8
Varios encuentros
—¿Por qué no es posible? —Su voz sonaba pequeña y débil, su cabeza daba vueltas.
La excitación se había apoderado de Geraden; no parecía darse cuenta de lo alterado de su estado.
—Nadie sabe cómo cambiar Imágenes. No es posible. La Imagen es parte del espejo. Pero tú acabas de hacerlo. Eres el campeón augurado.
El no sabía lo que ella había visto en el otro espejo. Su espejo. No sabía que ella tenía la prueba de que no existía. Sus manos hicieron gestos inconscientes, apartando aquellas ideas. Las implicaciones eran horribles.
Por otra parte, no se sentía horrorizada. Se sentía distante, como si estuviera flotando. La sensación de que se estaba desvaneciendo se hizo más fuerte. O quizás ahora era más agudamente sensible a ella. No tenía ni idea de por qué aún seguía presente en la habitación con él.
El espejo que la había traído hasta allí mostraba Imágenes que no eran reales.
—Has dicho que es un sitio real, ¿no? Pero yo nunca había visto ese lugar antes. —Su voz tenía un tono quebradizo; un ligero asomo de histeria. Estaba luchando por recuperar la sensación de que existía—. Nunca he estado allí. No puedo cambiar Imágenes si no sé cómo. —Cruzó los brazos, apretando fuertemente sus codos, e intentó sonar tranquila—. De otro modo, sería fácil volver a mi apartamento.
Aquella argumentación le hizo pensar, pese a su excitado estado. Meditó sobre ello, con el ceño intensamente fruncido.
—Pero tienes que haberlo hecho tú. Si no lo has hecho…, eso sólo me deja a mí. Yo ni siquiera puedo hacer traslaciones sencillas. Nunca he sido capaz de conseguir algo así.
—¿Lo has intentado alguna vez? —Ya no importaba lo que dijera. Su vida estaba deshilachándose más y más.
Él la miró fijamente: durante unos breves segundos pareció tomar en serio su pregunta.
Luego agitó la cabeza.
—No, por supuesto que no. Es una insensatez. Una Imagen es una parte fundamental del propio cristal. Por eso los espejos poseen un alcance tan limitado. No pueden ser enfocados lejos de donde están. —Bruscamente, miró más atentamente el cristal—. Pero éste lo ha hecho —murmuró, desconcertado—. Cambió mientras nosotros estábamos aquí, en esta misma habitación. Así que no es ninguna insensatez. Uno de nosotros tiene que haberlo hecho. —Retrocedió unos pasos, abstraído, profundamente inmerso en sus pensamientos—. A menos que haya alguien en Orison que tenga tanto poder como para eso. Y esté aquí.
—Eso es absurdo, Apr Geraden —comentó una voz quebradiza—. Lo imposible es imposible. Tiene que haber otra explicación.
Geraden se volvió en redondo.
Terisa se volvió también, como si regresara flotando de muy lejos.
En una de las puertas estaba el Maestro Eremis.
Llevaba la misma capa negra bajo su casulla que le había visto el día anterior. Se sintió sorprendida de nuevo ante lo poco convencionalmente atractivo que era: su larga y fina nariz, sus hundidas mejillas, hacían que su rostro tuviera el aspecto de una cuña; el denso pelo negro que colgaba en la parte de atrás de su cráneo realzaba lo despejado de su alta frente calva. Pero, en su caso, las convenciones perdían su significado habitual. Era alto, delgado y fuerte, sus pálidos ojos brillaban con inteligencia y humor, la sonrisa de sus labios prometía secretos. La forma en que la miraba hizo que Terisa contuviera el aliento.
Le había dicho que la consideraba atractiva.
Sin advertencia previa, su pulso empezó a latir excitadamente debajo de su piel. Inexplicablemente, la sensación de que se estaba desvaneciendo perdió su urgencia.
Tan agradecida como si acabara de ser rescatada, aguardó a ver lo que pensaba hacer él.
El Maestro Eremis contempló el cambiado espejo por un momento, con el ceño fruncido por la concentración.
—Sí —murmuró—, eso es imposible. —Entonces volvió su atención a Terisa y Geraden.
»Refresca mi memoria, Apr. Quizá recuerde incorrectamente. ¿Te ordenó o no te ordenó el Maestro Barsonage que no facilitaras ningún conocimiento a la dama?
Geraden clavó su vista en el suelo y no respondió.
El Maestro Eremis avanzó despreocupadamente. Antes de trasladarse a su propio apartamento, Terisa había visto una amplia variedad de hombres con la reputación de poderosos, los invitados de su padre; pero ninguno de ellos había proyectado la dominante confianza del Maestro Eremis. Sólo la presencia de su padre había sido comparablemente efectiva…, y sus modales habían sido considerablemente menos atractivos. Le faltaba la chispa de alegría o pasión que hubiera hecho comprensible para ella el que su madre se hubiera casado con él. Mientras se acercaba, Eremis se dirigió a Geraden, pero el interés que brillaba en sus ojos y en la sonrisa de sus labios iba dirigido a ella.
—Bueno, no importa. Creo que fue una orden estúpida. La primera regla de la buena cortesía es no negarle nada a una mujer hermosa. De todos modos, eres afortunado de que el resto de los Maestros estén demasiado interesados en su debate como para mostrarse vigilantes. El Maestro Barsonage podría arrancarte de tu puesto si supiera lo que has hecho. Pero no lo sabrá de mí.
—Gracias —murmuró Geraden de mala gana. La repentina aparición del Maestro parecía haberle reducido a la estatura de un hosco muchachito.
Eremis miró a Geraden.
—¿Mi indulgencia no te complace? Me gustaría poder persuadirte de que no tienes ningún amigo más verdadero que yo en la Cofradía. Ya sabes que me opuse a la decisión de dejarte intentar un acercamiento a nuestro campeón elegido. ¿Crees que lo hice porque te desprecio a ti o tus habilidades? Estás equivocado. El campeón es peligroso. Me opuse por tu seguridad, Geraden.
—Hubiera podido sentirme más agradecido si lo hubiera comprendido así —dijo Geraden apretando los dientes, sin dejar de mirar al suelo—. ¿Para qué te sirve mi seguridad?
—¡Qué vergüenza! —rió el Maestro—. La amargura no es un buen comienzo. —Se situó detrás de Geraden y apoyó las manos como un padre cariñoso sobre los hombros del Apr. Desde su posición, dirigió a Terisa una sonrisa conspiradora—. Tu seguridad no me «sirve» de nada personalmente. Pero valoro tu inteligencia…, y tu testarudez. No me gustaría ver esas cualidades malgastadas.
»Además —dio un apretón y una palmada a los hombros de Geraden—, el hecho de que estés a salvo significa que ahora puedes presentarme de una manera formal a esta… —su mirada abandonó los ojos de ella y descendió a la línea de su escote, donde se detuvo deliberadamente unos momentos antes de volver a su rostro— deliciosa dama.
Rígidamente, Geraden dijo:
—Estoy seguro de que ya conoces su nombre.
—Ah, pero no lo he oído de tus labios. Tú eres su trasladador. Como observó el Maestro Barsonage, eres responsable de ella. —La forma peculiar en que miraba a Terisa hizo que la debilidad que ésta sentía fuera más agradable—. Quiero que me presentes a ella como corresponde.
Geraden desvió la vista hacia Terisa. Su boca estaba crispada en una mueca. Sin embargo, se doblegó.
—Mi dama, permíteme presentarte al Maestro Eremis. Su hogar es Esmerel, uno de los más renombrados castillos de Tor. —Estaba tan rígido como una barra de hierro—. Maestro Eremis, ésta es dama Terisa de Morgan. —Luego, en un tono de reprimida ferocidad, añadió—. Es huésped del Rey Joyse y se halla bajo su protección. El Castellano Lebbick la mantiene bien custodiada.
Eremis se echó a reír una vez más.
—Geraden, tienes tan poca gracia como un chiquillo. —Dio otra palmada a los hombros del Apr y se apartó de él—. Pero quiero mostrarte mi amistad de una forma que te sorprenderá.
»Ahora —prosiguió, volviendo su atención a los espejos—, hay la cuestión de cómo pueden cambiarse las Imágenes. Dudo que se haya producido una sustitución. —Acarició ligeramente el plano cristal con las yemas de sus dedos—. Al mismo tiempo, un cambio más fundamental es algo inconcebible. Esto requiere profunda meditación.
Sin embargo, no parecía estar interesado en pensar en la cuestión por el momento.
—Mientras tanto —dijo inesperadamente, mirando de nuevo a Geraden—, me pregunto naturalmente qué te inspiró E traer a dama Terisa hasta aquí. Tu espejo y el de Gilbur estaban descubiertos. Esto me conduce a sospechar que tenías algún proyecto de permitir que ella nos abandonara…, o de demostrarle que su partida es imposible. Rechazo lo primero. Es absurdo. Ni siquiera tú, Apr, te atreverías a poner en peligro tu vida, tu futuro en la Cofradía y la supervivencia de Mordant, sólo para deshacerlo todo al día siguiente.
Geraden se enfrentó a la mirada del Maestro sin vacilar, pero los músculos de su mandíbula se agarrotaron.
—En consecuencia, llego a la conclusión de que su partida es ahora imposible. Se ha producido algún cambio dentro de espejo que ha cerrado la puerta que tú abriste, ¡de alguna manera!, para traer a dama Terisa hasta aquí.
