12
Lo que hacen los hombres con las mujeres

Terisa no sabía cómo enfrentarse de nuevo con Saddith. Afortunadamente, cuando la doncella le trajo la cena, las viejas costumbres habían acudido a su rescate. Respondió a la radiante expresión de Saddith de la misma forma pálida, pasiva, reservada, con que tan a menudo se había enfrentado a sus padres; se puso la no existencia como una capa, de modo que nada referente a ella llamara la atención sobre sí o alterara el fluir de las emociones y preocupaciones de Saddith. Como resultado, fue capaz de oír las insinuaciones y la excitación de Saddith como si no sintiera nada. Y no tuvo ningún problema en bloquear los alegres intentos llenos de curiosidad de la doncella de descubrir cómo había pasado ella el día.

Tenía la impresión de que era muy posible que realmente no sintiera nada. ¿Cómo podía saber si una emoción de cualquier importancia se apoderaba de ella?

Desgraciadamente, los hábitos que la salvaron se cobraron su precio. La sensación de que se estaba desvaneciendo empezó a actuar de nuevo sobre ella. Se presentaba una mala noche…, y no disponía de ningún espejo con el que defenderse.

Después de que la doncella recogiera la bandeja y se marchara hasta la mañana siguiente, Terisa tomó otro baño, utilizando la frialdad del agua y el calor del fuego para crear la ilusión de realidad física. Luego pasó algún tiempo redisponiendo meticulosamente las lámparas de la habitación, intentando extraer algún reflejo del cristal de la ventana. Pero la negra noche de fuera se negó testarudamente a devolverle su imagen.

Estuvo tentada de abandonar, de dejar que las cosas ocurrieran como debían ocurrir y aceptar las consecuencias. Pero llevaba años luchando aquella misma batalla. ¿Qué hizo el Maestro Eremis para salvarla, de todos modos? El no había creado su problema. Seguro que ella no era tan estúpida como para creer que podía curárselo…, que el contacto de sus manos sobre su cuerpo podría restablecer aquello de lo que ella carecía. Entonces, ¿por qué malgastaba su tiempo sintiéndose tan miserable respecto a él? ¿Por qué estaba…

…temblando en mitad de la habitación con el corazón rugiendo alocadamente sólo porque alguien había llamado a su puerta?

Conocía la respuesta a aquello. Esta noche era la noche en la que se suponía que el Maestro Eremis y el Maestro Gilbur debían reunirse con los señores de los Cares.

Por un momento deseó ignorar quién estaba al otro lado de la hoja. Pero la llamada se repitió, recordándole que no tenía ningún lugar donde ocultarse. Reuniendo sus escasas reservas de valor, fue a responder.

El Maestro Eremis estaba allí de pie, sonriendo.

La forma en que la miró tenía aún demasiado poder: barrió sin ningún esfuerzo toda cuestión de desvanecerse, la hizo real frente a él…, real para él. Después de todo, ¿qué mal había cometido haciendo el amor con Saddith? Sus ojos prometían que sus atenciones valían la pena de ser experimentadas. ¿Quién sabía cómo besarla con aquella exacta combinación de ardor, experiencia y júbilo?

Y, si perdía su interés hacia ella, siempre podía atraerlo de nuevo contándole lo del Adepto Havelock y el Maestro Quillon.

Como autodefensa, intentando mantenerse firme ante él, dijo:

—No quiero ir.

Él entró tranquilamente en la habitación, como si la conociera mejor que ella misma.

—Mi dama —dijo en tono apaciguador—, debes.

—¿Por qué? —El esfuerzo por no perderse en su brillante mirada y su sonrisa hizo que la cabeza le diera vueltas—. No tiene nada que ver conmigo.

—Ah —respondió el Maestro—, en esto estás equivocada. —Su actitud se hizo un poco más sobria—. Tienes que venir conmigo como demostración de mi buena fe. Puede que no te des cuenta de la mala reputación en que el Rey Joyse ha situado a todos los Imageros. O bien somos creación de su voluntad, honestos sólo en la medida en que él es honesto, o mantenemos alianzas con Cadwal y Alend que nos hacen traidores, o somos la fuente del actual peligro. Somos considerados de este modo porque la Cofradía fue creada por la fuerza antes que por la voluntad. Debo persuadir a esos indóciles señores de que deben confiar en mí, y eso sólo puedo conseguirlo si soy honesto con ellos. Debo mostrarte a ellos para que puedan captar lo que la Cofradía ha intentado en el pasado…, y lo que queremos hacer ahora.

»Mi dama, esto tiene mucho que ver contigo. Si no vienes conmigo, no conseguiré nada de esta reunión… —Hizo un intento por no parecer demasiado alegre—, y todos mis esfuerzos por salvar Mordant no habrán servido de nada.

Sus manos retorcieron ligeramente los extremos de su casulla.

Terisa recordó sus manos. Apenas había empezado a averiguar lo que podían hacer. Su corazón latía alocado en su garganta. Casi dijo: De acuerdo. Iré contigo. Si antes me llevas de vuelta a tus habitaciones. Las palabras estuvieron tan a punto de brotar de su boca que se sintió mareada. Tuvo que tragar saliva más de una vez antes de ser capaz de asentir con la cabeza.

Él tendió la mano hacia ella.

—Mi dama —dijo con voz lenta, mientras sujetaba su brazo—, estaba seguro de que comprenderías.

Los guardias lo detuvieron cuando cerró la puerta tras ella. Querían saber dónde la llevaba. Órdenes del Castellano Lebbick. Pese a que —Terisa sólo fue vagamente consciente de ello— Geraden nunca había sido interrogado de aquel modo cuando había salido con ella. El Maestro Eremis respondió ásperamente que dama Terisa de Morgan había aceptado reunirse con él y algunos otros Maestros para una cena tranquila en los aposentos del mediador de la Cofradía. Luego la empujó hacia delante.

La forma en que encajaba su mandíbula indicaba que los guardias lo habían puesto furioso.

Sujetando su brazo, la llevó torre abajo y a través de varios de los pasillos principales. Ella estuvo a punto de perder el equilibrio y se detuvo en seco cuando divisó de nuevo al hombre con la capa gris. Pero desapareció casi de inmediato; lo perdió de vista antes de que pudiera señalárselo al Maestro Eremis. Sonriendo en tono de disculpa por su torpeza, siguió andando. El hombre de la capa gris no volvió a aparecer.

El Maestro Eremis no hacía ningún intento obvio de furtividad, pero avanzaban a lo largo de un camino calculado para confundir a los pocos guardias con los que se cruzaban. Sin embargo, pronto se hizo claro que no estaba conduciendo a Terisa a ningún lugar cerca de la sección privada de la Cofradía en Orison. Ni tampoco se dirigía hacia el complejo de estancias y pasadizos del laborium. Más bien estaba descendiendo, dando un rodeo pero de forma inconfundible, hacia una húmeda y poco usada parte del castillo que se parecía al lugar donde el Adepto Havelock tenía sus aposentos…, un lugar entre los cimientos de Orison. Por un momento la golpeó el alocado pensamiento de que el Maestro Eremis tenía algo que ver con el Maestro Quillon y el Adepto. Pero, aunque los pasadizos que elegía Eremis eran fríos, vacíos y poco cuidados, todavía eran lo bastante públicos como para estar iluminados: las linternas colgaban de las paredes a distantes intervalos. Los corredores y estancias laterales parecían indicar que aquella parte del castillo había estado en su tiempo habitada. Quizás Orison la había ido abandonando a medida que crecía en altura. O tal vez los cimientos habían empezado a sufrir filtraciones. Fuera cual fuese la razón, aquellos pasillos y habitaciones habían sido claramente abandonados por otros aposentos más secos en algún otro nivel. Las botas del Maestro Eremis chapoteaban sobre charcos medio helados en el suelo, y el sonido tenía ecos húmedos. Terisa podía oír el gotear de agua en la distancia.

Se apretó los brazos contra el frío e intentó recordar el camino de vuelta para no perderse.

Sin advertencia previa, una forma oscura pareció materializarse de la pared. Terisa retrocedió involuntariamente. La linterna más cercana estaba a seis u ocho metros de distancia, y su débil luz hacía que la figura pareciera tan corpulenta y peligrosa como un oso.

