2
El sonido de cuernos

Sin darse cuenta exactamente de lo que estaba haciendo, Terisa echó su silla hacia atrás y se puso en pie. Retrocedió involuntariamente. Sus pies envueltos en mocasines produjeron un débil sonido crujiente cuando pisaron los fragmentos de cristal dispersos por el suelo. La pared allá donde había estado pegado el espejo estaba llena de manchas y descolorida: parecía sucia. Los restantes espejos le trajeron ecos de sí misma. Pero mantuvo los ojos fijos en el hombre tendido de bruces frente a ella.

La estaba mirando sorprendido, con la boca muy abierta. Su sonrisa no se desvaneció, sin embargo, y no hizo ningún intento por ponerse en pie.

—Lo he hecho de nuevo, ¿verdad? —murmuró—. Juraría que lo hice todo bien…, pero cualquier Maestro puede efectuar este tipo de traslación, y de alguna manera he vuelto a equivocarme.

Debería sentir miedo de él: comprendía claramente esto. Su brusca aparición allí en su sala era algo violento e imposible. Pero, en vez de miedo, sólo sentía desconcierto y maravilla. El joven parecía poseer la extraña habilidad de ir más allá de la lógica, de la normalidad. En su sueño, ella no había tenido miedo de la muerte…

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó tan suavemente que apenas pudo oírse a sí misma—. ¿Qué quieres decir con que no estás donde se supone que deberías estar?

Inmediatamente, la expresión del joven se hizo contrita.

—Lo siento. Espero no haberte asustado. —Había tensión en su voz, un miedo o una excitación propias. Pero, pese a esa tensión, sonaba amable, incluso gentil—. No sé lo que fue mal. Lo hice todo correctamente, lo juro. Pero no se supone que debería estar aquí. Estoy buscando a alguien… —entonces, por primera vez, apartó los ojos de ella—… completamente distinto.

Mientras su mirada escrutaba la habitación, su mandíbula colgó y su rostro se llenó de alarma. Reflejado de vuelta desde todos lados, retrocedió, encogiéndose como si hubiera sido golpeado. Los anudados músculos de su garganta estrangularon un grito. Un pánico fundamental pareció abrumarle; por un segundo se agitó en la moqueta, rastreramente, frente a ella.

Pero luego, al parecer, se dio cuenta de que no había sufrido daño. Alzó la cabeza, y el miedo en sus rasgos cambió a sorpresa y a maravilla. Se miró a sí mismo en los espejos, como si hubiera sido transformado.

Atraída por sus intensas e inexplicables reacciones, ella le observó sin hablar.

Al cabo de un largo momento él volvió su atención hacia ella. Carraspeó con un esfuerzo. En un tono de refrenada calma artificial, dijo:

—Veo que tú también utilizas espejos.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Terisa.

—No sé de qué estás hablando —dijo—. No tengo ni la menor idea de lo que estás haciendo aquí. ¿Cómo sabes que yo no soy la persona correcta?

—Buena pregunta. —Su sonrisa se hizo más amplia. Parecía como si disfrutara de la visión de ella—. Por supuesto, no puedes serlo. Quiero decir, ¿cómo sería posible? A menos que todo el mundo haya interpretado mal los augurios. Quizás esta habitación me arrastró lejos de donde debería estar ahora. ¿Sabías que yo iba a intentar esto?

Terisa no deseaba repetirse. En vez de seguir mencionando que no tenía la menor idea de lo que él quería decir, preguntó:

—¿Por qué no te levantas? Pareces un poco ridículo, tendido así en el suelo.

Una cosa acerca de él la complació de inmediato: parecía oírla cuando ella hablaba, no simplemente cuando parecía encajar con su línea de pensamientos.

—Me gustaría —dijo él, algo tímidamente—, pero no puedo. —Hizo un gesto hacia su truncada pierna derecha—. No van a soltar mi tobillo. Será mejor que no lo hagan. Si lo hicieran, nunca podría regresar. —Su expresión hizo eco de los mercuriales cambios de dirección en su mente—. Aunque no sé cómo voy a enfrentarme a ellos cuando regrese. Nunca creerán que no he vuelto a equivocarme.

Estudiándole aún en busca de algún signo de que lo que estaba ocurriendo tenía sentido, ella preguntó:

—¿Has tenido este mismo problema antes? Él asintió hoscamente, luego agitó la cabeza.

—No este problema exactamente. Nunca antes había intentado trasladarme yo mismo.

