16
Quiénes son tus amigos
En conjunto, reflexionó Terisa con socarrona claridad, mientras el dolor resonaba de un lado para otro dentro de su cabeza y el guardia la sostenía, le gustaba ser rescatada. Era mejor que no ser rescatada. Definitivamente.
Pero, ¿qué había inspirado al Rey Joyse a enviar a buscarla en aquellos momentos? ¿Cómo sabía que necesitaba ser rescatada?
¿Y cómo sabía que había sido arrestada?
Considerando la poca información que poseía ella, era realmente sorprendente lo que todos los demás parecían saber.
—¿Te encuentras bien, mi dama? —preguntó el guardia.
Oyó alivio y preocupación en su tono. Por otra parte, nadie había mencionado a Myste. ¿Todavía no había sido echada en falta? Especuló en aquello hasta olvidar la pregunta del guardia.
Éste la sacudió suavemente y repitió:
—¿Te encuentras bien?
Su visión parecía normal. Sin embargo, tenía la extraña impresión de que todo estaba distorsionado. Los ángulos donde las paredes se unían al suelo parecían falsos. La puerta estaba insidiosamente recta, no parecía que pudiera confiar en ella. Estaba loca, por supuesto. Sin embargo, no puso ninguna objeción. Aquel tipo de locura la ayudaba a soportar la forma en que le dolía el corazón.
—¿Mi dama? —La preocupación del guardia se iba haciendo más intensa que su alivio.
—¿Sabes…? —empezó a decir ella, pero ningún sonido brotó de su boca. Hizo un esfuerzo por liberar su garganta, mantuvo la cabeza un poco más erguida—. ¿Sabes por qué me golpeó?
—No, mi dama. —El guardia estaba de pie a su lado, con un brazo rodeando su espalda y la otra mano sobre su hombro. Ella aún no tenía idea de cuál era su aspecto—. Yo no estaba aquí.
—Me golpeó —dijo ella con voz clara— porque yo le insulté. —Repentinamente, sintió deseos de echarse a reír. O a llorar: era difícil señalar la diferencia. Ella le había insultado, ella, Terisa Morgan. Se merecía el golpe. Quizá—. Oh, me duele la cabeza.
—Por aquí, mi dama.
Cuidadosamente, el guardia la guió hasta una silla, luego colocó un vaso de vino entre sus manos. Terisa bebió profundamente; por un momento sintió que toda una sucesión de púas martilleaban contra su cráneo. Después de eso, sin embargo, empezó a sentirse mejor.
—Gracias —dijo con un esfuerzo. Ahora lo que deseaba era dormir un poco. Pero había alguna razón por la que no debía dormirse. ¿Cuál era? Oh, sí—. ¿Dijiste que el Rey desea verme?
—Sí, mi dama. Cuando estés lo suficientemente recobrada como para caminar.
Ella giró la cabeza para mirarle y sonrió. No recordaba haberle visto nunca antes. Era un hombre relativamente joven, con un rostro delgado y unos ojos ansiosos…, quizá no el candidato más prometedor para llevar un mensaje que podía enfurecer al Castellano Lebbick. Pero había cumplido con sus órdenes. Y ella se sentía agradecida por esta cortesía.
—Podemos intentarlo —dijo—. Quizá andar un poco me haga bien.
El hombre asintió animosamente y la ayudó a ponerse en pie. Luego le ofreció su brazo para que se apoyara. Terisa dio unos cuantos pasos experimentales y descubrió que la condición de su cabeza seguía mejorando. Increíble. A juzgar por las apariencias, era realmente posible sobrevivir teniendo delante a un hombre tan furioso como el Castellano. Un hombre como su padre. Apenas podía creerlo.
Avanzando cautelosamente, dejó que su escolta la guiara hasta la torre donde el Rey Joyse y sus hijas tenían sus suites. Cuando llegaron junto a la alta puerta tallada del apartamento del Rey, se sentía ya razonablemente estable…, equilibrada entre el ligero mareo y los efectos residuales de la vehemencia de Lebbick.
Los guardias del Rey abrieron su puerta sin ninguna pregunta: evidentemente, la esperaban. Uno de ellos la anunció mientras el otro le hacía una inclinación con la cabeza para que pasara. Al cabo de un momento se encontró de pie por segunda vez en la ricamente amueblada estancia donde el Rey jugaba al brinco.
La habitación estaba iluminada por velas distribuidas en candelabros y brazos sujetos a la pared, y la gruesa alfombra azul y roja contrastaba cálidamente con los paneles de madera clara decorada de las paredes, haciendo resaltar los grabados y el delicado trabajo de taraceado negro. Una repisa ornamentada enmarcaba la chimenea. Sobre el tablero de brinco había una partida a medio desarrollo. Sin embargo, nadie estaba jugando.
—Mi señor Rey —pronunció firmemente el guardia—, aquí está dama Terisa de Morgan. —Luego se retiró, llevándose consigo a su compañero y escolta de Terisa y cerrando la puerta tras él. Pero el Rey Joyse no reaccionó. Estaba recostado en un sillón de dorados brazos, con las piernas extendidas sobre un grueso almohadón y la cabeza apoyada contra el respaldo. Su manto de terciopelo púrpura lo cubría como un sudario: empezaba a parecer tan viejo y raído como el sobretodo del Adepto Havelock. Una larga hoja de pergamino —un rollo abierto— estaba echado sobre su rostro; sus brazos colgaban a los lados, con los hinchados nudillos rozando casi la alfombra. El suelo en torno a su sillón estaba sembrado con más pergaminos, algunos de ellos abiertos, otros enrollados y atados con cordeles.
