Capítulo XXXVI

A las siete y media de la mañana de un día domingo, Jaim le llevó el desayuno a la cama. Esther se sorprendió, siempre lo tomaban en familia y alrededor de las nueve.

—Desde ayer que te lo quería decir.

—¿¡Qué!? —se incorporó alarmada.

—Papá está grave. No querían preocuparme. Por lo que me contó mi hermana, es difícil que salga. Tengo que ir. Serán sólo unos días, por el trabajo en el hospital... Y porque no quiero dejarte por más tiempo.

—Te acompaño.

—Prefiero que te quedes estudiando, tu examen es la semana que viene. Nadie sabe bien cuánto durará, depende del enfermo y de tantas otras cosas que la ciencia no puede precisar... Me llevo a Lucy, sé que les daré una alegría. Saúl dice que te cuidará. Sabes cómo es Saúl.

—Sí. ¿Pero sabes cómo soy yo?

Jaim apartó la bandeja y la abrazó. Claro que sabía, por eso no quería alejarla de lo que ya tenía al alcance de la mano. Además, exponerla a un cuadro triste en su estado, y con lo triste que todavía estaba por la muerte de su abuela y la partida de Brenda. Ahora debía concentrarse en el estudio y en el bebé que iba a nacer. La besó y le dijo que Lucy la amaba como a su verdadera madre y él estaba loco por ella. Le preguntó si recordaba cuánto lo había asombrado enterarse de que una mujer podía llegar a ser rabina. Y ahora estaba orgulloso. Desde que compartían las actividades comunitarias se sentía como un chico que acaba de hacer Bar-Mitzvá y todos lo felicitan.

—¿Y si los abuelos piden que Lucy se quede con ellos? Según la Ley ella es católica como lo fue su madre y yo la educo como judía. ¿Y si la pusieran en mi contra? No me mires así, ya sé que son gente buena y quieren lo mejor para Lucy y que han venido aquí de visita y que jamás... Si me quitan la nena me muero, Jaim —comenzó a temblar.

La tomó de los hombros y la sacudió levemente:

—Razona, Esther. Lucy es nuestra hija y nadie va a quitárnosla. Lo veo venir desde antes: estás asustada. Es lógico que te atemorice el examen. Que te aprueben significa que ya eres rabina. Y saber no es lo mismo que tener que hacer. Recibirte de médico no te exime del pánico ante los primeros pacientes. “¿Y si alguno llegase a morir por mi incapacidad?”, me preguntaba. No te anticipes al acontecimiento, mi amor. Tendrás la casa a tu disposición. Sin ruidos ni horarios de comida y con un adorador dispuesto a complacerte en todo. Saúl ya me dijo que puedes contar con él las veinticuatro horas del día.

—Viejo traidor —sonrió—. Ahora confabulan a mis espaldas.

—Es que no queríamos arruinarte el shabat. Trabajaste tanto... La reunión y los platos estuvieron de primera. Los dejaron limpios. Alguien comentó, creo que fue Saúl, que el espíritu de la abuela Lina te había guiado en la cocina. Tu padre y tu tío habrán hecho una tregua antes de entrar porque reinó la armonía. Con decirte que hasta Elka se mostró simpática. Y tu madre miraba a Saúl con una ternura que jamás le vi antes. Lucy estuvo encantadora con todos, ¿no fue así?

Sí, había sido así. Pero Jaim no había tomado en cuenta el comentario que molestó a Esther.

—Estuve con la señora Perlman, tu ex vecina, ¿la recuerdas, Esther?

—Como para no recordarla, mamá.

—Esa buena señora me llevó a su sinagoga, la dirige un hombre santo, un gran rabino, gracias a ella, él me recibió. ¿Cómo no me dijiste Esther que todos resucitaremos?

—Te expliqué que era una mirada ortodoxa relacionada con la llegada del Mesías, mamá.

—Si lo dijiste, lo dijiste de otro modo, porque lo olvidé. Rabí Kaplan asegura que, con la llegada del Mesías, todos volveremos de la muerte con la edad que teníamos en ese momento, pero sanos. Y el Mesías llegará, me aseguró. La señora Perlman también es una santa, y cómo te quiere, Esther, me mostró el sombrero que le regalaste y me contó que la ayudaste a encarrilar a una hija. Se enteró de que estudias para rabina; según ella, está prohibido para las mujeres, pero igual te envía su bendición. Deberías ir alguna vez a visitar al rabino Kaplan, te será de mucha ayuda, hija.

—Pero mamá, si acabas de darme la opinión de la señora Perlman. ¿Le contaste al rabí que tu hija...?

—Sí, y se puso furioso, pero no fue contigo, porque yo le expliqué que eras muy estudiosa y muy buena, fue con los institutos rabínicos que ordenan mujeres...

