Capítulo XXV
COMO sabía que Shoshana exhibiría su anatomía con desenfado, Esther decidió sacar a relucir lo único llamativo que había traído a Israel, salvo la minifalda del avión: el enterito de pantalones cortos y tapado largo que estrenara aquella noche en que Bob y Phillippe se entretuvieron con June, la vampiresa, mientras ella y Debbie entablaban una amistad sin notar lo que sucedía delante de sus cándidos ojos.
Había refrescado pero no lo suficiente como para el abrigo y botas que completaban el conjunto y habían costado una fortuna. Entonces se puso unos zapatos de tacón alto y salió generando las miradas sorprendidas de los Fest que habían ido a la puerta para verla salir y desearle que lo pasara bien, el estudio es importante pero distraerse siempre es necesario, aseguró Pnina mientras contemplaba, con crítico disimulo, el audaz e inesperado atuendo de su inquilina.
Era igual que una fiesta sorpresa pero sin sorpresa, ya que Shoshana misma la había organizado. De todos modos, cada vez que abría la puerta daba grititos, saltaba como una niña y recibía el paquete como si se tratara de un trofeo duramente conquistado.
Esther, ante semejante alharaca, se sintió mal por no haber llevado regalo y le reprochó a Shoshana que no le hubiese dicho que era su cumpleaños, menos mal que le había preguntado a Pnina qué se estilaba llevar para un café y ella se ofreció a hacerle la torta de manzana que acaparó enseguida todos los cumplidos.
Desde jovencita supo explotar sus piernas torneadas, largas y sedosas: las miradas de los invitados le corroboraron, nuevamente, que hacía bien en lucirlas. Lástima que la indiscreta Shoshana interrumpió la muda admiración, exclamando:
—Díganme si no tiene unas piernas como para ser aseguradas. En el vuelo trastornó a todos los hombres con su minifalda, incluso a un ortodoxo que por poco la toca cuando resbaló junto a su asiento. —Después de esa introducción informal y de contar el episodio de la caída, hizo las presentaciones.
Cuando salió el tema de la actividad de cada uno en Israel, Esther sólo dijo que hacía un curso de Biblia con Nehama Leibowitz, pues ya todos se habían enterado de que era abogada y vivía en Nueva York. Pero Shoshana agregó, como quien lanza una bomba:
—¡Quiere ser rabina!
Un médico cardiólogo que, al igual que Esther, no conocía a la mayor parte de los presentes, preguntó:
—¿Es un chiste?
—Según como quieras tomarlo —respondió Esther con desdén.
—¿Fumas? —preguntó el novio de Shoshana para apaciguar los ánimos y le ofreció el atado de cigarrillos.
—No. Me enveneno solamente con las preguntas malintencionadas.
El implicado se llevó la mano al corazón y dijo:
—Me dará un infarto si no me perdonas.
—Te informo que ni siquiera fuiste original. En Israel, salvo Shoshana y el padre de una amiga, nadie sabe cuáles son mis planes para el futuro. Ahora —dio un vistazo a los presentes—, ustedes pueden sumarse a la burla de...
—Jaim Steiner —le tendió la mano, poniéndose de pie. Esther la tomó y largó una carcajada. Él quiso saber si había dicho algo gracioso y ella hizo un gesto de negación con la cabeza. No iba a comentarle que el apellido de su marido era Stern, que sonaba similar a Steiner. En Nueva York había quedado el lawyer “estrella”, y ahora se le aparecía el doctor “piedra”, que había venido a Israel para un curso de perfeccionamiento de seis meses en el Hadassah.
A Jaim Steiner, que hablaba una mezcla de mal hebreo con inglés de academia de idiomas para profesionales, se le notaba el esfuerzo por seguir la conversación. Esther se preguntó de dónde lo habrían sacado hasta que se enteró de que la nueva pareja de Shoshana, que también era médico en el Hadassa, había pedido llevar a la reunión a un compañero que estaba hacía poco en el país y sólo se trataba con la gente del hospital.
—El doctor es un bicho solitario, pobre —le comentó Shoshana en un aparte.
Ella se encogió de hombros, qué le importaba ese cuarentón de ojeras marcadas que se esforzaba por caerle simpático. Jaim Steiner quería saber dónde había aprendido ella tan bien el hebreo. Esther estaba por responderle cuando apareció Iaffa, íntima amiga de Shoshana (según se presentara a sí misma) con un tambaleante pastel con velitas.
Cantaron Cumpleaños feliz en hebreo e inglés y hasta le sumaron Porque es una buena compañera a todo pulmón. La homenajeada, antes de soplar, cerró los ojos y dijo suspirando que a ella tres deseos no le alcanzaban.
Para que el efecto de las velas encendidas fuera mayor, habían apagado luces que después no volverían a encender. Shoshana, de solero amarillo, larga cabellera oscura y boca pintada de rojo furioso, era el velón central en esa cabecera de efusividades ya que apenas su “íntima amiga” había asomado con la torta, comenzaron los envíos de besos con la mano a los amables, cariñosos, bellos y generosos amigos que la hacían tan dichosa en fecha tan importante.
Ioshua, la actual pareja de Shoshana, de torpeza agigantada por los casi dos metros de estatura y sus kilos de más, se abalanzó en la penumbra para darle un beso de felicitación a su enamorada, tiró una jarra y derramó el contenido. El desparramo hizo que todos colaboraran y se creó una familiaridad que hasta ese momento sólo existía entre los que ya eran amigos de antes.
Una vez finalizado el cambio de mantel y vajilla, Jaim Steiner se sentó junto a Esther y le dijo que era de Uruguay, un país pequeño de Sudamérica, donde no había rabinas, y que no tomara a mal su pregunta, pues como la dueña de casa era tan especial, él había pensado en una broma. Esther volvió a reír y él volvió a preguntar qué le resultaba gracioso.
