Capítulo XXXIV
LUCY había cumplido tres años, faltaba poco para su ordenación y Jaime era el amor de su vida. Y en esa unión amorosa, el futuro y también lo que había quedado atrás se transformaban. Era como si con cada despertar se despidiera de la Esther insatisfecha y se saludara a sí misma, como Debbie Reynolds en aquella vieja comedia musical de zoquetes y zapatos sin tacón: Good morning, good morning.
Ya la felicidad no poseía el tono rimbombante de cuando la imaginaba desde la desdicha y ella era la ofrenda a sacrificar en el altar familiar. ¿Ser feliz entonces era tan sencillo?
Esther, estimulada por su cotidianeidad y los avances en sus estudios religiosos, sonreía, enigmática, cuando escuchaba comentar: “Pero qué igual a la madre es esta preciosura”. Decían madre refiriéndose a ella, pues algunos ignoraban la existencia de la que había muerto en la lejana Montevideo, en una cama de enfermos terminales, muy cerca de ese río con apariencia de mar. Mar sureño e íntimo, como su costanera, en la que la gente caminaba, corría, pedaleaba, aparentemente ajena al tumulto de la represión. Misteriosa ciudad, Montevideo, que, en ciertos sectores, parecía hundirse en el siglo anterior y, en otros, se levantaba con altanería de gran metrópoli. Los uruguayos, de tan amables, darían la impresión de complacientes, si uno no conociera su historia. Historia de la que Esther recibía retazos cuando con Jaime intercambian memorias de las dos orillas. A Buenos Aires ella seguía viéndola con admirados ojos de niña, a pesar de los años de distancia. Pero Montevideo navegaba por el ámbito del ensueño, y su primera visita a la familia de Jaime aún la acosaba. Abuelos, cuñadas, sobrinos, una familia entera de la que ella iba a llevarse un hijo, un hermano, una nieta, una primita, la menor, la mimada por los primos mayores. Pero ya habían sorteado la prueba de los viajes y el tiempo hizo su trabajo. Fueron. Vinieron.
Jaime Steiner se había adaptado al nuevo hospital, a los nuevos amigos, y a las cartas y a las llamadas telefónicas. A pesar de la nostalgia por la patria y por sus padres y hermanas, lo que más amaba estaba al alcance de la mano. No tenía motivos para quejarse.
Fue entonces que ocurrió el anuncio del embarazo, y la muerte de la abuela Lina.
Era como estar de espaldas a un espejo. Si se diera vuelta y se mirara, vería el vientre, los pechos, las mejillas, redondeados por una tibia, acogedora maternidad. Pero era difícil refugiarse en esa imagen cuando los espejos estaban cubiertos y el faro de blanco rodete había apagado sus luces.
La abuela no vería a su próximo bisnieto ni estaría presente en la ceremonia de ordenación. De tanto decir: “Ojalá esté yo para verlo”, había logrado convencer a todos de que estaría. Siempre. Y lo peor para Esther era mirar a su madre, acostumbrada a enfrentar a la abuela Lina por cualquier tontería, con la excusa de que su padrastro estaba en su contra, sentada en el banquito de patas cortas, los párpados tan vencidos como su ánimo, recurrir a Saúl para todo. Era como si el segundo marido de su madre, el único viejo que les quedaba, la autorizara a comportarse como una nena.
Sara había dejado caer sus murallas para ostentar su herida ante el mundo entero. Porque ella estaba convencida de que esa muerte había descalabrado un orden y que la Tierra ya no giraría del mismo modo. Todo se había detenido para escuchar el crujir de los huesos, el suspiro del alma, el lamento de los deudos, la llaga inútil del porqué. En esa casa de luto, los vivos, cautelosos, andaban como muertos.
—Tu madre se va a enfermar, Esther. Cómo no va a poder ser que se nos fue la pobre abuela Lina si tenía noventa años y estaba mal de corazón y el pronóstico no era nada bueno. Tienes que ayudarla.