Esther entonces se levantó de la mesa con la excusa de ir en busca de la última foto que había enviado Vivian de los chicos y desvió el tema.

Por último todos alentaron a León y a Sara a viajar a Canadá. “Qué mejor que un viaje para mejorar el ánimo, y si encima uno puede disfrutar de nietos tan hermosos a los que se ve poco...”

Jaim estaba feliz porque al comienzo de la comida sus suegros habían dicho que Lucy les alegraba la vida, que si no fuera por ella sería mucho más duro tener a los otros nietos lejos, y se sumó a las insistencias del resto de la familia: “Vayan, disfruten”.

—Sí, vamos a aprovechar ahora, que hay pocas ventas en el negocio, ¿qué te parece Israel?

—Brillante idea, hermano, que Dios los acompañe.

—Mañana mismo entonces llamaré a la agencia de viajes...

—Pero León, hay que esperar a que Esther dé el examen...

“Se pospuso”, iba a mentirles Esther, dolida por las palabras de su madre que, en cierto modo, adherían a las del rabino Kaplan. Pero dijo lo que ya había decidido:

—La ordenación la fijaré para después de que nazca el bebé. Los llamaré a lo de Vivian para contarles cómo me fue en el examen.

—¿Cómo te va a ir, hija? Bien. Siempre aprobaste tus exámenes —dijo León Fainberg, mirando a su hermano, cuyos hijos no habían seguido estudios universitarios—, abogada, morá —hizo un gesto con la mano—, ahora rabina. Junta títulos esta querida hija mía como otras chicas juntan flores en un parque.

Sí, como acababa de decir su marido, la comida estuvo riquísima, no hubo peleas, y Lucy fue una fiesta, con sus cantos y bailes infantiles, pero todavía le duraba el sentimiento de derrota. Para sus padres, ella obtendría una cartulina más para enmarcar. En realidad no aceptaban la idea de una mujer rabina y fingían alentarla para el examen con la esperanza de que, una vez cerrado el círculo, ella se olvidara de que estaba habilitada para el rabinato. Una casa, dos hijos y un marido que atender no es poca cosa, a lo mucho, ejercer como morá, ¿pero es que no alcanza con lo que gana James? Creía estar escuchándolos mientras terminaba su café.

—No comiste nada —Jaim señaló la bandeja.

—Me doy una ducha y desayunaremos en familia, como todos los domingos. ¿Lucy está enterada del viaje?

—Se lo diremos juntos.

—Me parece bien —dijo con fingida firmeza—. Si aquí es otoño, allí es primavera. Menos mal, así no tomará frío —bajó de la cama con pesada parsimonia, a la pobre gallina clueca la dejaban empollando sola. Tuvo vergüenza de su actitud inmadura y caminó con naturalidad. Ya en la puerta del baño le tiró un beso a su marido—. Todo irá bien, ya lo verás. Y perdóname.

Abrió las canillas al máximo.

Sus manos frotaban el casco con furia, como si tuviese costras que debiera arrancar del cuero cabelludo. Estaba furiosa con la circunstancia y consigo misma. “Dios puso a prueba a Abraham”, recordó. “¿La estaba poniendo a prueba a ella?” Sola antes del examen, para que supiese bien que en el púlpito, aunque tuviese una congregación escuchándola, estaría sola. Sola ante el Arca. Sola frente a la Torá. Sola ante sí misma y ante Dios. “Ser rabina, lo deseabas, ¿no?” Pues le faltaba poco. Rememoró su primera entrevista con el rabino Mayer y lo que él le preguntó antes de que se marchara de su oficina:

—¿Se ha propuesto estudiar en el seminario como una manera de demostrarle a su familia que ellos no saben ser judíos? —y sin esperar respuesta, enfatizó—: “Emet veemuná”. En la verdad y en la creencia, estimada señora, es donde se define el judaísmo. Pero si al acercarse a Emet, que es igual que acercarse a Dios, pues Él es la Verdad, uno pierde humildad y cambia el culto a Dios por el culto a uno mismo, se aleja de los preceptos: el compromiso del judío es con la Ley.

Los azulejos, el espejo, su ánimo, estaban empañados. Pero dentro de esa nube de vapor veía su situación más clara. Y regresó por un instante al departamento de Ramat Gan, el lugar antes habitado por el hijo de los Fest. Aquel soldado que no utilizó su arma y Fabián Abas que no concretó su amor, a pesar de que estaban enterrados en Israel, habían viajado con ella. Los muertos, grandes viajeros, solían sumarse al equipaje del que parte y éste recién se daba cuenta al desempacar. Y uno siempre estaba desempacando...