Estaba roncando decorosamente. El rígido pergamino se agitaba cada vez que dejaba escapar el aliento.
El Esbirro del Rey no estaba presente. En su lugar, el Rey Joyse estaba acompañado por Geraden y el Tor.
Involuntariamente, Terisa los miró boquiabierta.
—Mi dama —retumbó el Tor—. Es un placer saludarte de nuevo. —Su grasa rebasaba los límites de su silla, y sus gordezuelas manos aferraban un frasco de vino como si no pudiera funcionar sin él. Su delgado pelo blanco caía desconsoladamente en mechones de su pálido cuero cabelludo. Pero su voluminoso manto negro estaba limpio; sus mejillas decentemente afeitadas. Aunque sus pequeños ojos estaban nublados, parecían marginalmente menos turbios de lo que los recordaba.
Geraden recibió su sorpresa con una sonrisa. Casi inmediatamente, sin embargo, su expresión cambió a aflicción. Saltó de su silla y se acercó a ella. Acarició con suavidad la ardiente piel de su mejilla.
—Ese inescrupuloso bastardo —murmuró—. Te golpeó. —Entonces el pesar lo abrumó—. Lo siento tanto. Es culpa mía. No creí que llegara tan lejos. Pensé ser lo bastante rápido. Corrí todo el camino…, todo el camino…
—Ya basta, joven Geraden —interpuso el Tor, contemplando melancólicamente su frasco—. Eres hijo del Domne. Ten más dignidad.
—No comprendo. —Terisa tuvo la sensación de que se había vuelto repentinamente estúpida—. ¿Qué estás haciendo aquí?.
—Tan poco como puedo —respondió el Tor, como si pensara que ella se había dirigido a él—. El Rey Joyse tiene un buen vino y un excelente fuego. No tengo otras necesidades.
»Fue extraño, lo admito —murmuró, frunciendo el ceño para sí mismo—. Se negó a verme. Después de aquella celda, me sentí tan frío como mi hijo. Deseé calentarme de nuevo. Y pensé que podía compartir un último frasco de vino con mi viejo amigo el Rey de Mordant. ¿He dicho alguna vez que jamás lo abandonaré? Si no, pensaba hacerlo. Pero él se negó de nuevo a verme. Muy extraño.
Inesperadamente, sonrió. Bajo otras circunstancias hubiera sido una sonrisa feliz; pero no eliminó la tristeza de sus ojos.
—Él me subestimó. Me senté fuera de su puerta y me puse a aullar. No un aullido educado y deferente, os lo aseguro, sino un aullido capaz de alarmar a los muertos.
—¿Eso hiciste? —Geraden sonrió pese a sí mismo, sorprendido más allá de su contrición.
El Tor asintió.
—Fue una suerte que mi familia no me viera. Claro que no hubieran pensado mejor de mí por ello. Pero tuve éxito. —Miró hacia el Rey Joyse y comentó—: Desde que me admitió, ha descubierto que le resulta imposible hacerme marchar.
Aquello no tenía mucho sentido para Terisa. Agitó la cabeza para aclararla, pero el movimiento tuvo el efecto opuesto. Necesitaba sentarse. O echarse.
—Pero, ¿por qué? —No podía olvidar el aspecto del Tor de pie en medio del lodo del patio, con su hijo muerto en brazos, o lo que Geraden le había dicho acerca de la reacción del Rey Joyse a la muerte del hijo del Tor—. Todos los demás señores se han ido. ¿Por qué tú quieres quedarte?
El Tor hizo una mueca.
—Venganza.
Geraden se sobresaltó.
—¿Venganza?
—Durante la mayor parte de mi vida —explicó el señor con voz ronca— me he visto atormentado por el conocimiento de que no le había dado al Rey Joyse todo mi apoyo cuando lo necesitaba. Esto hubiera podido ser una política juiciosa…, si hubiera fracasado. Pero tuvo éxito, y eso me convirtió en un ingrato maquinador a los ojos de todo Mordant. Quiero decir que quiero vengarme de eso.
—No comprendo —repitió débilmente Terisa. Quizás el Tor estaba bromeando. Pero, ¿qué tipo de broma era aquélla?
—El Rey necesita un canciller. —El señor no alzó la cabeza—. Alguien que pueda juntar dos órdenes coherentes mejor que ese Imagero loco. Mientras yo me siente aquí —golpeó con una mano el brazo de su silla— y hable como si tuviera autoridad, seré obedecido. Lo quiera él o no, Joyse ya no será un gobernante pasivo. O bien emprenderé acciones en su nombre, o bien él deberá emprender acciones para detenerme.
Los ojos de Geraden brillaron apreciativamente; pero Terisa dijo:
—Espera un momento. —Era demasiado lenta; tenía que resituarse. Había creído que el Apr la había abandonado cuando la dejó en manos de Lebbick.—. Estás dando órdenes en nombre del Rey. —Se volvió hacia Geraden—. Viniste aquí…, corriste hasta aquí, para conseguir que el Rey Joyse detuviera al Castellano Lebbick. —Geraden asintió. Ella miró al Rey—. ¿Desea realmente verme?
