Capítulo XVIII

EN el mismo instante en que Esther los vio en los asientos centrales del avión, cuchicheantes, oscuros, tuvo el presentimiento de que a pesar de su rechazo, tarde o temprano, tendría que relacionarse con alguno de ellos.

Desde su lugar junto a la ventanilla, cada tanto levantaba la vista del libro y les echaba un vistazo como el alumno poco aplicado que en vacaciones mira el intimidante edificio de la escuela. Entonces recitó para sí palabras aprendidas y se dijo que, al ser una persona ética en la búsqueda activa del bien, no tenía por qué pensarse menos judía que esos señores de bucles rituales y ojos huidizos.

La muchacha que estaba a su lado formaba parte, por suerte, de esa clase de pasajeros que usan los medios de transporte para dormir. Esther, de a ratos, se figuraba que sólo ella y el oleaje negro que capturaba su involuntaria mirada iban hacia el mismo destino y que, al igual que la señora Perlman, los ortodoxos tenderían sus redes hasta atraparla. ¿Acaso no había ido, en un acto de tzedaká, al hotel en el que se hospedaban Hadassa y el grupo de música del que formaba parte para alentar el acercamiento, aunque estaba en desacuerdo con la actitud rígida de los Perlman? ¡Vaya componedora de entuertos ajenos que no consigue componer los propios! Ridículamente quijotesca en su atalaya voladora, pensó en su familia, molinos de viento que dejaba atrás, y en los hombres de barba y cabeza cubierta a los que debería desafiar con la débil armadura de sus conocimientos. Voluntad no le faltaba y cuanto más duro le resultase el aprendizaje, más tendría que esforzar su intelecto para acceder a la espiritualidad y la moralidad a las que ella aspiraba. Pensó en las leyes de la Torá y en Nehama Leibowitz como en la montaña de sabiduría que ella debería escalar. Desde el pie de su asiento, sujeta aún por el cinturón que habían recomendado ajustar hacía tiempo pero que el panel apagado volvía innecesario, contempló la desafiante cumbre interna de leyes y tuvo el deseo incontrolable de vaciar su vejiga. Despertaría a la que amenazaba caerle encima, fastidiándola con su respiración de niña y plácida expresión; que también ella se diese cuenta, al fin, de que un avión era un sitio inestable y peligroso.

Al avanzar por la estrechez del pasillo sus ojos no pudieron evitar el encuentro con ese bloque austero que ocupaba dos líneas de asientos centrales. Se había propuesto no desafiarlos con la demanda celeste de su mirada que, sin embargo, se paseó impertinente sobre los que parecían ignorar a la rubia de cabellera alborotada y falda corta. Tal vez fuese su primita asesinada en Auschwitz la que les gritaba en silencio: “Mírenme, a mí y a mis padres nos mataron por compartir con ustedes un ideal, un sistema ético, ¡mírenme!” Porque ella, Esther, habría deseado ser invisible o no tener insultantes esfínteres, bastante sufrían ya las mujeres con la sangre menstrual, usada de excusa por los varones para apartarlas injustamente de muchos preceptos. Experimentó la sensación de estar caminando, desnuda, tambaleante, en medio de una luminosidad que encandila.

En el minúsculo recinto, al lavarse las manos, su cara en el espejo la espantó. ¿Era la luz artificial, el cansancio o la incertidumbre? Las ojeras, autónomas, le reprochaban la hipocresía. Entonces apareció la cama matrimonial, la furia apasionada de los cuerpos... Fue una lucha hasta el amanecer, y si bien no quedó en ella una señal visible e intentó borrar con la interminable ducha temprana el indeleble rastro de su hombre, él la acompañaba en el vuelo.

Apoyada en el lavabo, lloró, porque ahí, entre cielo y tierra, volvía a estar en la galería superior del templo ortodoxo, lejos de la superioridad masculina que permite la cercanía con el oficiante y lejos aún de su propia revolución personal y del ansiado púlpito. Sus ojeras le decían que, mientras tanto, era sólo una mujer que añoraba aquello que su mente intentaba eliminar.