—No haber descubierto tu acento —respondió ella en castellano—. Vengo de Nueva York, pero nací en Argentina. Mi vocabulario en la actualidad es un poco pobre, pero te resultará más comprensible que el hebreo cerrado que están hablando aquí. Creo que, salvo Shoshana y nosotros dos, el resto son sabras.
El edificio, situado en una calle comercial muy transitada, estaba mayormente ocupado por oficinas y Shoshana decía que por las noches era una ventaja, ya que casi no tenía vecinos que se quejasen si la música estaba a todo volumen o si el grupo de teatro se reunía a ensayar y, como si eso fuera poco, sólo a dos cuadras, el mar.
Cuando Iaffa comunicó con afectada solemnidad que ofrecería a pedido de su novio y de la homenajeada una exhibición de danzas árabes —Iaffa tenía su show en un hotel de la playa— todos corrieron sillas y tiraron cojines para ubicarse alrededor de la improvisada pista.
Un joven flaquísimo, que se había definido como comerciante por obligación y actor por vocación, tomó el fez que adornaba el perchero junto a otros gorros y sombreros exóticos para autoproclamarse con gestos amanerados, ya ubicado junto al carro de bebidas, el barman de la noche. El sabor del arak se ajustaría a Iaffa como anillo al dedo, anunció, haciendo un gesto obsceno con la mano que despertó risotadas.
Esther ya la había probado la bebida lechosa, fría, pero esa noche le pareció más aromático el anís, más frágil el cristal del vaso, más áspero el sabor que le encendió el paladar y las mejillas.
Sobre la mesita baja que estaba próxima al tocadiscos encendieron una lámpara; la pantalla era un entretejido de cuentas de vidrio tan rojas como la bombita eléctrica y los almohadones desparramados por el piso. El tapiz anaranjado, hecho un bollo para que no entorpeciera el desplazamiento de la odalisca; era un sol en la triste fórmica. Nadie se animaba a poner un pie en el circuito prefijado para la ceremonia del baile.
Iaffa se había ido a cambiar, seguida por Shoshana que, igual que propagandista de feria, prometió a los señores y señoras presentes una velada inolvidable por la módica suma de un aplauso y un beso.
Las parejas comenzaron a intercambiar mimos y a cuchichear. Es que la iluminación era escasa, infernal, y el aire olía a tabaco, a alcohol y a flores dulzonas, ya que Ioshua se había ocupado de engalanar la casa de su amada con los manojos silvestres que arrancara en el trayecto para sumarlos, desde su rendido y sincero corazón —tal como declaraba en la tarjeta— al costoso ramo de rosas que previamente hiciera llegar esa mañana con el florista.
La atmósfera creada y la espera transformaron el bullicioso departamento en un silencioso ámbito erótico. Los únicos en romper ese orden eran el barman, de minúsculo fez en la cabeza puntiaguda, que iba y venía alcanzando pedidos, ya que varios prefirieron otras mezclas al promocionado arak. El médico uruguayo y Esther, tiesos en sus sillas. Los méritos afrodisíacos que el barman le adjudicaba a cada brebaje representaban en sí una función teatral.
—Ioshua me advirtió que Shoshana tiene alma de torera —comentó por lo bajo Jaime Steiner a Esther, en la roja penumbra.
—Creo que no es por el color sino por la forma en que actúa con los toros —alargó la ese para que quedase claro que se refería a los hombres.
—Mi amigo Ioshua será toro por su tamaño, pero actúa con ella como perrito faldero. En el hospital, sin embargo, tiene a todos marcando el paso. Su ex mujer, también médica, es lo opuesto a Shoshana.
—¿Te refieres a lo físico?
—En todo. Callada, poco femenina...
La “muy femenina” agitó una campanilla e hizo su entrada triunfal: la galera y el bastón no tenían mucho que ver con su indumentaria ni con el espectáculo que presentó con intencional acento gutural, imitando tan bien el árabe que Jaime se acercó a la oreja de Esther para preguntarle si Shoshana lo hablaba, y Esther le respondió con una risita y un comentario acerca de la personalidad histriónica de la dueña de casa. Hubo un llamado a silencio y alguien sopló una corneta de cotillón, lo que provocó la carcajada general.
Entonces Shoshana hizo una bufonesca reverencia, tiró hacia el público la galera y el bastón, como si se tratara de un ramo de novia y propuso aplausos para recibir a la célebre Fairuz, inigualable estrella de la noche de Tel Aviv.
Ioshua, que contemplaba embobado a su Shoshana, puso el disco. Apenas la música comenzó a hacer oír su ululante ritmo apareció, descalza y entre velos, la monumental y carnosa Iaffa-Fairuz. El cinturón de monedas oscilaba bajo las órdenes de las caderas. La espalda iba hacia atrás para facilitar la exhibición de los pechos que al agitarse hacían sonar las láminas metálicas que festoneaban la base del corpiño. Las piernas largas, robustas, pero de tobillos finos seguían el ritmo, dando lucimiento al vientre. En el centro combo, el ombligo, adornado con una piedra, avanzaba, retrocedía, ondulaba, atrayendo hipnóticamente las miradas. Iaffa-Fairuz ahora era sólo un vientre que repetía a la perfección el vaivén de la cópula.
—Con este baile los jeques deben todavía hacerse falsas ilusiones, aunque sean viejos como momias —susurró Jaim Steiner, disimulando con el comentario su propia excitación y justificando la aproximación de sus labios a la atrayente cara vecina.
Esther llevaba el pelo recogido y él, con ojos de conocedor, cuando las luces todavía estaban encendidas, apreció la armonía de sus orejas y los aretes orientales que pendían de los lóbulos pequeños, estirándolos con su peso. También le quedó la imagen del cuello alto y la dominante boca pálida cuyo labio inferior ella, cuando algo parecía molestarla, mordía en un gesto apenas perceptible.
