Capítulo VII
EN la pared alguien había escrito: Fuck you. Y probablemente otro —el que trazó la flecha cuyo extremo tachaba parte del insulto y se clavaba en el trasero en forma de corazón— era el autor de: Kiss my ass en grandes letras rojas. Esther y su profesora de hebreo, que venían del Museo de Arte Moderno, se miraron.
—Kiss my ass significa “Tenashek a tajat shelí”. Como verás, Esther, toda ocasión es buena para mis clases. Aunque no creo que tengas muchas oportunidades de practicarlo.
—Nunca se sabe, querida Brenda. Hace poco, a un tipo que me robó el taxi delante de mis narices, justo cuando iba con los minutos contados a entrevistarme con rabí Mayer, lo bañé con una guarangada bien argentina. Quién te dice que un insulto en hebreo no termine aliviándome en otro momento de gran presión.
—Los israelíes tienen una boquita bastante sucia, Esther. Y cuando no encuentran el insulto adecuado en hebreo, te lo lanzan en árabe, idish, o en la lengua que dominen. ¿Sabías que mi madre luchó en la guerra por la Independencia y que yo nací en Ashkelon y viví allí hasta los catorce años? Ambas tenemos la doble ciudadanía. Mamá viaja cada tanto a ver a sus amigos y a pelearse con mi padre porque supone que él no se ocupa de mí lo suficiente. Yo, año por medio, voy a Israel por tres meses y papá, año por medio, viene a Nueva York por un mes. Pero estamos constantemente comunicados y nos llevamos muy bien. En Jerusalén está mi novio de infancia —miró a Esther—. No enciendas tus ojazos: Eleazar está casado y con hijos. Su mujer, de la que me he hecho muy amiga, está empeñada en que me case con su hermano —tomó a Esther del hombro y le cuchicheó—: Es un buen mozo increíble con el que salí unas cuántas veces —rió—. ¡Pero qué hago con Alan! No sé si estoy a su lado porque lo quiero o porque tener sexo con él es una experiencia grandiosa. Y Bob, ¿cómo es en la cama?
Esther de pronto sintió que le anudaban una piedra y la tiraban al agua. Cuando pudo desembarazarse del lastre contó que al principio todo era maravilloso pero que después, aún antes de que ella le anunciara que no volvería a Columbia y que se inscribiría en un Instituto Rabínico, él comenzó a cambiar. Era como si a medida que su egocentrismo crecía ella fuera empequeñeciéndose. Y si le hablaba de compromiso con el pueblo y la religión a la que uno pertenece, él salía con sus antepasados, que habían huido de uno de los grandes pogroms sin hacer tantos aspavientos, y que al llegar a los Estados Unidos, en 1883, se propusieron ser norteamericanos y llegar donde llegaron, no como ella, que oscilaba entre Argentina, Israel y Norteamérica por culpa de su padre, que había emigrado a Israel con aires de gran sionista para aguantar menos de tres años y terminar en Nueva York porque iban a acomodarlo en un negocio. Y ahí estaban los pendulares Fainberg, diciendo una cosa y haciendo otra. Claro que, entre sábanas, con Bob terminaban entendiéndose, pero era un lenguaje de cuerpos que, fuera del dormitorio, no lograban traducir.
Esas pocas cuadras de Greenwich Village, zona que Esther adoraba, se le hicieron insoportables. En un negocio chino compraron sopa de fideos. Venían muertas de frío: “Very hot”, le pidieron al larguirucho de ojos oblicuos y nariz plana, frotándose las manos. Esther, que sostenía la caja con los potes y la bolsa, se sintió reanimada: el olor y el aroma le hicieron recordar aquel restaurante en Canal Street donde, en la gran mesa circular, experimentó sentirse en armonía con el universo. Ahora, en el departamento de su profesora, disfrutaba del desordenado sincretismo. En la pared de corcho, decenas de fotos: en una, judíos ortodoxos en el Muro y, a lo lejos, un grupo con pantalones cortos; al lado, el Vaticano, y en la marea blanquinegra de monjas, una altísima africana de hombros desnudos y túnica multicolor; más arriba, mujeres cubiertas de la cabeza a los pies y, pasando frente a ellas, una atlética pareja semidesnuda...
—No me gusta la uniformidad —dijo Brenda. Y dejó caer su abrigo sobre un tatami japonés.
En una mesa baja rodeada de almohadones había velas de diferentes formas y tamaños, un cenicero con una estrella de David cincelada en un extremo, un pequeño Buda de bronce, un sahumerio y una mamushka. Cerca de la ventana, una fuente en la que el agua fluía sobre piedras. A un costado, plantas y estatuillas de madera. Del cielo raso pendían lámparas de papel y carillones de metal y bambú. Sobre el estante superior de la improvisada biblioteca, hecha con pilas de ladrillos y tablones, una gran menorah y la foto de una nena en brazos de un hombre en uniforme militar. En la fotografía próxima Esther reconoció a la mamá de Brenda.
—¿Este hombre alto es tu papá? Te pareces a él.
—También tengo cosas de mamá. No la conociste de joven: era muy llamativa, cuentan que volvía locos a los tipos. Pero después de los cincuenta colgó los guantes. Ahora solamente le interesa su trabajo y que yo le dé un nieto. Eso de ser hija única no es negocio. ¡La sopa! —exclamó al ver a Esther de pie y con el paquete en las manos.