»Pero eso también es imposible. —Sonrió, como si la idea le complaciera—. Tenemos imposibilidades por todos lados. Es un desafío para ti, Apr. Como espero haber dejado claro, aprecio tu inteligencia. Tu capacidad para el desastre aparece en la práctica antes que en la teoría. Considera esta cuestión: ¿Es teóricamente posible proyectar o transponer la Imagen de un espejo a otro? —Sonaba como un maestro planteando preguntas de las que conocía ya las respuestas—. ¿Explica eso las imposibilidades que parecen rodear a dama Terisa?
»Estudia el asunto y hazme saber tus conclusiones. Por mi parte, llevaré la cuestión a la Cofradía. Conseguirás grandes méritos si alcanzas una respuesta antes de que lo hagan los Maestros.
Antes de que Geraden pudiera responder, el Maestro Eremis derivó su conversación a Terisa.
—Y ahora, mi dama —dijo, volviendo a sus modales anteriores—, quizá tengas la amabilidad de acompañarme a mis aposentos. El espacio que me adjudica Orison no es espléndido, pero puedo ofrecerte hospitalidad y confort. —De una forma a la vez casual e intensa, se acercó más a ella—. Hay muchos asuntos de los que creo podemos hablar provechosamente.
Su sonrisa y su proximidad parecían tener intensas implicaciones masculinas que hicieron que la sangre afluyera al rostro de Terisa. Estudió la expresión del hombre hasta que notó que su respiración se aceleraba y no pudo apartar la vista.
—No te molestaré, Apr, requiriendo tu asistencia —murmuró el Maestro por encima del hombro—. Tienes responsabilidades mucho más apremiantes de las que ocuparte.
Tendió una mano hacia ella. Sus dedos eran largos y delgados, dedos de artista, de delicados nudillos y yemas para acariciar y sondear y probar. Su dedo índice tocó la piel de su hombro en el borde de su traje, y siguió suavemente la tela hacia abajo hacia el hueco entre sus pechos.
—¿Nos vamos, mi dama?
Involuntariamente, los labios de Terisa se abrieron como si le estuvieran aguardando. Se sentía demasiado hipnotizada y maleable como para moverse, prendida en su magnetismo y la luz de sus ojos. Pero si él la hubiera rodeado con su brazo, se hubiera ido con él a cualquier parte.
—Maestro Eremis —la voz de Geraden era tan tensa que crujía—, ¿qué está debatiendo la Cofradía? Si los Maestros están intentando llegar a una decisión acerca de dama Terisa, nosotros tres deberíamos estar allí. Sé mucho más de ella de lo que sabía ayer. —Sonaba a la vez desesperado y furioso, pero mantuvo el control—. Y es posible que ella desee hablar por sí misma.
El Maestro alzó una ceja; una comisura de su sonrisa se crispó.
—Apr Geraden —dijo suavemente, sin apartar la vista de Terisa o el dedo de la V de su vestido—, esto es insufrible. He dicho que podías marcharte. Si te sientes incapaz de crecer, regresa a Houseldon y pídele al Donne que vuelva a ponerte entre tus juguetes y niñeras. Orison no es un lugar para niños.
—Maestro Eremis —el tono de Geraden hizo que Terisa mirara hacia él. Vio en su rostro una incipiente dureza, una capacidad para la fuerza que aún no había terminado de enfocarse—. Me he equivocado en muchas cosas. He cometido un gran número de errores. Pero nunca he servido mal a la Cofradía. —Una secreta ferocidad ascendía tras sus palabras—. Algo imposible ha ocurrido en esta habitación. Los Maestros deben saber lo que he averiguado…, lo que dama Terisa puede decirles. ¿Qué están debatiendo?
—¡Tintes y plata, muchacho! —Eremis se apartó secamente de Terisa—. ¿Eres ciego además de sordo? —Al cabo de un instante, sin embargo, se contuvo—. Oh, muy bien —gruñó—. Quizá, si te respondo, te sentirás satisfecho y nos dejarás solos.
»Porque están confusos y son inefectivos, esos pomposos Imageros llegarán hoy, tras muchas protestas, consideraciones, recriminaciones e inspiraciones, a la sorprendente conclusión de que no es posible llegar a ninguna conclusión respecto a dama Terisa de Morgan. Tú no puedes explicar si llegaste a ella por accidente o por poder. En consecuencia, es imposible que sepas si el poder era tuyo o de ella. Y no puede confiarse en nada de lo que ella diga. Si ella es real en su propia existencia, y no una creación de la Imagería, entonces tendrá una razón propia detrás de cada una de sus respuestas. Seguramente sus motivos no serán los mismos que los nuestros. Y si de hecho fue creada por el cristal, como me parece evidente a mí, entonces todas sus razones y respuestas estarán moldeadas por el Imagero que hizo que tú la encontraras. Alguien que ha decidido permanecer en secreto porque es un obvio enemigo de la Cofradía y de Mordant.
»En consecuencia, no puede tomarse ninguna decisión inteligente respecto a ella mientras el asunto siga así.
»Anticipo ya que los Maestros llegarán a esta notable conclusión dentro de una o dos horas…, mucho antes de que el Maestro Barsonage corra el peligro de perderse más de una comida.
»Mañana debatirán qué acción debe tomarse en este dilema. Y por aquel entonces yo ya habré hablado con ellos respecto a las últimas imposibilidades de dama Terisa.
»¿Estás satisfecho, Apr?
Geraden siguió sin enfrentarse a la mirada del Maestro. Sus fuerzas parecían haberle abandonado. Con la cabeza baja y los hombros hundidos, parecía como si estuviera a punto de empezar a patear furiosamente contra el suelo de piedra. Pero no cedió terreno. Terisa observó particularmente que no aceptaba ser despedido de aquella habitación.
—Puedes olvidar los accidentes —dijo, con la voz ahogada por la forma en que mantenía la cabeza—. El espejo que la trajo aquí ha sido cerrado. Está actuando un poder. Y tiene algo que ver con dama Terisa.
»Ella dice que no es una Imagera. Ella dice que no hay Imageros en su mundo. Ella utiliza la palabra magia…, dice que no hay magia en su mundo. Y, cuando yo estuve allí, vi pruebas de que no fue ella quien me atrajo.
»Pero eso no quiere decir que no haya un poder aquí.
Terisa se sobresaltó ante aquel argumento. Cuando el Maestro Eremis desvió su atención de ella, empezó a recobrar parte de su habilidad de pensar. Como resultado de ello, deseó haber le podido decirle a Geraden lo que vio en su espejo antes de que él intentara discutir con nadie. Su prueba podría salvarlo de mostrarse como un estúpido ante los demás.
Desgraciadamente, ahora ya era demasiado tarde para salvarle.
—Creo —siguió el Apr, hablando ahora de una forma más lenta y tensa— que hay en ella algo crucial. La necesitamos. Sé que yo no tengo ningún tipo de talento no descubierto. No la hubiera encontrado si ella no fuera de vital importancia.
Entonces alzó la vista hacia el otro hombre. Parecía estarse mordisqueando la cara interna de su mejilla para mantener su firmeza. Su expresión era ansiosa y avergonzada, pero su mirada no flaqueó.
—Maestro Eremis, creo que ella es demasiado importante para convertirse simplemente en otra de tus mujeres.
—¡Insolente cachorro! —escupió el Maestro. Por un instante pareció crecer, hacerse más alto, como si estuviera preparándose para lanzar un golpe.
De pronto, sin embargo, estalló en una carcajada.
—¡Oh, Geraden, Geraden! —rió—. ¿Acaso es una maravilla que te quiera bien? No tienes precio. Dime, muchacho —su voz tenía un tono de regocijo, como si estuviera burlándose—. ¿Es realmente posible que mires a esta dama —señaló a Terisa con un amplio gesto de su mano— y creas que puede ser simplemente «otra mujer» para cualquier hombre? —Echó hacia atrás la cabeza y se rió de nuevo, fuerte y sonoramente.
Aquello era lo que tenía de malo su padre, por supuesto. Jamás reía. De una forma extraña, el regocijo del Maestro Eremis llenó a Terisa de tristeza. Significaba una pérdida. Si ella hubiera crecido en una familia donde la gente riera, las cosas hubieran podido ser completamente distintas. Ella hubiera podido ser completamente…
Casi de forma inevitable, su pesar le trajo de vuelta la sensación de que se estaba desvaneciendo.
Había permanecido con ella pese a la mirada del Maestro, pese a su contacto. Ahora se estaba haciendo más fuerte, y cambiaba: la seguridad se estaba transformando en peligro. Le hizo volver la cabeza, como si supiera lo que estaba ocurriendo.
Con repentino horror, vio que el cristal plano que Geraden había descubierto estaba cambiando.
Mientras lo miraba con la boca abierta, la imposible Imagen del Puño Cerrado se moduló como si el espejo fuera un caleidoscopio invernal. Sangrando sobre sí mismo, el riachuelo se convirtió en caminos; los pilares estiraron sus miembros y se extendieron como árboles; la nieve virgen de la ladera se desmoronó en roderas y barro. Al cabo de sólo un momento, la escena se hizo inconfundible: era la intersección en las afueras de Orison, donde se unían los caminos de los Cares; era el espejo original, la Imagen real.
