Capítulo II
LOS árboles de septiembre se engalanaban de ocres, amarillos, rojos, dorados... Y Esther, rodando por allí con su bicicleta, participaba, eufórica, de esa vertiginosa plenitud cambiante. A los diecisiete no tenía qué reprocharle a la vida, tal vez los sonsonetes familiares previniéndola de esto y aquello o la manía de los horarios y las visitas de cumplido... Pero su cuerpo primaveral, amante del otoño, cantaba de dicha.
Una piedra. Después comprobaría que había sido la enorme raíz de un árbol que no creyera obstáculo la que la había tumbado. Sujetándose la rodilla lastimada, se lamentó de su mala suerte: por la noche, en lugar de ir a bailar con Richard, el primogénito de los Winter, a quien solía encontrar en Atlantic City y de quien había estado ansiando una invitación desde los 14 años, estaría en una camilla, enyesada o a punto de entrar al quirófano. Se echó de costado para incorporarse, pero el dolor en el tobillo se lo impidió. Si en lugar de la voz de Roni Muñoz preguntándole, “¿puedo ayudarte?”, hubiese sido la de cualquiera, habría reaccionado igual. Ese chico, que no pasaba de ser un compañero al que se le dice “hola” cuando se lo cruza, ahora era su salvación. Es más, siempre la había fastidiado el modo en que Ron movía la boca unos segundos antes de comenzar a hablar. Ese titubeo agónico la hacía pensar en aquel primer viejo coche que compraron al llegar a Nueva York y cuyo motor lerdo exasperaba a su padre. Pero ahora Ron le hablaba de un tirón y claramente, y Esther levantó su mirada y deseó sus manos antes de sentirlas primero en el tobillo, y después, palpando el resto de la pierna.
Ronald Muñoz la ayudó a incorporarse: “Un raspón y un esguince, nada trágico”, bromeó. Apoyada en el árbol esperó a que comprobara el buen estado de la bicicleta. Aceptó la locura de ir sentada y pedalear con el pie sano mientras él, a su lado, la ayudaba a avanzar rumbo a la farmacia. Estuvieron varias veces a punto de caer. Y eso les causaba risa. Nunca se había fijado en lo alto que era ni en sus dientes, ¿se verían tan blancos y perfectos por el contraste con la piel?
Después de que le desinfectaron la herida y ya con la venda elástica en el tobillo preguntó por el teléfono. Antes de llamar a su casa reflexionó que sería conveniente que no la viesen acompañada. Había dicho que saldría sola a dar una vuelta, y si la encontraban con Ron, creerían que les había mentido. Esa convicción nacía en la sospecha de que a partir del encuentro de hoy comenzaría a mentir. Porque decir “salgo a bailar con el hijo de los Winter” significaba cumplir con las expectativas. Esther conocía cómo funcionaban sus padres. Por eso, cuando ellos le respondieron un desganado, “está bien, hija, el chico de los Winter parece decente, pero no regreses tarde”, entendió que disimulaban su entusiasmo por aquello de: “A Esther le gusta llevar la contra”.
Le propuso a Ronald que se fuera —ayudaba en la carpintería familiar— pues enseguida vendrían a buscarla. Él demoró el beso en la mejilla y dijo: “Nos vemos, Esther”.
Aproximadamente un año después, moría el padre de Ronald. Ahora, mientras iba en el taxi, deseando que el viaje se prolongara más de lo habitual, Esther se decía que, por funestas y egoístas asociaciones, uno termina apropiándose de la muerte ajena.
Los cirios eléctricos, el gran crucifijo y las mujeres enlutadas le demoraban el paso.
—Éste era mi padre —dijo Ronald, señalando al cuerpo que, vestido de punta en blanco, yacía, rígido, en la seda. ¿Había intuido o visto el bigote entrecano, el jopo, las manos amarillas en las que se entrelazaba un rosario?
Después del silencio roto por la voz de un niño que alguien intentó sofocar, Ronald le dijo que le habría gustado que se hubieran conocido. Pero cuando la llevó hacia su madre, una mujer robusta, de cara achatada y amable, y la presentó como a una compañera de escuela, supo que le había mentido.
Sentada en la antesala, Esther tomaba café. Cada tanto una mujer viejísima se acercaba a una imagen religiosa, hacía la señal de la cruz y se quedaba quieta, mascullando una plegaria hasta que venía otra mujer vieja que la confortaba: “Madre, venga, siéntese, Antonio está ahora en brazos del Señor”.
Allí, rodeada de símbolos católicos, Esther se vio en la avenida Corrientes que el carruaje con una cruz en lo alto transformaba. Los caballos, de solemnes cascos, irrumpían en el diurno trajín, deteniendo el tránsito de vehículos y personas. Esa exhibición mortuoria era pública. Y el público se santiguaba, se descubría... Por eso, cuando su padre se encerró durante siete días en una silla baja, ella no entendió su conducta. Había escuchado decir a su madre que sólo se había confirmado lo que durante años fuera una inaceptable certeza: Menajim Fainberg, su esposa Malka, su hijo mayor Shmuel, su nuera Dina y la pequeña Leah habían sido asesinados. La diferencia estaba en que otro judío, testigo de la masacre, recién ahora localizaba a los familiares en Argentina y les escribía desde Europa para contarles que los nazis primero mataron a los abuelos, después a Dina y a su hijita, y que a Shmuel por ser músico lo habían hecho durar más. “¡Se imaginan a mi pobre hermano, tocando el Himno a la Alegría mientras llevaban a los suyos a la cámara de gas!”
Esther, con el segundo café dulce y liviano que le ofreciera con fuerte acento de Puerto Rico una muchacha de ojos grandes e intensos, se preguntó por qué en su casa se solía volver a antiguos ritos funerarios cada vez que moría alguien. “¿Me van a decir a mí que ese lujo, esas coronas de flores, y las palabras de agradecimiento corresponden a un alma judía?” Y enseguida la abuela le contaba a quien tuviera cerca cómo había sido con su padre: “Antes de envolverlo en su mortaja le colocaron piedras sobre los párpados y una rama entre las manos, así, a la llegada del Mesías, él encontraría el camino a Jerusalén. Nadie dejaba de cubrir los espejos ni olvidaba poner un recipiente con un paño de lino para que el alma pudiera cumplir con las abluciones de todo judío piadoso. Al amanecer y al atardecer los hombres se reunían para rezar Kadish. La gente iba vestida de digno luto, no cómo las hijas de Anchel y su viuda”.
“¡Ay, Esther, si tu abuela te viera ahora en este velorio!”, pensó. Y fue después de esa idea que le asaltó la convicción de que uno debe vivir y morir dentro de sus creencias. Pero aún era temprano para que lo reconociera y se quedó en el porche a fumar un cigarrillo y charlar. Por aquel entonces, aunque el gusto y el olor del tabaco le desagradaban, fumaba para no diferenciarse del resto.
Una década después, estaba por entrar en su departamento con sus desafiantes diferencias desplegadas. La discusión de la mañana con Bob fue como haber cambiado el cerrojo y, para colmo, regresaba con la llave de antes y sin intención de pasar por la cerrajería. Ahora todo era confuso. Sin embargo, en el velorio del padre de Ron, a pesar de la humareda, pudo ver que la raíz de un árbol los había unido y que hoy otra los separaba.