Capítulo XXXVII

TIEMPO después Esther se preguntaría si el encuentro fue fruto de la casualidad o si Bob estaba enterado de la ausencia de Jaim y lo había planeado. Muchos sabían que ése era el café donde se reunía con Brenda y que la costumbre la seguía llevando, si era posible, a la misma mesa.

—¡Pero qué sorpresa!

—¿Bob?

—Por qué ese tono de duda, ¿tanto he cambiado? —corrió la silla y se sentó—. ¿Molesto?

—Estaba estudiando —Esther señaló el libro.

—¿Recuerdas un lugar parecido a éste en el que había un montón de músicos y uno de ellos se acercó y cantó para los enamorados. Había una chica que vendía flores y te compré una rosa? ¿Recuerdas?

Esther bebió un largo trago de su jugo y movió la cabeza, afirmando. Sí, se acordaba, ¿y qué? No iba a irritarse. Eran gente civilizada que el azar pone frente a frente. Adultos, no adolescentes que reaccionan sin pensar.

—Memorioso —dijo, apoyando el vaso sobre el círculo de cartón, como buscando en ese ademán su propio centro.

—Ahá —Bob levantó el brazo llamando al camarero.

Deseaba ponerse de pie, irse, y dejarlo ahí, con el brazo en alto. Pero, sin embargo, permaneció sentada y cuando él pidió un whisky, cedió a sus insistencias:

—Bueno, un café y me voy.

—Siempre apurada.

—Yo también tengo memoria, señor corre de aquí para allá.

—He cambiado. Ahora le doy lugar a lo que me importa.

—¿Viste a Phil últimamente? —no iba a seguirle el juego.

Que se hiciera el seductor con otras, no con ella. ¿Es que no se daba cuenta? ¿O pensaría que había engordado?

—En un juicio. A propósito, éramos contrincantes. Y el ganador... —se tocó el pecho con el índice.

—Me alegra que te vaya bien.

—No tan bien como quisiera.

—El ambicioso abogado...

—La ambiciosa Esther ve la paja en el ojo ajeno.

—No sé a qué te refieres.

—A tu carrera de rabina.

—No es una carrera.

—Ah, perdón, como estudias, das exámenes... Imagino que tanto esfuerzo es para algo.

—No voy a discutirlo. No lo entenderías.

—Pero quiero entenderlo —la miró fijo—, quiero entenderte.

Después se dijo que fueron los nervios. Pero comenzó a reír como si estuviese complacida. Era una risa de niña en brazos de su primer compañero de baile. Una risa liviana. Habían encendido las luces entre las plantas, y el rincón emergió tropical, lejano. ¿Estaba en un café con su ex esposo o era la representación de sí misma en una pésima comedia romántica? A un paso de ser rabina, casada, con un hijo en el vientre, ¿por qué no se marchaba de allí si Bob sólo significaba un pasado que ya ni causa dolor? En realidad —esa noche se lo diría la almohada— buscaba una tregua. Estaba harta de su autoexigencia y Bob era el recreo. La estudiante salía al patio y charlaba con cualquiera con tal de no pensar en su examen.

—No te esfuerces. Yo misma no me entiendo ni entiendo qué hago aquí, hablando contigo —dijo con tono serio aunque su expresión seguía siendo risueña.

—Te estás divirtiendo, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—A que estás casada y yo me he vuelto a divorciar.

—Lo siento. No estaba enterada.

—¿Lo sientes?

—Soy feliz en mi matrimonio. Y quisiera que los demás, incluyéndote, conozcan esa felicidad.

Bob puso el dedo en el vaso y comenzó a hacer girar el hielo. Bajó los párpados cuando comenzó a reprocharle su ida a Israel. Era como si estuviese repitiendo un discurso preparado de antemano. La había sentado en el banquillo de los acusados y se estaba dando el gusto, pensó Esther, con indignación. Pero lo dejaría llegar hasta el fin. Tenía curiosidad profesional, se dijo autoengañándose, porque no era la abogada la que lo estaba escuchando, sino la rabina. Y desde ese sitio fue calmándose y pensando en una respuesta que no lo hiriese. Él hablaba de su pasado personal como un ejemplo para ser tomado en cuenta por todo el mundo. Nadie había engañado a nadie. Él era un hombre que aceptaba desafíos. No hay amantes, sólo mujeres que provocan y uno acepta el reto. “El que recibe la bofetada de duelo, Esther, no puede echarse atrás porque viola un código. Muchas mujeres no pueden entender cómo funcionan los hombres.”