Esta vez, sin embargo, había jinetes en el camino del nordeste. Al menos diez hombres a caballo espoleaban sus monturas y formaban una nube de nieve a su alrededor como si estuvieran frenéticos por alcanzar Orison.
Como si fueran perseguidos.
—Mi dama —jadeó Geraden, abrumado.
Luego exclamó:
—¡Cristales y astillas!
El Maestro Eremis miró también al espejo con ojos brillantes; pero no dijo palabra.
Surgida de la nada, una forma negra saltó como un predador sobre uno de los jinetes. Era pequeña, apenas mayor que un cachorro en comparación, demasiado pequeña para hacerle daño. Sin embargo, comunicaba su fuerza y su furia como un grito a través de la distancia. El jinete alzó desesperadamente los brazos y cayó de su caballo como si estuviera gritando.
Ninguno de sus compañeros volvió hacia atrás para ayudarle. Se limitaron a espolear más fuertemente sus monturas hacia el castillo. Su caballo quedó abandonado junto al camino y huyó con un frenético trote, desapareciendo más allá del borde del cristal.
Un helado puño estrujó el estómago de Terisa y lo retorció duramente.
Estaba tan asustada que no se dio cuenta de que ya no se estaba desvaneciendo.
Otra forma negra apareció de la nada.
Toda la escena pareció avanzar hacia ella en el momento en que la forma saltaba. Geraden se había dirigido al borde del espejo: estaba ajustando su foco, acercando la Imagen. Ahora pudo ver que la forma era una masa redondeada y llena de protuberancias con cuatro miembros tendidos como garfios y unas mandíbulas terribles que ocupaban más de la mitad de su cuerpo. Saltó de la invisible percha donde debía haber estado posada y golpeó a un jinete en el pecho. Inmediatamente, sus miembros se aferraron; sus mandíbulas se abrieron y empezaron a devorar.
El espejo mostró claramente la agonía del hombre mientras caía hacia atrás en un inútil esfuerzo por evitar que su corazón fuera arrancado de su cuerpo. La mancha de sangre silueteó su figura sobre la nieve, que empezó a empaparse rápidamente de ella.
Geraden señaló a uno de los jinetes y exclamó:
—¡El Perdon! ¡Va a resultar muerto!
—¡Quizá no! —respondió el Maestro Eremis—. Han conseguido poner una cierta distancia entre ellos y ese ataque. Si pueden superar el alcance del espejo que traslada a esas abominaciones, estarán a salvo.
Terisa no podía decir cuál de los jinetes era el Perdon. Todos ellos le parecían iguales, aferrados por un helado miedo y cabalgando desesperadamente para salvar sus vidas; los ojos de sus caballos llameaban con un absoluto pánico. La muchacha contuvo su respiración en inconsciente alarma, intentando prepararse para la próxima forma negra que saltaría del vacío aire, intentando soportar la visión de aquellas mandíbulas.
Pero el Maestro Eremis tenía razón. Desde aquel momento hasta que los jinetes desaparecieron de la Imagen, fuera del alcance de su cristal plano, ningún otro resultó atacado.
Geraden permanecía con los puños crispados a sus costados, jadeando entre crispados dientes.
—Gracias a las estrellas. Gracias a las estrellas.
La presión en su pecho hizo que Terisa dejara escapar un tembloroso jadeo. Bruscamente, sintió deseos de vomitar. No podía hallar palabras suficientes para calmar su náusea.
—¿Qué eran esas cosas?
El Maestro Eremis se encogió de hombros.
—Las cosas trasladadas como ésas no tienen nombre para nosotros. Se me ocurre una pregunta mucho más interesante. —El fuego en sus ojos era ansioso, ávido—. Según mis últimos informes, el Perdon se negó a abandonar Scarping porque creía que los asuntos a lo largo del Vertigon requerían su atención constante: rumores de Cadwal, espías infiltrados, barruntos de ejércitos, incursiones de bandidos. Sin embargo, ahora está aquí. ¿Qué ha ocurrido para arrojarlo fuera de su Care?
Sin aguardar una respuesta, sujetó el brazo de Terisa. Brusco por la concentración, la apartó de Geraden y de los espejos.
—Ven conmigo. Quiero una explicación.
Geraden les siguió con una expresión desolada en su rostro.
Las largas piernas del Maestro Eremis marcaron de inmediato un ritmo rápido; Terisa tuvo dificultades para mantenerse a su altura. Al cabo de un momento, sin embargo, el hombre pareció darse cuenta de su esfuerzo. Acortó un poco sus zancadas, le sonrió, y sujetó su brazo para que ella pudiera apoyarse en él.
Incluso entonces, Terisa se alegró de que el Maestro no intentara hablar con ella. Gran parte de su atención era consumida por la necesidad de retener sus náuseas.
La condujo fuera de las mazmorras y hacia arriba, cruzando la sala de baile no utilizada y adentrándose en los salones principales de Orison, a lo largo de la ruta de Geraden del día anterior hacia la torre donde el Rey Joyse tenía sus aposentos. Se detuvo en una amplia habitación parecida a una sala de espera frente a las escaleras de arriba. Sólo la ocupaban unas cuantas personas, y la mayoría de ellas tenían la expresión reservada y humilde de los peticionarios…, una expresión que reconoció casi automáticamente porque la había visto tantas veces en la misión. Pero había más guardias de los que recordaba. Le dijeron rápidamente al Maestro Eremis que el Perdon estaba ya con el Rey Joyse.
También dejaron muy claro que nadie más había sido invitado a aquella reunión.
Casi inmediatamente, el Castellano Lebbick entró a largas zancadas en la habitación y se encaminó hacia las escaleras.
El Maestro Eremis se soltó de Terisa y se acercó al Castellano.
—¿Es cierto, Lebbick? —Su estatura dominaba a su bajo interlocutor; su intensa curiosidad no podía ocultar un aire de superioridad—. ¿Está aquí el Perdon? Éstas son extrañas noticias. ¿Qué crisis puede inspirar a ese defensor de Mordant a abandonar sus dominios a los Cadwal?
—Maestro Eremis —respondió con voz cortante el Castellano Lebbick—, ésos son asuntos del Rey.
Se dirigió a las escaleras y empezó a subirlas hasta desaparecer de la vista.
El Maestro se quedó contemplando su marcha con ojos llameantes.
—Irrazonable zopenco —murmuró, a nadie en particular—. Exijo una explicación, Terisa miró a Geraden. Permanecía a una cierta distancia, con el rostro crispado por una mezcla de alarma y amargura. Si tenía alguna respuesta para el Maestro Eremis, no la ofreció.
Nadie más en la sala de espera tenía nada que decir. Los guardias permanecían firmes e inmóviles, al parecer meditando sobre su deber…, o quizá sobre su comida. Los peticionarios estaban absortos en sí mismos. Terisa consiguió regularizar su respiración e intentó apartar las formas redondas y llenas de protuberancias y terribles mandíbulas de su mente.
La impaciencia del Imagero ascendía visiblemente. Parecía tener problemas en mantenerse tranquilo. Bruscamente, anunció, como si todo el mundo a su alrededor estuviera ansioso por conocer su opinión:
—Hay una crisis en el Care de Perdon. Eso es evidente. Pero dudo que sea la crisis en sí la que ha traído hasta aquí al Perdon. No es un hombre que huya fácilmente de los problemas…, o admita su debilidad. No, creo que es la respuesta de nuestro ilustre Rey a la crisis la que ha forzado al Perdon a acudir a Orison. Apostaría una docena de doblones de oro a que se ha atrevido a este viaje porque está furioso. Y lo estará aún más cuando se vaya.
Como haciendo eco a sus palabras, un grito resonó desde arriba, un rugido de furia:
—¡No!
En medio de un estruendo de metal, un hombre apareció en las escaleras. Era robusto y musculoso, y esas cualidades quedaban acentuadas aún más por sus hombreras de hierro sobre el peto de su armadura, la gorguera en torno a su cuello, los guardabrazos. En la cadera llevaba una espada larga que parecía lo bastante pesada como para degollar una res; al otro lado llevaba una daga de combate. Su cabeza, encima de sus cejas, era perfectamente calva; pero sus cejas eran rojas y densas, rojizos mechones de pelo brotaban de sus orejas, y su ancho bigote colgaba tanto que la comida y la bebida habían manchado sus extremos sobre su negra boca. Lo apresurado de su llegada se reflejaba en las manchas de lodo que cubrían sus piernas.
Con su recio rostro crispado como una porra llena de nudos, descendió las escaleras haciéndolas temblar con sus pies y mirando a su alrededor, como buscando a alguien a quien atacar.
Tras él se apresuraba una mujer. Su vestido azul cielo y sus resplandecientes joyas la identificaban como una gran dama; pero avanzaba como si no tuviera ningún interés en la dignidad de un traje largo o los buenos modales de las gargantillas y aretes. Enmarcados en su pálida piel y su corto pelo rubio pálido, sus ojos violetas llameaban vividos.
—¡Mi señor Perdon! —protestó, exigió, mientras descendía—. ¡Debes intentarlo de nuevo! No puedes abandonar. Seguro que sólo es un malentendido. Tienes que explicárselo de nuevo. Debemos explicárselo hasta que comprenda su importancia. ¡Mi señor!