El hecho es que comúnmente no se hace. La última vez que puedo recordar fue cuando el Adepto Havelock se volvió loco. Pero ése fue un caso especial. Estaba utilizando un cristal plano…, intentando trasladarse sin ir realmente a ninguna parte, si entiendes lo que quiero decir.

Miró de nuevo a su alrededor.

—Por supuesto que lo entiendes. Cristal plano. —Inspiró, como si sus espejos fueran algo maravilloso—. Encantador. Y no te has vuelto loca. Yo no me he vuelto loco. No tenía ni la menor idea de que existieran Imageros como tú.

»En cualquier caso —resumió—, la teoría de la traslación inter-Imagen es sólida, y hay montones de casos registrados. Aunque la mayoría de la gente simplemente no desea correr el riesgo. Puesto que yo hice el espejo…, si recorro todo el camino, es probable que ellos no puedan traerme de vuelta. Sólo un Adepto puede utilizar los espejos de otras personas…, y Havelock está loco.

»Pero eso no importa. —Echó a un lado su disgresión—. Parece simplemente que no he conseguido hacerlo funcionar.

»E1 hecho —concluyó— es que nunca he sido capaz de hacer que funcione nada. Por eso me eligieron…, parte de la razón, al menos. Si algo iba mal y yo no volvía, no perderían a nadie valioso.

Abrumada ante aquella conversación, su entrenamiento con el Reverendo Thatcher acudió en su ayuda. El hombre le había enseñado a que hiciera las preguntas que él esperaba o deseaba.

—¿Dónde se supone que deberías estar? —Se estremeció de nuevo—. ¿Quién se supone que debería ser yo?

Él pensó unos instantes en aquello, mordisqueándose el labio. Luego respondió:

—Será mejor que te lo diga. El augurio podría haber sido mal interpretado. Un Imagero como tú podría ser exactamente lo que necesitamos. Y, si estoy en lo cierto… —La miró ardientemente y empezó a explicarse.

»Todo el mundo ha estudiado el augurio. Algo de lo que vemos en él puede estar equivocado. Muestra una y otra y otra vez que la única forma en que Mordant puede salvarse es si alguien se mete en un espejo y trae ayuda del otro lado. Por alguna extraña razón, ese «alguien» soy yo. Desgraciadamente, el augurio no me muestra trayendo de vuelta ninguna «ayuda». En vez de ello, muestra a un hombre inmensamente poderoso en alguna especie de armadura…, un guerrero o campeón de otro mundo. No muestra si salvará o destruirá Mordant, pero él es inconfundible. Y, más o menos simultáneamente al augurio, simplemente apareció la Imagen en uno de los espejos del Maestro Gilbur. A juzgar por lo que pudimos ver, tenía aproximadamente dos veces tu altura, en su armadura, y poseía suficientes armas mágicas como para derribar montañas. Parecía perfecto.

»Por supuesto, el Maestro Gilbur podría simplemente haberlo trasladado para nosotros. Algunos de los Maestros pensaron que eso es lo que se debería hacer…, y desafiar así al Rey. Pero el augurio es explícito. Se supone que tienen que enviarme a algún lugar. Algo respecto a mí es crucial. Al parecer. —Se encogió de hombros—. Hubo una gran cantidad de discusiones. El Maestro Quillón dijo que yo debía ir. Pero el Maestro Eremis dijo que obligarme a trasladarme yo mismo fuera de la existencia era tanto como una sentencia de muerte…, y normalmente no suele ser tan serio respecto a nada. Eso me sorprendió. No me gusta el Maestro Eremis, y creí que yo tampoco le gustaba a él. Pero al final la Cofradía decidió dejarme intentarlo.

»Así que hice el espejo…, lo hice y lo hice, hasta que todos pudimos ver perfectamente al campeón en él, y los Maestros dijeron que era correcto. —Frunció el ceño, desconcertado—. Trabajé tan duro en ello. Juraría que es un duplicado exacto del original. Pero cuando me metí en él —sus ojos se cruzaron con los de ella, y se encogió de hombros—, aparecí aquí.

Ella aguardó hasta que él hubo terminado; pero ya sabía lo que se suponía que debía decir a continuación.

—Así que ahora piensas que el augurio fue mal interpretado. Decían que tenías que conseguir a alguien. No decían quién era ese alguien.

Él asintió lentamente, contemplando su rostro como si ella pudiera convertir en realidad lo que estaba diciendo.

—Esta vez puede que la Cofradía esté equivocada.

Él asintió de nuevo.

Sin ninguna razón lógica, ella seguía sin sentir miedo.

—Así que, cuando hiciste lo que mostraba el augurio, viniste donde se suponía que debías venir, no donde había decidido la Cofradía.