En la lengua le había quedado un pelo de Esther, se lo sacó y lo sostuvo unos segundos entre los dedos como si estuviera sosteniendo la esencia de esa mujer que le manifestaba una hostilidad contenida en sus buenos modales. ¿Cómo podría saber él que en los Estados Unidos había mujeres que estudiaban para rabina?
Odiaba el cigarrillo y allí, salvo Esther, todos fumaban, en especial Ioshua, al que él le había dicho que, como cardiólogo, debería conocer los riesgos del tabaco. En realidad, si no fuera por la que estaba sentada a su derecha ya se habría retirado de la reunión. Después de meses de soledad, era más tóxica la algarabía humana que la humareda.
La odalisca ahora aceptaba con mohines y envíos de besos el billete que, con bromas, le ponían entre los pechos. Se había bebido mucho y los hombres, enardecidos por Iaffa-Fairuz que les revolvía el pelo y les sacudía la grupa en las narices, comenzaron a bailar alrededor de ella. Celosas, las mujeres se sumaron al desenfreno. Todos trataban de copiar los movimientos de la experta que se sacudía cada vez más, alentándolos ahora con un agudo y escalofriante sonido tribal.
“Se golpea rítmicamente la lengua contra el paladar”, le había explicado una anciana vecina marroquí a Esther cuando ella quiso saber por qué las mujeres hacían ese ruido raro en bodas y Bar-Mitzvá. “Así se espantan los malos espíritus y se convoca a la alegría, hija mía. También gritamos en los velorios, pero ése es un aullido lastimero, Dios nos libre. La costumbre no sé dónde nace pero mi abuela me la pasó a mí y yo a mis hijas y nietas.” Hizo vibrar su lengua en la rosa cavidad desdentada y agregó, sentenciosa: “Ustedes, los ashkenazis, sólo lloran o ríen. Y el llanto y la risa no son suficiente desahogo. Hay que gritar, Esther, el grito libera el alma y la deja volar”.
El grito que expulsaba Iaffa-Fairuz venía de las entrepiernas de las mujeres abandonadas en los harenes. Esther levantó fantasiosas carpas saturadas por olores a cuerpos que acceden al agua sólo después del agobio dí semanas en la arena. No había Hollywood ni Rodolfo Valentino ni caballos blancos en las inmediaciones de esa tienda construida por su nuevo mundo imaginario en el que también habitaba una mujer golem. ¿Era muda la pesadilla o allí también gritaba el viento? Desierto. Deseo. ¿El grito del placer sería capaz de espantar al ángel de la muerte? Dan Fest, recordó con pena, gritaba en la marca sepultada debajo del objeto druso y los tíos y la primita, asesinados en Auschwitz, gritaban en el violín de papá. Y cómo gritaba dentro de ella la doblemente silenciada Regina Jonas y el silencioso rencor por el engaño de Bob y por el propio. Entonces se dijo a sí misma: “No te engañes más, Esther, no tienes hombre. Y lo anhelas”. “Rítmicamente actúa la lengua, anímate, es sólo un diapasón dentro de la boca, hazlo funcionar.”
Esther tragó saliva y lágrimas y se puso de pie. Miró hacia los costados como buscando algo, y cerró los puños con evidente desaliento.
—¿Necesitas algo? —para no responderle a ese uruguayo que no la dejaba en paz, se encogió de hombros—. A mí también me falta el aire aquí, Esther. ¿Y si salimos a dar una vuelta?
Como no dijo sí ni no, Jaime Steiner la tomó del brazo con decisión y la condujo hacia la puerta.
—Mi cartera —susurró ella.
—Encontrarla ahora va a ser complicado. Dentro de un rato volvemos a buscarla —señaló hacia la pista—. Ni se van a dar cuenta de que nos fuimos.
En la puerta del edificio comentaron lo simpáticos y generosos que fueron Shoshana y Ioshua al invitarlos. Él no quería pasar por desagradecido, pero después de su vida calma en Jerusalén, haber desembarcado bruscamente en pleno vértigo de Tel Aviv lo había mareado. Ella calcó el comentario de él, sólo que cambió Jerusalén por Ramat Gan, pasando por alto sus idas diarias a Tel Aviv pues tocar el tema de sus clases de Torá implicaría prestarse a un nuevo interrogatorio. Las personas alejadas de la práctica religiosa solían experimentar una curiosidad a veces malsana y ella no estaba dispuesta a alimentarla.
Se había autodefinido agnóstico sin que ella se lo preguntase, pero en él no había ánimo de descalificar a las personas de fe, ya se lo había aclarado junto a las excusas. Esther, muy susceptible por no haberse atrevido a ser una más en la pista, se arrepintió de haber dejado su silla como si estuviera electrificada.
—¿Y si volvemos? —preguntó.
—La noche está hermosa, sería una pena —dijo él bajando el cordón y ofreciéndole una mano. Esther también bajó, pero sin responder a esa mano que, como avergonzada, buscó el refugio del bolsillo—. Soy a la antigua, ofrezco el brazo y el lado de la pared a las mujeres. Los norteamericanos son diferentes, ¿no?
—Según —respondió—, están los formales y los otros.
—¿Y cuál prefieres?
Esther como respuesta señaló la luna llena.
—Sería una pena, Esther, no acercarnos a la playa. La luna sobre el mar debe ser un espectáculo.
—Falta Shoshana para que lo anuncie —imitó su voz gutural—: “No se pierdan, señoras y señores, la estela lunar sobre el Mediterráneo. Pasen y vean”.
De mejor humor aceptó que él la tomara del brazo.
—En la sala de cuidados intensivos en la que trabajo no hay día ni noche. Disfruto tanto de este momento. Jerusalén es una ciudad única pero ahí no tengo mar. En Montevideo recorría a pie todo el largo de la costanera. Es el Río de la Plata, ¿sabes?, pero ya se anticipa el mar.