—¡No! —repitió, y su voz sonó como el grito de un árbol al partirse. Llegó al final de las escaleras y avanzó hacia el centro de la estancia haciendo temblar el suelo con cada paso, luego giró en redondo para enfrentarse a ella. Agitando sus puños hacia el techo, rugió—: ¡Ya ha dado su respuesta! ¡No lo ordenará!
La fuerza de su furia la hizo detenerse. Su piel era tan pálida que parecía que toda la sangre hubiera huido de ella. Sin embargo, no se arredró.
—¡Pero debe hacerlo! —replicó—. Digo que debe. Es preciso hacer algún intento en defensa de Mordant. Estoy segura de que el Castellano Lebbick está intentando razonar ahora con él. Regresa conmigo, mi señor. Es vital que no falles.
El Perdon unió las manos frente a él, conteniendo su furia; sus guardabrazos produjeron un sordo clang contra su peto.
—No, mi dama —dijo con voz densa—. No lo aceptaré. ¡Dejemos que siga jugando al brinco hasta que el reino se derrumbe! — Su puño hizo un feroz gesto martilleante, puñeando las esperanzas contra el suelo—. Luché a su lado durante diez años para hacer de Mordant lo que es. No me rebajaré a pedirle que haga lo que debería hacer voluntariamente.
»Dile esto, mi dama. Cada uno de mis hombres que caiga o muera defendiéndole en su ciega inactividad, lo enviaré aquí. Que contemple sus heridas, o sus abrumadas familias, y les explique por qué no… —no pudo contenerse—, ¡no lo ordenó!
—Mi señor Perdon. —El Maestro Eremis sonó suave y tranquilo…, y lo bastante autoritario como para atraer la atención de todo el mundo en la sala—. Apostaría a que nuestro admirable señor, el Rey Joyse, ha hecho algo estúpido. De nuevo. ¿Me dirás de qué se trata?
Su tono hizo que la mujer rubia enrojeciera, pero se mordió los labios y no dijo nada.
El Perdon se volvió.
—Maestro Eremis. —Por un momento sus ojos se entrecerraron, evaluando al Imagero. Luego escupió—. ¡Puagh! Sobrepasa todo lo creíble. Jamás lo hubiera creído capaz de ello.
»No hablaré de los horrores que cayeron sobre mis hombres hace apenas unos momentos…, a menos de un tiro de piedra desde las puertas de "nuestro admirable señor". Son Imagería, y me siento asqueado ante tales cosas. Luché al lado del Rey Joyse en parte para que esas abominaciones de los espejos vieran su fin.
»No hablaré de ellos porque no hay nada que decir —su dura mirada brilló intensamente—, excepto por parte del Imagero que los provoca.
»Pero tienes que saber que nuestras fronteras han sufrido incursiones desde hace un cierto tiempo. Yo no he mantenido el asunto secreto. A todo lo largo del Vertigon, de extremo a extremo de Perdon, al norte y al sur, bandas de merodeadores han cruzado desde Cadwal pese a la estación para golpear y quemar todo lo que encontraban a su paso. Luego han huido. Mis protestas a ese petimetre del gobernador regional Festten han sido recibidas con encogimientos de hombros. Los merodeadores también le causan daños a él…, dice. Puesto que está en guerra con Mordant, Cadwal ya no tiene la fuerza necesaria para controlar el bandidaje…, dice. Y yo, Maestro Eremis —se golpeó el peto con un puño—, yo debo guardar cada kilómetro del Vertigon sólo con los hombres suficientes para hacer una pequeña fracción del trabajo.
»A falta de apoyo o consejo de Orison —siguió, con enorme sarcasmo—, he tenido que resolver los problemas del mejor modo que me ha sido posible.
»Entre mis patrullas incluí jinetes entrenados como exploradores y espías, de modo que cuando hallaran merodeadores, o señales de ellos, pudieran seguirlos en secreto. Quería saber dónde tenían su base esos miserables. Si podía descubrir sus campamentos, no me importaría hacer alguna que otra incursión a Cadwal yo mismo, para extirpar algunos de esos bandidos de sus agujeros.
Maestro Eremis asintió con la cabeza.
—Suena sensato, mi señor Perdon. Pero apuesto a que te sorprendió lo que descubriste.
—¿Sorprenderme? —gruñó el Perdon—. ¡Por los esbirros de la Muerte, Maestro Eremis! Estamos hablando de Cadwal. No debería sorprenderme nada.
»Sin embargo —prosiguió sombríamente—, no estaba en absoluto preparado para los informes que finalmente me llegaron. Algunos de mis hombres no volvieron…, sin duda porque fueron descubiertos haciendo lo que estaban haciendo. Otros estuvieron fuera tanto tiempo que ya los había dado por perdidos cuando regresaron a casa. Pero todos aquellos que sobrevivieron me contaron la misma historia.
»Era natural que yo pensara que esos merodeadores eran insignificantes bandidos y asesinos. Sus bandas no eran muy numerosas. Llevaban los harapos y el equipo de los hombres que han nacido y han crecido lo suficientemente pobres como para que no les importe el derramamiento de sangre. Atacaban de forma desordenada, como si creyeran que podían superar la oposición o ser masacrados sin disciplina ni planes preconcebidos. Sólo representaban un serio problema para mí por el hecho de que procedían de Cadwal. Y porque eran tantos.
»Pero estaba equivocado, Maestro Eremis. —Sus puños se crisparon, y su ira brotó de nuevo—. Estaba equivocado. ¿Lo creerás? Después de efectuar sus incursiones durante dos, cuatro o incluso diez días, todas las bandas que siguieron mis hombres cabalgaron de vuelta al mismo campamento.
Terisa miró a Geraden y vio que su rostro estaba perdiendo rápidamente color.
—Y en este campamento —prosiguió el Perdon— se mezclaban libremente con los soldados de Festten, hombres que llevaban abiertamente el uniforme de Cadwal. Los carromatos de pertrechos llevaban el sello del Gran Rey. Las tiendas donde eran alojados los oficiales y los pertrechos y demás elementos de apoyo tenían el diseño de Cadwal.
—Por supuesto —murmuró el Maestro Eremis—. Quizá tu sorpresa sea comprensible, mi señor Pardon. Yo me siento abrumado. —No parecía abrumado en absoluto—. ¿Qué tamaño tienen esas fuerzas?
—Las estimaciones varían. Mis exploradores no pudieron observarlas bajo condiciones favorables. Y algunos de ellos se sintieron inclinados hacia el pánico, mientras otros permanecieron excesivamente flemáticos. Pero estoy convencido de que no pueden ser menos de quince mil guerreros.
Uno de los guardias de la sala dejó escapar un suave silbido; Terisa no pudo ver quién era.
—Todo esto en invierno —bufó el Perdon—. Tienen intención de arrojarse a nuestras gargantas tan pronto como cambie el tiempo.
—Ya ves cómo están las cosas, Maestro Eremis —dijo la mujer rubia—. Es preciso que el Rey entre en razón. Esta amenaza no puede ser ignorada.
—Entre el norte y el sur de Perdon —dijo el Perdon con voz rasposa—, no tengo más allá de tres mil hombres. Sé seguro que Orison tiene al menos cinco mil, todos ellos ociosos en sus campamentos bajo el mando del Castellano Lebbick.
—Más bien unos ocho mil, creo —comentó el Maestro Eremis.
—¿Ocho? Sin embargo, cuando pedí su apoyo —el Perdon hizo rechinar los dientes para impedir gritar—, el Rey se negó. Se ha negado repetidamente, pero al principio yo no podía creerlo. Finalmente, vine en persona a pedir ayuda. Perdí al menos siete hombres por el camino, ya a la vista de estas murallas. Y siguió negándose. —El robusto hombre agitó su bigote—. Con una fuerza de invasión aposentada en su frontera oriental, aguardando aprovecharse del caos de la Imagería que nos asalta desde dentro, e indudablemente más peligros siendo maquinados en Alend, se negó.
—Es inconcebible —jadeó la mujer pálida para sí misma. Sus ojos violetas parecían extraviados y urgentes—. Tiene que ordenarlo. ¿Cómo puede no hacerlo?
Geraden tenía el ceño muy fruncido; estaba profundamente sumido en sus pensamientos. Lo que pensaba hacía que pareciera enfermo.
—Durante diez años luché a su lado —terminó el Perdon—. Confié en él. Ahora averiguo que para él esto no significa nada. El Maestro Eremis estudió al hombre en su armadura.
—Entonces —dijo suavemente—, quizá no te sorprenda saber que yo tengo el mismo problema.
Tanto Geraden como la mujer rubia mostraron su sorpresa. El Perdon arqueó sus rojas cejas.
—¿Tú, Maestro Eremis?
—Por supuesto. —Mirando casualmente a su alrededor, Eremis se situó al lado del Perdon y apoyó una mano en su recia hombrera—. Nuestros aprietos son notablemente similares, mi señor. ¿Quieres acompañarme a mis aposentos? Las batallas de Perdon no se producirán dentro del próximo par de horas, y me queda un poco de una excelente cerveza Termigan. La conmiseración nos beneficiará a ambos.
Por un momento, el Perdon miró al Maestro Eremis de una forma tan franca como Geraden y la dama. Su recia boca formó la palabra, conmiseración, como si nunca antes la hubiera oído. Luego su expresión se cerró. Dijo cautelosamente:
—Te lo agradezco. Tu ofrecimiento es muy amable. Podría ahogar mi furia en un barril de buena cerveza, si lo tienes. El Maestro se echó a reír.