¿Por qué hablaría en plural? Recordó la madrugada antes de su partida a Israel. Había sido ella la que lo había recibido en la cama matrimonial después de largos días durmiendo separados: ella, la del alivio y la vergüenza. ¿Pero qué había sentido él en aquel momento? Ya era tarde, de todos modos. ¿Enamorado? Unas horas después Esther intentaría recordar la expresión de su cara. Le había aceptado, para acompañar el café, una porción de torta, y la desmenuzaba en el plato, nerviosa, perpleja. Estaba escuchando una confesión de amor mientras hacía migas el bizcochuelo de chocolate y pensaba en cuánto hubiese dado, años atrás, por tener frente a ella a un Bob comprensivo, cariñoso. Los dos eran gente atareada. El tiempo se les escurría entre las manos, él le mostró las implorantes palmas. Y ella tuvo la visión cálida de la época en que la tanteaban debajo de la ropa. Se llevó una cucharada de pastel a la boca y tosió. La vida y sus zancadillas. Justo ahora: Jaim y Lucy en Montevideo, sus padres en Canadá, Brenda en Israel, su abuela muerta y ella en los umbrales del último examen... Bob había venido a irrumpir en su pacífico desasosiego... ¿Otra prueba? Oyó las risas de los que ocupaban la mesa próxima y tuvo la sensación de que se reían de ellos. Entonces le habló de su marido, de Lucy, y de su embarazo. No era novedad para nadie que se había casado con un viudo que tenía una niña. La novedad era que ella iba a ser madre.

—Así que era yo, nomás, el estéril —bebió el resto del whisky.

Lo vio tan desamparado que le tocó el antebrazo. Y dijo tonterías. Era como si hubiese entrado en un pasillo oscuro y necesitara aferrarse a otro que, como ella, buscaba la salida. Su mano seguía apoyada en él, ajena a lo que ella decía, también sus palabras de aliento sonaban ajenas.

—Estás más linda —le dijo, ordenando otro whisky— y más serena que antes.

—Bob, te agradezco el cumplido. Pero está fuera de lugar.

—¿No podemos ser amigos? Después de todo Dios existe. Deseaba hablarte y, mágicamente, te encuentro.

—¿Necesitabas nombrar a Dios?

—Ay, Esther, no me vendrás ahora con eso de no pronunciarás su nombre en vano. Él, oh, Dios mío, está en boca de todos: te tropiezas, te va mal en el negocio, alguien choca tu auto, tienes un pensamiento triste...

—Perdóname, estoy nerviosa. Mañana es mi examen final. Si tenía la cabeza alborotada por los últimos acontecimientos, este encuentro me la alborotó del todo.

—Entonces no te resulto indiferente.

—Por supuesto que no. Pero no en la manera que piensas. Felizmente el rencor se desvaneció. Y ahora puedo tenerte frente a mí... —se puso de pie—. Mírame, Bob. Mírame y verás que soy otra no solamente porque engordé —se volvió a sentar—. Ya no somos enemigos. En el futuro podremos ser amigos, lo siento así. Pero ahora estoy muy complicada...

Mientras él le hablaba de sus complicaciones, relacionadas a su trabajo, su vida sentimental, los reclamos económicos del padre empujado por Laureen, su reciente divorcio en el que llevaba gastada una fortuna, ella estaba en aquel small café, the park across the way, tarareando con Jaim la melodía hasta que surgió la letra.

Miró por la ventana. Y añoró Tel Aviv, el calor, la playa... “El otoño se ha vuelto invernal”, pensó con pena, contemplando las caras y los abrigos de los que caminaban de prisa bajo la llovizna. Odiaba las noches largas y las calles desnudas. Bob era un anticipo de ese inevitable almanaque con páginas de hielo.

Cuando el camarero llegó con el segundo whisky, Esther aprovechó para ponerse de pie y saludarlo con la mano y un mentiroso: “nos vemos”. A los pocos pasos se dio cuenta de que había dejado el libro sobre la mesa.

—Tenías que volver —dijo Bob—. Ésa no era una despedida —se tocó la mejilla—. Un beso o no te lo devuelvo.

—Nene caprichoso.

Se inclinó con el propósito de cumplir con el trámite y desaparecer cuando él le tomó la cara y la desvió. Fue apenas un rápido beso en la boca. Pero la sorpresa la indignó.

—Fueron tantos y tan intensos, que ahora, por este miserable roce... ¿O has olvidado, Esther, de cómo fue nuestra cama antes de tu partida?

“Qué suerte que Saúl está en su cuarto”, pensó, al entrar en el departamento. Y se encerró en el dormitorio. Tuvo el impulso de llamar a Debbie para preguntarle qué sabía sobre Bob porque temía que su divorcio y toda la charla hubiese sido un invento de él para molestarla. Pero no, mejor olvidar lo sucedido y concentrarse en el estudio. Imposible. Tenía la cabeza llena de porquería. Primero, se propuso, debía relajarse, pensar en cualquier cosa que no fuera Bob.

Encendió el televisor. Puso el noticiero internacional con la esperanza de que mostraran o dijeran algo sobre Montevideo. Inútil. Sudamérica sólo era noticia en la catástrofe. Terminó viendo los dibujos animados que Lucy prefería. La casa sin la nena era insoportable. A la mañana había hablado con los dos. La vocecita dulce diciéndole “mami”, y Jaim, “querido Jaim”, tranquilizándola:

—El fin de semana estaremos juntos, amor mío, papá parece haberse recuperado con la visita, cuídate, estudia.

Y en vez de estudiar estaba con el control remoto en la mano, cambiando de canal pero no de humor.