—De chica estuve en Pocitos, donde teníamos familiares, lo sé por comentarios de mis padres pero creo que de esa visita sólo guardo imágenes confusas del hidroavión y de mi miedo.
—Tienes el aspecto de haber sido una niña miedosa —dijo él, sospechando que en el futuro ella aprendería a leer aquello que él guardaba en su cabeza.
¿Cuánto hacía que no tomaba entre sus brazos a alguien erguido, tibio, desafiante? Su vida parecía estar signada por tubos de oxígeno, respiradores artificiales, camas ortopédicas, sondas, tubos de suero, monitores... ¿La noche clara? ¿La alegría? Comenzó a silbar un tango.
—En casa papá escuchaba a Gardel. Mamá decía que las letras la ponían triste. Y mi hermana y yo pedíamos que mejor pusieran algo moderno.
—¿Y les hacían caso?
—Sí.
—La dulce tiranía de los hijos.
Esther percibió algo distinto en ese comentario. No sólo por el tono de la voz, sino por el temblor que le transmitió la mano que le sujetaba el brazo. Pasaron dos autos, uno tocó bocina y alguien que estaba caminando hizo un saludo. Cruzaron la calle en silencio.
Esther se sacó los zapatos antes de pisar la arena. Despojada de sus tacones comprobó que él le llevaba una cabeza. Los pies desnudos le trajeron veraneos en la playa, amoríos de adolescente, juegos escolares. Se le condensó la infancia en las piernas cuando comenzó a correr, tal vez para alejarse de ese hombre que hablaba con la serenidad intensa del que va a testificar y teme equivocarse. Él la seguía sin perder su ritmo calmo, como si disfrutara de la distancia que le permitía contemplarla a gusto.
Esther se detuvo junto a una construcción, seguramente un depósito, para aquietar los latidos después de la carrera. Era todo tan abierto y sin límites, que hasta el horizonte parecía haber perdido su línea. En el fulgor, Esther vio el candelabro encendido; hizo el movimiento ritual y rezó.
¿Ella, que ansiaba ser rabina, estaba diciendo la oración cuando el sábado ya había pasado? “Sunday, Baby”, dijo dentro de ella la voz burlona de Bob complaciéndose como siempre en evidenciarle sus errores. Apartó la visión de Bob; incluso la de Jaim, que había decidido dejarla disfrutar en soledad.
A su espalda, más allá de la costanera, se levantaban los grandes hoteles y los ojos curiosos de sus ventanales y terrazas. Allí, turistas de todo el mundo venían a desayunarse con platos que huelen y saben a mesas familiares y a personas y épocas que sólo el recuerdo puede resucitar. Sí. En los grandes hoteles había pequeñas personas como ella que llegaban en busca de un pasado que engrandece. ¿Y si fuera hasta el hotel confortable y lujoso donde un montón de norteamericanos bebían cócteles con canapés de salmón y caviar? ¿Qué hacía ahí, hambrienta y dormida? Pero resultaba mucho más lejano el hotel que las estrellas y la luna. Si entrase al agua, pensó por un segundo, y caminara por la estela luminosa, tendría el cielo a sus pies. Se arrepintió de su delirio y agradeció a Dios por haberle dado ese paisaje, esa brisa...
Primero creyó que era el rumor de las olas rompiendo en la orilla, pero enseguida vio el bulto al costado de la construcción y se llevó la mano a la boca, para sofocar el grito.
Jaim, que estaba a pocos pasos, mirándola, vio que ella retrocedía, como espantada.
—¿Qué sucede?
—Hay una pareja desnuda.
—¿Muerta?
—Haciendo el amor. Me sorprendí —aclaró, para que no la creyese tonta.
—Buen lugar. Qué se iban a imaginar que iba a llegar una visitante inoportuna —dijo, tomándola por la cintura y acercándola a su flanco.
Conmocionada por la visión de los amantes, se dejó estrechar y hasta propició el beso al levantar la cara. Pero así como antes sintió concentrarse en ella la libertad de la infancia, ahora la culpa adulta la hizo protestar.
—No está bien. Ni siquiera me preguntaste si soy soltera.
—¿Hacía falta?
—Sí.
—¿Eres soltera?
—No.
—Yo tampoco —Jaim notó el enojo en la cara de Esther y entonces decidió tirarle su angustia sin miramientos—: Mi situación es una mixtura entre casado y viudo. Hace diez meses Cristina se internó para tener a nuestro primer hijo. Le aplicaron mal una anestesia innecesaria y, desde ese momento, permanece en estado vegetativo —hablaba como si estuviera dando un parte médico.
Esther había adoptado el papel de la pariente que escucha con desesperada impotencia y hace la pregunta tonta:
—¿Está internada desde entonces?
—Sólo en un hospital existen los medios... Hemos hecho consultas con los mejores profesionales. Por ahora, nada alentador.
—¿Y el bebé? —la voz se le ahogó por los remordimientos: no debió ser tan ruda con él después de haber sido cómplice del beso, se dijo, pensando también en sus hijos no nacidos, en su diagnosticada fertilidad aún estéril...
—Durante seis meses estuve con la beba en casa de mis padres. Mi suegra repartía su jornada entre Cristina que, por supuesto, ni se daba cuenta de que íbamos a verla, y su nieta. Por las noches, cuando cerraba el negocio, llegaba mi suegro. Éramos cinco adultos desesperados consolándonos con una recién nacida. Viví tres meses sin saber si estaba peor en el hospital, incluyendo entre los enfermos a mi esposa, aunque la atendían otros, o en casa de mis padres. Finalmente decidí volver a mi departamento con mi hija. A pesar de que contraté a una niñera, mi madre y mi suegra se alternaban en el cuidado. A veces el desasosiego me llevaba junto a Cristina. Le preguntaba qué hacer, sabiendo que no me oía. La respuesta infelizmente no vino de ella, que ni siquiera mueve un dedo, sino de un colega que sabía de la posibilidad de hacer un curso de perfeccionamiento en un hospital de Jerusalén. Presenté mis antecedentes y fui aprobado. Primero pensé que lo hacía por Lucía, pero enseguida comprendí que, a pesar de mi amor por Cristina y la nena, la situación me resultaba insoportable.