Con el exagerado cuidado de demasiado vino, el Tor escrutó la estancia como si buscara oídos indiscretos. Luego dijo:
—No. —Inmediatamente, un gordezuelo dedo saltó a sus labios para acallarlos. En un ronco susurro añadió—: Pero lo hubiera hecho de tener algún sentido. Estaba dormido, así que me tomé la libertad de hablar por él.
»E1 joven Geraden tiene razón —prosiguió sentenciosamente—. No debería permitirse al buen Castellano tomar decisiones en lo que a mujeres se refiere.
Terisa tuvo la sensación de que dejaba de mirarle con la boca abierta. Deseaba decir varias cosas a la vez. ¿Qué esperáis conseguir? ¡Oh, Geraden, lo siento tanto! ¿Creéis realmente que podréis seguir adelante con esto? Pero ése no era el asunto, por supuesto. El asunto era conseguir que el Rey Joyse hiciera alguna declaración por sí mismo…, hacer que el soberano de Mordant adoptara una postura que revelara sus auténticas intenciones. Así que no hizo ninguna de sus preguntas. En vez de ello, dijo sinceramente:
—Me alegro que lo hicierais. Necesitaba ser rescatada.
El Tor le guiñó lúgubremente un ojo. A Geraden, comentó:
—¿Lo ves? Mi venganza empieza ya a dar sus frutos.
—Mi padre cuenta un montón de historias sobre ti, mi señor —dijo Geraden—. No creo que te hagan justicia.
Pero Terisa no había terminado. Se volvió hacia Geraden. Puesto que había sido lo bastante valiente como para decir mentiras —incluso pronunciar insultos—, ahora fue lo bastante valiente como para decir:
—Lo siento, Geraden. Cuando te fuiste, pensé que huías de mí. Hubiera debido conocerte mejor.
Él clavó firmemente su vista en la de ella, y sus hombros se enderezaron.
—Es cierto —dijo. Su tono era ansioso—. Hubieras debido conocerme mejor. Antes me hubiera cortado las manos que huir de ti.
Casi inmediatamente, sin embargo, se hundió de nuevo en la timidez.
—Me alegro de haber hecho algo correcto. —Su sonrisa era azarada y feliz—. Por favor, no cuentes con ello. No suele ocurrir tan a menudo.
—Ya basta, joven Geraden —interrumpió el Tor—. Echas tierra sobre ti mismo. —Apuró su frasco y lo agitó hasta que el Apr encontró una garrafita y llenó más vino para él—. Tu dificultad es completamente simple. No has encontrado tus auténticas habilidades. Como canciller del Rey, dispenso libremente consejo a todo el mundo. Los hombres que han nacido para espadachines son unos torpes granjeros, como estoy seguro que estará de acuerdo tu hermano Artagel. Olvida la Imagería. Un hijo del Domne no debería pasar su vida proporcionando chistes a los Imageros.
El rostro de Geraden se ensombreció, no con furia, sino con dolor.
—Lo haría si pudiera. —La rápida aflicción de su voz penetró directamente hasta el corazón de Terisa—. Soy una decepción para toda mi familia. Lo sé. Pero no puedo…, me es imposible abandonarlo.
El Tor estudió su vino con el aspecto de un hombre que no deseaba cruzar su mirada con la de Geraden.
—Al menos eres hijo de tu padre. Consuélate con esto. Él también es testarudo. He oído decir al Rey Joyse que antes se rompería la cabeza contra una pared de piedra que discutir con el Domne.
Para sí misma, Terisa pensó que, si Artagel estuviera presente, hubiera negado sentirse en absoluto decepcionado por su hermano.
Bruscamente, el Rey lanzó una mezcla de bufido y ronquido. Un movimiento de su cabeza hizo caer el pergamino, que se deslizó hacia un lado, enrollándose sobre sí mismo mientras caía antes de ir a reunirse con los demás sobre la alfombra. Parpadeó, alzó las manos hasta su pecho y las flexionó como si se le hubieran entumecido.
—El Domne —murmuró al techo—. Un hombre testarudo. Antes me rompería la cabeza contra una pared de piedra.
Tanteó en busca de los brazos de su sillón, en un esfuerzo por erguirse, pero parecía demasiado atontado por sus sueños —o demasiado débil— para conseguirlo.
—Mi señor Rey —Geraden avanzó hacia él y le ayudó.
El Rey Joyse intentó borrar el sueño de su rostro con torpes manos. Visto de aquella manera, su vieja piel y sus acuosos ojos tenían una vulnerabilidad que apenó a Terisa. No parecía un gobernante perverso o medio loco que se negaba a defender su reino: parecía más bien un frágil semiinválido, casi impedido por la artritis y la edad, que había perdido a la mayor parte de la gente a la que había querido y ahora apenas podía mantenerse aferrado a la razón.
Pero cuando vio a Terisa —cuando logró enfocar los ojos y vio quién era—, respondió a su no expresada preocupación con una sonrisa de clara y no disimulada alegría.
De ahí había sacado dama Myste su radiante expresión: la había heredado de su padre. Terisa intentó distanciarse de su transparente placer, pero no pudo. Si él simplemente le hubiera sonreído de aquella forma y no hubiera hecho nada por cambiar lo que sentía hacia su persona, ella hubiera hecho cualquier cosa por él.
Desgraciadamente, habló.