Pero el Maestro Eremis rió con suavidad entre dientes; y un momento más tarde Terisa distinguió un perfil con una cabeza calva, gruesas cejas y un colgante bigote. Él hombre iba envuelto en una capa de piel del mismo color húmedo y oscuro que las sombras. Probablemente presentaba una forma tan bestial porque aún llevaba sus gocetes y su gorguera bajo la capa.

Ahora que miraba más atentamente, vio la débil silueta de una puerta tras él. Debía haber permanecido aguardando oculto allí a que llegara el Maestro Eremis.

—Maestro Eremis —dijo el hombre en un suave jadeo. Su saludo creó una nubécula de vapor en el frío aire ante su boca—. Ya están todos reunidos…, incluso ese perro jorobado que dices que debemos soportar para tranquilizar a la Cofradía. No eres lo que yo llamaría puntual. —Terisa sólo podía ver la mitad de su rostro a la luz de la linterna, pero el ojo de aquel lado la miró intensamente—. ¿Por qué has traído a una mujer?

—Mi señor Perdon —respondió el Imagero—, no es tan fácil como tú imaginas arreglar una reunión como ésta en secreto. —La suavidad de su voz ahogó su sarcasmo—. Lebbick lo observa todo…, o cree que lo hace. Ha sido preciso colocar un cierto número de mentiras plausibles en una gran variedad de oídos. Explicaré lo de la mujer.

El Perdon miró unos instantes más a Terisa; sus ojos no eran muy amistosos.

—Será mejor que lo expliques bien, Maestro Eremis. —Luego desvió de nuevo su mirada al Imagero—. Cuando me persuadiste de celebrar esta reunión, te prometí que reuniría a los demás señores tan rápido como fuera posible. Pero la tarea de enviar llamadas y recibir respuestas a través de tales distancias en esta estación parecía que iba a tomar al menos quince días. Me aseguraste, sin embargo, que se necesitaría mucho menos tiempo. Debo confesarte que no te creí del todo. Ahora estoy asombrado de que tuvieras razón hasta un grado tan imposible.

Sorprendida, Terisa estuvo a punto de decir: ¿Quince días? Él nos dijo seis. Le dijo a la Cofradía que tú prometiste seis.

La presión del Maestro sobre su brazo la hizo mantenerse inmóvil.

—La Imagería tiene sus utilidades —comentó enigmáticamente.

—Eso es indudable —dijo el Perdon—. E indudablemente también las explicarás…, cuando lo creas conveniente. Pero tienes que responderme a algo. Estoy preocupado por la presencia del Tor entre nosotros.

—¿Preocupado, mi señor Perdon?

—Sí, Maestro Eremis. —Un puño cerrado apareció entre los pliegues de la capa del Perdon—. No confío en él aquí. Ha sido un amigo demasiado firme del Rey. Acepté llamarle solamente porque le creía demasiado viejo, y demasiado gordo, para hacer el viaje. Su presencia, ahora, me alarma.

El Maestro Eremis frunció una ceja ante aquello.

—Ahora eres tú quien empieza a alarmarme a mí. Empiezo a sospechar, mi señor Perdon, de que no es del Tor de quien desconfías. Es de mí.

El fruncido ceño del Perdon ni se movió.

—Esto me inquieta. —Eremis dejó que un asomo de ira brotara en su voz—. Cuando hablaste de quince días, sabía que el tiempo sería menor porque el Termigan estaba ya camino de Orison. Tengo un cristal plano que resulta que muestra su trono en Sternwall, y lo vi partir.

»Cuando llegó el Tor, no dudé en incluirlo. ¿Nadie ha hablado contigo, mi señor? ¿Acaso el propio Tor no te ha dicho por qué está aquí? Vino a exigir una respuesta de nuestro valiente Rey porque su hijo primogénito fue muerto por algún producto de la Imagería más vil. Y el Rey no quiso saber nada de él. Ni quisiera quiso escuchar su demanda…, del mismo modo que ha rechazado las audiencias con el Fayle y el Armigite.

»El Tor ama a sus hijos —concluyó el Maestro Eremis—. Creo que ahora será nuestro aliado.

—Bien —murmuró el Perdon—. Bien. —Había vuelto la cabeza. Todo su rostro estaba en sombras—. Ha sido el amigo del Rey durante cuarenta años. Pero tal vez el dolor lo haga más amargado. Quizá valga la pena correr el riesgo de tenerlo con nosotros.

—Mi señor Perdon —dijo secamente el Maestro—, has dado a entender ya que llego con retraso. Si no vamos pronto con ellos, los demás señores empezarán a mostrarse inquietos, y entonces no tendremos a nadie con nosotros.

Los ojos del Perdon destellaron brevemente. Tendió el puño y tocó ligeramente el pecho del Imagero con él.

—Ve con cuidado, Maestro Eremis —susurró—. Soy el señor del Care de Perdon. No me gustan las manipulaciones…, o el abuso de confianza. Y sospecho que mis compañeros los demás señores tienen prejuicios similares.

Luego se volvió y echó a andar por el corredor, haciendo resonar fuertemente sus tacones contra la piedra.

Por un momento, Eremis retuvo a Terisa allá donde estaba.

—Algún día —dijo con tono meditativo—, habrá que enseñarle a ese imprudente señor a ser más cuidadoso con sus amenazas.

Casi involuntariamente, como si la pregunta le fuera extraída por la fuerza, Terisa quiso saber:

—¿Por qué mentiste a la Cofradía? Les dijiste que había sido idea del Perdon reuniros esta noche.

El Maestro alzó inmediatamente un dedo hacia sus labios.

—Mi dama —susurró—, ya he explicado que no caigo bien a algunos de mis compañeros Maestros, y otros no confían en mí. Sólo aceptaron el riesgo de esta reunión porque creían que se basaba en el honor del Perdon antes que en mi previsión. Ahora te aconsejo que no pronuncies ni una sola palabra hasta que estés de nuevo segura en tus aposentos.

Sujetando aún firmemente su brazo, la empujó detrás del Perdon.

Siguieron el seco resonar hueco de sus tacones hasta doblar otra esquina; entonces vio brotar luz de una puerta abierta al fondo. La puerta no estaba custodiada; al parecer, los señores de los Cares aún creían que estaban a salvo en Orison. El Perdon cruzó el umbral, y Terisa oyó varios saludos en voz baja. Un momento más tarde, el Maestro Eremis la hizo entrar en la luz.

Allá, soltó su brazo y le dio un ligero empujón hacia delante. Terisa tuvo la impresión de que él había retrocedido un paso…, de que estaba utilizando la entrada de ella para crear algún tipo de distracción.

La puerta se abría a una estancia tan desnuda como una celda y no mucho más grande. La luz procedía de varias linternas colocadas sobre una larga y tosca mesa de madera que llenaba al menos la mitad del espacio. Las pesadas sillas que la rodeaban hacían que la estancia pareciera atestada.

Tan pronto como entró en la habitación, Terisa vio al Maestro Gilbur: estaba sentado en el extremo más alejado de la mesa, y sus rasgos estaban fruncidos en una expresión ácida, como si hubiera estado intercambiando insultos con alguien.

El Perdon permanecía aún de pie, pero los demás señores estaban sentados. Terisa reconoció al Tor, por supuesto. Estaba sentado al lado del Maestro Gilbur. Fuera del contacto directo con el invierno, su piel tenía más color; pero su rostro todavía seguía pareciendo un puñado de harinosas patatas y sus ojos estaban velados. Había un enorme frasco en la mesa frente a él.

En el lado opuesto de la mesa había un hombre al que Terisa tomó inmediatamente por el Armigite, simplemente a causa de la descripción de Saddith. La blandura de su rostro le hacía parecer más entrado en carnes de lo que era realmente, y su expresión era quisquillosa; su pelo estaba oscurecido y engominado en elaborados rizos; sus ropas eran llamativas de una forma que sugería el dormitorio de una mujer. Era el único en la habitación que parecía más joven que el Maestro Eremis: resultaba evidente que había heredado su puesto en vez de ganarlo en las guerras de Mordant.