—Necesito un café —dijo Esther.
—Creo que pasamos uno al venir. Ojalá todavía esté abierto.
Iban de la mano. Jaim seguía contándole su drama como si se hubiese abierto en él una exclusa. Así como ella no le hablaba a nadie de su deseo de ser rabina, para no despertar reacciones en contra, él no hablaba de su vida privada para no generar lástima o críticas, porque finalmente había dejado a cuatro personas mayores a cargo de una mujer en estado de coma y una criatura de meses.
Se había levantado viento. Esther tuvo un escalofrío y Jaim le rodeó los hombros. Él aún no le había preguntado por su marido y ella trataba febrilmente de resumir en su cabeza todas aquellas situaciones que, después de lo que acababa de escuchar, le resultaban frívolas y egoístas.
Era grato recorrer el trayecto con ese hombre pausado que hablaba de circunstancias terribles sin alterar el tono de voz. También sus modales parecían medidos, como si temiera despertar con un ademán brusco el volcán dormido. ¿Cómo eran sus ojos? En la reunión, mientras hubo luz, le prestó poca atención y después, sentados uno junto al otro, él fue un retrato de perfil, que, cada tanto, se acercaba para hacerle un comentario.
Aspiró la pureza del aire y le vino a la memoria su padre, diciendo: “El agua fría me hace mal, Sara, pero a mi cuerpo le hace falta yodo”. Y mamá, respondiéndole: “¿En qué quedamos, querido, el mar te hace mal o te hace bien?” ¿En qué quedamos, Esther, Jaim te hace mal o te hace bien? Cobijada por el abrazo de ese hombre que recién estaba conociendo, tuvo añoranzas de una vida doméstica: la típica casita de la verja blanca, el marido cortando el césped, unos niños corriendo bajo la luz clara del sol y un pastel asándose en el horno. Tenía el cuadro completo, pero ella no pudo verse. Ensayó pensarse en la cocina, leyendo en una mecedora, volviendo de las compras o del trabajo, bañando a los niños... pero descartó la postal del american way of life, pues las historias de Jaim Steiner y de Esther Fainberg (todavía de Stern) no encajaban en el idílico cuadro. De pronto él se detuvo y con la mano repasó el contorno de la cara de Esther, sus facciones, como si no hubiesen llegado ya a la luz de los faroles. Con la palma en el cuello, sujetándole la base de la cara, la miró. Ahí ella vio que sus ojos eran almendrados y de un color poco nítido, claros para ser marrones y oscuros para ser verdes.
—Nunca conocí a una mujer tan segura de lo que desea alcanzar. Tienes la apostura de una reina. Tu marido te habrá dicho que eres hermosa.
—No debiste convocarlo.
—Tienes razón. Perdóname.
—Ya me pediste perdón sin motivo. La que debo ser perdonada soy yo. Oculto que quiero ser rabina porque debo estudiar mucho y no sé si lograré ordenarme. No te dije que soy casada porque mi marido me engaña con otra mujer y como se opone a mis estudios religiosos, supongo que en cualquier momento me pedirá el divorcio. Como verás, yo también huí. Mi curso en Israel, como el tuyo, Jaim, tiene un comienzo y un cierre.
—Por ahora, estamos aquí. Por contrato, me quedan dos meses.
—A mí me falta un poco más.
—También nos falta tomar nuestro café.
Él habría deseado mantener al margen su pasado, pero se inmiscuía porque todavía estaba vivo. Lo mismo debía de sucederle a Esther, pensó, contemplándola. Ella se acababa de quejar de que el viento le había alborotado el peinado y trataba con los brazos en alto, en una posición que destacaba sus formas deseables, de fijar las hebillas en los mechones rebeldes. Finalmente se dio por vencida, agitó su cabellera para acomodarla y comentó, coqueta:
—Debo parecer una bruja.
—Por lo hechicera, tal vez.
—In that small café... —canturreó Esther.
—The park across the way —continuó Jaim—. De chico escuché esa canción cientos de veces. Mis padres son fanáticos de Al Jolson. Creo que vimos todas sus películas. Mamá siempre lloraba y papá, indefectiblemente, le prestaba su pañuelo. Como hijo menor siempre fui muy pegado. ¿Puedes imaginar que viajaban a Buenos Aires sólo por ver a actores famosos como Buloff, Ben Ami, Licht? Había una cantante con vocecita chillona, Molly Picon, que me exasperaba. Un día dije basta. Ahora sé que eran buenos actores, pero estaba cansado del idish y de la mentalidad de gueto. Al Jolson representaba para mí lo universal. Era otra cosa.
—Jamás fui al teatro idish. Mi idish está relacionado con la comida, las festividades y los chistes. Eso sí, con Al Jolson coincidimos jóvenes y viejos. Él resume en sí los conflictos del alma judía. Hijo de un cantor de sinagoga, termina cantando jazz y alcanza fama y dinero. El éxito lo exime de haberse asimilado; hasta los de mentalidad de gueto no se atrevieron a descalificarlo. Un judío que se destaca y entra en el gran mundo, aunque su logro sea individual, será tomado como bandera. Todos somos un poco Al Jolson, Einstein, Sabin, Yehudi Menujin, Sara Bernhardt... Amo a Al Jolson, aunque no esté de moda. Amo sus canciones y cómo las dice —empezó a tararear—. ¿Recuerdas la letra?
—Te la recito en castellano porque me avergüenza mi inglés. Creo que él le dice que la esperará en ese pequeño café todos los días, que la verá aun cuando no esté...