—Mi dama, ¿has venido para jugar conmigo? Qué amable por tu parte. Tengo un problema aquí —hizo un gesto hacia la mesa de brinco— que desafía mi pobre cerebro.
Su decepción fue tan aguda que tuvo que volver la cabeza.
Él se alzó de una forma que sugería que sus piernas no eran tan débiles como sus brazos.
—Havelock lo dispuso para mí. Si le entiendo, lo cual no siempre es fácil, él halló en una ocasión la solución. Aquí están sus notas. —El Rey Joyse movió un pergamino cercano con el pie—. Puesto que no he sido capaz de hallar por mí mismo una solución, he estado leyendo sus notas, buscando… —Su voz se apagó, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Su mirada se desvió hacia el Tor y Geraden como si no pudiera recordar quiénes eran. Luego volvió a mirar a Terisa y prosiguió—: Buscando una respuesta. —Se encogió de hombros—. Sin éxito. Quizá tú puedas proporcionarme alguna idea nueva.
El recuerdo de su partida con el Príncipe Kragen hizo que el estómago de Terisa se retorciera. El Rey Joyse la había metido en aquella situación engatusándola con su sonrisa. No deseaba volver a hallarse en una situación similar. Cautelosamente, dijo:
—Lo siento. No vine para eso. El Tor —esperaba que el señor la perdonara por utilizarlo— hizo que tus guardias me trajeran aquí.
—Ah, mi viejo amigo el Tor. —El Rey Joyse hizo una mueca, como si su boca estuviera llena de bilis—. Es uno de los pocos mimos en esta pantomima que desafía toda predicción. —Parecía derivar entre la dicción coloquial y la más formal, según su humor—. ¿Quién hubiera podido prever que se sentiría impulsado a realizar este servicio por mí, después de todas las indignidades que le he hecho sufrir? —No miró en dirección al viejo señor—. Esto no está en las reglas. Es suficiente como para volverme loco, mi dama.
—Mi señor Rey —la voz del Tor era baja y dura—. Estoy seguro de que comprendes que no me siento motivado por la benevolencia.
El Rey le ignoró.
—Sin embargo —dijo a Terisa, luchando visiblemente por recobrar su ecuanimidad—, todos debemos soportar nuestras cargas de la mejor manera posible. La mía es el brinco. —De nuevo hizo un gesto hacia la mesa—. Este problema me vence. ¿Estás segura de que no quieres echarle una mirada por mí? Realmente es algo demoníaco. —Lentamente, la piel en torno a sus ojos se frunció con regocijado humor—. Y creo que tú sabes algo al respecto.
»¿Por favor?
Sin pretenderlo siquiera, Terisa se volvió hacia la mesa. Después de todo, no era enteramente justo decir que había sido sólo su sonrisa la que la había seducido a jugar su partida con el Príncipe Kragen. Había tenido también sus propias y extrañas razones para hacer lo que había hecho. No era justo echarle toda la culpa al Rey Joyse.
Cuando vio la disposición de los hombres en el tablero, comprendió la idea del Rey de que ella tenía que saber algo al respecto. La posición era virtualmente de tablas: era la misma posición que ella había jugado contra el Príncipe Kragen. ¿Quién jugaba ahora? Si eran las blancas, el juego podía proseguir; si eran las rojas, el único movimiento posible completaría las tablas.
—Juegan las rojas —respondió el Rey, pese a que ella no había preguntado nada.
—Entiendo lo que quieres decir —murmuró Terisa—. No hay ninguna salida a esto. El Adepto Havelock debe estar bromeando.
—Oh, no lo creo. No tiene ese sentido del humor. —El Rey Joyse frunció el ceño hacia el tablero—. Hay una salida. Estoy seguro de ello. Simplemente, no puedo imaginar cuál es.
Terisa agitó la cabeza. El tema del brinco no tenía ningún interés para ella. Para echarlo a un lado, dijo:
—Hace años que no juego a él. Lo único que veo que puede hacerse es retroceder y volver a empezar. Intenta evitar el llegar a esta posición.
Él le lanzó otra de sus radiantes sonrisas.
—Mi dama, desearía que la vida fuese tan simple como eso.
Bajo la influencia de su alegría, Terisa creyó de pronto captar la broma de Havelock.
—En ese caso —dijo—, prueba esto. —Sin pararse a reflexionar, sujetó el borde de la mesa y la inclinó hacia uno y otro lado, sólo lo suficiente para desplazar la mayor parte de los hombres fuera de sus casillas. Al cabo de un instante, las inminentes tablas se habían convertido en un caos.
Sonriendo, se volvió de nuevo hacia el Rey.
Evidentemente, éste no pensaba que lo que acababa de hacer fuera divertido. Con una expresión de náusea en su rostro, se dirigió hacia el tablero. Su fragilidad se apoderó de nuevo de él; sus ojos parecían al borde de las lágrimas.
Rápidamente, ella intentó explicarse:
—Sigo pensando que el Adepto Havelock estaba bromeando. —Señaló el tablero—. ¿Tiene él ese tipo de humor?
El Rey Joyse no pareció oírla.
—Lo siento. No pretendía trastornarte. Sólo es un juego.
Sin advertencia previa, los ojos del Rey llamearon como el acero visto a través del agua.
—Para ti, sólo es un juego. Para mí, es la diferencia entre la vida y la ruina.