Comían y charlaban con entusiasmo. Brenda jamás habría pensado, después de la conversación telefónica en la que Esther habló de sus escasos conocimientos de hebreo y de su urgencia por dominar el idioma, que sabría tanto. Ya en el museo, cuando a propósito intercalaba palabras en hebreo, se dio cuenta, por los comentarios posteriores, de que su temerosa alumna la había entendido a la perfección.
Esther había aprendido el alfabeto de muy chica, en el shule de su barrio. Pero en esa época su padre se interesaba más en el idish. Recién le dio la fiebre del hebreo cuando una prima se casó con un católico que trabajaba de cajero en el cine Monumental y se espantó con la posibilidad de que sus nenas, al crecer, hicieran lo que Raquel, la hija mayor de su primo. Entonces comenzó a planear la aliá. El abuelo Mendel —en Europa, ferviente sionista y en Argentina, miembro del Keren Kaiemet le Israel—, que soñaba con la Tierra Prometida, impulsó a su hija mayor, que no deseaba alejarse de sus padres ni de las actividades en Hebraica ni de su negocio en la calle Valentín Gómez, para que siguiera a su marido, con el argumento de que detrás de ella después irían todos. Pero el zeide al poco tiempo enfermó.
León y Sara Fainberg esperaban encontrarse en Israel con gente bailando en las calles. Pero se toparon con la burocracia israelí, los que llegaban de los montes Atlas, el Yemen, la India y se dijeron que en el Once era más sencillo ser judío que en Beer Sheva. Al comienzo estudiaron en un Ulpán y se resignaron a vivir en un edificio con mayoría de inmigrantes marroquíes. Ahí se oía más el árabe que el hebreo y don León decidió mudarse a Tel Aviv y abrir una pizzería. Ése no era su ramo, y se fundió. Cuando su hermano Israel le escribió lo bien que le iba, a pesar de haber llegado a Nueva York hacía menos de un año, y los invitó a quedarse con ellos hasta que se instalasen, no hubo dudas. Viv y Esther, que ya se estaban habituando al idioma y a los nuevos compañeros, no se alegraron cuando otra vez tuvieron que levantar campamento.
Primero Israel y después la Primary Hebrew School le dieron una base pero, al no utilizar por años el hebreo, Esther pensó que lo había perdido. Ahora, al recuperarlo, recuperaba también la tierra que todo judío añora. Pobre abuelo Mendel, su vida entera había soñado con ese espacio del que mana leche y miel... Esther recordó que la abuela Lina contaba que, antes de morir, el zeide había exclamado “¡Ierushalaim!” como si hubiese tenido una visión maravillosa antes de cerrar los ojos. Luego, cuando alguien hablaba de visiones, la abuela decía que ninguna era como la de Mendel en su último suspiro.
Brenda sirvió más chow fan y dijo que creía que la crisis de fe llevaba a la gente a engancharse en las visualizaciones creativas, los sueños dirigidos, las síntesis bíblicas, los cursos” de bolsillo en los que la cábala se transforma en una especie de horóscopo. Los adivinos de la peor calaña lucraban con el deseo de trascendencia, el vacío, el aburrimiento... Su pensamiento no cuestionaba lo que interpretaron los deudos del zeide de Esther, sino que reflexionaba sobre lo deseado y lo interpretado: porque una cosa es la expresión de deseo, la voluntad última de arribar al lugar mítico, y otra la deducción familiar de que el alma ya estaba en Jerusalén. El exilio, la diáspora marcaron al pueblo hebreo, que tuvo que conformarse con un espacio santificado por la memoria.
—Cuando Moisés está ante la zarza ardiente, Esther, y Adonai le ordena: “Quítate el calzado, pues donde tú estás parado es tierra de santidad”, sacraliza el sitio. Después la zarza vuelve a ser zarza y el desierto, desierto.
—Brenda, hablas como una rabina —comentó Esther, echándose hacia atrás en la banqueta. Por suerte la cocina era mínima y la mesada la atajó.
Las carcajadas les hicieron saltar lágrimas. Esther decía que era un castigo por trivializar lo sagrado y Brenda, que era cosa de niña rica creer que todo tenía respaldo.
Confortadas por la comida, las confidencias y la risa fueron al rincón donde había una mesa rebatible en la que Brenda apoyó un cuaderno y un par de libros. Trabajaron hasta que se hizo de noche.
Ya en la puerta, Brenda hizo un ademán y fue en busca de una carpeta.
—Son notas de mi madre acerca de mujeres que quisieron ordenarse. Mamá es una apasionada del tema. Hay copias, por eso me animo a prestártela.
Esther subió al taxi bombardeada por imágenes. Quizá todo lo charlado y aprendido ya estaba en su memoria y Brenda, que la viera andar a tientas, la condujo hacia la llave de la luz. Apretó la carpeta contra su pecho. Se sentía agradecida al destino: el otro día en la consulta, el doctor les había dicho que los análisis eran normales, que a veces la naturaleza es caprichosa, que cuando bajaran la ansiedad el hijo llegaría, y hoy, en su maestra de hebreo, había encontrado a una amiga sabia y generosa.