—Es muy romántica. Me fascinan las canciones románticas.
—Y a mí las mujeres románticas porque en cierto modo son old-fashioned y yo soy un poco a la antigua. ¿Será porque me acerco a los cuarenta? Iba para solterón cuando me casé con Cristina. Ella, metida en la pediatría en cuerpo y alma, también había dejado pasar los años. La pobre —movió la cabeza a los lados— temía que la criatura naciera con problemas porque ella era mayor para primeriza —bajó la mirada—. Ayer hubiese festejado los cuarenta y uno —bebió del café que acababan de traer como queriendo tragar de una sola vez toda su pena—. Uh, quema, cuidado. Acostumbro tomarlo tibio.
—Y a mí me gusta que queme. Está perfecto. Pero estabas hablando...
—De Lucía. Nació bien. Es linda, vivaz... Me siento horrible por haberla dejado. Cuando regrese no me va a conocer.
Lo vio tan desamparado que comenzó a cantarle por lo bajo la canción del pequeño café. A Jaim se le enturbiaron los ojos. De color miel, descubrió Esther en ese momento. “Y su piel es lisa como la de un jovencito. La nariz grande no desentona con el resto de las facciones. Buena boca y buenos dientes”, pensó avergonzada de estar evaluándolo como si fuese un animal a la venta. Pero aunque se negaba a reconocerlo, la complacía haber sido besada por esa boca de severos labios apretados que se distendían con ternura en la sonrisa. Jaim Steiner no era exactamente un buen mozo pero, como diría la abuela Lina: “Se ve por el aspecto que es un doctor”. Debbie le había comentado una vez que los hombres que viven entre el Hudson y Central Park son engreídos, que ella, a pesar de haber nacido en Boston, no tenía esas ínfulas. “Este hombre, querida Debbie, es hijo de un sastre y nació en una ciudad pequeña de Sudamérica. Nada que ver con los engreídos Phillippe Berman y Robert Stern. No. Nada que ver, se dijo cavilando que no era lo mismo engañar a Bob con alguien que se le asemejara.” Ella hacía tiempo que se había quitado de encima el lastre de las apariencias. Antes se empeñaba en llevar una vida contraria a sus sueños, pero ahora los buscaba. En algún lado había leído que el aventurero sueña que vuelve a casa, y el sedentario, que emprende un viaje heroico hacia un país lejano. En realidad, desde pequeña había sentido atracción por las historias de aventuras aunque tuviesen un final trágico. Mientras Bob hablaba de su trabajo en el Hadassah, ella veía los pasillos del hospital, las salas de cuidados intensivos y las de espera, los quirófanos y consultorios, como un gran desierto helado. Entonces vino a su memoria un cuento de Jack London que de chica la había impresionado mucho. Se trataba de un hombre que camina sobre el Yukón a pesar de que le han advertido que con temperaturas tan bajas no se debe andar solo. Va pensando en lo bien que estará más tarde, comiendo algo caliente bajo techo, cuando pisa la superficie aparentemente sólida y se hunde. Logra salir pero sabe que está condenado a muerte si no enciende un fuego. Todo se confabula en su contra: cae nieve sobre la fogata y la apaga, después no logra tomar los fósforos con las manos ya rígidas... Finalmente se da por vencido y se entrega al sueño, que llega dulce, con las imágenes del encuentro con sus compañeros. Aún tenía presente la admiración que le despertó ese personaje a pesar de que no había obedecido las advertencias del baquiano. ¿Por qué justo en ese momento evocaba esa historia terrible? Jaim, rozándole la mejilla, la arrancó de su pregunta con la suya:
—¿Estás molesta por lo que acabo de contarte?
—Te parecerá loco y poco amable pero mientras me hablabas de tu jornada en el hospital, me vino a la cabeza un cuento de Jack London en el que un hombre muere congelado porque no logra encender el fuego. Perdóname, siempre los hospitales me parecieron de hielo y me fui imaginariamente a Alaska.
—¡Alaska! ¡Jack London! De chico me tragaba todos sus libros. Creo que el cuento que mencionaste se llama “Encender un fuego” —cambió el tono de voz para agregar—: Y es lo que has hecho justamente en mí, Esther: encender un fuego.
Esther hizo un ademán y un gesto con la boca como queriendo significar que lo último era un chiste. Y lo pasó por alto cuando el hilo de la conversación retornó.
—Mi distracción es una falta de respeto. Tal vez intentaba evitar tu historia trágica pero paradójicamente entré en otra. El cuento de London era una especie de representación macabra de... —se dio una palmada en la cabeza— ay, ¿cómo puedo hacer para que no se entrometa?
—Deja que tu cabecita trabaje, no la censures. Creí que habías puesto esa cara porque te estaba contando que mis suegros, antes de que yo me fuera a Israel, llevaron a un cura para que le dé a Cristina la extremaunción. Son creyentes y dicen que hay que dejarla ir con Dios, que es egoísta retenerla. Después del último informe médico muchos colegas opinaron lo mismo. Pero me resisto a firmar la autorización. La ciencia evoluciona y nadie sabe si mañana... ¿Qué opinas?
—Me siento incapaz —se echó hacia atrás un mechón que le tapaba un ojo y suspiró—. Un gran pensador dijo que la santidad de la vida significa que el hombre es un socio no soberano, que la vida es una prenda que tenemos en depósito, no una propiedad, que existir como ser humano equivale a colaborar con lo divino...
—Entonces estás de acuerdo con los padres de Cristina.
—No dije precisamente eso. Los padres son católicos y actúan según su fe. Desconozco cuál es tu posición.