Esther intentó, pero su madre aguardaba las palabras de una rabina y ella era solamente la nieta que de chica iba a lo de la abuela a moldear galletas: estrellas, medialunas, redondeles, triángulos... Pálidas entraban en el horno y salían de oro. Y enseguida las adornaban con guindas, almendras, azúcar impalpable... La mesa era un universo geométrico, perfecto, fragante. Y Dios caminaba de puntillas para no turbar a la que cantaba en idish y en alemán con las manos enharinadas. “No hay receta que funcione, Esther, si no hay paciencia. Por eso a tu mamá no le salen crocantes como a mí.” “Pero yo no soy impaciente, abuela.” “Porque las nenas y las viejas tienen mucho en común.”
Esther ahogó la angustia para que su madre no la descubriera. Sara Fainberg ahora necesitaba creer. Creer de verdad. Ya no le eran suficientes las festividades con sus luces y sus bendiciones. Los rituales de la vida judía naufragaban ante el ritual definitivo. A Sara hasta ese instante le habían bastado aquellas acciones funerarias que, con matices, se repetían para afirmar que quien nace judío debe morir como judío. Consolación del mito del eterno retorno, de la circularidad de la vida que, cuando quita, también da. Pero todo era insuficiente para la definitivamente huérfana. Sin la “abuela Lina”, llamada así hasta por vecinos y proveedores, moriría la vieja casa, “di alter aim”, que la ligaba a Europa. Su vieja madre la había convertido, de repente, en una mujer de sesenta años aterrorizada ante el vacío de su propia vejez. Y necesitaba desesperadamente que su hija Esther le dijera que en algún lugar ella recomenzaría con su madre el juego de los reproches, simples simulacros de emancipación que eran un refuerzo del vínculo.
Pero la Esther que abundaba en citas y en proverbios había enmudecido. Tragada, tal vez, por Lucy, la niña que ya era su hija adorada y por el hijo por venir. Y por el amor de su hombre que sabía protegerla mejor en el abrazo que en el discurso. Y por la abuela que lo último que le dijo, para alentarla y alentarse mientras aún tuvo conciencia, fue: “¿Rabina?, ¡ojalá esté yo para verlo!”
Sara Silberman de Fainberg revisaba su haber con el estupor de quien no conoce la suma ni la resta. Ante sus ojos se desplegaba una gran página en la que sólo podía escribir, hasta el cansancio: mamá. Y no quería aprender lo que le estaban diciendo, con sus presencias, hijos y nietos. Hoy no era madre ni abuela ni esposa. Hoy era hija. Y que no le quitaran su lugar. En el banco de dura madera, cerca del suelo, y sin respaldo. Para que las articulaciones y la columna se enterasen de que la habían privado de apoyo y estaba sin techo ni cobijo.
El viejo Saúl no cumplía con el rito de la “shivá”. Él, como sobreviviente de un campo de exterminio, había aprendido desde muy joven a utilizar como banco de duelo, su propia y dolorosa furia. Y ahora, sentado en su vejez, esperaba. Con sufriente sabiduría. Pero Lina ya no estaría para verlo. Y él, quién sabe hasta cuándo.
Las nietas lo cuidaban con dedicación y sin el fácil pretexto de los lazos de sangre. Por puro amor y miedo. Que no se les fuese a morir él, ahora: el único viejo viejo de la familia. Porque los que comenzaban a envejecer estaban en la frontera y miraban con hostilidad hacia los dos países: el que les recordaba lo que fueron y el que les anunciaba lo que serán.
“El último de los mohicanos”, había comentado Vivian, empujada por el recuerdo de aquel libro de infancia, y refiriéndose a Saúl, pues muerta la abuela, los nuevos viejos serían menos valientes y menos sabios y ellas deberían hacer de madres en vez de hijas. Bastaba con escuchar a los hermanos Fainberg, en la cocina, discutiendo por el negocio, sujetos a esa soga que les permitía sentirse activos, aunque uno de ellos había cedido su puesto al hijo y por esa deserción recibía los continuos reproches del otro.