Como los demás señores, iba armado, pero la fina hoja de acero en su costado parecía esencialmente decorativa.

El hombre sentado a su lado era un gran contraste: parecía haber sido tallado de un bloque de pedernal. Cada línea de su rostro, cada mirada de sus ojos, cada gesto de sus manos, parecía como si hubiera sido modelada a golpes, martilleada por un filo cortante. Su piel tenía un tinte polvoriento que hacía juego con sus planos ojos. Sus cejas parecían no tener ningún color.

Debía ser el Termigan. Terisa razonó esto porque no era lo bastante viejo como para ser el padre de la Reina Madin. El señor al otro lado de él —al lado del Tor— tenía muchas más probabilidades de ser el Fayle. Este hombre tenía al menos la edad del Tor; el escaso pelo blanco en la parte de atrás de su cráneo estaba cortado muy corto; era tan delgado como un lebrel. Su rostro era tan largo, y tenía tanta mandíbula, que parecería lúgubre si sus ojos no fueran tan brillantes, azules y penetrantes. La forma como se sentaba —erguido, con los brazos firmemente cruzados sobre su delgado pecho— implicaba el estoicismo que Saddith le había atribuido.

Con excepción del Tor —cuya atención estaba fija en su frasco—, todo el mundo la miraba a ella. Los firmes ojos del Fayle no dejaban traslucir nada; pero el Termigan la miraba indignado, el rostro del Armigite exhibía una sonrisa burlona, y el habitual ceño fruncido del Maestro Gilbur era lúgubre y tormentoso.

Los hombres y las linternas hacían que la habitación fuera considerablemente más cálida que el corredor.

Nadie ofreció ninguna presentación. Tan pronto como el Maestro Eremis entró en la habitación, sólo unos momentos después que Terisa, el Perdon anunció hoscamente:

—El Maestro Eremis dice que explicará su presencia. —El rojo pelo de sus cejas y orejas se agitó cuando ocupó un asiento al lado del Termigan.

—Agradecería una explicación —gruñó de inmediato el Maestro Gilbur—. ¿Qué tipo de prestidigitación piensas usar para hacernos tragar su presencia, Eremis?

Terisa notó que su rostro se acaloraba ante un escrutinio tan hostil. Todo el mundo que la mirara detenidamente observaría el sudor que resbalaba por sus sienes. ¿Cómo se había convertido en el peón crítico de los planes del Maestro Eremis? ¿Por qué todo lo que él deseaba de aquella reunión dependía repentinamente de ella?

—Mi dama —el tono de Eremis no era especialmente cortés—, por favor siéntate. —Hizo un gesto hacia la silla al lado del Fayle. Luego se sentó él también, a la cabecera de la mesa, en el lado opuesto al Maestro Gilbur. Su esbelta delgadez, el mechón de negro pelo que colgaba en su alta frente, y la forma en que se curvaban sus mejillas como los lados de una cuña desde sus orejas hasta su larga nariz, le daban la apariencia de un ave exótica. En algunos aspectos, Terisa nunca le había visto con una expresión menos seria. El chispear de sus ojos equilibraba la mueca de su boca. Cruzó las manos ante él sobre la mesa en un esfuerzo evidentemente inútil por parecer grave.

—Mis señores —dijo con voz firme, mirándoles fijamente por turno—, el problema es el tiempo. Si no existiera esa premura, no hubiera tomado decisiones sin vuestro conocimiento y consentimiento. Es cierto que es probable que el invierno no receda aún durante otros treinta días, o incluso cincuenta. Pero puede hacerlo en diez. En diez días, un ejército de tamaño considerable puede iniciar su marcha contra nosotros desde Cadwal. Y sólo han transcurrido unos días desde que el sabio Rey Joyse consideró conveniente rechazar una propuesta alianza con Alend, humillando al embajador al hacer firme su rechazo. Las fuerzas de Margonal no estarán mucho más atrás que las del Gran Rey.

—Eso es cierto —dijo el Armigite con amargura adolescente—. Si el Rey Joyse me hubiera concedido una audiencia, le hubiera dicho que los ejércitos de Margonal se agrupan a menos de medio día de marcha del Pestil. Mis comandantes dicen que es imposible enfrentárseles. Cuando Alend decida atacar, yo seré eliminado. ¡Y el Rey Joyse se niega a escucharme!

Hubiera seguido hablando, pero el Maestro Eremis lo interrumpió con voz suave:

—Peor que los ejércitos, sin embargo, es la Imagería. Y la Imagería no aguarda a la primavera. De hecho, todo Mordant se halla ya bajo asedio. Extraños lobos han acabado con la vida del hijo del Tor. Los devoracadáveres merodean los poblados de Fayle. Lagartos depredadores pululan por los almacenes del Demesne. Pozos de fuego aparecen en el suelo de Termigan…, casi en el interior de las fortificaciones de Sternwall.

El Termigan asintió lúgubremente.

—Por eso estoy aquí. Soy un soldado. Estoy desarmado contra los pozos de fuego en el suelo.

—No tenemos tiempo, mis señores —concluyó el Maestro Eremis—. Por esa razón, me he tomado la libertad de hacer lo que he hecho.

Hizo una pausa, y el Maestro Gilbur gruñó:

—Adelante con ello, Eremis. ¿Qué es lo que has hecho?

La expresión hosca del Maestro Eremis casi se quebró. Conteniéndose rígidamente, dijo:

—He invitado a alguien más a nuestra reunión. —Antes de que nadie pudiera reaccionar, dijo por encima del hombro—: ¡Mi señor, puedes entrar!

Terisa abrió incrédula la boca cuando el Príncipe Kragen entró con paso vivo en la habitación, acompañado por sus dos guardaespaldas.

Su porte indicaba que su confianza en sí mismo no había disminuido. Ya no llevaba el casco de cobre ceremonial, el peto y la vaina de la espada. Un atuendo negro de seda realzaba lo oscuro de su piel; su bigote brillaba a la luz. Pero llevaba una recia espada sujeta a su cintura. Sus guardaespaldas llevaban también armas para usar, no para exhibir.

Al verle, el Armigite palideció. El Termigan echó hacia atrás su silla y saltó en pie, con la mano en la empuñadura de su espada. El rostro del Maestro Gilbur se oscureció apopléticamente. El Tor dio un largo trago de su frasco y eructó.

—Esto es sorprendente —comentó el Fayle con voz como el agitar de hojas secas—. No te paras a medio camino, Maestro Eremis.

—¿Te has vuelto loco? —restalló el Perdon a Eremis—. Te advertí que no nos dejaríamos manipular. ¿Admitirás al hijo del Monarca de Alend a nuestro consejo secreto?

Uno de los guardaespaldas se situó entre el Príncipe Kragen y el Termigan. Antes de que el hombre pudiera extraer su espada, sin embargo, el Príncipe lo detuvo.

—Mis señores —dijo con un gesto apaciguador—, escuchadme. Estáis sorprendidos…, pero no estáis amenazados. De hecho, me siento agradecido de que el Maestro Eremis me haya proporcionado esta oportunidad de reunirme con vosotros. Tras el trato que recibí de manos de vuestro Rey, tuve intención de partir de Orison de inmediato. Pero eso hubiera sellado la guerra entre Mordant y Alend. Y el Monarca de Alend desea intensamente la paz. Su mayor deseo es formar una alianza contra los peligros de Cadwal y la Imagería. En consecuencia, cuando el Maestro Eremis me pidió que me quedara en Orison, prometiéndome una oportunidad de hablar con vosotros, me dejé persuadir.

»Mis señores, se me ha negado una alianza con el Rey de Mordant. Pero, ¿debo pensar que una posible alianza con los señores de Mordant debe terminar del mismo modo?

—Alend es mi enemigo —escupió de inmediato el Termigan, sin apartar la mano de la empuñadura de su espada—. Demasiados de mis hermanos y amigos han resultado muertos por los de Alend, que creían tener derecho a ser propietarios de nuestra libertad. No creía, Maestro Eremis, que nos hubieras reunido para discutir de traición.