Y culpó a la sombría complicidad de los religiosos por haberla arrinconado en sus fantasmas. Aspiraba a otro modo de amar, a una práctica del judaísmo más racional y acorde a los tiempos modernos... Aspiraba. ¿Y si se convirtiese en una eterna aspirante?

Cuando oyó los nudillos en la puerta, se enjuagó la cara y abrió, haciéndose a un lado para que pasase la mujerona de rodete que mascullaba algo sobre los que se demoran, desconsiderados, en el baño. No tenía ánimo ni para la réplica, sólo le clavó su enojo mudo, lloroso, en el entrecejo.

Ahora otra vez las indiferentes barbas le marcarían la frontera, enturbiando aún más el panorama de sus vaivenes emocionales. ¿Y si tomara ese viaje como unas vacaciones? El avión estaba lleno de despreocupados turistas, de fervientes peregrinos, de esperanzados familiares, hasta había visto en el aeropuerto a unos jóvenes que hacían aliá con la predisposición entusiasta de los patriotas, reflejada en las canciones, en los llantos, en las sonrisas y exclamaciones. Había algo alborotador y a la vez nostálgico en esas chicas y chicos que, abrazados como soldados que parten a la guerra, eran vistos anticipadamente como héroes por los que habían ido a despedirlos. Imaginó buscadores de oro, visionarios, exploradores, andinistas, místicos, pero no pudo imaginarse a sí misma. Y se preguntó por qué sus livianos sueños habían sucumbido bajo la carga del miedo. Era como si ella aún desease estar en casa, preparándose para ir a H.U.C., donde el aprendizaje ofrecía el previsible sosiego del trajín cotidiano. La proximidad del seminario dictado por la experta en Biblia la hacía retrotraerse al día en que su pequeña mano se refugió en la de su madre: ella, la menor de los Fainberg, iba a ingresar a la primaria, donde ya reinaba con menos conflictos su hermana mayor. Caminaba sin mirar a los costados, la vista al frente, “de frente, march, alumnas”, como en aquella lejanísima infancia de su primer grado en la Escuela Presidente Quintana. ¿Qué hacía en el aire la nena a quien la directora acababa de retar al salir del baño?

Su metro sesenta y cinco, alargado por sus tacones, cayó sin que Esther opusiera resistencia, como si ansiara el suelo real, no el mentiroso suelo del avión. Disculpas pedía la operística mamá del nene que había dejado el juguete en el camino.

Por un instante la mirada de Esther se cruzó con la del que estaba sentado en la punta, habría jurado que en ese mínimo lapso hubo en el hombre, de oculta juventud, por actitud y vestimenta, el resplandor de un ademán solidario. Ya de pie, avergonzada, calmó a la madre que reprendía al hijo y buscó su lugar junto a la ventanilla, como el enfermo su cama.

La muchacha, al darle paso, le hizo un comentario risueño acerca de lo ridículo de las caídas. Esther pensó si la estaría calificando de ridícula, pero decidió aplacar su manía persecutoria y se dispuso a la charla.

Cuando vio a la mamá del nene, Esther se figuró nuevas excusas, pero la mujer sólo venía a traerle el aro que le entregara recién ese señor. Dijo “señor” con titubeos, y señaló al que, a pesar de la despectiva inercia grupal, se había atrevido a engendrar un gesto y una mirada solidaria. El pendiente de gitana, que tanto fastidiaba a Bob, finalmente se impuso. Y se figuró, de mejor ánimo, la escena: algo que brillaba junto al zapatón negro, la espalda que se doblaba, la mano que, electrizada, tomaba el objeto cargado de sensualidad femenina.

—Le pidió a mi hijo que se lo trajera, pero quién sabe, parece que son rabinos o algo así y el nene se asustó...