Se despertó alarmada. Miró el reloj. Por suerte sólo había dormido una hora.

Decidida a leer hasta la madrugada, de pijama y descalza fue a la cocina a prepararse un termo con café. Viejo prudente y cariñoso, pensó, cuando vio la tarta de verdura sobre la mesada y una nota. “¡Ha vuelto a llamar Jaim! ¿Para qué habré salido?” Con el papel en la mano fue en busca de Saúl.

La puerta entreabierta, seguro que la estaba esperando. No había de qué alarmarse, Jaim sólo quería cerciorarse de que ella estaba bien...

—Tal vez mañana no me presente —dijo Esther, la mano en el picaporte.

—No seas niña. Si estás muy bien preparada —respondió Saúl, indicándole un sitio junto a él.

—No es eso —se dejó caer en el sillón—. Durante años esperé este momento. Y ahora le tengo miedo a la cosa acabada, al punto final. Anoche soñé que estaba en el púlpito. Con el señalador iba siguiendo la lectura de la Torá, cuando de repente las letras se borraron y sólo tenía ante mí el pergamino en blanco. Movía las varas, buscando la escritura siguiente, pero a medida que desenrollaba el Séfer, las palabras se desvanecían. Quizá no me falte conocimiento. Pero cómo será enfrentarme al hecho de que soy rabina. Hace poco leí una biografía sobre Heinrich Heine. Su formación judía fue escasa, entonces se relacionó con eruditos judíos que habían formado una Asociación para la Cultura y la Investigación de los Judíos para ampliar sus conocimientos. Cuando esta Asociación se disuelve porque la comunidad no demuestra interés, Heine, decepcionado, se convierte al cristianismo luterano. Él esperaba que el bautismo le abriera las puertas a la cultura y a la sociedad europea. Fue en vano: para los intelectuales alemanes seguía siendo judío, y para los judíos, se convirtió en un apóstata.

—Heine vivió en el siglo XIX. Y no veo relación entre su historia y la tuya. En sus últimos años él volvió a la Biblia y se acrecentó su admiración por los héroes, los mártires, los poetas judíos y criticaba a los conversos.

—Ya sé que la comparación no es feliz. Pero en el hecho del rechazo de uno y otro bando, me siento identificada. Para los católicos que desconocen el pensamiento ortodoxo, seré sólo una judía exótica, y para los antisemitas, un blanco más identificable. La mayoría de los nuestros me verá como una mujer pretenciosa que desafía las normas para hacerse notar. Ni mis padres me toman en serio, mamá se buscó al rabino Kaplan porque necesitaba una palabra autorizada que la consolara en su duelo. ¿Serviré yo para dar consuelo? ¿Alguien considerará legal una boda realizada por una rabina? ¿Quién querrá que oficie en el Bar-Mitzvá de sus hijos? Estar en los preparativos, Saúl, era como marcar los días en la pared de una celda. Ya falta menos, me decía. Y ahora no falta nada. Me acuerdo del día que anuncié mi decisión de ser rabina: un escándalo. Con el tiempo la familia se fue acostumbrando. ¿Pero cómo me mirará Lucy? Su madre está enterrada bajo una cruz. Y su padre es agnóstico. Jaim se entusiasma con la liturgia como con una bella función teatral o un concierto, lo puedo leer en sus ojos aunque me diga que disfruta al acompañarme a la sinagoga. La sorpresa es Lucy, a ella le encantan las luces, los cantos y cuando bendice conmigo las velas del shabat... —la congoja desembocó en llanto.

Saúl comenzó a acariciarle la cabeza y buscó calmarla con una canción en idish que habla de un caldero en el que arde un fueguito y de un rabino que enseña Torá a los niños.

—Ya basta de libros, Esther —dijo cuando terminó de cantar—, lo que no aprendiste hasta hoy no lo aprenderás en unas horas. Los obstáculos forman parte de la vida, te lo dice un viejo. Amabas a tu abuela, ¿no es así? No la avergüences echándote atrás. Ella estaba feliz de tener una nieta rabina. Vamos, vamos a la cocina, Esther. Comeremos algo, nos iremos a dormir, y mañana será otro día.

Tenía la fatigada expresión de Saúl superpuesta a la pantalla del televisor. Iba a encenderlo para borrar esa imagen y otras, que con su muda nobleza, la acusaban de cobarde, cuando le vino a la memoria la terrible excursión al Néguev donde, en cada piedra del desierto, descubría el cadáver de Fabián Abas. Sin Jaim no hubiese soportado esa absurda búsqueda de pistas. Cómo le pesaba aún esa muerte... Lo imaginó parpadeando, nervioso, hablándole de Sabetai Zevi y de la bella palestina. Él necesitaba asociar a esa muchacha con sus supuestos antepasados marranos. A ella también se le había dado por asociar, por ver signos donde no los había. “Saúl habrá pensado que tengo síntomas regresivos, por eso me ha cantado una canción, ¿de cuna?” Se tomó la comba del vientre como si ya abultara y le canturreó en hebreo al hijo por venir.