—Oh, traición, tonterías. —El Armigite agitó sus delicadas manos, recuperándose rápidamente de su impresión inicial—. Por lo que a mí respecta, me siento encantado de ver al Príncipe Kragen en términos de amistad. ¿A quién pertenece tu lealtad, mi señor Termigan…, al Rey Joyse o a Mordant? Sabes lo que ha hecho nuestro Rey, y lo que no ha hecho, para enfrentarse a nuestra necesidad. Yo llamaría traición a seguir obedeciéndole. Mordant —añadió piadosamente— es un servicio superior.

—Mi señor Termigan —continuó el Príncipe Kragen—, debes comprender la posición del Monarca de Alend. Como he dicho, su deseo de paz es intenso. Hemos conocido la paz desde que tú luchaste tan poderosamente y nos derrotaste…, y hemos aprendido que la paz es mejor que la guerra. Pero tu Rey no se ha sentido satisfecho con la paz. Ha creado la Cofradía.

»Mis señores —dijo, dirigiéndose a todos—, la Cofradía representa un gran peligro. Mientras vuestro Rey la ha mantenido firmemente sujeta, de modo que sólo sirviera a las causas de la paz, hemos podido superar la amenaza. Pero ahora vuestro Rey se ha vuelto débil. Mordant se halla bajo el ataque de la Imagería.,., y la Imagería no es utilizada para vuestra defensa. ¿Cómo explicamos esto? O bien vuestro Rey se ha vuelto loco y ya no le importa defender aquello para liberar lo cual luchó durante tanto tiempo, o se ha vuelto loco y ahora dirige a la Cofradía contra sus propias tierras, entrenando sus fuerzas —el Maestro Gilbur quiso protestar, pero el Príncipe no se lo permitió— ¡para el momento en que esté preparada para destruirnos a todos!

—¡Eso es una mentira! —ladró el Maestro Gilbur, dando un puñetazo sobre la mesa—. Por supuesto que el Rey Joyse está loco. ¡Pero no utiliza la Cofradía! ¡Por las pelotas del macho cabrío del archi-Imagero, nosotros no somos la causa de este peligro!

El Príncipe Kragen no se mostró ofendido.

—Estás hablando por ti mismo, Maestro Gilbur —dijo tranquilamente—, y en lo que a ti respecta te creo. El hecho de que la Cofradía desee esta reunión es un buen augurio de su honestidad. Para mí, el Maestro Eremis ha demostrado también su sinceridad reuniéndonos…, y consiguiendo el permiso de la Cofradía para decirnos lo que piensan hacer los Maestros en defensa de Mordant. Tristemente, sin embargo, esto no cambia nada. Vuestro Rey se ha vuelto débil. En consecuencia, Cadwal aspira a la posesión de la Cofradía. Y, en consecuencia también, Alend debe luchar. No podemos permitir que tantos Imageros se conviertan en un arma en manos del Gran Rey.

»Mi señor Termigan, has perdido mucho en la guerra contra nosotros. También nosotros hemos perdido mucho. Pero Mordant y Alend, juntos, perderán mucho más si Festten adquiere el control de la Cofradía.

—¡Bien dicho! —vitoreó el Armigite—. ¡Bien dicho!

El Perdon miraba fijamente al Maestro Eremis. Al cabo de un momento, dijo en voz baja:

—Eres más listo de lo que había creído, Maestro Eremis. Si hubiera sabido que eras tan previsor, hubiera acudido antes a ti en busca de consejo.

Los ojos de Eremis brillaron, pero no se permitió sonreír.

La argumentación del Príncipe fue suficiente para hacer reconsiderar al Termigan. Soltó su espada; con el ceño pensativamente fruncido, contempló la mesa.

Inesperadamente, el Tor dejó su frasco sobre la mesa con un fuerte golpe.

—Oh, siéntate, mi señor Termigan. Ver a tanta gente de pie hace que me sienta cansado. Debemos averiguar qué otras sorpresas hay en reserva para nosotros.

—Antes de que sigamos adelante —dijo secamente el Fayle—, quizás el Maestro Eremis nos explicará por qué ha traído a esa joven para que oiga todo lo que digamos y decidamos.

Tomada por sorpresa, Terisa se dio cuenta de que su corazón empezaba a latir incontroladamente.

El Termigan dejó caer bruscamente su espada hasta el fondo de su vaina y se sentó. Sus planos ojos no miraron a nadie.

—Sí, Maestro Eremis. Explícanos la presencia de la mujer. Nos estás pidiendo que aceptemos demasiadas cosas demasiado rápidamente.

El Maestro Eremis abrió la boca para contestar, pero el Príncipe Kragen fue más rápido:

—Mis señores, ella es dama Terisa de Morgan. No sé nada de ella. Sin embargo, le estoy en deuda. Durante mi audiencia con vuestro Rey, ella hizo todo lo posible por ahorrarme la humillación. Por eso, la gratitud de Alend es suya. —Ofreció a Terisa una formal inclinación de la cabeza. Luego, con una voz que era simultáneamente terciopelo y hierro, añadió—: Mis señores, debo pediros que la tratéis con respeto.

El Maestro Gilbur bufó en voz baja.

El Tor la miró, más allá del Fayle y a través de la distorsión del vino.

—Tú estabas con ese chico del Domne —dijo con voz espesa—. Geraden. Cuando llegué. —Sin advertencia previa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Parpadeó furiosamente, se echó hacia atrás en su silla, luego dio una resonante palmada contra la mesa—. Recibe también mi gratitud. El Príncipe Kragen y yo nos ocuparemos de que seas tratada con respeto.

Dio un nuevo trago de su frasco y se dejó caer hacia un lado de su asiento, como si hubiera perdido el sentido.

—Muy emotivo —murmuró el Armigite, sin mirar en ningún momento a Terisa—. ¿Qué vamos a tener a continuación? ¿Proposiciones de matrimonio?

Los otros señores, sin embargo, parecían estar más de acuerdo con el Tor que con el Armigite: ninguno de ellos pareció reconocer su sarcasmo. En vez de ello, fijaron su atención en el Maestro Eremis, y el Termigan dijo:

—La respetaré como corresponda cuando comprenda por qué está aquí.

—Mis señores —Eremis abrió las manos en un gesto expansivo—, os lo diré. ¿Quieres sentarte, mi señor Príncipe?

—Gracias. —El Príncipe avanzó con paso medido hasta una silla al lado de Terisa, entre ella y el Fayle. Sus ojos la miraron intensamente—. ¿Puedo sentarme a tu lado, mi dama? —murmuró. Sin embargo, no aguardó su permiso. Mientras se sentaba, ella observó que sus manos estaban bien manicuradas, pero había callos en sus palmas y dedos.

Sus guardaespaldas se situaron de pie tras él.

—Como habéis oído —reanudó inmediatamente el Maestro Eremis—, ella es dama Terisa de Morgan. Fue traída entre nosotros por medio de la Imagería.

Nadie reaccionó a aquel anuncio: quizás era evidente por sí mismo.

—Aparte esto, vosotros sabéis tanto como yo de ella…, dejando aparte algunos detalles secundarios. —No pudo impedir una sonrisa maliciosa que hizo reír tontamente al Armigite. Pero la reprimió con rapidez—. Ella no ha revelado nada. Parece no tener ningún talento discernible por la Imagería. La traje aquí para que comprendáis lo que la Cofradía ha hecho en sus esfuerzos por responder a la necesidad de Mordant…, y lo que ahora nos proponemos hacer.

»Mis señores, nuestro dilema es el vuestro, y no somos ciegos a él. Mordant se halla en gran peligro. Y el Rey Joyse ha perdido todos sus sentidos. En consecuencia, hicimos lo que los Imageros han hecho siempre. Recurrimos al augurio.

»Se necesitó una gran cantidad de tiempo para hacerlo. No es algo sencillo crear el cristal necesario para un augurio tan específico. Pero, una vez hecho el cristal, lanzamos el augurio. A partir de ahí, actuamos sobre las bases de lo que averiguamos.

»No os incomodaré con largas explicaciones respecto al augurio. Baste decir que el asunto de su interpretación es difícil. En palabras sencillas, nuestro augurio muestra el peligro de Mordant. Muestra una figura extraña de gran poder. Muestra escenas de victoria. Y parece implicar una conexión entre la figura de poder y el joven hijo del Domne, Geraden.

