Capítulo IV

ENTRÓ apurada en Macys. Tenía la sensación de que todo su guardarropa era inadecuado.

Paseó por varios pisos hasta que encontró la falda azul y la camisa blanca con un festón en el cuello. De todos sus abrigos, el único que la conformaba para la ocasión era largo, de líneas rectas. Se moriría de frío con él, pensó. Finalmente, en la sección ofertas, encontró un perchero con capas de lana: todas del mismo largo y de color marfil.

Se miró en el espejo del probador y contuvo la risa: sobre su tapado negro, la capa clara parecía una sobrepelliz. “Ser rabina no es ser monja”, le había explicado a Lena, en el Met. Si la viera vestida así opinaría que ser rabina es vestirse de cura.

De la cafetería próxima al shopping salía un seductor aroma a café en grano. En lo alto, cerca del mostrador, había un televisor encendido: uno de los tantos predicadores diarios hablaba del Apocalipsis. En esta ciudad, se dijo Esther, hay metodistas, baptistas, cientistas, presbiterianos, cuáqueros, adventistas, pentecostales, menonitas, budistas, ortodoxos rusos, ortodoxos griegos, musulmanes..., y cada uno de ellos cree tener la verdad. Pero la piedra en el zapato somos los judíos. Y recordó cuando Mark Twain, refiriéndose a los babilonios, los egipcios, los persas, dijo: “Todas las cosas son mortales, menos el judío; todas las otras fuerzas pasan, pero él permanece. ¿Cuál es el secreto de su inmortalidad?”

Después del último sorbo de capuchino, miró el reloj: todavía faltaban dos horas para su encuentro con rabí Stephen Mayer. Mejor caminar. En el corazón de Times Square disfrutó del desaliño de sus calles, de las marquesinas, de la ansiedad de los turistas ante las boleterías, de los vendedores ambulantes y del vaho que subía de sus alcantarillas. A veces pensaba que en el subsuelo de esa trajinada zona vivía una gran bestia, el Behemot, y que su aliento ascendía, contagiando desmesura a los transeúntes. Un grupo de jovencitas, con minifaldas sobre gruesas medias de lana, hablaban a los gritos, se daban empujones, reían... Repentinamente Esther se sintió vieja y tarareó por lo bajo: “Sweet sixteen”. Ya habían pasado para ella los dulces dieciséis.

Vio el edificio del Chase Manhattan Bank y entró a pedir cambio: cuatro de diez, uno de cinco y el resto en monedas. Llamaría a Viv. Cuando su hermana se casó con ese canadiense optimista y conversador, Esther tuvo ganas de irse con ellos a Montreal. Pero pensó en sus estudios, en sus padres, en los amigos...

Viv sonaba feliz. Había confirmado su embarazo.

—Esta vez será varón, Esther, tengo el presentimiento. Nacerá en Nueva York, así me ayudan con Beth, que ya huele la llegada del bebé y se porta horrible.

—Qué alegría, Viv. Apenas llegue a casa se lo diré a Bob —mintió. Y siguió hablando de la nieve, de lo mucho que añoraba su presencia, de lo bien que les haría a los viejos tener a la nietita en casa—. Quién dice que no se me pegue el embarazo. Pero por ahora mejor así porque... —y sin respirar, de un tirón, le contó.

Viv la escuchó en silencio y al final dijo lo que Esther estaba esperando: “Si es tu vocación, hermanita, que tengas suerte”. Sabiamente no le preguntó qué opinaba Bob.

Miró la hora, todavía faltaban cincuenta minutos para la entrevista, y en diez el taxi la dejaría en la puerta del instituto. Detestaba hacer antesalas. Caminó por Broadway. Junto a una casa de electrónica oyó preguntar: “Where Radio City is?” y que respondían: “No understand”. Por el modo de vestir, y por el acento, las identificó fácilmente. Les explicó en castellano dónde quedaba y les dijo que si seguían pronunciando el inglés en argentino era poco probable que las entendieran; algunos, por desprecio a todo lo que sonara a latino, y otros, para no hacer el esfuerzo. Les dijo que si no hubiese estado apurada, las habría acompañado hasta la puerta del “Reidio Cidy”, moduló la voz y movió la boca como acostumbran hacer los profesores con los inmigrantes. Y se sintió estúpida.

Un hombre con portafolio subió al coche al que ella había hecho señas previamente. Lo insultó por lo bajo, en su lengua de infancia, y se fijó en la hora. Faltaban aún veinte minutos para la cita, ¿y si después de tantas vueltas llegaba tarde?

Por la ventanilla del taxi vio los cines de películas condicionadas. Recordó que, recién casada y para seguir a una pareja de amigos que aseguraba que el mejor sexo se obtenía después de un buen estímulo visual, entraron en la sala, por suerte ya a oscuras, que olía a sudor y semen. Esther le reprochó a su memoria que no se amoldara a la experiencia espiritual que hoy le tocaba vivir. Y se concentró fervorosamente en su exposición ante el rabino.