Capítulo XV
ESTHER venía del centro aturdida por ruidos de neumáticos, de sirenas, de bocinas, de voces que ofrecen gorros de lana, guantes, de motores que perforan el asfalto...
Pensar que ayer muy temprano se había citado con Brenda, a pesar del frío, e hicieron caminando todo el puente de Brooklyn y desde ahí admiraron la ciudad con ojos de turista y se rieron como dos adolescentes en vacaciones. Pero el día de hoy, con su torbellino, había barrido la energía generada por aquel paseo.
Estaba cursando Comercial and Corporate Law, y debía hacer una práctica jurídica en oficinas públicas: odiaba esa colmena de ficheros, carpetas, libros de cuentas, clasificadores, teléfonos, máquinas, vasos de plástico, bidones de agua; odiaba el ejército de secretarias y jefes vestidos en liquidaciones de casas de marca, las hipócritas consignas de convivencia, las frases hechas para solicitar favores, la rígida distribución de tareas, el tiempo acelerado, la competencia, los baños compartidos; odiaba el olor a desinfectante y desodorante de ambiente mezclándose con el de perfumes, after shaves, colonias, jabones; la cafetera, propiciadora de intrigas y chismorreos. Odiaba y se odiaba por tener que cumplir con materias que no le interesaban, por el imprescindible título universitario para acceder al rabinato, por su falibilidad humana que la llevaba a soñar con abandonar todo y dedicarse a dormir, comer, ir al cine...
Pero la exigente Esther disfrutaba al comprobar, martirizándose, que no estaba hecha para el trabajo en una oficina y que el título de abogada era un medio. Y se complacía, al final de su impiadosa jornada, de su pensamiento nietzscheano pues, según algunos estudiosos, la filosofía de Nietzsche es la crítica extrema a un mundo que se derrumba. Y ella anhelaba la caída de esa construcción de derecho comercial, corporaciones, práctica jurídica, para levantar nuevamente dentro de sí la fe que había sido calificada como “revolución en la concepción humana del mundo”. Mientras tanto, embutida en su abrigo, se deshumanizaba, se deshilachaba y arrastraba sus jirones en el viento helado.
Cuánto hubiera deseado Esther Fainberg de Stern abandonar la Comercial and Corporate Law para adentrarse en el gran código del derecho talmúdico, la Mishneh Torah. La aproximación al Código de Maimónides le había mostrado una clara organización de la ley hebrea y una admirable flexibilidad de criterio: “La ley ritual le ha sido dada al hombre y no el hombre a la ley ritual... a fin de hacer volver a las multitudes a la religión y salvarlas de la indiferencia religiosa...”
Esther iba pensando en lo que Maimónides proponía en el siglo XII, y se preguntaba, ocho siglos después, si acaso el progresismo judío no partía de esa idea. Sus cavilaciones la habían llevado hasta el ascensor sin notar que, detrás, avanzaba la señora Perlman, con el sombrero verde que ella comprara un año atrás en Canal Street y le había regalado para reemplazar el viejo.
—Qué gusto, señora Stern, justo hoy estuve hablando de usted. El mohel que le hizo el brist a su sobrino es mi cuñado. ¿Cómo está el íngale?
—Bien, gracias. Acaba de cumplir dos meses. Tal vez vengan de visita a fin de diciembre.
—¿Para Jánuca? ¡Es una fiesta tan hermosa!
Esther sabía que la intención de Vivian era estar con su familia en Año Nuevo. La medianoche del 31 la solían festejar en la lejana Buenos Aires, en la casa de una vecina que tenía un patio enorme, y les había quedado el hábito del brindis y la nostalgia por la noche cálida, a cielo abierto. Incluso en Israel habían buscado compatriotas con quienes alzar la copa en Sylvester, como lo llamaban allí. Por eso Viv, a pesar de que no era fácil trasladarse con el bebé en pleno invierno, estaba planificando la visita. Pero como Jánuca caía cerca de esa fecha, dijo: “Sí, señora Perlman, para Jánuca estarán aquí”. Además la señora Perlman no entendería que le dieran importancia a otro comienzo de año que no fuera Rosh Hashaná. ¿Y a ella, metida hasta el cuello en la religión judía sí le importaba el 31 de diciembre? Se hizo esta pregunta mientras asentía con un desganado movimiento de cabeza a la insistencia de la señora Perlman, “porque esta vez no puede decirme que no, querida, un té y una pequeña charla, me la debe, ¿se acuerda?” Como para no acordarse, las pocas veces que se la había cruzado, desde aquella vez que la encontró con el vitral, le proponía entrar unos minutos, por favor, a su departamento.