»Ocurre que esta misma figura de poder es visible en uno de los más celebrados espejos del Maestro Gilbur.

El Maestro Gilbur lanzó a la estancia una mirada indiscriminada.

—Llegamos a la conclusión —prosiguió Eremis— de que esta figura era el campeón que podía salvar Mordant…, si era trasladada de la manera correcta. Y decidimos, no sin cierta discusión previa, que debía ser tarea de Geraden realizar la traslación.

Se echó hacia atrás en su asiento y señaló a Terisa con un movimiento de cabeza.

—Ella es el resultado. De alguna forma que no podemos explicar, la traslación de Geraden se extravió. —Hizo una pausa para gozar de la perplejidad y los murmullos de los señores.

El Tor se agitó en su silla.

—Conozco a ese Geraden —gruñó—. Es un buen muchacho. Un auténtico hijo de su padre. —Bostezó con aire ausente y dio otro sorbo de su frasco.

Al cabo de un momento, el Armigite dijo en tono de creciente indignación:

—¿Pretendes hacernos creer, Maestro Eremis, que Mordant tiene que ser salvado por esta… —agitó el dorso de su mano en dirección a Terisa—, esta mujer?

—No, mi señor Armigite. —La voz del Fayle era tan seca y quebradiza como siempre, pero tenía una inesperada autoridad—. El Maestro Eremis nunca le pediría eso a un hombre que no tiene esposa ni hijas. Lo que quiere es que comprendamos lo que la Cofradía ha hecho debido a la traslación de dama Terisa.

—Exacto, mi señor Fayle. —Pese a su seria expresión, la risa en los ojos del Maestro Eremis implicaba un comentario acerca del embarazo del Armigite—. Espero que ver a dama Terisa os permita comprender por qué hemos decidido dar la espalda a la evidente interpretación de nuestro augurio.

»Pese a las figuras prominentes en el augurio, hemos decidido prescindir de la ayuda de Geraden. El Maestro Gilbur realizará la traslación tan pronto como vosotros deseéis que la haga.

Tensa tuvo la impresión de que la estancia se enfriaba. Pero…, protestó. Pero… No era aquello lo que había decidido la Cofradía. El Maestro Eremis estaba yendo demasiado lejos.

El Tor dejó escapar un suave ronquido. Los otros hombres, sin embargo, estaban más atentos. El Termigan miró al Maestro Eremis. La mandíbula del Armigite colgaba fláccida. Los ojos del Príncipe Kragen escrutaban atentamente la habitación, evaluando todo lo que veía. El Fayle agitó los labios como si estuviera hablando consigo mismo. En el sorprendido silencio, Terisa pudo oír el crujir del cuero de los guardaespaldas cuando se agitaron sobre sus pies.

Y, en aquel momento, su sensación de toda la situación cambió. Pese a su extraña actitud, el Maestro Eremis poseía la habilidad de sorprenderla. De pronto comprendió lo que estaba haciendo. Estaba intentando forjar una alianza, quería situar las tres fuerzas presentes allí —los señores, la Cofradía y el representante de Alend— en posiciones tales que les resultara imposible rechazar lo que él decía. Puesto que carecía de la fuerza del Rey, e incluso de la autoridad del mediador de la Cofradía, se veía obligado a recurrir a aquellos sutiles planes. Pero la finalidad de su maniobra era salvar Mordant.

Bruscamente, el Príncipe Kragen dio una palmada contra la mesa y exclamó:

—¡Bien hecho, Maestro Eremis! Eres audaz y lleno de recursos, y tienes mi admiración. Ésta es la unión que nos ofreces: Alend y los señores de Mordant y la Cofradía. Jamás hubiera creído que hubiera un hombre en ninguna parte lo bastante atrevido como para hacer una proposición así…, y lo suficientemente listo como para hacer posible reunimos a todos para ello.

—Ciertamente, el Maestro Eremis es audaz y lleno de recursos —dijo el Fayle—. Nuestra recompensa por formar la unión que él desea es la posibilidad de emplear al campeón de la Cofradía como si fuera nuestro.

—Hablas de una «figura de poder» —cortó bruscamente el Termigan. Su tono sugería desagrado, pero sus planos ojos no revelaban nada—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Un momento, mi señor Termigan —insistió suavemente el Fayle—. Yo estaba primero.

El Termigan cerró la boca.

—Corrígeme si estoy equivocado, Maestro Eremis. —Los azules ojos del Fayle brillaron como los de un pájaro—. ¿No ha prohibido el Rey Joyse cualquier traslación que prive a su objeto de volición?

—Cierto —restalló el Maestro Gilbur—. Cuando mayor es nuestra necesidad de la Imagería, más lucha por paralizarnos.

—¿Y es consciente de que vuestro campeón será traído hasta nosotros sin concurso de su voluntad?

El Maestro Eremis abrió las manos como si se encogiera de hombros.

—Mi señor, ésa es una de las muchas razones por las que debemos reunimos en secreto. Nuestro sabio Rey no alzará una mano en defensa de Mordant. Pero derribará Orison piedra sobre piedra para impedir una traslación prohibida. —Entonces Eremis señaló a Terisa—. La última vez que obedecimos sus órdenes, ella fue el resultado.

—Entiendo —respondió el Fayle—. Disculpa mi interrupción, mi señor Termigan.

—Por mi parte —dijo ferozmente el Perdon—, estoy a favor de cualquier cosa que mantenga a los carniceros de Festten a su lado del Vertigon. He jurado enviar al Rey Joyse todos mis hombres muertos y heridos si soy atacado…, y lo haré.

Parecía como si el Armigite estuviera a punto de ponerse enfermo.

El Termigan no había apartado los ojos de Eremis. Lentamente, dijo:

—Háblanos de esa «figura de poder», Maestro Eremis.

—¿Para qué? —preguntó hoscamente Gilbur—. Fue augurada. La necesitamos.

Pero el Maestro Eremis respondió:

—Posee un arma que arroja fuego destructor. Su armadura lo protege de todo ataque. Viéndolo en medio de la batalla, no podemos imaginar cómo un ejército podría resistírsele. Seguro que será a prueba de lobos y devoracadáveres y lagartos depredadores. Los pozos de fuego no le harán ningún daño. Podrá luchar, puesto que su fuente es la Imagería.

—Mejor que mejor. —La sonrisa del Príncipe Kragen brilló tanto como su bigote—. ¿Cuál es esa fuente, Maestro Eremis?

—Creo —respondió Eremis tan lúgubremente como le permitía su excitación particular— que es el archi-Imagero Vagel.

El Tor bufó. Alzó la cabeza, miró con ojos vacuos a su alrededor por unos instantes, luego se puso pesadamente en pie.

—Mis señores, debo irme a la cama. Estoy demasiado viejo para tanta excitación.

—No te vayas, viejo amigo —le riñó gentilmente el Fayle—. Debes ayudarnos a tomar una decisión. El Tor parpadeó fuertemente.

—¿Qué decisión? No tengo que tomar ninguna. No regresaré a Marshalt. Soy viejo, he dicho. Esas cuestiones son demasiado para mí. Si el Rey Joyse pretende destruir Mordant, aquí estaré para ayudarle. Permaneceré a su lado hasta el fin. —Emitió un pequeño sonido como una risita—. Merece tenerme a su lado. —Se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies—. Mi hijo siempre dijo que yo era un estúpido y un cobarde por no entregarle más que dos mil hombres cuando emprendió su primera campaña para convertirse en Rey. Ahora mi hijo está muerto. No debería haber sido tan cauteloso.

Salió lentamente de la habitación.

Ante la sorpresa de Terisa, el Armigite dijo:

—El Tor tiene razón. Todos deberíamos irnos a la cama. Una decisión como ésta no debería tomarse precipitadamente. —Mostraba el blanco de sus ojos, y había sudor en su labio superior—. ¿Y si fuéramos descubiertos? ¿Y si el Castellano Lebbick cayera sobre nosotros? Necesitamos tiempo. Debemos elegir con cuidado. —Su voz se quebró. Luchó por recuperar su dignidad, concluyó—: No me gustan las decisiones.