—Fui criado dentro del judaísmo. Mis padres y los de Cristina no estaban felices con nuestra boda. Pero creo que como éramos grandes y con perfil de solterones, se habrán dicho: “Mejor eso que nada”. ¡Pobres viejos, ahora los cuatro son uno solo! Se apoyan mutuamente de tal modo que a veces me hace pensar dónde estaban las diferencias que apocalípticamente nos anunciaban hasta unos días antes de la ceremonia civil, porque como te imaginarás no hubo sacerdote ni rabino. Creo en la necesidad de un Estado Judío: abuelos y tíos han muerto en la Shoá. Pero nunca sentí la necesidad de una religión.
—Ya que eres sionista, te cuento que también Tehodor Herzl después de su Bar-Mitzvá perdió contacto con el hebreo y con el judaísmo, incluso en su época de estudiante universitario pensó que el único camino para ser aceptado era la asimilación. Pero todo cambió cuando leyó el libro de un tal Düring, El pueblo judío como problema de raza, moral y cultura.
Esther interrumpió su discurso al recordar su afán por demostrarle a Abas que no sólo los ortodoxos sabían de religión y se disculpó con Jaim por aburrirlo con una lección de historia.
—Por favor.
Cubrió las manos de ella, que estaban apoyadas en el mantel con las de él, de dedos largos rematados por uñas cuadrangulares cortadas al ras. Esther experimentó el suave peso que le aligeraba el espíritu y le preguntó si en serio quería que continuase.
Él había sido un gran lector en su adolescencia pero la medicina después lo capturó. Cuando podía le robaba a la especialidad, que le exigía una permanente actualización, algunas horas para la literatura, el cine, la música... Jaim se perdió en la descripción de su época de estudiante universitario en la que el centro de su vida era el título de médico; después de dos hermanas mayores, que devinieron en amas de casa al casarse, las expectativas familiares estaban puestas en él. Pero como la dicha nunca es completa, fue el único de los tres hijos que optó por el matrimonio mixto.
—Estoy convencida —lo interrumpió Esther— de que, de unirme a los Stern, terminaré mimetizándose con ellos.
A medida que Esther hablaba se le endurecía la expresión. Jaim comprobó que hasta sus hermosos ojos se habían vuelto hoscos, turbios. Entonces le tocó la cabeza:
—Déjala descansar de desagradables asuntos personales. En el taller de mi padre había un retrato de Herzl. Yo era chico cuando me dijo: “un profeta moderno, un gran visionario”. No pregunté más y no supe más.
—¿En serio que no te parezco una tonta maestra que te toma por alumno?
—Respeto tu inteligencia, tus conocimientos. Si dejaras de mostrarte ante mí tal como eres, comenzaría a perderte.
—¿Cómo puedes perder lo que aún no tienes?
—Todo se confabula aquí: el pequeño café, el mar, Jack London, la canción de Al Jolson, los amantes de la playa que nos abrieron la puerta para el beso...
—Menos mal que la romántica era yo.
—Por favor, señora romántica, ¿me puede explicar por qué no debo ser un judío asimilado?
—Esa conclusión la debe sacar usted mismo, doctor romántico asimilado, mi misión no es evangelizadora ni usted es el salvaje al que venía a salvar la Iglesia a través del martirio, en caso de desobediencia. Usted es libre. Pero como ahora ha dispuesto encadenarse a mi relato, continúo: Theodor Herzl no se destacó como abogado —aunque fue aceptado en el foro de Viena— sino como escritor y periodista. Y fue designado corresponsal en París por uno de los más importantes diarios de Viena. Esa situación de privilegio le permitía acceder a todos los círculos. Y fue allí donde palpó de cerca el antisemitismo. El caso Dreyfus fue la gota que rebalsó la copa. ¡Mueran los judíos!, pedía la civilizada Francia por las calles. Poco después Herzl comenzaría a llevar un diario al que llamó “La cuestión judía”. Muchos se burlaban de su causa, diciéndole que se estaba convirtiendo en un personaje trágico y ridículo. Ya previamente Herzl había acudido al barón de Hirsch para presentarle un proyecto cuya idea central era convocar a un congreso de notables judíos para discutir la emigración a un Estado Judío soberano.
—Hasta ahora no hablaste de religión. Y si el tema es que todos los judíos del mundo debemos instalarnos en Israel, que yo sepa, tus proyectos están en los Estados Unidos. Nosotros, como muchísimos judíos, vivimos en la Diáspora.
—No considero que vivamos en la Diáspora. Eso era antes de Israel. ¿Acaso italianos, españoles, rusos, irlandeses, no dejaron sus países de origen en busca de otros horizontes? Ya no están los del “Juden raus” ni debemos poner la religión que profesamos en nuestros documentos. Leí un artículo muy interesante sobre los “judíos voluntarios”. Ahora uno elige ser judío. Tienes opción de cambiar el apellido y no hablar de tus orígenes. Incluso hay apellidos poco identificables. Es sencillo, entras en ámbitos judíos sin mencionar tu religión, actúas igual que el resto, hasta puedes optar por convertirte o declararte ateo... Antes era imposible, Hitler investigaba hasta la quinta generación. Y previo al nazismo tuviste las delicias de la Inquisición, que ya tuvo sus adelantados, uno de ellos el despótico rey Sisebuto que en el año 613 exigió que todos los judíos de España fueran bautizados. ¿De dónde proviene la familia de tu mujer?
—De España.
—Ahí tienes, es posible que por sus venas corra sangre judía y ni está enterada. Pero al que está conforme después de siglos, para qué perturbarlo. Yo opino que hoy por hoy no tenemos otro remedio, como decía Sartre, que ser libres. A propósito de Sartre: él afirmaba que el antisemita, si no existiera el judío, lo habría inventado. Parece un pensamiento absurdo pero no lo es, ya que hay una gran cantidad de personas que prefieren ignorar sus culpas endilgándoselas al prójimo. Eso de “ama a tu prójimo como a ti mismo”, que está en la Torá, después reaparece en la Biblia cristiana. Claro que es algo digno de copiar. Pero la cuestión es hacer carne ese sentimiento. Y mal lo puedes poner en práctica si usas la técnica inquisitorial para degradar al ser humano hasta el punto de, por medio del tormento, obligarlo a negar quién es para salvar su vida. Por lo tanto, en nuestra época, y a través de las enseñanzas que nos dejaron siglos de discriminación, podemos detenernos a reflexionar con calma y tiempo acerca de la manera de incorporar lo aprendido y sufrido: uno, reivindicándolo; dos, negándolo.