Al cabo de un momento, él dijo suavemente:

—Sí. No tiene ningún sentido, ¿verdad? Es imposible. Un espejo no puede trasladar algo que no muestra. Pero, no importa lo mucho que haya enredado las cosas, no puedo dejar de pensar en que tú tienes que haber hecho algo. Tú tienes que haberme traído hasta aquí. —Apartó la vista, luego volvió a mirarla intensamente—. Tienes que haber tenido alguna razón.

Su observación restableció la realidad lógica de la situación, alejó la ilusión de que ella estaba teniendo una conversación comprensible. ¿Una conversación comprensible con un hombre que había caído en su sala procedente de ninguna parte, destrozando uno de sus espejos en el proceso? Deseaba responderle: Nada de esto tiene nada que ver conmigo. Pero nunca había aprendido a decir cosas como aquella en voz alta. A menudo sentía un estremecimiento de vergüenza y una sensación personal de desvanecerse cuando pensaba en ellas. Pero en vez de ello, buscando una escapatoria al dilema, o al menos una forma de escapar de la habitación, a fin de poder apartarse de la influencia de los intensos ojos castaños de Geraden, dijo:

—¿Te gustaría una taza de té? Consiguió su atención.

—Creo que me gustaría —su sonrisa era a la vez avergonzada y complacida—, pero desgraciadamente no sé lo que es el «té».

—Traeré un poco —dijo apresuradamente ella—. Serán sólo unos minutos. —Retuvo para sí misma su alivio y se dirigió hacia la cocina.

Antes de que hubiera dado tres pasos, él dijo con un tono completamente distinto, una voz fuerte y formal, y sin embargo extrañamente suplicante:

—Mi dama, ¿me acompañarás a Mordant para salvar al reino de la destrucción?

Sorprendida, ella se detuvo y volvió la vista hacia él.

De inmediato, la expresión del joven se hizo contrita y azarada.

—Lo siento —dijo—. No tengo derecho a hacerte peticiones. Pero de pronto tuve la intensa sensación de que, si abandonabas esta estancia, no ibas a volver.

Tan pronto como él hubo dicho aquello, ella se dio cuenta de que una de las razones por las que deseaba ir a la cocina era para alcanzar el teléfono. Deseaba llamar a seguridad y decirles que había un hombre loco en su apartamento balbuceando cosas extrañas acerca de espejos y traslaciones y campeones.

—¿Tienes a menudo esas sensaciones? —Dudó, mientras intentaba pensar en qué debía hacer.

Él se encogió de hombros; su expresión mantuvo la forma de su pregunta formal.

—No a menudo. Y siempre resultan equivocadas. Pero confío en ellas de todos modos.

Tienen que significar algo. — Dudó por un momento, luego dijo—: Una de ellas me hizo aprendiz de la Cofradía. No sé por qué…, realmente no me ha hecho ningún bien. He sido Apr durante casi diez años, y nunca he conseguido llegar más allá. —Su tono era muy bajo; ella captó en él furia antes que autocompasión—. Pero sigo teniendo la fuerte sensación de que debo convertirme en un Maestro. No puedo dejar de intentarlo.

—Pero dijiste que deseabas un poco de té.

—No supe que tenía miedo hasta que tú empezaste a irte.

—No voy a ir a ninguna parte —respondió lentamente ella—. Volveré en unos minutos.

Se encaminó de nuevo hacia la cocina. Definitivamente, iba a llamar a seguridad. Aquello había durado demasiado.

—¡Mi dama! —exclamó él inmediatamente. Su voz era fuerte, extrañamente imperiosa—. Te lo suplico.

Ella intentó proseguir, pero sus pasos se frenaron por voluntad propia. Se detuvo junto a la puerta de la cocina.

—Si me giro y doy un brusco tirón, mi dama —dijo él suavemente—, es muy probable que consiga liberar mi tobillo. Entonces estaré enteramente aquí, sin ninguna posibilidad de regreso. Y los Maestros no sabrán dónde estoy, puesto que lo que ellos ven en el espejo es al campeón. Entonces estaré perdido aquí para siempre, a menos que por alguna casualidad o milagro moldeen otro espejo que me muestre a ellos. Si, de hecho —añadió para sí mismo— estoy realmente en alguna parte, y no perdido en el propio cristal, como insiste el Maestro Eremis.

»Pero lo haré —prosiguió con más intensidad— antes de permitir que te marches sin haberme escuchado.