Con una considerable aspereza, el Perdon restalló:

—Mi señor Armigite, tu padre gruñe en su tumba. ¿Luchó en tantas sangrientas batallas contra… —dirigió una rápida mirada al Príncipe Kragen—, contra enemigos de toda descripción, simplemente para entregar su Care a un medio hombre a quien no le gusta tomar decisiones?

El Armigite enrojeció, pero estaba demasiado mareado para responder.

—Mis señores —siguió el Perdon—, Armigite bordea al este con Perdon, al oeste con Fayle y Termigan, al norte con Alend. Somos suficientes. El Armigite no puede oponérsenos a todos. Nos permitirá que tomemos las decisiones por él.

Hubo un momento de silencio mientras el Armigite se agitaba en su asiento y el Perdon miraba acaloradamente a su alrededor. Luego el Fayle dijo:

—Sé explícito, mi señor Perdon. —Sonaba como un cascarón vacío—. ¿Cuál es la decisión que propones?

—Propongo la unión que el Maestro Eremis nos ha ofrecido —respondió inmediatamente el Perdon—. Propongo que nos unamos para trazar un plan de batalla…, contra Cadwal y contra esos ataques de la Imagería. Ignoraremos al Rey Joyse. Cuando el Príncipe Kragen haya tenido tiempo de preparar sus fuerzas —hablaba como si pudiera oír trompetas, y su calva cabeza parecía brillar de entusiasmo—, los señores de los Cares avanzarán con él y el campeón de la Cofradía para la conservación del reino.

El Maestro Eremis permanecía sentado muy erguido, intentando no sonreír. Al otro lado de la mesa, Gilbur se había cubierto el rostro con sus enormes manos.

—Eso es elocuente, mi señor Perdon. —El tono del Termigan no traicionaba ni aprobación ni sarcasmo—. Soy considerado un hombre poco querido. Ciertamente, os he servido de muy poco a ninguno de vosotros, mis señores…, y de nada al Rey Joyse. Pero Termigan es mi Care. Desde las profundidades de sus minas de cobre hasta la extensión de sus campos de trigo y las alturas de las torres de Sternwall, es mío.

»Decidme esto. Cuando Cadwal sea derrotado, y la Imagería haya sido derribada, y Joyse se vea privado de su reinado, ¿quién gobernará Mordant y Termigan? ¿Quién va a tener autoridad sobre mi Care?

El Príncipe Kragen respondió con sorprendente prontitud:

—Dama Elega.

¿Elega?, pensó Terisa, como si hubiera recibido una patada.

—Es la hija mayor de vuestro rey, su heredera por derecho. Y he tenido el placer de conocerla en los últimos días. Comprende el poder, y gobierna mejor de lo que pensáis. —Hizo una pausa—. Y no es Alend.

—Una mujer —gruñó el Armigite, buscando al parecer recuperar la altura perdida—. Entonces te casarás con ella, y Margonal se convertirá en nuestro rey.

Los ojos de Kragen brillaron peligrosamente, pero no se dignó responder. En vez de ello, preguntó al Termigan:

—¿Es aceptable para ti, mi señor?

—Mis señores —interpuso el Fayle. Por primera vez, descruzó los brazos y apoyó sus largos y delgados dedos planos sobre la mesa. Las venas del dorso de sus manos destacaban como nudosos sarmientos—. Hay que acabar con esto.

De inmediato, todos los ojos en la habitación estuvieron sobre él.

—Ya he oído suficiente. —Sonaba viejo y cansado; sin embargo, había una corriente subterránea de firmeza en su voz—. Si pretendes aceptar esta alianza, deberás contentarte con hacerlo contra mi oposición. Fayle luchará por el Rey.

Con tono de disculpa, añadió:

—Debes comprender que soy el padre de su esposa. La Reina Madin es una mujer formidable. Cualquier elección que haga aquí, deberé justificarla ante ella.

—Mujeres y mujeres. —El Perdon estaba en pie, los rasgos crispados por la ira—. ¿Debe ser destruido Mordant porque tú no puedes enfrentarte a tu propia hija? ¿O porque el Príncipe Kragen está enamorado de Elega? ¿O porque —blandió su bigote hacia Terisa— el Maestro Eremis desea llevarse a la cama a este producto de la Imagería? ¡Mis señores, estas cuestiones no son importantes! Nuestra ruina nos domina de nuevo mientras discutimos cuestiones insignificantes. Debemos…

—No, mi señor Perdon. —Aunque el Termigan no alzó la voz, se hizo oír a través de la ira del Perdon—. Tú harás lo que quieras. Pero lo harás sin mí. Mi señor Fayle es demasiado educado para decir lo que piensa. Yo no soy tan cortés. Hay algún complot aquí. Mi señor Príncipe lo acepta todo con demasiada facilidad. Yo conozco al Monarca de Alend. Cuando cierre su mano sobre Mordant no la soltará…, no hasta el día en que dama Elega haya aceptado convertirse en su mandataria.

Se puso en pie.

—Haced todas las alianzas que podáis. No confío ni en Alend ni en ningún Imagero. —Salió bruscamente de la habitación.

Por un momento, nadie se movió ni dijo nada. La inesperada declaración del Termigan parecía haber impresionado a todos. Terisa se sentía aturdida ante el repentino derrumbe de los planes del Maestro Eremis. Éste parecía como si deseara echarse a reír; lo interpretó como furia.

—Una cosa más —dijo el Fayle. Él también se puso en pie—. Maestro Eremis, Maestro Gilbur…, no debéis trasladar esa figura de poder.

El Maestro Eremis se limitó a arquear una ceja. El Armigite parecía como si intentara encogerse en su silla, para poder meterse debajo de la mesa. Pero el Perdon miraba al Fayle con irritación acumulada. Y el Maestro Gilbur preguntó con brusca ira:

¿No?

—Violaréis las órdenes expresas del Rey. Y más aún…, violaréis el propósito para el que fue concebida la Cofradía. No debéis hacerlo.

—¡Ese propósito es de Joyse, no nuestro! —bufó Gilbur—. No vamos a permitir que un viejo tonto senil nos diga cuál es nuestro deber. —Bruscamente, golpeó la mesa tan fuerte que el abandonado frasco del Tor cayó al suelo—. ¡Pretendemos sobrevivir!

—Entonces —murmuró tristemente el Fayle—, debo decirle al Rey lo que pretendéis.

Terisa sintió una punzada de pánico al darse cuenta de que al Maestro Eremis le había salido el tiro por la culata.

El Príncipe Kragen estaba de pie junto a sus guardaespaldas.

El Perdon se enfrentó al Fayle al otro lado de la mesa.

—¿Pretendes traicionarnos, mi señor Fayle?

—No, mi señor Perdon —respondió el Fayle como si se sintiera ofendido—. No diré nada de esta reunión. Sólo pretendo impedir que los Imageros traicionen al Rey.

Hubiera debido parecer ridículo mientras abandonaba la habitación: era viejo y delgado, y su porte erguido remarcaba sus hombros en pico, la desproporcionada cabeza. Los hombres a los que se enfrentaba eran más jóvenes, fuertes, apuestos. Pero no pareció ridículo. Ante su propio asombro, Terisa lo consideró admirable. Su lealtad la impresionó. Podía imaginar a Geraden saludando la salida de Fayle con aplausos.

Cuando el viejo señor se hubo ido, el Maestro Eremis echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un sonido como el grito de un simplón.

—¡Oh, contrólate, Eremis! —gruñó el Maestro Gilbur. El jorobado Imagero estaba evidentemente furioso—. Te advertí que esto podía ocurrir. Esos señores olvidaron todas las lecciones del pasado, pero recuerdan que no confían en la Imagería. Dije desde un principio que debemos tomar nuestra propia acción y dejar que los Cares se defiendan como puedan por sí mismos.

