La gente en el salón lo observaba sin un sonido.
Entonces dama Elega exclamó:
—¡Vete! —como si algo la atormentara—. ¡Abandona esta locura! Eres un embajador. Tu misión es de paz. ¡Si te hace matar, la maldición de todo Mordant lo llevará a la tumba!
El Príncipe no la miró. No dijo nada.
Con un rápido movimiento, se sentó al otro lado de la mesa, frente a Terisa, y cruzó los brazos sobre su pecho, mirándola con ojos llameantes, como si su mirada fuera una lanza con la que deseara atravesarla.
El Rey Joyse no dijo nada. El Castellano Lebbick rió quedamente y no dijo nada. El Maestro Barsonage se agitó en su silla. El Maestro Quillon parecía haber desaparecido de su radio de visión. Ninguna de las hijas del Rey se movió. Ninguna acudió en ayuda de Terisa.
Era asunto de ella salvar al Príncipe.
No miró su rostro: se concentró en el tablero. Parecía imposible que alguna vez hubiera jugado antes a aquel juego. El sirviente que se lo había enseñado había sido despedido. Quizás había sido amigo suyo sin siquiera pretenderlo. Tal vez por eso precisamente había sido despedido. Al borde del pánico, pensó: ¿Por qué? No: ¿Por qué está haciendo esto el Rey Joyse?, sino: ¿Por qué yo?
Conocía la respuesta. Porque el Rey se comportaba como un lunático, y una humillación como aquella haría la guerra con Alend inevitable. Porque Mordant no podía permitirse una guerra con Alend. Porque Cadwal estaba ya reuniendo sus hombres. El Maestro Quillon le había proporcionado la respuesta. La estaba observando profundamente. Y Geraden se lo había mostrado en un espejo. Porque formas llenas de protuberancias con terribles mandíbulas habían sido enviadas de ninguna parte para despedazar a los hombres.
Si su pasado no existía, ¿qué tenía que perder?
Al cabo de un largo momento, mientras el sudor se acumulaba en su cuero cabelludo y el miedo se aferraba a su pecho, alargó la mano e hizo su primer movimiento.
Inmediatamente, el Príncipe Kragen descruzó un brazo, tomó la pieza frente a la suya, y la movió en un movimiento idéntico al de ella. Su gesto traicionó las manchas oscuras que permeaban la seda de su sobaco.
Ella asintió para sí misma, y algo de su tensión se relajó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él no sabía nada del juego. Estaba en sus manos.
Como una distante llamada de cuernos, se le ocurrió que sí había una salida a aquel dilema.
Hizo otro movimiento.
Kragen lo copió.
Rápidamente, para que él no tuviera tiempo de pensarlo dos veces, movió de nuevo. El Príncipe la copió de nuevo.
Tras unos cuantos movimientos más, pudo volverse en su asiento y mirar al Rey Joyse. Su corazón latía como si acabara de correr un importante riesgo, como si hubiera hecho algo que podía marcar toda una diferencia.
—Tablas —dijo.
La pasión en el rostro del Rey parecía próxima a la apoplejía. Estaba a punto de estallar de rabia. O quizá se sentía terriblemente divertido…, no pudo decirlo.
El Príncipe aprovechó rápidamente la oportunidad. Se puso en pie sin dirigir siquiera una mirada a Terisa y dedicó al Rey Joyse una irónica inclinación de cabeza.
—Te doy las gracias, mi señor Rey. Es realmente un juego muy instructivo. Excelente para evaluar a las personas. El Monarca de Alend se sentirá fascinado cuando lo oiga.
»Ahora, con tu permiso, me retiraré. Me temo que el viaje desde Scarab me ha agotado. No puedo proseguir sin descansar antes.
Hizo un gesto con la cabeza a sus guardaespaldas; éstos hicieron también una inclinación de cabeza. Luego se volvió y se dirigió hacia las puertas.
El Rey Joyse tragó con dificultad su emoción.
—Descansa, si debes hacerlo. —Sonaba de nuevo irritable, como un niño decepcionado—. Eres más cachorrillo de lo que pensé.
Las largas zancadas del Príncipe Kragen perdieron su ritmo por un instante; sus hombros se crisparon. Impresionada por la brusquedad con que la misión del embajador había sido rechazada, la gente en el salón lo miraba fijamente…, y al Rey Joyse.
Pero el Príncipe no se detuvo. Las puertas fueron abiertas para él, y salió con paso enérgico del salón de audiencias.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Elega estaba en pie. En sus ojos destellaban rayos. Su grito resonó contra el alto techo del salón.
—¡Padre, estoy avergonzada!
Tan rápido como su larga y pesada falda y sus enaguas se lo permitían, corrió detrás del Príncipe.
Nadie más dijo nada. Nadie se atrevió.
El Rey Joyse suspiró suavemente. Apartó con ambas manos el pelo de su rostro y reajustó su corona. Luego se rascó las uñas en la barba.
—Eso me entristece —murmuró, como si no supiera que todo el mundo en el salón podía oírle—. Siempre he estado orgulloso de ti.
Se puso cansadamente en pie y bajó los escalones del trono.
Cuando echó a andar hacia la parte de atrás del estrado, Myste dijo con voz suave y dolorida:
—¡Oh, padre! —y corrió tras él.
Terisa hubiera debido sentirse orgullosa de sí misma. Había conseguido un cierto tipo de victoria. Pese a ello, sin embargo, Myste estaba dolida, y Elega furiosa; y el Rey Joyse se había convertido en algo que era mucho menos de lo había sido antes, mucho menos de lo que necesitaba ser. Terisa se quedó con una sensación tan hueca como unas tablas en su corazón. El recuerdo de los cuernos había desaparecido.