—Lo tengo…, y bastante más, cosa que creo te complacerá.
—Entonces soy todo tuyo, Maestro Eremis —respondió el Perdon con rostro inexpresivo.
—¡Espléndido! —Eremis se apresuró a hacer una inclinación de cabeza hacia la mujer rubia y Terisa—. Con vuestro permiso, mis damas. —Su saludo fue brusco; se sentía claramente ansioso por marcharse. Tan pronto como el Perdon hubo inclinado también la cabeza, el Maestro Eremis lo condujo hacia la salida de la estancia.
Lentamente, casi involuntariamente, Geraden y la dama de azul se miraron el uno al otro. Ambos se veían rígidos e incómodos. Ella, sin embargo, parecía más segura de sí misma.
Al cabo de unos breves momentos preguntó:
—¿Por qué habrá hecho algo así, Apr? Geraden cambió incómodo su peso de uno a otro pie, aunque se negó a bajar la vista.
—No lo sé, mi dama. El Perdon tiene el corazón y el alma de un soldado. Y ha luchado contra Cadwal demasiado tiempo. El Maestro Eremis sabe que no confía en un Imagero.
Ella desvió su mirada. Cruzó los brazos sobre su pecho, cerrando las manos en sus codos y apretándolos firmemente.
—Lo odio cuando me mira de ese modo. Sonríe y bromea, pero todo lo que yo veo es desdén.
—A mí tampoco me gusta exactamente —murmuró Geraden—. Pero eso no explica lo que piensa que tiene en común con el Perdon.
Guardaron un frustrado silencio. Ahora que él no tenía que afrontar su mirada, estudió el suelo de piedra. Ella observó el corredor por el que habían partido el Maestro Eremis y el Perdon, como si deseara correr tras ellos y exigir una respuesta. Terisa contempló a Geraden y a la dama, y pensó bruscamente que se conocían desde hacía mucho tiempo. La dama tenía aproximadamente la misma edad que Geraden, y parecía una compañera adecuada para él. La intensidad de sus ojos violetas, en especial, parecía apropiada para la desmañada intensidad de espíritu del joven.
Bruscamente, la dama pareció sufrir un azarado sobresalto. Se volvió hacia Terisa y dijo:
—Oh, lo siento. Qué rudeza por mi parte. Has estado de pie aquí todo este tiempo, y no he tenido la cortesía de hablar contigo. Tú debes ser dama Terisa. —Exhibió una sonrisa que parecía genuina, aunque algo tentativa—. Conozco tu vestido —explicó—. Si los modales del Apr fueran un poco mejores que los míos —la mirada que lanzó en su dirección sugería otro tipo de desdén—, nos hubiera presentado. Soy Elega. El Rey Joyse es mi padre.
—Oh, sí. —Terisa reconoció el nombre. Puesto que nunca antes había conocido a la hija de un rey, y no tenía la menor idea de qué tipo de saludo se esperaba de ella, dijo lo que tantas veces había oído decir a su madre—: Encantada de conocerte. —Y se sobresaltó interiormente, porque su voz sonó exactamente igual que la de su madre.
Afortunadamente, dama Elega no había conocido a la madre de Terisa.
—Myste y yo —dijo—, deseábamos conocerte desde la primera vez que oímos hablar de ti…, ¿debo decir desde tu «llegada»? Las presentes circunstancias no son las mejores. Me temo que los asuntos de los que has oído hablar me han distraído algo. —Pese a sus palabras, la forma en que contemplaba a Terisa implicaba que había hallado algo que la compensara del decepcionante tratamiento que su padre había infligido al Perdon—. Pero me sentiré complacida —sonrió—, y Myste se sentirá encantada, supongo, de que nos visites en nuestros aposentos. Tal vez no seas consciente del interés que has despertado en Orison. Mi hermana y yo siempre nos sentimos ansiosas de hacer nuevas amistades. Y te diré francamente, mi dama —bajó la voz, como si estuviera impartiendo un secreto público— que Mordant es un mundo de hombres. A nosotras las mujeres no se nos da a menudo lo necesario para ocupar nuestros talentos. Así que conocerte tendrá un valor especial para nosotras.
»Mi dama, ¿quieres acompañarme?
Terisa no supo qué hacer de momento. Luego se sacudió disgustada su indecisión. ¿Por qué se sentía amenazada cuando se le pedían las más simples afirmaciones y decisiones? Era su madre en ella. Su madre hubiera dicho: Qué encantadora idea. ¿Cuándo te gustaría que viniéramos? Estoy segura de que será encantador. Mi esposo y yo estamos tan ajetreados estos días. ¿Te llamo la semana próxima? Por esa razón, Terisa miró a Elega tan directamente como le fue posible y dijo:
—En estos momentos precisamente no estoy haciendo nada en particular.
Un segundo más tarde se dio cuenta de cómo debía haberle sonado eso a Geraden, y una punzada de pesar hizo enrojecer su rostro. El joven no la estaba mirando: su expresión se había vuelto plana, como un espejo no reflexivo. Sólo la forma en que había abierto un poco más, tensamente, los ojos traicionó que la había oído.
Entonces Terisa recordó por qué era natural temer incluso las más simples afirmaciones y decisiones. Causaban problemas.
Aparentemente, sin embargo, dama Elega consideró su afirmación como algo natural de hacer en compañía de Geraden, pese a que podía suponerse que Terisa había acudido allí con él por una u otra razón. Su sonrisa pareció tan espontánea como su anterior y pretendida consternación.
—Gracias, mi dama. ¿Has comido? Podemos almorzar tranquilamente juntas. Estoy segura de que tenemos una enorme cantidad de cosas que decirnos.
Pero se envaró ligeramente cuando se volvió hacia Geraden. En un tono de dudosa educación, preguntó:
—¿Te unes a nosotros, Apr?
Las comisuras de la boca del joven temblaron. Lanzó una rápida mirada a Terisa y murmuró:
—No, gracias. —Su voz era estudiadamente neutral—. Creo que dama Terisa ya ha tenido suficiente de mi compañía por un día. Transmite a dama Myste mis saludos.
Bruscamente, esbozó una inclinación de cabeza hacia ella y se dirigió fuera de la sala de espera.
Cuando cruzó la puerta, su hombro golpeó contra una de las jambas, y se tambaleó hasta recuperar el equilibrio. Varios de los guardias rieron quedamente a sus espaldas.
Dama Elega se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa.
—Pobre Geraden. —Luego agitó la cabeza, olvidándolo—. Debemos subir arriba, mi dama. —Hizo un gesto hacia la escalera e hizo que Terisa la precediera en aquella dirección—. Mi hermana y yo compartimos nuestros aposentos un nivel por encima de los del Rey. Se nos ha dicho que debemos vivir ahí para estar al menos tan seguras como nuestro padre. Pero creo —dijo cínicamente— que la auténtica razón es que así cualquier cosa de importancia le llega siempre primero a él antes que a nosotras…, y allí se detiene. —Intentando dulcificar un poco el mordiente filo de sus palabras, añadió con un cierto humor—: Como he dicho, Mordant es un mundo de hombres.
Con un hilo de voz, Terisa dijo:
—Deberías llamarme Terisa. —Pero la sugerencia era abstracta; su corazón no estaba en ella. Parte de ella seguía aún con Geraden. La apenaba haberlo herido. Era el único al que conocía que tenía sentido para ella. Y parte de ella se sentía aún presa de las náuseas. ¿Le había hablado el Perdon al Rey Joyse de aquellas fatales formas negras? Por supuesto que sí. Tenía que haberlo hecho. Y, sin embargo, ¿el Rey seguía negándose a actuar? Si sólo hubiera visto…
—Terisa. De acuerdo, lo haré —dijo dama Elega con satisfacción—. Y tú debes llamarme Elega. Espero que seremos grandes amigas.
—¿Le conoces desde hace mucho? —preguntó Terisa. Aquello era mejor que el recuerdo de las mandíbulas y la sangre.
—¿Al Apr Geraden? —Elega se echó a reír, pero su alegría sonó quebradiza—. Apenas podrás creerlo, pero en una ocasión él y yo estuvimos comprometidos.
—¿Comprometidos?
—Sí. Sorprendente, ¿verdad? Pero su padre, el Domne, aunque no es un luchador como el Perdon, es uno de los amigos más viejos y de más confianza de mi padre. Debido a… —una vacilación en la voz de Elega hizo pensar inesperadamente a Terisa que probablemente a las hijas del Rey también se les había advertido que no debían revelarle demasiado— sus guerras, mi padre se casó tarde. Aunque yo soy la mayor, nací sólo un año antes que Geraden, que es el séptimo hijo del Domne. Más tarde, durante un período difícil de esas guerras, mi padre envió a toda su familia al Care de Domne por su seguridad. Pasé varias estaciones en la casa del Domne en Houseldon, y Geraden y yo fuimos unos compañeros de juegos naturales. —El recuerdo no la divirtió—. Por esa razón, creyendo que nos aveníamos, nuestros padres arreglaron un matrimonio. Un tramo de escaleras las llevó al nivel de la suite del Rey. Elega pasó delante de su alta y tallada puerta y tomó otro tramo de escaleras hacia arriba.