—Sí, Maestro Gilbur —dijo Eremis—. Me advertiste, es cierto. Me advertiste a menudo. —Abandonó su silla con un repentino impulso. Hablando rápidamente, con urgencia, dijo—: Mi señor Príncipe, mi señor Perdon, debéis disculparme. —Ignoró al Armigite—. Pese a la advertencia del Maestro Gilbur, no anticipé este resultado. —Su rostro estaba tan crispado que Terisa fue incapaz de leerlo—. Nuestros compañeros Maestros se hallan ya trabajando, preparando la traslación del campeón. Debemos reunimos inmediatamente con ellos, antes de que el Fayle consiga atraer las iras del Rey. Si son atrapados en el acto de realizar una traslación prohibida, me temo que nuestro buen Rey reinstituya la práctica de la ejecución.

»Mi señor Príncipe, ¿cuidarás de que dama Terisa vuelva a sus aposentos?

Sin aguardar respuesta, el Maestro Eremis se volvió hacia su compañero.

—Vamos, Maestro Gilbur —dijo, y se apresuró a salir.

El Maestro Gilbur le siguió tan rápido como le permitía su curvada espalda.

Terisa siguió sentada en su lugar, demasiado confusa para moverse. ¿Por qué admiraba al Fayle, cuando él y el Termigan habían arruinado los esfuerzos del Maestro Eremis por salvar Mordant? ¿Y por qué la traslación había empezado ya? La Cofradía había aceptado aguardar al resultado de aquella reunión.

—Es una lástima, mi señor Príncipe —estaba diciendo el Armigite— que el valor de aceptar tu oferta de alianza sea tan escaso. Por mi parte, yo estaría dispuesto a discutir una unión privada. Necesitaría protección contra las represalias, por supuesto. A cambio, podría…

Su voz murió; nadie le estaba escuchando.

—Mi señor Príncipe —dijo rígidamente el Perdon—, por favor disculpa el fracaso de esta reunión…, y el insulto. Lo único que puedo hacer es asegurarte que el Maestro Eremis y yo hemos sido honestos. Pero no es prudente seguir aquí. ¿Debo aliviarte de la carga de dama Terisa?

—No es necesaria ninguna disculpa, mi señor Perdon. —El Príncipe Kragen no parecía tan alterado como esperaba Terisa—. Es cierto que mi misión ha tenido poco éxito. Francamente, no veo cómo Mordant y Alend pueden ser salvados ahora de la guerra. —Lanzó a Terisa una brillante y negra mirada y sonrió—. Pero quizá mi suerte mejore. Estoy en deuda con la dama. La escoltaré de buen grado.

—Como quieras. —El Perdon inclinó bruscamente la cabeza, se envolvió en su capa y salió.

Casi inmediatamente, el Armigite se escurrió tras él, como si el joven señor temiera ser dejado atrás. Cuando alcanzó el corredor, Terisa le oyó llamar al Perdon, solicitando su compañía. No oyó la respuesta del Perdon.

—Mi dama. —El Príncipe Kragen apoyó las manos en el respaldo de su silla—. ¿Quieres venir? —Estaba ligeramente inclinado sobre ella y sonreía—. Como el Perdon ha dicho, no es prudente demorarnos aquí.

Ella no supo cómo interpretar su sonrisa. Le recordaba en cierto grado la del Maestro Eremis. Al mismo tiempo, sugería que el Príncipe era un mejor diplomático, más capaz de ocultar sus sentimientos. Su seguridad en sí mismo era tan buena como una máscara.

Se levantó. Había aprendido sus modales de su padre.

Él apartó la silla de su camino, luego tomó su brazo, sujetándolo fuertemente pero sin una indebida intimidad. Con un guardaespaldas delante y otro detrás, la guió fuera de la habitación.

Casi sin transición, la temperatura del aire descendió. El sonido de agua goteando parecía arrastrarse a su alrededor.

—¿Vas suficientemente abrigada, mi dama? —preguntó suavemente el Príncipe—. No parece que tu vestido sea muy cálido.

Ella hubiera murmurado alguna respuesta no comprometedora. Pero había perdido la habilidad de ser tan dócil como parecía. En una instintiva autodefensa, respondió con otra pregunta:

—¿Conoces realmente a Elega?

Notó como él se envaraba. Guardó silencio durante unos instantes. Luego dijo educadamente:

—Mi dama, es costumbre dirigirse a mí por mi título.

—Mi señor Príncipe.

Él dejó escapar una alegre risa en el oscuro corredor.

—Gracias. Sí, ha sido un gran placer para mí conocer a dama Elega. He tenido considerable tiempo libre desde la debacle de mi audiencia con el Rey Joyse.

Las botas de los guardaespaldas producían secos sonidos de crujido-y-chapoteo contra el suelo mientras pisaban los charcos de agua con una delgada capa de hielo cubriéndolos. Cuando la luz de las linternas fue más intensa, Terisa pudo ver que su aliento formaba pequeñas nubéculas ante su boca. Sin osadía consciente, preguntó:

—Entonces, ¿por qué estás interesado en mí?

Él guardó de nuevo un momentáneo silencio, como si necesitara tiempo para digerir la pregunta y elaborar una respuesta.

—Mi dama —respondió finalmente—, si otra mujer me hiciera esta pregunta, sabría mejor cómo responder. ¿Es posible que no seas consciente de que posees un rostro y una figura que interesaría a cualquier hombre? Quizá sí. Sin embargo, sospecho que tu pregunta tiene otro significado.

»Si no eres una coqueta, si tu pregunta no está destinada a seducirme…, te responderé con franqueza. Estoy muy impresionado por dama Elega. El Rey Joyse ha hecho más de lo que cree produciendo una hija así.

Terisa dejó escapar un casi audible suspiro de alivio.

Hubo un cambio brusco en el paso del guardaespaldas que les precedía, un asomo de vacilación. Luego reanudó su firme caminar.

A través de su blusa, un soplo helado alcanzó a Terisa en ambas manos.

—Creo que poca gente en Mordant —siguió el Príncipe Kragen con aparente irrelevancia— comprende claramente que el gobierno de Alend no es hereditario. Cuando mi padre, el actual Monarca de Alend, muera, yo no asumiré automáticamente su trono en Scarab. En vez de ello, el nuevo Monarca será elegido por confrontación entre todos aquellos que deseen acceder al puesto.

»Incidentalmente —comentó—, es este método de elegir a sus gobernantes el que ha conservado la confederación de los Feudos de Alend. Por muy levantiscos que sean, los barones permanecen fieles a Scarab porque saben que ellos o sus familias siempre tendrán otra oportunidad de alcanzar el trono.

»Esta confrontación no es formal, por supuesto. Simplemente, ha evolucionado. En tiempos antiguos, era primariamente una prueba de crueldad. Aquel que masacraba, envenenaba o aterrorizaba al suficiente número de sus oponentes hasta conseguir la sumisión de todos ellos se convertía en el Monarca.

»La paz, sin embargo, tiene sus beneficios —prosiguió. Su voz creó un murmurante armónico al húmedo eco de los tacones—. Y el Monarca de Alend está dedicado a la sabiduría, como he dicho repetidamente. Ahora a la gente que desea gobernar Alend no se le permite maquinar en privado, planeando asesinatos. Es reconocida públicamente, y es probada en el servicio al reino. En pocas palabras, se le da la oportunidad de demostrar que es merecedora del trono. —Rió brevemente—. Un viejo barón loco presentó recientemente a su hijo…, y luego, en privado, se dedicó al trabajo de intentar eliminar a toda la oposición. Su hijo recibió la prueba de llevar al barón ante la justicia.

»Debo decir que lo hizo admirablemente.

»Mi dama —dijo con pesar—, esta misión es una prueba para mí. Y no me plantea muchas esperanzas. Me temo que puedes apostar con seguridad a que no seré el próximo Monarca de Alend.

Inmediatamente, sin embargo, adoptó un tono más alegre.

—Pero estábamos hablando de dama Elega. He mencionado todo esto para que me comprendas cuando digo que, si estuviera en Alend, el trono del Monarca no estaría cerrado para ella. Creo que ocuparía un alto lugar entre los poderes del reino. —El guardaespaldas que avanzaba delante de ellos vaciló de nuevo. Esta vez, casi se inmovilizó a medio dar un paso. El frío lamió bruscamente el corazón de Terisa. Creyó oír lo mismo que él…, un suave sonido de cuero que le recordó espadas y vainas.