Esther contempló el perfil: nariz recta, frente amplia, barba espesa y algo sombrío se le instaló en el estómago. Buenas espaldas erguidas, no como esos enjutos y encorvados alumnos de Ieshivá, que parecen cortados por una vacilante tijera, pensó, levantando la mano a modo de saludo, aunque él no estaba mirándola. Ya tenía la excusa, se dijo, para en otra ida al baño, darle las gracias. Podría utilizar el que estaba en el extremo del pasillo contrario y de ese modo, al regresar, lo tendría de frente. Apartó sus juegos mentales y se dedicó a revolver en su bolso.

Gracias al bochinche de carros, bandejas e inestables botellas y vasos, e incluso al episodio de la caída, que propiciara el intercambio de palabras entre pasajeros, el avión se había vuelto menos inhóspito. Si hasta el café no le resultó feo a pesar de estar tibio.

Shoshana Feldman, viajera frecuente a su Nueva York natal, y según ella actriz no muy presente todavía en las principales carteleras israelíes pero ya con auspiciosas ofertas, comenzaba a resultarle una compañía agradable e instructiva. Apenas se enteró para qué iba Esther a Israel, largó una carcajada.

—No me digas que con tu aspecto...

Le costó seguir las razones de Esther pero finalmente entendió que no formaba parte de lo que ella detestaba.

—Perdóname, pero estoy harta de la represión religiosa —confesó—. ¿Qué hay de malo en el judaísmo laico? Con mis amigos, el último Iom Kippur, nos pusimos a comer sándwiches en la vereda, como una forma de desafío. De chica, en Brooklyn, hasta ayunaba, pero crecí y me di cuenta de que lo que hacen los ortodoxos es una especie de monopolio y me uní a un grupo de la Shomer que iba a recolectar naranjas. En el kibutz trabajé en el establo, en la cocina, y hasta soporté, sin quejas, el encierro del lavadero. Pero a ésos —miró en dirección a las hileras centrales— no los soporto.

De pronto Esther se encontró argumentando acerca de la diversidad, y esgrimió, como ejemplo, a la señora Perlman, que finalmente había logrado que su marido, aunque con ciertos requisitos, aceptara en la casa de tanto en tanto a la hija rebelde.

Shoshana, que tenía aspecto y gestos de sabra a pesar de haber nacido en los Estados Unidos, le hizo un mohín burlón y se acomodó el escote por el que se asomaban unos pechos tan libres de sostén como la que, a los treinta años, ya había convivido con tres parejas. De la primera tenía una niña que pasaba parte del tiempo en el kibutz, con el padre y su medio hermano, y parte en Tel Aviv, con su madre que actualmente se encontraba gozando de su soltería. No se había casado nunca, aclaró, porque el único casamiento válido en Israel era el religioso, y estaba convencida de haber hecho lo correcto. “Imagínate, tres divorcios”, y lanzó una risa sonora que hizo dar vuelta a la mujer que sólo había enderezado su asiento a la hora de comer y que otra vez descansaba su humanidad en las rodillas de Shoshana.

—No todos los religiosos son iguales —intentó convencerla—. El que recogió mi aro, cuando estaba incorporándome, iba a ayudarme.

—Pero no te ayudó.

—Quizá porque estaba con los otros. Uno de mis profesores decía que en grupo son duros porque necesitan ser aprobados por sus iguales y que se ablandan cuando están solos. La mayoría, en eso estoy de acuerdo, son inflexibles. Pero los más inteligentes dudan. Y es en la duda donde hay que acercárseles.