—Yo me hubiera sentido más complacida con uno de sus hermanos —prosiguió—. Todas las mujeres parecen favorecer a Artagel, y ver a Wester es amarle. Pero ambos carecen de ambición. Nyle es más de mi gusto. Desgraciadamente, a menudo las mujeres tienen muy poco que decir en estos asuntos.
—¿Qué ocurrió con vuestro compromiso?
—Oh. Rechacé de plano casarme con él. Es un hombre completamente imposible, Terisa. —Elega no hizo ningún esfuerzo por ocultar su desdén—. Ya es bastante malo que no pueda confiarse en él para que salga de una habitación sin tropezar con algo. Pero, además, es un fracaso tan grande. Lleva ya sirviendo a los Imageros tres años más que cualquier otro Apr desde que fue fundada la Cofradía, y no está más cerca de la casulla de Maestro que cuando empezó.
»Hay que respetar su decisión…, y su deseo de mejorar. Pero soy la hija del Rey de Mordant, y no tengo intención de pasar mi vida limpiando establos en el Care de Domne, o barriendo cristales rotos tras los desastres de Geraden.
»¿Sabes? —rió de pronto—. La primera vez que fue formalmente presentado a mi padre, habíamos salido a visitar al Domne, hará de eso unos doce o catorce años, se sentía tan ansioso que no se le ocurrió nada mejor que intentar un atajo por las porquerizas. Cuando llegó junto a nosotros, llevaba más suciedad encima de su persona que la que había quedado en las porquerizas.
Terisa estuvo a punto de echarse a reír. Podía imaginarlo tan claramente como si estuviera presenciando la escena: lodo pegado a su pelo, su rostro, sus ropas; agua y mondaduras colgando de él. Era exactamente el tipo de persona a la que podía ocurrirle algo así.
Un segundo más tarde, sin embargo, sus emociones cambiaron hasta que estuvo casi a punto de echarse a llorar. Pobre muchacho, murmuró para sí misma. Merece algo mejor.
—No, Terisa —concluyó Elega—. El Apr Geraden será un honesto esposo para alguna mujer torpe con la mente en su barriga, una fuerte pasión hacia la maternidad, y mucha tolerancia para los accidentes. Pero yo no quiero saber nada de todo eso.
En silencio, Terisa respondió: Tú te lo pierdes. Nunca decía aquellas cosas en voz alta.
Desde arriba de su tramo de escaleras, se acercaron a otra puerta tan alta como la del Rey, que podía hallarse situada directamente encima de ella. Pero ésta no estaba guardada: al parecer no había otro camino hasta aquel nivel de la torre y, así, cualquiera que protegiera al Rey protegía también a su familia.
Entonces Terisa recordó los pasadizos secretos. Quizá ningún lugar de Orison fuera seguro contra nadie que los conociera lo suficientemente bien.
Sonriendo, Elega fue a la puerta y la abrió para dejar entrar a su invitada.
—Eres bienvenida aquí, mi dama Terisa de Morgan —anunció formalmente. Luego se volvió y guió a Terisa al interior de la suite de habitaciones donde vivían ella y su hermana.
En cierto modo, Terisa se sorprendió al descubrir que aquellas estancias no estaban tan ricamente amuebladas como las que usaba el Rey Joyse. Las gruesas alfombras de lana parecían más la obra de campesinos que la creación de artistas…, alfombras para usar antes que para exhibir. Los divanes, sillones y sofás tenían recios armazones que realzaban el grosor de los almohadones antes que la habilidad artesana de su creador. Algunas de las mesitas auxiliares de la primera habitación tenían el aspecto de haber sido construidas para que los niños se subieran a ellas; la mesa del comedor que atisbo a través de otra puerta había conocido días mejores.
Siendo el que había sido su entorno infantil, no pudo evitar preguntarse por qué el Rey Joyse mantenía a sus hijas en un estilo menos lujoso. Pero Elega estaba explicando ya ese detalle.
—Antiguamente, estas habitaciones eran las utilizadas por nuestra familia, mientras que las de abajo estaban reservadas para los asuntos privados del reino: recepciones, pequeñas audiencias, fiestas discretas y cosas así. A la Reina, mi madre, no le gustaba la ostentación personal, pero reconocía la importancia de la riqueza visible en los asuntos de gobierno. Por esa razón, las habitaciones públicas fueron diseñadas para ser exhibidas antes que para ser cómodas. —Este arreglo encajaba claramente con ella, por lo que podía verse. La forma en que llevaba sus joyas revelaba que su interés en los asuntos de su padre no tenía nada que ver con la riqueza o el lujo.
Terisa fue a preguntar por qué el Rey se había trasladado al piso de abajo…, o por qué, incidentalmente, la Reina (¿había dicho Saddith que se llamaba Madin?) ya no vivía en Orison. Pero hacer preguntas personales no era uno de sus puntos fuertes; y, antes de que estuviera dispuesta a correr el riesgo, una mujer joven vestida con un traje suelto de seda amarillo apareció procedente de las habitaciones de atrás.
—Ah, Myste. —La mirada que lanzó Elega a su hermana era a la vez cariñosa y un poco condescendiente, como si amara a Myste pero no la tuviera en muy gran estima—. Traigo una invitada. Ésta es Terisa…, dama Terisa de Morgan. Tiene muy buen aspecto con tu traje, ¿no crees? Comeremos juntas. Terisa, ¿puedo presentarte a mi hermana, dama Myste? Ella es quizá la única persona en Orison más ávida —remarcó humorísticamente la palabra— que yo en conocerte.
Aquello hizo sonrojarse a Myste. Era, como habían observado tanto el Rey Joyse como Saddith, de una talla muy parecida a la de Terisa, aunque más plana que ella en ciertas dimensiones. En muchos aspectos se parecía mucho a su hermana, aunque carecía del contraste entre los vividos ojos de Elega y sus pálidos cabello y piel. De pie juntas, eran la versión exterior e interior la una de la otra. El rubio más profundo del cabello de Myste no debía parecer como oro fino a la luz de las velas, pero debía tener una reluciente intensidad a la luz del sol. El tono de su piel prometía que debía broncearse bien. Al mismo tiempo, el color menos espectacular de sus ojos parecía adecuado para mirar a distancia bajo una luz brillante en vez de para penetrar los secretos ocultos en los rincones y las conversaciones.
La cualidad lejana de la mirada de Myste se hizo evidente cuando entró en la habitación: sus pensamientos debían haber estado en otro mundo. Pero quedó extrañamente realzada cuando Elega le presentó a Terisa. Inmediatamente pareció ávida, tan abrumada por la maravilla que casi se echó a temblar…, y sin embargo su ansiedad pareció pasar a través de Terisa hasta posarse en algo detrás de ella, algún conjunto de posibilidades que arrojaba a sus espaldas como una sombra. Esta impresión fue tan fuerte que Terisa miró instintivamente a su alrededor, medio esperando descubrir a alguien a sus espaldas.
—Mi dama. —Myste se inclinó profundamente en medio de un remolino de seda amarilla, casi tanto para honrar a Terisa como para ocultar su enrojecimiento.
Terisa casi se sintió presa del pánico. Impotente y alarmada, lanzó una muda llamada a Elega.
Como respuesta, Elega apoyó una mano en el hombro de su hermana.
—Muy bien hecho, Myste —dijo, algo secamente—. Sin embargo, parece que tanto homenaje hace sentirse un poco incómoda a Terisa. La llamo Terisa a petición suya.
Seguramente querrá que tú hagas lo mismo.
—Por favor —suplicó Terisa inmediatamente. Esta vez era agudamente sincera.
Dama Myste se alzó. Al parecer, su rojez era un signo de excitación antes que de azaramiento: no mostró ninguna vergüenza ni timidez. Su mirada, sin embargo, pareció enfocarse mejor ahora en Terisa.
—Eres bienvenida aquí, mi dama —dijo con voz amable—. Estoy segura de que conseguiré llamarte Terisa dentro de un momento…, cuando haya calmado los latidos de mi corazón. —Rió de una forma que inmediatamente le recordó a Terisa la sonrisa del Rey Joyse—. Discúlpame si te he turbado. Quizá no te des cuenta del honor que nos haces. Hay tantas cosas que desearía preguntarte.
—Es un honor —confirmó Elega antes de que Terisa pudiera protestar—. Según los estándares de Mordant, sólo somos dos mujeres que vivimos con nuestro padre simplemente porque éste no ha podido casarnos. Los señores y personajes que pasan por Orison no se sienten obligados a visitarnos o a mantenernos informadas. Sólo fue por casualidad que yo estaba con el Rey cuando…
Más urgentemente, prosiguió:
—Myste, no lo creerás. Padre se ha superado a sí mismo. —Con rápidas y breves frases, le contó a su hermana la audiencia de Perdon con el Rey Joyse. Luego concluyó—: Quince mil hombres, Myste. El Perdon no tiene más que tres mil. Y sin embargo padre no lo reforzará.
»Ha ido demasiado lejos. Hay que acabar con esto.