El Príncipe Kragen desenfundó su hoja. Tuvo tiempo de restallar:

—¡Cuidado! ¡Guardad a la dama!

Luego, la oscuridad atacó.

Los hombres cargaron desde un corredor lateral. ¿Cuántos? Terisa no pudo decirlo…, cinco o seis. Las capas se agitaban como alas en sus hombros. Sus armaduras de cuero eran tan negras que resultaban difíciles de ver. La luz de las linternas se reflejó en hierro desnudo.

Atacaron directamente hacia ella a través de la oposición del Príncipe y sus guardaespaldas.

Las espadas resonaron, creando ecos en el corredor. El golpetear de las hojas hizo saltar chispas rojas. La violencia nubló su visión. Vio la cabeza del más cercano de los guardaespaldas del Príncipe alzarse violentamente por encima de sus hombros y alejarse como una pelota negligentemente arrojada a un lado. Luego, un borbollón de caliente sangre golpeó contra su rostro, y el cuerpo cayó contra ella, arrastrándola hacia la pared.

Resbalando sobre sangre y hielo, cayó junto al cuerpo.

Dos atacantes hicieron retroceder al Príncipe Kragen. Era rápido con su espada, más fuerte de lo que parecía; pero sus oponentes eran expertos. No podía eliminar a dos de ellos a la vez. La fuerza de sus golpes martilleaba contra él, empujándole hacia atrás por el corredor.

Uno de los atacantes se derrumbó contra la piedra, escupiendo sangre a un charco de agua. El otro guardaespaldas aún se mantenía en pie…, apenas. Se aferraba con una mano una enorme herida en el costado; con la otra paraba los golpes de la espada de su asaltante.

Con un rápido movimiento, el atacante arrojó su capa sobre la cabeza del guardaespaldas.

Luego Terisa lo perdió de vista. Una figura negra avanzó hacia ella, con la espada en alto.

La luz incidió sobre su rostro. Su nariz era como el filo de una hachuela. Una sonrisa feroz desnudaba sus dientes. Sus ojos brillaban tan amarillos como los de un gato.

Estaba intentando matarla de nuevo.

Esta vez iba a conseguirlo. No había nada que ella pudiera hacer para detenerle, y seguía sin saber por qué la quería muerta, no tenía la menor idea, no tenía ningún sentido

—¡Alto!

El grito le hizo detenerse. Resonó en mil ecos en el corredor, apartándole de ella para proteger su espalda. Una voz arrastrada dijo claramente:

—Cinco contra tres es una ventaja de cobardes. Pero ni siquiera un cobarde atacaría a una mujer.

Forzándose a enfocar los ojos, Terisa vio al hombre con la capa gris avanzar a lo largo del corredor.

La oscura luz no dejaba ver claramente sus rasgos: no podía decir si había visto antes su rostro alguna vez. Pero su espada estaba en sus manos. La sonrisa en sus labios no suavizaba el destello de la batalla en sus ojos.

Un atacante extrajo su espada del guardaespaldas cegado por la capa y avanzó para unirse al hombre que amenazaba a Terisa. Su asaltante, sin embargo, rechazó la ayuda, enviando a su compañero hacia la lucha por matar al Príncipe Kragen.

Negro contra gris, el enemigo de Terisa y el recién llegado se enfrentaron.

Por un momento, hicieron una pausa. El hombre de gris comentó con voz suave:

—Puede que sea interesante saber quién eres.

El hombre de negro dejó escapar una carcajada que era casi un ladrido y estalló hacia su oponente.

El hierro brilló y destello. Los golpes resonaron. El hombre de negro fue lanzado contra la pared. Se recuperó y contraatacó como si fuera inmune al dolor. Con la capa, hizo un intento de cegar al hombre de gris. Su plan fracasó. Sus espadas chocaron, se trabaron y giraron, chocaron de nuevo. Atacando, retirándose, agitando sus cuerpos de lado a lado, trenzaron rápidos destellos como fuegos artificiales a su alrededor.

El hombre de gris seguía sonriendo, pero su concentración era salvaje.

Terisa hubiera debido ayudar. Sabía eso. Hubiera debido ponerse en pie, tomar una de las espadas caídas, intentar intervenir. Por el Príncipe Kragen. O por el hombre de gris. Pero no se movió. En vez de ello, siguió tendida sobre la fría y húmeda piedra, con las manos en las sienes, aterrada por la enormidad de lo que estaba ocurriendo por su causa.

No tenía la menor idea de por qué. ¿Qué había hecho para merecer ese odio? ¿O para ser defendida de él?

El hombre de gris se movía a tal velocidad que resultaba difícil darse cuenta de lo armónico de sus movimientos, difícil seguir la forma en que su espada barría y cortaba como ávida en sus manos. Él y su oponente entretejían sombras y ecos y ardientes chispas a su alrededor. En el espacio entre un latido de corazón y el siguiente, bloqueó la hoja de su adversario, luego soltó una mano de la empuñadura de la espada y lanzó con el dorso de su puño un golpe que hizo tambalearse al hombre de negro.

Tranquilamente, casi desdeñosamente, el atacante de Terisa rechazó el ataque que siguió. Aferró la hoja de su defensor con una mano enguantada el tiempo suficiente como para clavar su codo en el cuello del hombre de gris.

El hombre de gris se tambaleó hacia el suelo. Consiguió apoyarse sobre una rodilla, paró un brutal ataque, se puso de nuevo en pie. Seguía sonriendo, sonriendo. Pero su oponente había batido él solo a Argus y Ribuld. El sudor corría por su rostro. Las linternas mostraban un brillo de desesperación en sus ojos.

Sonaron gritos por todo el corredor. Cometió el error de mirar para ver qué significaban.

Su oponente respondió con un golpe al vientre tan rápido que no podía ser parado.

Lo paró.

El convulsivo esfuerzo, sin embargo, le hizo perder el equilibrio. Aunque detuvo el siguiente golpe con su hoja, era tan poderoso que lo derribó de espaldas.

Por una fracción de segundo estuvo tan indefenso como Terisa.

Entonces el Príncipe Kragen entró en la lucha, haciendo girar su ensangrentada espada.

El Perdon estaba sólo a medio paso tras él.

El hombre de negro lanzó una mirada de amarillo odio a Terisa.

Un instante después, saltó hacia atrás. Sus manos y su espada hicieron un extraño gesto.

Sin advertencia, desapareció. Antes de que murieran los ecos del combate, había desaparecido tan completamente del corredor como si nunca hubiera estado allí.

El Perdon se quedó mirando boquiabierto hacia el lugar por donde había desaparecido. El Príncipe Kragen dejó caer su espada en asombrado silencio. El hombre de gris se puso en pie, escrutando el aire como si creyera que podía oír u oler alguna señal de su oponente.

Temblando, Terisa apoyó las manos bajo ella y alzó su pecho del suelo.

El Príncipe lanzaba grandes y entrecortados jadeos, cerca del agotamiento, pero fue a examinar a sus hombres. Cuando vio que uno de ellos había sido decapitado, crispó los puños sobre su corazón, y su rostro se retorció en una mueca.

—Eran mis amigos —jadeó—. Estaba en deuda contigo, mi dama. Pero ahora creo que ya la he pagado.

—¡Mierda de cerdo! —escupió el Perdon. No se dirigía al Príncipe Kragen—. ¿Quiénes eran? ¿Cómo podían saber que estaríamos aquí?

Apoyada sobre manos y rodillas, Terisa observo cómo su rescatador limpiaba su espada y la envainaba, luego se arrodillaba frente a ella para ayudarla a ponerse en pie. Tenía una hermosa sonrisa —estaba intentando tranquilizarla—, y su rostro era fuerte. Le recordaba a alguien. Sin embargo, sus ojos estaban nublados por la preocupación.

—Mi dama, soy Artagel. Uno de los numerosos hermanos de Geraden. Él me pidió que te vigilara y protegiera en caso necesario. No lo he hecho muy bien.

»Al parecer —hizo una mueca—, alguien desea realmente matarte.

El olor de la sangre en sus ropas era tan fuerte que Terisa, simplemente, no pudo evitar desmayarse.