Hay sitios en los que los objetos aparentan salir del marco que los contiene. Los cristaleros, barrocos por el contenido y no por el diseño, capturaban su mirada curiosa y huidiza, que iba de las cosas a la señora Perlman, que tenía un brillo de embriaguez en los ojos castaños. Esther señaló la vasija de cobre con piedras.
—Mi mamá tiene la misma. La compró en Jerusalén.
—Lo que más me gusta de viajar es traer recuerdos. Mire, querida —señaló un ángulo del que pendía un vitral similar al que le regalara Brenda—, lo traje del último viaje que hicimos todos juntos a Israel. Hadassa —se le llenaron los ojos de lágrimas—, así se llama mi hija, la que se parece a usted. Y justamente en la sinagoga del hospital Hadassa es donde están los vitrales de Chagall.
Le pidió unos segundos para ir a buscar el té, “siempre está preparado, sólo falta echarle agua hirviendo”. Esther le echó otro vistazo al lugar y se sintió un objeto más. Pensó que en su camino al rabinato encontraría a muchas señoras Perlman y que lo que rechazaba en ella era una zona oscura de sí misma que intentaba negar. Y recordó haber leído que los hebreos reconocerían los costados luminosos y oscuros de Dios —su naturaleza airada y su naturaleza misericordiosa— mientras que el Dios cristiano, al expresar que es la Luz, busca apartarse del Diablo, su hermano oscuro, su sombra... Intento vano, razonó. ¿Como judía, entonces, debía aprender a convivir con las dos Evas, con las dos caras, con su parte sombría y su parte luminosa? Brenda, al notar sus tires y aflojes con la religión y con su vida familiar y afectiva, le había regalado una postal con la cita de un poeta sufí: “Si todavía no has visto al diablo mira tu propio yo”, y le había dicho que no pusiera esa cara, que las enseñanzas místicas no consideran que el diablo sea algo independiente sino parte de nuestra sombra interior. Esther se había burlado de su profesora de hebreo que saltaba graciosamente de la Biblia al hinduismo, pero ahora, en esa sala invadida de elementos judíos, veía otras salas y otros tiempos. Aquellas madres no usaban peluca ni tenían la cabeza cubierta, pero en sus casas se respiraba un aire similar: añejo, melancólico.
La señora Perlman desplegó un mantelito bordado a mano con dos servilletas haciendo juego y dijo:
—Disculpe, querida, si no la atiendo como se merece.
—Pero esto es demasiado —protestó, ya risueña.
Después de una ligera charla sobre el vecindario y las familias respectivas, confortada por el té y los dulces caseros, la paciencia de Esther se había fortalecido. Por eso, cuando la señora Perlman volvió con una foto que, según dijo, tenía escondida entre las sábanas, se dispuso a escuchar la historia por la que, estaba segura, la habían invitado.
—La menor, la mimada, fíjese, mi querida: nariz chiquita, ojos claros, rulos... Una muñeca, igual que usted.
Esther no veía tal parecido. Ambas eran rubias, de pelo ondulado y facciones regulares, pero la adolescente de la foto tenía tanto que ver con ella como la actriz Jennifer Jones, morena y de pómulos marcados, con su hermana Viv. Había infinidad de personas calvas y bajas y, sin embargo, nadie las confundía entre sí. Era evidente que la señora Perlman esperaba que no la desmintiera, entonces hizo un gesto ambiguo que, por supuesto, fue tomado por afirmativo y comentó:
—Todos sus hijos son lindos, señora Perlman. Estuve mirando las fotos —Esther indicó el aparador en el que se acumulaban portarretratos.