Por un momento, ella permaneció allá donde estaba. Se dio cuenta de que se inclinaba hacia adelante, en un intento de dar el siguiente paso que la llevaría fuera de su vista y al refugio de la cocina. Sin embargo, su atracción la empujó hacia atrás como si hubiera apoyado una mano sobre su hombro.

Después de todo, se preguntó a sí misma en un esfuerzo por pensar con lógica, normalmente, ¿qué ocurriría si llamaba a seguridad? Los guardias acudirían y se llevarían a Geraden. Si podían…, si conseguían liberar su pierna. Y luego tendrían que soltarle. Quedaría libre para seguir atormentando su vida. A menos que ella formulara acusaciones precisas contra él. Si lo hacía, tendría que enfrentarse de nuevo a él como acusadora, y sería responsable de lo que le ocurriera. Quizá tuviera que verle varias veces. Y seguro que tendría que explicárselo todo a su padre. De cualquier forma, estaba involucrada con él.

No sentía el menor deseo de presentarse ante un tribunal —ni ante su padre— y decir que un hombre al que jamás había visto antes había irrumpido en su sala a través de uno de los espejos y le había pedido que salvara algo llamado «Mordant».

Se dio lentamente la vuelta para enfrentarse al joven. Por primera vez desde que la había sobresaltado con su inesperada llegada, estaba asustada. Pero era un problema que tenía que resolver, y seguridad no era la solución que deseaba. Intentó mantener una voz tranquila y dijo:

—Nada de esto tiene sentido para mí. ¿Qué es lo que quieres que oiga?

—Mi dama… —De inmediato, el embarazo y el alivio le hicieron parecer diez años más joven—. Lo siento —dijo de nuevo—. Lo he hecho todo mal. Por la forma en que he hablado, es probable que pienses que los espejos han destruido mi mente. Que es lo que deberían haber hecho. Sigo sin comprenderlo. Pero, por favor…

Se había alzado un poco sobre sus manos y rodillas. Ahora tiró de su torso hacia arriba, de modo que quedó arrodillado, erguido, entre los fragmentos de cristal. Reprimiendo su confusión y su vergüenza, consiguió reflejar algo parecido a la dignidad.

—Por favor, no juzgues Mordant por mí. La necesidad es real. Y es urgente, mi dama. Partes del reino han empezado ya a morir. La gente está muriendo…, gente que no tiene nada que ver con la Imagería o con los reyes y que solamente desea vivir su vida en paz. Y la amenaza aumenta cada día. Alend y Cadwal nunca han estado exactamente tranquilos. Ahora están formando ejércitos. Y el Rey Joyse no hace nada. El corazón lo ha abandonado. Los hombres sabios huelen la traición en todas partes.

»Pero el peligro más grave no procede del Gran Rey de Cadwal o del Monarca de Alend. Procede de la Imagería. —La pasión se iba acumulando en él mientras hablaba—. En algún lugar del reino, en algún lugar donde no podemos descubrirlos, hay Imageros renegados, Maestros de los espejos, y están abriendo sus cristales más y más a todo tipo de horror y maldad. Están experimentando con Mordant, intentando descubrir en sus espejos qué ataques y maldades serán más virulentos para la paz, la estabilidad y la vida que el Rey Joyse forjó en su juventud. Y esos Maestros parecen no temer al caos que viene con los incontrolados poderes desatados.

»Antes de que termine este invierno, el reino empezará a desmoronarse. Entonces habrá guerra en cada mano, guerra de todo tipo, y todas las cosas buenas estarán en peligro.

»Mi dama —dijo, mirándola fijamente—, no tengo ningún poder para obligarte. Y, aunque lo tuviera, sería un error utilizarlo. Y tú no eres el campeón que espera la Cofradía. He sido un torpe tan grande toda mi vida que mi presencia aquí puede ser simplemente otro de mis desastres.

»Pero es posible que esté en lo cierto. Tú comprendes los espejos. —Hizo un gesto hacia la habitación a su alrededor—. Puede que seas la ayuda que necesitamos. Y, si lo eres, estamos perdidos sin ti.

»Por favor. ¿Vendrás conmigo?

Ella lo miró, con la boca abierta y la mente alterada. Muriendo. Guerra. Todo tipo de horror y maldad. Estamos perdidos sin ti. ¿Qué, yo? Ella nunca había oído hablar de Mordant…, o de Cadwal, o de Alend. Los únicos países que conocía que aún tenían reyes estaban a miles de kilómetros de distancia. Y nadie hablaba en ninguna parte de espejos como si fueran puertas a distintos tipos de realidad. Puede que seas la ayuda que necesitamos. ¿De qué estaba hablando aquel hombre?