Indudablemente tenía encanto la abogadita. Jaime la aplaudió diciéndose que en la seguridad demostrada por Esther había un destello de incapacidad para transmitir lo verdaderamente importante. Le sentaba bien ese tono encendido de fiscal en la corte. La fiscal Esther acusaba a la historia. Él la había seguido con cierta compasión, ya que ningún problema se suele solucionar con la facilidad imaginada. Los pasos muchas veces llevan a las personas a sitios impredecibles y uno termina haciendo y diciendo cosas que parecen pertenecer a otro. Pero no dijo nada de lo que estaba pensando sino que la felicitó.
—Estuviste brillante —en su tono había un dejo de sarcasmo—, hablaste como una abogada.
—¿Nunca hablas como médico? —le preguntó con idéntico tono.
—Los médicos no solemos ser buenos oradores. Claro que hay excepciones. Nuestro lenguaje es tan específicamente científico que resulta poco aplicable fuera de los ámbitos académicos. Incluso cada vez más los profesionales intentamos traducirles a nuestros pacientes y a sus familias aquello que dicho con palabras técnicas los asustaría y confundiría. Llenar una ficha, hacer una historia clínica tiene un lenguaje. Hablar con las personas que recurren a uno, otro.
—Entiendo. Pero yo no habría sido tan enfática si no me hubieses pedido que siguiera con Herzl y con el tema de la asimilación.
—El de la asimilación es mucho más complejo, me gustaría que avanzaras más. De chico, me plantaba delante de su retrato sin atreverme a hacerle preguntas a mi padre que pedaleaba en la Singer.
—Trataré de resumírtelo, si te interesan los detalles puedo facilitarte material.
—Buena excusa para volverte a ver —miró el reloj—. ¿Pedimos otro café? Arriba deben haber comenzado las improvisaciones teatrales de los otros invitados. Y la humareda debe ya ser incendio. Según Ioshua, salvo él, en el grupo de Shoshana el que no canta, recita, hace sketches humorísticos, baila, pinta... Ya me advirtió que las fiestas son hasta muy tarde.
—Pero mañana tengo que ir a clase...
—Y yo, al hospital. Pero estamos tan bien en este small café. Mira —señaló hacia fuera—, las palmeras tienen los pelos parados, ese ómnibus lleva gente dormida y nosotros estamos aquí —le clavó los ojos— juntos.
—Si quieres el final de la historia de Herzl, debes pagar —hizo un mohín malicioso.
—Estoy dispuesto a cualquier cosa.
—En lo de Shoshana apenas si probé bocado.
Jaim hizo una seña al que se había parapetado detrás del mostrador con la radio portátil pegada a la oreja y se preguntó si para enamorarse es conveniente dejar espacios del otro sin conocer. ¿Quién era en verdad Esther? ¿La mundana abogada en su piso en Nueva York, la estudiante que alquila un cuarto en Ramat Gan y quiere ser rabina o simplemente una muchachita romántica que todavía no ha encontrado a su hombre? Quizás el deseo que sentía en ese momento por ella era el del instante en que se descorcha una botella de champán, y nada más. Se la veía tan burbujeante a pesar de su envarado discurso... Por ahora le bastaba entrar en ella por los intersticios de sus obsesiones. Además Theodor Herzl era una figura a la que siempre había admirado y saber más de él por boca de alguien que quisiera llevarse a la cama, no era por ahora decepcionante. Ambos necesitaban dejar actuar la vida que los tenía aprisionados hasta que les fuera aflojando las cadenas.
No había muchas opciones en ese lugar, y tuvieron que conformarse con bagels que a esa hora estaban duros, y unas galletas con amapola. A los bagels los untaron con queso crema. Comían y hablaban de los sitios por visitar. Planearon ir juntos al Museo del Libro y a Iad Vashem. Él la invitó a conocer el Hadassah. Ella le dijo que a la cafetería, sí iría, pero que donde circulan los enfermos, no. Y siguió contándole de cuando Herzl fue a ver al káiser y tuvo que enfrentarse con los prejuicios antisemitas de Guillermo II y sus funcionarios que, en parte, veían conveniente trasladar a “ciertos elementos” a Palestina.
—¿Dónde está enterrado?
—Desde 1949, en Israel. No puedo creerlo, vives en Jerusalén y no has visitado el Monte Herzl.
—Te estuve esperando.
—Ay, me parece que te haces el tonto. ¿Acaso no asomas la nariz de tu cueva?
—Trabajo hasta tarde en el hospital. Y hay días que tengo guardia de veinticuatro horas. Cuando salgo doy una vuelta para estirar las piernas y comer algo. Diariamente me comunico con Montevideo...
Para romper el clima creado por su agenda diaria, Jaim se puso a silbar. Y enseguida le dijo que los pequeños cafés están hechos para los solitarios y para los enamorados y que ellos eran las dos cosas. Esther se rió. ¿Cómo podía hablar de enamorados si recién se conocían y no eran libres?
El mozo detuvo en la puerta a una pareja.
—Estamos por cerrar —les informó.
Esther y Jaim se miraron. ¿Serán los de la playa?
—No queda nadie —le comentó a Jaim por lo bajo—. Si no nos vamos, nos echan.
Ahora había algunas nubes y tuvieron que esperar hasta que volvió a aparecer la luna.
Ambos sabían que hubiesen deseado ser la pareja de la playa y no dos personas con complicaciones y trabas.