Moviéndose tan débilmente que parecía que iba a caer de un momento a otro, regresó a su sillón. La dificultad con que se dejó caer en él hizo que a Terisa le doliera el corazón, como si todo aquello fuera culpa suya.
—Mi señor Rey —preguntó Geraden—, ¿te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?
Lentamente, el Rey Joyse desvió su húmeda mirada hacia el Apr.
—Observo que no has prestado mucha atención a mis órdenes —raspó ácidamente—. Te dije claramente que no vieras a dama Terisa ni hablaras con ella. Te dije que no respondieras a sus preguntas. ¿Puedes llamar obediencia a lo que has hecho? Esperaba una mejor lealtad de un hijo del Domne.
Aquella acusación sorprendió a Geraden. La cabeza del Apr se alzó bruscamente; su preocupación cambió a un fruncimiento de ceño.
—Mi señor Rey —respondió lentamente, conteniendo sus emociones aferradas entre sus crispados dientes—, obedecería tus órdenes si las comprendiera. Pero no tienen ningún sentido para mí.
»Has perdido tu interés en Mordant. Insultaste al Príncipe Kragen lo suficiente como para desencadenar una guerra con Alend. Dejaste que la Cofradía llamara a su campeón, cuando el Fayle hizo todo lo que pudo por advertirte. Necesitamos todos los amigos que podamos reunir. No estoy dispuesto a tratar a dama Terisa como un enemigo.
El Rey Joyse parecía demasiado cansado y viejo como para mantener alzada la cabeza, pero su mirada no flaqueó.
—¿Has terminado?
Geraden inspiró profundamente.
—No. —Rígido, dijo, como si fuera una confesión formal—: Mi señor Rey, el día después de que me ordenaras no ver ni hablar con dama Terisa, la llevé al espejo que la trajo aquí e intenté devolverla a su propio mundo. —Luego calló y permaneció completamente inmóvil.
Como Geraden, Terisa esperó furia por parte del Rey Joyse. No le hubiera sorprendido en absoluto que mandara llamar al Castellano. Al parecer anticipando la misma reacción, el Tor se adelantó en su silla, fue a hablar.
Pero el Rey se limitó a suspirar. Se reclinó en su sillón y hundió la barbilla en su pecho. Mirando vagamente la alfombra, murmuró:
—Uno se hace viejo demasiado rápido. Esto hubiera debido ocurrir cuando yo era más joven. Era lo bastante fuerte cuando era más joven.
Terisa deseó preguntar-suave, suavemente—: ¿Qué hubiera ocurrido entonces? Pero Geraden se había sentido demasiado trastornado por la acusación del Rey como para abandonar el asunto.
—Intenté trasladarla de vuelta a su propio mundo porque creo en todas las cosas que acostumbrabas a decir respecto a la realidad e integridad de lo que vemos en los espejos. Creo que merece la libertad de marcharse siempre que lo desee. Si hubiera sabido que ibas a dejar que los Maestros trasladaran a su campeón…, si hubiera sabido que ibas a volverte de espaldas a los ideales de los que hablabas cuando creaste la Cofradía…, hubiera intentado con más fuerza sacarla fuera de aquí. —Lo que estaba diciendo no era una recriminación: era una llamada. Terisa pudo oír en ella su corazón—. ¿Por qué lo hiciste? Su campeón casi nos mató. Dejó un agujero del tamaño de una casa pequeña en el muro noroeste. Podríamos haber invitado también a Cadwal y Alend a que nos sitiaran. Y aún está ahí fuera, dispuesto a despedazar a cualquiera que se interponga en su camino.
Y Myste está también ahí fuera, pensó Terisa. Tu hija. Está intentando alcanzarlo.
—Mi señor Rey, el Fayle intentó advertirte. ¿Por qué no le dejaste que lo hiciera?
El Rey Joyse no se molestó en mirar al Apr. Cuando finalmente Geraden guardó silencio, le imitó por un momento. Luego dijo:
—Porque no consideré adecuado hacerlo. —Un temblor de amargura y dolor recorrió su voz—. ¿Te crees cualificado para tomar decisiones por mí? Estaba luchando para construir Mordant y la Cofradía mucho antes de que tú fueras lo bastante mayor como para caerte de bruces en las porquerizas.
Geraden enrojeció ante aquella pulla, pero no podía contestarla.
—Dejé que los Maestros tuvieran su campeón porque decidí no detenerles.
»Además —añadió hoscamente—, Eremis está bajo arresto. Eso debería hacerte feliz. Lebbick arrestará a Gilbur tan pronto como lo encuentre. Los perpetradores van a ser castigados. ¿Qué más deseas?
—Deseo comprender —exclamó Geraden.
—Tranquilo, joven Geraden —rugió el Tor inesperadamente—. Dudo que el Domne tenga unos hijos con el cráneo tan denso. Seguro que no eres estúpido. Tiene que resultarte obvio a estas alturas que mi señor Rey no desea que comprendas.
Geraden giró para enfrentarse al Tor.
—Pero, ¿por qué? Sólo soy un Apr. Nunca llegaré a Maestro. ¿Qué daño puede hacer el que comprenda? ¿A quién puede perjudicar?
El Tor alzó sus gordos hombros. Hablándole a medias a su frasco, preguntó:
—¿Cómo conseguí yo una audiencia con el Rey?