Tía Elka, que había envidiado con persistencia a Sara por ser bonita y tener hijas bellas y exitosas, mascullaba sus rencores entre tacitas de caldo: “Vamos, Sara, que si no te volverá a bajar la presión”. Elka había leído que asistir al deudo en los siete días de duelo era una mitzvá, y estaba segura de que sería premiada por su buena acción; tal vez alguno de sus hijos solterones se casara y le diera un nieto, ¿por qué no? Las de Sara se casaban como si nada, y si se descasaban, chick, chack, ya tenían en puerta otro candidato. Subían y bajaban los grandes pechos de Elka con cada suspiro. Suspiro que confortaba a Sara, que habría deseado una sinfonía de exhalaciones. Ella alzaba sus plegarias, pero no estaba convencida de que llegasen a Adonai, ya que era de rezo pautado: éste para encender las velas del shabat, este otro para Rosh Hashaná... León, su marido, solía apelar al hermano asesinado en Auschwitz sin cuestionamientos de fe. Una cara, un recuerdo querido, estaban más cerca del corazón, de la memoria, y oficiaban de vínculo con el Altísimo. Qué hacía esa hija suya que no le explicaba nada. Para qué servían los rabinos, las monjas, los curas, los médiums, los manosantas sino era para que lo poco creíble se volviera creíble... No. Ella no se iba a levantar de ese círculo con patas enanas hasta que le dijeran el porqué y el para qué. Bastante se había roto el lomo criándolas, curándolas, acariciándolas... Sangre de su sangre eran sus hijas. ¿Y acaso la abuela de ellas no era también su sangre? Pero sangre vieja, que importa menos, y menos todavía porque murió en la cama y como Dios manda. ¿Acaso ella no estaba cumpliendo la “shivá” como Dios manda? En el cementerio se dijo Kadish, a ella le cortaron el abrigo... Todo. Hizo todo bien. Sin embargo, le había salido mal porque no le encontraba sentido a lo bien hecho ni a lo mal hecho. Y qué esperaba su hija para tirarle algunas palabras en medio de la zozobra. No se iba a levantar hasta saber en qué orden estaba ubicado un judío en el mundo de la muerte, porque en el de la vida no hallaba beneficio: persecuciones, humillaciones... “No seas exagerada, Sara”, le había dicho León. “¿Pensaste que tu madre llegaría a los cien?” Esther había heredado de ella la exageración pero en escala mayor. ¡Rabina! Pero rabina muda. Los católicos tenían más programa para el más allá que para el más acá. Ya nunca más rezongos. Ya nunca más, “Surale, no exageres”. ¿Y ella debería ahora ocupar su lugar? Ríos de caldo de pollo, montañas de pescado relleno, mesetas de masas de amapola... Una geografía doméstica que la espantaba. ¿Cómo sería su cotidianeidad ahora sin las llamadas por teléfono para enterarse de cómo amaneció la gran matriarca? Se momificará en ese banquito porque a ella no la llamarán por teléfono. Los hijos ya no llamaban: los padres debían sentirse bien o morirse. Su marido no se daba cuenta porque vivía en el negocio y creció huérfano. Una huérfana vieja es doblemente huérfana. “¡Gebald!”, gritaba una vecina loca en el barrio del Once, la vecina tenía un número grabado en el brazo y salía a la puerta: ¡gebald, gebald! “Pide auxilio, pobrecita, anda Surale, hijita, llévale un pedazo de torta de manzana y esta botellita de licor, algo que le endulce la vida.” Amargada le iban a decir cada vez que se pusiera a llorar porque nadie jamás volvería a decirle Surale. Pero llorará igual: por sobre los comentarios de León acerca del negocio y el maltrato del sobrino, por sobre las charlas de las hijas y los juegos de los nietos y por sobre los chimentos femeninos en las partidas de naipes. Agotaría sus lágrimas hasta que no le ofreciesen un resquicio de luz, aunque resultara obvio como el de las películas en las que aparece un cura o una monja y hablan del valle de lágrimas y que por suerte el muerto ya está en la casa del Padre y es feliz. Ella había visto de chica la foto de un judío piadoso, el padre de su madre, muerto en la juventud. Ese padre era mucho menor que la hija que acaba de morir, y tal vez ni se reconociesen en el Paraíso. ¿Paraíso? Su cabeza iba a estallar. En ese instante el Paraíso se le antojaba una especie de club exclusivo en el que es mucho más sencillo entrar con la firma de un socio de prestigio. Con razón los católicos se alegraban de tener un clérigo en la familia. A Esther le faltaban sólo unos meses para ser rabina, pero se comportaba igual que su hermana Vivian, igual que cualquier nieta que ha perdido a una abuela querida...