—Elega, es nuestro padre —objetó Myste—. Por supuesto que no comprendemos sus intenciones. ¿Cómo podríamos, cuando sabemos tan poco de lo que él conoce y teme? —Al contrario que Elega, ella no se quejaba de su ignorancia: simplemente establecía un hecho—. Pero no debemos precipitarnos en juzgarle. Están ocurriendo grandes cosas en Mordant. Parece que la guerra está cerca. Un caos de Imagería nos amenaza. Y dama… —miró a Terisa, enrojeció de nuevo momentáneamente, y se obligó a continuar—: Terisa. —Dirigió a Terisa una sonrisa dulce—. Terisa ha venido a nosotros salida de un espejo. Se rumorea que viene como respuesta al augurio. No debemos precipitarnos en juzgar.
—Myste, eres incurable. —Una pequeña línea de arrugas frunció la frente de Elega—. Si el Monomach del Gran Rey cayera sobre nosotras, me asesinara delante de tus ojos, y alzara tus faldas con su espada, dirías que no debemos precipitarnos en juzgarlo.
—Confío —dijo gravemente dama Myste, pero sin irritación— que el Monomach del Gran Rey tenga más honor.
—¡Oh, eres una estúpida! —exclamó suavemente Elega. Sus ojos violetas llamearon en su pálido rostro. Pero de inmediato rodeó con sus brazos a su hermana y la abrazó hasta que su propia vejación desapareció. Cuando se echó de nuevo hacia atrás, sus gracias sociales habían vuelto a ella—. Pero incluso una estúpida y una gran dama de otro mundo —sonrió para demostrar que estaba bromeando— necesitan comer. Llamaré.
Se dirigió al cercano cordón de una campanilla y le dio un tirón. Luego se retiró a otra habitación.
Poco después, Terisa la oyó hablar en voz baja con alguien, probablemente un criado. Y no mucho después de eso una camarera cargada con bandejas apareció en el comedor y empezó a preparar la mesa.
Mientras tanto, sin embargo, Terisa quedó a solas con Myste.
La cualidad particular de la mirada —y la atención— de Myste la puso nerviosa. Descubrió que no le costaba demasiado que le gustara Myste, pero que no deseaba que la dama la mirara. La forma en que Myste parecía ver las cosas que existían a través de o detrás o más allá de Terisa le daba la impresión de que estaba empezando a desvanecerse de nuevo. Involuntariamente, recordó que el espejo que la había traído a ella hasta aquí era falso.
—Hay tanto acerca de todo esto que no comprendo. ¿Por qué el rey, vuestro padre, se muestra tan pasivo? ¿Qué razón puede haber para no apoyar al Perdon?
—Ah, mi da…, Terisa. Tocas aquí una cuestión que ha dividido a esta familia hasta su mismo corazón, y seguimos sin tener una respuesta. —La dama hizo un gesto hacia un diván—. ¿Quieres sentarte?
Se hundieron profundamente en los confortables almohadones, y Myste prosiguió:
—No llevas mucho tiempo entre nosotros. Y parece que nuestra política es no revelarte demasiadas cosas de nosotros mismos. —Su fruncimiento de ceño expresó su desaprobación tan efectivamente como su propia admisión—. Puede que no te des cuenta de que nuestro padre tiene tres hijas. Nuestra hermana mediana, Torrent, que acompaña a nuestra madre, la Reina Madin, ya no vive con nosotras. Tienen su hogar en Romish…, o en una propiedad justo en las afueras de Romish, creo, porque nunca he estado allí…, con la familia de nuestra madre entre los Fayle.
»Hace dos años, eso no era cierto. Entonces estábamos todas juntas. Y yo me alegraba de ello, aunque no puedo decir que fuéramos felices.
Terisa permaneció inmóvil, sin decir nada. Captaba el tipo de historia que iba a venir. La misión la había enseñado a escuchar historias como aquella.
—Creo que te gustaría mi madre, mi… Terisa. Es una mujer que sabe lo que piensa, un hecho que en ocasiones proporcionó a mi padre no poca exasperación. —Myste sonrió ante el recuerdo—. Si escuchas a Elega, te hará creer que no hay cinco mujeres como ella en todo Mordant. Pero mi opinión es que la juzga mal. Mi opinión es que simplemente a las mujeres les falta el valor de seguir sus sueños. —Mientras decía esto, su mirada pareció dirigirse hacia la pared opuesta, como si la piedra fuera translúcida—. Sin embargo, nadie puede negar que la Reina Madin es una de las pocas que se conoce lo suficiente a sí misma, o es lo bastante valiente, como para insistir en sus propios deseos.
»Esto explica, creo —comentó como una disgresión—, el hecho de que ella permitiera a Elega romper su compromiso con Geraden de Domne, pese a que había sido el propio Rey quien lo había establecido. Nuestra madre se alegraba de tener a una hija que sabía también lo que quería.
»Bien, Madin —resumió la dama— amaba a Joyse desde pequeña, desde mucho antes de que él se convirtiera en Rey de Mordant, y él la amaba también a ella. De hecho, se cuenta sólo un poco como broma que él empezó las campañas que lo condujeron a su reinado a fin de librarse de los obstáculos que impedían su pasión por ella. En consecuencia, cuando hubo establecido el Demesne bajo su gobierno, y hubo llevado el Care de Fayle a la libertad y a su servicio, se arrojó a los pies de ella y le suplicó que entrara en su posesión, como su padre el Fayle había hecho.
»Ante su asombro —Myste sonrió de nuevo—, ella lo rechazó. No negó que lo amara completamente, pero no lo quería para marido ni para amante. Él había puesto su mano sobre la guerra como un granjero sobre un arado, y no debía alzarla hasta que sus campos estuvieran labrados y sembrados. Pero, mientras su mano estuviera sobre ella, su tiempo y su vida pertenecían al derramamiento de sangre. Estaba preparada para compartir con él muchas cosas, dijo, pero no con una amante tan avara como la guerra, donde cada lanza y flecha y espada de sus enemigos ansiaba las riquezas de su corazón. Si su voluntad no cambiaba, y si seguía aún con vida, sólo tenía que mandarle aviso cuando sus guerras hubieran terminado, y ella acudiría a él a cualquier parte del mundo que estuviera.
»Bien, él es un hombre. Por supuesto que se puso furioso. Pero también es un buen hombre. Cuando llevaba ya furioso un cierto tiempo, que él describe como días, pero que ella informa que fue un poco más, se echó a reír fuerte y prolongadamente. Juró que no había ninguna otra mujer viva que encajara con él mejor de lo que ella lo hacía, y juró sobre su juramento que, ocurriera lo que ocurriese, aquella resolución no hacía más que aumentar su estimación por ella. Luego se alejó a lomos de su caballo, alardeando, como suelen hacer todos los hombres jóvenes, que tenía intención de conquistar tanto Cadwal como Alend antes del próximo invierno.
»Desgraciadamente, no cumplió lo alardeado. Pasaron muchos años antes de que pudiera llamarse a sí mismo Rey sin temor a que el título le fuera arrancado de las manos en la batalla del día siguiente. Y, cuando consiguió eso, se volvió hacia otro tipo distinto de guerra, la lucha por unificar toda la Imagería en la Cofradía. Siempre que tenía ocasión, la visitaba para que ella pudiera ver que no había cambiado con respecto a su acuerdo. Pero sus guerras no habían terminado.
»Finalmente, ella se hartó. Partió de Romish a lomos de un caballo sin otra compañía o protección que su doncella, y cabalgó a través de las colinas y los bosques de Mordant hasta que finalmente halló el lugar donde él estaba luchando. Él y sus hombres, con el Adepto Havelock entre ellos, acababan de terminar una batalla contra un maligno Imagero, y él estaba cubierto de cenizas de la cabeza a los pies. Sin embargo, ella cabalgó hasta él, como él mismo cuenta, como si estuvieran siendo presentados el uno al otro en la sala de audiencias de Orison, y dijo: "Mi señor Rey, ¿cuánto tiempo más va a durar esto?".
»Él miró a sus hombres, y luego la miró a ella. Por un momento, dice, estuvo tentado de hacer alguna observación estúpida. Ella era una mujer que había cruzado el país a caballo sin nadie más que una doncella a su lado, y cinco de sus hombres acababan de ser abatidos. Pero se lo pensó mejor. En vez de ello, la ayudó a bajar de su montura, y la llevó a su tienda, y le explicó todo lo que estaba haciendo y todo lo que quedaba aún por hacer.
»Cuando hubo terminado, ella dijo: "Mi señor Rey, esto puede ocuparte otros diez años o más".
»Él asintió. Su estimación era exacta.
»"Eso es demasiado", dijo ella. "Ya he tenido suficiente de esperar. ¿Hay algún hombre en tu campamento cualificado para oficiar una ceremonia de boda?"
»Mi padre dice que se la quedó mirando con la boca abierta durante más de una hora antes de comprender, pero ella insiste en que él no pareció desconcertarse durante más de un momento o dos. Luego dejó escapar un aullido y la abrazó tan estrepitosamente que el palo de la tienda se rompió y la tienda se derrumbó encima de ellos.
»Sin embargo, fue él quien insistió en que regresaran inmediatamente a Orison para un completo y elaborado rito matrimonial. Él dice que ella no se merecía menos. Desde el punto de vista de mi madre, sin embargo, él deseaba sobre todo apartarla del peligro de las batallas y llevarla a la seguridad de su Demesne.