Cogido por sorpresa, Geraden parpadeó hacia el viejo señor. Lentamente, dijo:
—Te pusiste a aullar delante de su puerta hasta que te dejó entrar.
El Rey Joyse bufó suavemente.
El Tor hizo una mueca, disgustado.
—No puedes convencerme de que eres estúpido. Insisto en que no lo eres. ¿Cómo conseguí una audiencia con el Rey cuando llegué la primera vez a Orison?
Geraden abrió la boca.
—Yo… —Luego volvió a cerrarla.
—Joven Geraden —el Tor remarcó cada palabra—, el Rey no desea que comprendas. Te sugiero que regreses a tus aposentos y golpees tu cabeza contra la pared hasta que tu cráneo se abra lo suficiente como para dejar entrar un poco de luz.
—Sí, vete —murmuró de inmediato el Rey—. Estoy cansado de que me recuerden cuan poca de mi propia gente respeta a su Rey.
Bruscamente, Geraden se volvió de nuevo hacia el Rey. Ahora Terisa pudo ver algo salvaje en sus ojos, algo lo suficientemente extremo como para ser peligroso. Sin embargo, su equilibrio se había afirmado, como si la urgencia le diera mayor seguridad.
—En realidad —dijo—, debería estar acostumbrado a esto. —Su tono era casi calmado—. Siempre fui el más joven. Mis hermanos nunca tuvieron la paciencia de explicarme las cosas. —Casi calmado…, y casi amenazador—. Probablemente lo haré mejor cuando imagine las cosas por mí mismo.
Sin apartar los ojos del Rey Joyse, preguntó a Terisa:
—Mi dama, ¿vendrás conmigo?
—Ella se queda aquí —respondió por ella el Rey Joyse—. Quiero hablarle.
Así que deseaba hablar con ella después de todo. Terisa no sabía si sentirse aliviada o preocupada. Dirigiéndose a Geraden, dijo:
—Te veré más tarde —intentando tranquilizarle—. Pensaremos en algo. —Luego aguardó mientras él se decidía a marcharse.
Antes de hacerlo, Geraden le lanzó una mirada como una férrea promesa…, una mirada con asomos de pasión y autoridad. Luego desapareció.
Mientras la puerta se cerraba, el Tor suspiró pesadamente. Vació su frasco y acomodó más confortablemente su masa en la silla, como si tuviera intención de dar una cabezada.
Terisa se enfrentó al Rey Joyse.
Instintivamente, estuvo segura de saber por qué el Rey Joyse deseaba hablar con ella. Y pensó en aprovechar la oportunidad. Estaba furiosa. El Castellano Lebbick la había golpeado. El Rey Joyse insistía en causarle dolor a Geraden. El Maestro Eremis había sido arrestado. Estaba más furiosa de lo que ella misma se daba cuenta.
Su voz tembló ligeramente cuando dijo:
—Sabías que el Maestro Eremis había sido arrestado. El Castellano Lebbick te ha estado informando de todo. —Aquello parecía una deducción segura—. Sabes que iba a arrestarme también a mí. Tú le dejaste que me atacara de ese modo. Si el Tor no le hubiera detenido, ahora yo estaría en una mazmorra.
»Creo recordar haberte oído decir que yo podía ser una poderosa Imagera, una especie de embajador…, que debía ser tratada con respeto. ¿A eso llamas tú respeto?
Como si tuviera intención de responderle, el Rey alzó la cabeza. Se giró en su sillón para mirarla de frente. Ahora no había malhumor o amargura en su expresión. Parecía grave, con toda la seriedad de sus años, con la mirada tan fijamente clavada en ella como se lo permitían sus acuosos ojos…, y tan apenado que la cogió por sorpresa.
—Mi dama —preguntó en voz baja—, ¿dónde está mi hija?
Así que ella tenía razón. Su pulso latió más fuerte. Al fin tenía algo que alguien deseaba, algo que podía usar. Mientras no traicionara a Myste, aquélla era su oportunidad.
La perspectiva la aterró, pero se aferró a ella con ambas manos.
—¿Qué hija? —respondió, pese al temblor en su voz—. Tienes varias.
Esperó indignación y furia —eso era lo que esperaba siempre—, pero el Rey Joyse permaneció tranquilo. Su expresión no cambió. Por un largo momento la estudió a través de la humedad de sus ojos. Luego indicó la silla frente a él, al otro lado de la mesa.
—Mi dama, ¿quieres sentarte?
Al principio, Terisa dudó. Quizá sería más fuerte si permanecía de pie. Pero la tristeza del hombre era tan persuasiva como su sonrisa. Se dirigió a la silla, la apartó de la mesa para disociarse del tablero de brinco y se sentó.
Cuando estuvo sentada, el Rey dijo con el mismo tono blando, pesaroso:
—Mi dama, mi hija Myste ha desaparecido. ¿Dónde está?
De pronto, la lengua de Terisa estuvo tan seca que apenas pudo tragar saliva. Como un niño asustado pero testarudo, preguntó:
—Mi señor Rey, ¿por qué dejaste que el Castellano Lebbick me arrestara?
La estancia parecía incómodamente cálida. Los ojos del Rey reflejaron de nuevo un asomo de acero. Mantuvo la mirada de Terisa hasta que ésta cedió y bajó los ojos. Entonces dejó escapar un suspiro casi inaudible.