—Gracias, mi querida, ojalá Ashem le dé también a usted hijos sanos y buenos. Mi Hadassa era un ángel. ¡Cómo cantaba en hebreo y en idish! Si la hubiese escuchado, me habría dicho lo que todos: un pajarito. Mi marido es un buen padre y un buen esposo. Cuida la tradición y sólo pide que sus hijos sean buenos judíos, ¿es mucho pedir? Los mayores nunca se apartaron de nuestras leyes, ¿de dónde entonces esta hija mía sacó la idea de ser cantante? Yo le voy a decir de dónde, de las malas compañías. Cuando la descubrimos, le dimos la oportunidad de pedir perdón y arrepentirse. Hace poco llamó desde San Francisco, viene de gira y quiere vernos. ¿Cómo se lo digo a su padre?
Más tarde Esther intentaría recordar esa expresión desolada y se avergonzaría de su comentario frívolo:
—Al Jolson cantaba jazz.
—Al Jolson era hombre, querida. Y los hombres pueden ir por el mundo sin familia. Pero una mujer sin familia es nadie —lloriqueó—. ¿Qué será de ella y de sus hijos, si los tiene?
Su lamento en idish parecía salir de una generación entera de mujeres. Esther las imaginó arrinconadas, suplicantes, temerosas. Avalanchas de heroínas bíblicas iban cayendo sobre su cabeza, aturdida por los argumentos medievales de la señora Perlman. ¿Acaso la mujer judía no estuvo presente cuando Ioshúa leyó la Torá al pueblo de Israel y no estuvieron bailando y cantando junto a los hombres cuando el rey David llevó a Jerusalén el Arca de la Alianza y acaso no consultaban a los profetas y recibían a sus guerreros con festivas alabanzas? Ellas participaban de los actos sociales y religiosos y de las actividades económicas; en el libro de Ruth, Naomi se dispone a vender tierras, y en Samuel una mujer sabia es enviada al rey David para convencerlo de levantar una proscripción, y otra apela ante él para salvar la vida de su esposo...
—“Las mujeres en la santidad del hogar”, siempre aconsejaba mi marido. Y yo lo respeté al pie de la letra. ¿Entonces qué eslabón de la cadena estaba podrido, explíqueme querida, para que nos sucediera tamaña desgracia?
—Cada hombre está compuesto de cielo y tierra, señora Perlman. Y donde dice hombre se puede leer mujer. ¿Por qué pretender entonces que su hija sea el ángel que ustedes pretenden? Hadassa ha elegido una profesión que a ustedes no los conforma, a mis padres tampoco los entusiasma que quiera ser rabina.
La señora Perlman se llevó una mano a la boca, como queriendo callar lo que estaba por decir. Entonces Esther se le adelantó:
—En mi familia creen que seré abogada y maestra de hebreo. Una morá es algo de qué enorgullecerse, ¿verdad? Pero una rabina resulta inaceptable. Quiero decirle, sin que se ofenda, que la condición de la mujer en tiempos de la Biblia era digna: juezas, profetisas, heroínas...
—El padre ya hizo shives por Hadassa —dijo con un sollozo y preguntándose, atemorizada: “¿una mujer puede ser rabina?”
Esther imaginó a su vecino sentado en una silla baja, cumpliendo durante siete días el ritual de duelo. Delante de ella tenía el retrato de una adolescente de aspecto manso que había sido dada por muerta por oponerse a la voluntad paterna, igual que en el pasado. Y se remontó a la historia judía, plagada de rebeliones: la que erróneamente creía Saúl que estaba urdiendo David, y la verdadera que debió enfrentar David de su hijo Joab y la que frenó Salomón, temiendo que su hermano Adonijah fuera su rival. Muertes. Traiciones. Guerras. Así se hacían los reinos. Contempló a su alrededor y no vio palacio ni trono, sólo una madre encogida en su angustia. Se arrepintió de su sermón y de su soberbia, entonces dijo:
—¿Usted tiene el teléfono de su hija? ¿Quiere que la llame?