»Su unión —Myste miró a Terisa mientras proseguía, y Terisa vio en el rostro de la dama felicidad y tristeza a la vez— fue lo que algunos han llamado "alegremente pendenciera". Ciertamente, los dos sabían exactamente lo que querían. Para aquellos que los observaban, cada compromiso que alcanzaban parecía necesitar veinte años en ser elaborado. Pero también veíamos cómo los ojos de él brillaban bajo su irritación cuando ella lo contradecía. Y oíamos la calidez y la lealtad con que ella hablaba siempre de él cuando él estaba ausente. Yo lo llamaría un buen matrimonio, Terisa.
»Su final —suspiró— fue a la vez lento y repentino.
—¿Qué ocurrió? —Terisa pensaba en sus propios padres, intentando hallar algún punto en el que su relación hubiera tenido algo en común con lo que acababa de oír.
Tristemente, Myste dijo:
—Él se volvió pasivo. Su chispa se apagó. Más y más del tiempo que debería ocupar con los asuntos de gobierno lo pasaba encerrado con el loco Havelock, jugando, o eso decía él, al brinco. Cada vez se tomaban menos decisiones. Los peligros y las señales de peligro eran ignorados. Su pueblo no recibía justicia. No de golpe, sino a lo largo de un período de años, se convirtió en lo que algunos lo llaman ahora…, un viejo senil. Retiene sólo lo suficiente de su gobierno, y de la lealtad de sus seguidores, como para evitar que su trono le sea usurpado. El resto lo ha dejado de lado.
»Esto ha sido un gran pesar para todas nosotras, pero para nuestra madre fue un golpe directo al corazón. Valoraba la mente de él tanto como la de ella misma. Sin embargo, ahora, él sólo discutía con ella sobre asuntos triviales, como si no habría que enseñar a sus hijas el brinco en vez del punto de cruz. Lo soportó todo hasta que llegó un momento en que dijo basta. Entonces se enfrentó a él.
»"Viejo", le dijo…, por expreso deseo suyo, sus hijas estaban presentes, "esto tiene que terminar. La malvada Imagería está maquinando. Tus enemigos se agrupan como chacales a tus talones. La inquietud alcanza visos de rebelión entre los Cares. Y, mientras todo esto transpira, tú juegas al brinco con ese estúpido de Havelock. Digo que esto tiene que terminar".
»"Querida", respondió él, como si ella acabara de herirle injustamente, "te negaste a casarte conmigo durante años porque yo estaba en la guerra. ¿Deseas que vaya a la guerra de nuevo?"
»"Entonces yo era joven y soltera", respondió ella. "Ahora, por elección propia, soy tu esposa. Como Rey de Mordant, tú eres mi esposo. He aceptado tu reino, y espero que tú hagas todo lo que tu reino te exija. El deber es tuyo, y debe ser enfrentado."
»"Ciertamente", respondió él, con un toque de su antigua dureza, "soy el Rey de Mordant. Y nadie excepto el Rey puede decirme dónde están mis deberes. Ya he consultado conmigo mismo al respecto, y sigo exactamente mi propio consejo".
»Ante aquello, nuestra madre se levantó de su silla. "Entonces lo seguirás sin mí. Te quiero inmensamente, y no puedo soportar ver la ruina en que te estás convirtiendo y en que estás convirtiendo todo lo que en un tiempo apreciaste."
»Mi padre la contempló marcharse. Cuando se hubo ido, lloró intensamente, como si algo se hubiera desgarrado en su interior. Pero no dijo ninguna palabra para justificarse, o para tranquilizarla, o para pedirle que volviera.
»Torrent se fue con ella porque creía que ella tenía razón. Elega sigue aquí…
Por aquel entonces, dama Elega había vuelto.
—Sigo aquí —interrumpió, con ojos llameantes— porque hay que hacer algo por Mordant…, y ese algo no puede hacerse en Romish. Cualquier acción que pueda salvar el reino ha de ser emprendida en Orison. Quiero formar parte de ella, si puedo.
»Por su parte —prosiguió, sin apenas ocultar su desdén—, mi hermana sigue aquí porque sueña que el Rey se alzará un día para defender su reino…, si confiamos en él el tiempo necesario.
Myste suspiró de nuevo.
—Quizá.
Inmediatamente, Elega se disculpó.
—Perdoname, Myste. No debería hablar tan duramente. La forma en que ha tratado al Perdon me ha trastornado. Quizá la auténtica razón de que sigas aquí es para que él tenga, ocurra lo que ocurra, el consuelo y la compañía de al menos una de las mujeres que le quieren.
O quizá, pensó Terisa, lo hace para que al menos un miembro de la familia sea testigo de lo que le ocurra. Su propia madre había permanecido hasta su muerte con su padre, pero no había habido ninguna resolución en ella. La resolución requería decisión, y su madre era incapaz de ello. Simplemente había sido elegida por su esposo, y ella había aceptado el derecho de él de hacerlo. Era posible que aquella fuera la única forma que conocía de creer en sí misma.
Entonces Elega se volvió hacia Terisa.
—Pero no te hemos invitado aquí para contarte estas historias. —Se obligó a sonar más alegre—. Como ha dicho mi hermana, hay mucho que querríamos saber de ti. Y el almuerzo ya está preparado. ¿Comemos mientras hablamos?
Casi sin pensar, Terisa respondió:
—En realidad, no tengo mucho que deciros. —El contraste entre su propia vida y la historia que acababa de oír la avergonzaba un poco, como una demostración de lo insustancial que había sido siempre. Contra la amenaza de una muerte violenta, ella no tenía ninguna realidad en absoluto—. Sois muy amables. Pero sólo estoy aquí por accidente. No soy una Imagera. No tenemos Imageros…, allá de donde vengo. Algo fue mal cuando Geraden hizo su espejo. O durante su traslación. —De nuevo se dio cuenta de que sonaba como su madre. Pero, ¿qué otra cosa podía decir?—. Ni siquiera sé por qué dejé que me convenciera de ir con él.
Entonces, para que todo quedara dicho y cerrado, concluyó:
—De hecho, en estos momentos ya hubiera debido estar de vuelta a mi mundo. Pero, de alguna forma, el espejo cambió. Geraden ya no puede hacer que funcione.
Se detuvo. Su corazón latió en su garganta como si acabara de decir algo peligroso, y el extraño deseo de llorar que la había invadido cuando pensó en Geraden en las porquerizas volvió a ella.
Mirándola con la boca abierta como si alguien, algunas habitaciones más allá, estuviera realizando un hecho prodigioso, Myste jadeó:
—¿Es posible eso? Oh, ¿es posible? —Pareció pensar que lo que acababa de oír era algo más maravilloso que cualquier otra revelación que hubiera podido llegar a sus oídos.
En contraste, Elega echó la cabeza hacia atrás como si alguien inferior la hubiera abofeteado, y sus ojos llamearon. Lentamente, manteniendo su voz bajo un rígido control, preguntó:
—¿Pretendes decir, mi dama, que no tienes ninguna razón para estar aquí? ¿Ningún propósito? ¿Que no has venido para representar tu papel en la necesidad de Mordant? ¿Quieres que creamos que no eres más que una mujer normal? ¿Que este «accidente», como lo llamas, no hubiera debido ocurrirte?
Terisa deseó no contestar. El ímpetu de la demanda de Elega era hiriente. Sin embargo, era ella misma quien había creado aquella situación, y reunió todo su valor para enfrentarse a ella. En ese sentido, al menos, podía intentar no ser como su madre.
—No soy ninguna dama. Soy secretaria en una misión. —Mantuvo su espalda recta y su cabeza erguida—. Ellos me necesitan. No mucha gente puede permitirse realizar ese trabajo por lo que me pagan por él. Pero perderé mi trabajo si no vuelvo pronto. El Reverendo Thatcher no puede ocuparse solo de la misión.
»Eso es todo. Vivo en un apartamento. Como y duermo. Voy a trabajar. Eso es todo.
Por un momento pensó que Elega iba a burlarse de ella. Myste murmuró:
—Eso es maravilloso. Maravilloso. —Su mirada se enfocó más precisamente en Terisa—. Siempre he deseado que fuera posible una cosa así. —Pero el rostro de Elega era febril con la intensidad de lo que sentía, y se había envarado como si estuviera a punto de escupir ácido.
—Hubieras debido ir tras el Perdon —dijo Terisa apagadamente—. Él y el Maestro Eremis son los que quieres.
Como respuesta, la dama intentó sonreír.
Al principio fue una expresión enfermiza, pero Elega dominó sus rasgos y obligó a que se sometieran a ella. Dulcificó su postura con un esfuerzo de voluntad.
—Mi dama, esto es innecesario. No pertenecemos a ninguna de las facciones de la Cofradía. No tenemos aliados secretos entre los enemigos de Mordant. No te manipularemos ni te traicionaremos. Somos mujeres como tú, no hombres egoístas hambrientos de poder. Puedes confiar en nosotras. Quizá seamos las únicas personas en Orison en las que puedes confiar. Este fingimiento es innecesario.
Myste miró de inmediato a su hermana.
—Elega, Terisa no tiene ninguna razón para mentirnos. Estoy segura de que no lo está haciendo. No es ningún fingimiento.
Con una expresión salvaje que hubiera encajado perfectamente en el Castellano Lebbick, dama Elega llameó:
—Tiene que serlo.
Un instante más tarde se controló. Intentó sonreír de nuevo. Ahora, sin embargo, parecía una mujer reprimiendo valerosamente el deseo de vomitar.
—Lo siento —dijo Terisa—. Lo siento.