—Mi dama, no juegues a este juego conmigo. Es más peligroso de lo que imaginas.
Por unos breves segundos, mientras su corazón martilleaba v su estómago se anudaba, estuvo a punto de ceder. No tenía las fuerzas suficientes para enfrentarse a él. Cualquiera era más fuerte que ella. Como le había sucedido con Saddith, tenía la sensación de que la vulnerabilidad y la debilidad eran su única defensa, su única arma.
Pero ceder ahora no la llevaría a ningún lado. El Rey seguiría queriendo saber acerca de su hija. Seguiría exigiendo respuestas. Si cedía en lo que deseaba, no conseguiría estar segura. Y le resultaría más difícil evitar el traicionar a Myste.
Y estaba demasiado furiosa para ceder. Deliberadamente, alzó los ojos de nuevo hacia el Rey.
—No tengo ninguna otra elección. Geraden intentó llevarme de vuelta a donde pertenezco, pero ese espejo parece que ya no funciona. Tengo que jugar.
»¿Por qué dejaste que el Castellano Lebbick me arrestara?
Algo cambió en lo más profundo de la expresión del Rey Joyse, como nubes moviendo sus sombras sobre un distante paisaje. Sin ningún cambio definido, su atención se hizo más aguda y cautelosa.
—Mi dama —su tono era cáustico de una forma extrañamente impersonal, como si no lo pretendiera—, ¿sabes quiénes son tus amigos?
Ella le miró, sorprendida, y se mordió los labios, y no intentó responder.
—Bien, yo tampoco. Tenerte arrestada hubiera sido una buena forma de averiguarlo. Hubiera sido muy interesante ver quién intentaba ayudarte, o comunicarse contigo, o persuadirme de que te soltara. Pero, por supuesto, Geraden interfirió. Con su habitual instinto para el desastre. Yo ya sabía que él era uno de tus amigos.
Aquella respuesta la sobresaltó. Le ofreció un nuevo aspecto del Rey —de la forma en que trabajaba su mente—, completamente distinto del que esperaba: parecía dar a entender que estaba prestando atención a lo que ocurría en Orison.
—Espera un momento —protestó, débilmente—. Espera un momento. ¿Quieres decir que planeaste el que me arrestaran? ¿Era simplemente un plan?
—No, mi dama. —Agitó un dedo de dolorido nudillo hacia ella—. No estás jugando al juego. Ahora es mi turno. ¿Dónde está mi hija?
Terisa inspiró profundamente. Por un momento, consideró la posibilidad de intentar extraerle información sin revelar ella nada. Pese a su edad, sin embargo, parecía demasiado fuerte para esa táctica. Y no sería justo. Era el padre de Myste.
Cautelosamente, respondió:
—Vino a verme ayer por la tarde. A mis aposentos. Hablamos largo rato.
Él asintió.
—Sospeché eso. Pero no lo comprendí. ¿Qué tienes tú que ella deseara? ¿Qué fue lo que te dijo?
—No, mi señor Rey. Ahora es mi turno.
Tenía tantas preguntas. Demasiadas para recordarlas todas a la vez. Y no deseaba perder una oportunidad como aquella además de la que había dejado escapar un momento antes. Así que se concentró en el tema que la había traído a la suite del Rey…, el Castellano Lebbick y su comportamiento.
—Cuando abandono mis aposentos con alguien, con el Maestro Eremis por ejemplo, mis guardias siempre quieren saber dónde voy. Pero cuando lo hago con Geraden, no parece importarle a nadie. ¿Por qué?
El Rey Joyse bufó como si ella acabara de hacer un movimiento particularmente malo. De la misma forma cáustica e impersonal, dijo:
—Deberías haberlo imaginado por ti misma. Ya sé que Geraden es tu amigo.
Correcto. Por supuesto. Realmente, hubiera debido imaginarlo por sí misma. Una sensación de pánico trepó por su interior. No estaba pensando con la suficiente rapidez.
Impaciente, el Rey prosiguió:
—Estabas hablando de mi hija, mi dama.
—Sí. —Necesitaba ser más lista. Más aguda. Se sintió tentada de volverse hacia el Tor en busca de ayuda. Pero podía oírle respirar profunda y pausadamente, como si estuviera a punto de echarse a roncar. Buscando desesperadamente inspiración, preguntó—: ¿Puedes ser más específico?
—Por supuesto —restalló el Rey Joyse—. ¿Dónde está ella?
Afortunadamente, su tono devolvió a Terisa su irritación. De acuerdo. Si así era como deseaba jugar.
—En realidad no sé dónde está. —Hizo un esfuerzo por sonar dulce—. Pero preguntaste qué tengo que ella deseaba. Hay una entrada a un pasadizo secreto en mi armario. Ella deseaba usarlo.
Él asintió de nuevo. Al parecer, Terisa sólo estaba confirmando sus propias sospechas.
—¿Por qué?
La ira era una gran ayuda. Estaba siendo cruel con él…, pero sólo porque ella misma había sido tratada tan mal.
—Mi señor Rey —dijo rígidamente—, la primera noche que estuve aquí un hombre intentó matarme. Cuando fue obligado a retirarse, el Castellano Lebbick inició su búsqueda. Pero tú le obligaste a interrumpirla. —Pese a su inexperiencia, consiguió igualar su tono al de él—. ¿Por qué?