Esther bebía café, pensando en su madre: “Esther, dime qué viene después”, la había encarado al salir del cementerio. Y ella sólo había podido contestarle, antes del brazo de Jaime, que la fue llevando firme y cariñoso hacia el coche: “El recuerdo. La bendición de haberla tenido. Rezar por su alma...” La presión de su madre para extraerle una respuesta que la conformara le trajo a la memoria la discusión acerca de la certeza absoluta y el fanatismo. El profesor, paradójicamente, les había leído parte de lo escrito por un rabino ortodoxo: “El judaísmo estimula la duda, aun cuando goza de la fe y el compromiso. Un judío no se atreve a vivir con certeza absoluta, porque la certeza es la marca del fanático y el judaísmo aborrece el fanatismo... La duda es buena para el alma humana, su humildad... Dios puede haber tenido sus razones para negarnos la seguridad con respecto a Su existencia y naturaleza. Una razón aparente es que la certeza del hombre con respecto a cualquier cosa es veneno para su alma... Por lo tanto las dudas respecto de Dios no son una barrera para el compromiso judío. Pero quien dude podrá argüir que la creencia de Dios no es racional”.
—Esther.
—¿Qué, Vivian?
—Te hará mal en tu estado. ¿Por qué no te vas? Yo estoy aquí.
—Ya sé que estás.
Vivian la tomó del hombro.
—Mi primer sobrino directo, Esther, estoy emocionada.
—Lucy también está emocionada. Le encantan los bebés. Ayer me acariciaba la panza y me preguntaba cuándo iba a salir.
—Perdóname, hermanita, Lucy es una nena adorable y la quiero como si fuera mi sobrina.
—Es tu sobrina.
—Soy una tonta que no paro de decir tonterías. Es por la abuela —Vivian se puso a llorar—, porque ella no estará para verlo.
—No estará para el nacimiento ni para la ordenación, Viv. Lo sé. Son como huellas digitales delante de mis ojos todo el tiempo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No sé cómo explicarlo. Los momentos vividos con ella están marcados. Dedo por dedo. Ninguna marca de otro dedo puede ser igual...
—Te entiendo a medias.
—Yo también me entiendo a medias. Y mamá pretende que le diga lo que ella quiere escuchar.
—¿Y qué quiere escuchar?
—La cualidad física de Dios. Mamá se pasó la vida bordando tapices y...
—Todos paisajes parecidos —sonrió con tristeza—. Mirabas las paredes y los confundías. Menos mal que uno tenía chimenea en el techo; el otro, macetas en la ventana...
—Sabes, Vivian, el tercero de los Trece Principios de la Fe Judía de Maimónides es que Dios no tiene cualidades físicas. Y mamá está esperando que yo le dibuje un paisaje en el que estén Dios y la abuela Lina para hacer su bordado. No puedo darle una forma concreta a lo metafísico, a lo infinito. Puedo decirle que, sin Dios, naufraga el sentido de la vida y que todo se vuelve anárquico...
—No le digas cosas complicadas, Esther. Ella está mal.
—¿Y qué le digo entonces?
—Una frase de esas que pertenecen a algún sabio...
—No es una frase. Pero tal vez a mamá le dé paz. Habla de las almas que descienden del cielo por una escalera que es retirada. Luego, desde arriba, llaman a las almas para que regresen. Entonces las almas saltan y se caen y vuelven a saltar hasta que, cansadas, abandonan. Pero las que saben que es posible lograrlo saltan y saltan hasta que Dios las toma en sus manos y las eleva a las alturas.
—¿Pero es que Dios tiene manos, Esther?
—Para el rabí de Kotsk tal vez, sí.
—A mamá le encantará esa historia.
—No es exactamente una historia, Vivian.
—Sea lo que fuere, Esther, suena lindo, mamá podría muy bien bordar ese tapiz: manos que surgen de una nube, una escalera de la que baja una niña y una viejita que salta para llegar hasta esa niñita que ella una vez fue.
—Sí, hermana —sollozó acariciándose el vientre—, suena lindo.