Tan cuidadosamente como pudo, dijo:

—Esto no tiene ningún sentido. Sé que estás intentando explicarme algo, pero no funciona. Nada de esto tiene nada que ver conmigo. —Ni siquiera sabes mi nombre—. No puedo ayudarte.

Pero Geraden sacudió la cabeza, rechazó su protesta.

—No lo sabes seguro. No sabes…

Bruscamente, sus ojos se entrecerraron como si le hubiera golpeado un nuevo pensamiento, y escrutó su rostro.

—¿Eres feliz aquí?

—¿Que si soy…? —La inesperada pregunta le hizo desviar la vista de él, como si la hubiera insultado…, o avergonzado. Sin advertencia previa, su miedo se vio reemplazado por un deseo de echarse a llorar.

Miró atentamente al espejo más cercano, intentando tranquilizarse. Geraden ocupaba todos los reflejos, sin embargo, aunque ella no deseaba verle. Desde donde estaba, no había cristal o ángulo que no reflejara hacia ella la imagen del joven.

Pese a lo extraño de todo aquello, su reflejo parecía más real que él mismo.

—¿Eres necesaria? —le preguntó.

Vaya pregunta. Miró profundamente a sus propios ojos en el espejo y se pellizcó el puente de la nariz para retener las lágrimas. Ella era probablemente el hecho más reemplazable en la vida del Reverendo Thatcher. Si se evaporaba, él notaría inmediatamente su ausencia; pero su preocupación duraría sólo hasta que encontrara una nueva secretaria. Y podían transcurrir días e incluso semanas antes de que su padre se diera cuenta de que ella había desaparecido. Entonces organizaría un enorme follón, ofrecería recompensas, acusaría a la policía de negligencia, haría despedir los guardias de seguridad…, pero sólo para ocultar el hecho de que realmente no le importaba, en uno u otro sentido, lo que le hubiera ocurrido a ella.

Y ella no pertenecía a nadie más.

—¿Estás…? —Él dudó un instante, luego insistió—. Discúlpame. Tengo la intensa sensación de que no eres feliz. No pareces feliz. Y no veo a nadie más aquí. ¿Estás sola? ¿Estás comprometida? —Al menos tuvo la decencia de sonar azarado—. ¿Estás enamorada?

Se sintió tan sorprendida —y él se agitaba de una forma tan intensa— que se echó a reír.

Estaba al borde de las lágrimas; pero reír frente a él era algo mejor que llorar. El hecho de que no estuviera llorando le permitía volverse de sus reflejos y enfrentarse directamente a él.

—Lo siento. —Tuvo alguna dificultad en reprimir su risa—. Supongo que esto no resulta fácil, hallándote en tu posición. Hubieras debido hacer que ataran una cuerda a tu cintura, en vez de que te sujetaran por un pie. De esa forma, al menos podrías ponerte en pie.

—Mi dama —habló de nuevo formalmente el joven, y su voz pareció apoderarse otra vez de ella—, no eres feliz aquí. No eres necesitada. No eres amada. Ven conmigo. —Tendió una mano hacia ella—. Eres una Imagera. Es posible que mi espejo fuera formado para ti de la pura arena de los sueños.

—No soy una Imagera —respondió ella—. No sueño muy a menudo.

Su protesta, sin embargo, fue automática, no urgente. Apenas se escuchaba a sí misma. Puesto que sus sueños eran tan raros, causaban en ella una profunda impresión.

Y en su sueño ella había permanecido pasiva y sin importancia mientras tres jinetes cargaban contra ella para matarla y un hombre al que no conocía arriesgaba su vida para salvarla. Un hombre como Geraden. Todo lo que no le gustaba de ella la empujaba hacia atrás: su irrealidad, su miedo hacia su padre y el castigo, su incapacidad de tener el menor efecto significativo sobre su propia vida. Pero Geraden seguía tendiendo su mano hacia ella.

No podía dejar de darse cuenta de que aquella mano estaba herida por pequeños cortes y magulladuras en varios lugares, y que una de sus uñas estaba desgarrada. Sin embargo, consideró que era una buena mano…, recia y que inspiraba confianza.

Le hizo pensar en cuernos.

Su llamada la empujaba hacia delante.

—Pero —prosiguió, y cada palabra fue una sorpresa para ella, conjurada por una inesperada música surgida del dolor en su corazón—, creo que me gustaría descubrir lo que ha estado ocultándose durante todo este tiempo al otro lado de mis espejos.

En respuesta, el rostro del joven se iluminó como un amanecer.