Por un instante, el Rey Joyse dudó. Las sombras se movieron tras sus ojos. Lugo dijo con voz cortante:
—Porque no deseaba que fuera atrapado.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—No creía que fuera estúpido, así que pensé que no iba a conducir a Lebbick hasta sus aliados. Y tampoco creía que fuera un cobarde, así que pensé que no iba a decirme nada si Lebbick lo atrapaba. La única forma de averiguar algo sobre él era dejarlo libre y ver lo que hacía a continuación. —Su voz se hizo más ronca, pero siguió sonando impersonal, como si su ira fuera calculada antes que real—. ¿Estás satisfecha, mi dama?
»¿Por qué deseaba mi hija utilizar el pasadizo secreto?
—Porque —la furia hizo a Terisa más fuerte de lo que jamás hubiera creído posible— deseaba abandonar Orison.
Aquello le sorprendió, le dolió.
—¿Abandonar Orison?
—Ella sabía que tú la detendrías si podías, de modo que utilizó ese pasadizo para bajar hasta el laborium. Luego salió subrepticiamente a través del agujero en el muro.
—¿Abandonar Orison? —repitió él—. ¿Por qué?
—No. —Terisa apretó los puños para obligarse a ignorar su aflicción—. Es mi turno. ¿Por qué me hiciste jugar al brinco contra el Príncipe Kragen? Hiciste todo lo posible por forzar una guerra. No me gusta ser utilizada de ese modo.
Tan bruscamente que no tuvo oportunidad de defenderse, el Rey Joyse se alzó de su silla. Como si nunca hubiera sido viejo o débil en su vida, aferró la parte delantera de su blusa con ambas manos y tiró de ella, obligándola a ponerse en pie.
—¡Esto es intolerable! ¡Ella es mi hija! —Parecía como si estuviera llorando—. Su madre y una de sus hermanas me abandonaron. Su otra hermana me mira con desprecio. ¿Dónde fue?
Terisa hubiera debido ceder entonces: lo sabía bien. Hubiera debido contarlo todo y traicionar a Myste por simple miedo. Su propia furia debería haberse evaporado.
Pero no lo hizo.
—De vuelta con su madre —respondió. Myste era su amiga—. Deseaba ser leal. Deseaba ayudarte. Pero cuando insultaste de aquel modo al Príncipe Kragen, rompiste su corazón. Fue educada para ser la hija de un rey, no de un insignificante tirano al que le gusta la guerra y no se digna molestarse en defender su propio pueblo. Ella…
Terisa se detuvo. La angustia de él la detuvo. La repentina fuerza del Rey Joyse se derrumbó. Soltó su blusa. Sus manos cayeron. Cerró fuertemente los ojos, pero las lágrimas se derramaron pese a todo más allá de sus viejos párpados.
—Si me mientes… —jadeó, desde lo más profundo de su garganta—. Si te atreves a mentirme… —No era una amenaza: era una súplica. Tanteó tras él, halló el brazo de su sillón, y se sujetó a él mientras se sentaba de nuevo. Su manto lo cubrió como si se perdiera dentro de él—. Hija mía, ¿qué te he hecho?
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Terisa, para que el dolor del hombre no desgarrara la verdad fuera de ella—. ¿Por qué me hiciste jugar al brinco contra el Príncipe Kragen?.
—Para probarle —respondió él, como un hombre que no tuviera idea de lo que estaba diciendo—. Por ninguna otra razón. ¿Cómo podía confiar en él?. Alend ha sido enemiga de Mordant desde hace generaciones. Él tiene una inquina personal contra mí. Si su misión fuera honorable, se hubiera negado a jugar. No hubiera tenido ninguna razón para soportar ese insulto al Monarca de Alend. Pero si pretendía alguna traición, aceptaría, porque no querría correr el riesgo de mi desagrado…, no querría correr el riesgo de ser expulsado de Orison antes de terminar su trabajo. —Se cubrió el rostro con las manos—. Oh, mi hija.
Así que era cierto. El Rey Joyse sabía lo que estaba haciendo, todo lo que ocurría a su alrededor. El pensamiento pareció helar la sangre de Terisa. ¿De dónde había tomado la idea de que hacía demasiado calor en aquella estancia?. Deseó temblar violentamente. La ignorancia o la senilidad no tenían nada que ver con aquel hombre.
Estaba destruyendo intencionadamente Mordant.
Y, sin embargo, la aflicción del Rey barrió su furia. Podía temerle, pero no podía sentirse furiosa con él.
—Lo siento —dijo, intentando ser amable—. Supongo que este juego ha terminado también en tablas.
Bruscamente, el Rey Joyse retiró sus manos. Temblaron cuando las enlazó apretadamente sobre sus rodillas. No la miró. Con voz baja y clara, dijo:
—Mi dama, sugiero que concedas al asunto un poco más de atención antes de que intentes de nuevo terminar unas tablas agitando el tablero. —Luego señaló la puerta con un gesto de su cabeza, despidiéndola.
Ella se volvió para marcharse como si estuviera huyendo.
El Tor estaba despierto. Contempló al Rey con una expresión que parecía hambrienta. Cuando Terisa pasó junto a su silla, le dirigió un firme asentimiento de aprobación.
Ella había cerrado ya la puerta a sus espaldas antes de que se le ocurriera preguntarse cómo el Rey Joyse había sido capaz de suponer que Myste había acudido a ella en busca de ayuda.