Tuvo la sospecha de que estaba defendiendo a uno solo, y que en ese uno apoyaba ella su propia incertidumbre. Porque así como Shoshana los creía lunáticos, hubo quienes en su entorno habían opinado de ella de manera similar: “Rabina, ¿cómo se te ocurrió semejante disparate?” Si hasta la actriz vocacional se había tomado la confianza de preguntarle por qué no aprovechaba mejor su viaje para conocer y divertirse, nada que ver el Israel de hacía dos décadas con el de ahora: vida nocturna, playas concurridísimas y una cultura pujante y renovadora. ¿A qué encerrarse con la tal Nehama Leibowitz si en las callecitas dé Jerusalén se encuentra la Biblia a cada paso? Israel es Biblia, allí la historia brota de la tierra como las calaniot: en Beit Alfa han encontrado un piso de mosaico que perteneció a una sinagoga del siglo VI, y en Capernaum, Bar-Am, Nirim, Gadera...

—Esther, si no has ido nunca a Masada, ¿por qué buscas en las frías palabras de un libro lo que tienes caliente y al alcance de la mano? En Ashkelon hay ruinas fenicias, y en el norte, romanas... Tengo un amigo antropólogo que llega hasta el corazón de nuestro pasado sin necesidad..., y si quieres...

La interrumpió con un gesto:

—Estoy segura, Shoshana, de que tu amigo no anda paseándose con pico y pala a la buena de Dios. Primero investigó. Eso es lo que voy a hacer yo, estudiar primero, y después excavaré en mí misma.

—Me suena a convertirse en objeto y no en sujeto.

—Demasiado psicológico para mí —ironizó Esther—. Por ahora sólo soy una abogada que no ejerce y está por recibirse de morá. No puedes desconocer, Shoshana, que hubo judíos que se dispusieron a morir por el Talmud.

Recordó la declaración del rabino Ijiel ante la reina Blanca en el 1200: “Nuestros cuerpos están en su poder pero no nuestras almas”, pero se lo guardó. Ya la habían criticado por sus frecuentes citas. La peor fue la de Bob: “Te pareces a esos políticos ignorantes que apelan a sentencias ajenas para aparentar sabiduría”.

Shoshana intentó desviar la conversación del tema religioso, sin saber que enseguida iba a volver a él.

—¿Sabes, Esther, que mi aliá coincidió con el juicio a Eichmann? Ese hombre, encerrado en una cabina transparente, se escudaba detrás de la frase: “Cumplía órdenes”. Según él las víctimas también habían cumplido órdenes al subir a los trenes y entrar en las cámaras de gas, ya que no se habían resistido. “¿Por qué miles de hombres no arrollaron a un centenar de captores?”, preguntaba a los testigos. Los cuestionamientos buscaban igualar al especialista en asuntos judíos del Reich con aquellos que habían sido privados hasta de la posibilidad de reaccionar... ¿De qué les sirvieron los rezos a tus judíos piadosos, Esther? ¿Qué utilidad sacaron los sumisos de su sumisión? ¿Dejarse matar por el Talmud? ¿Por qué mejor no matar en defensa del Talmud? ¿No había posibilidad de esconder un arma y llevarse a la tumba al victimario? Así, tal vez, matando a un asesino salvabas a otro judío de ser asesinado. Mil veces elegiría la muerte de los rebeldes del gueto de Varsovia, por lo menos ellos se cargaron a unos cuantos antes de ser abatidos.

La vehemencia de Shoshana Feldman por un instante dejó a Esther sin respuesta, pero enseguida supo qué retrucarle, aunque en algunos puntos estaba de acuerdo. Ella también era lo suficientemente adulta como para haber sentido, en los comienzos de los sesenta, la repercusión en Nueva York de aquel juicio y condena que todavía dejaba oír su eco en debates públicos y en reuniones de amigos.

—Eichmann fue capturado en Argentina, mi país de nacimiento. Allí tengo familiares con los que todavía mantenemos un vínculo fuerte. Recuerdo que en casa no se hablaba de otra cosa. Mis abuelos paternos, un tío, su mujer y su hijita formaron parte de esos “corderos”, según tu visión personal. Pero yo concuerdo con los que opinan que siglos de expulsiones, asesinatos en masa y degradaciones infinitas dejan secuelas espantosas. Hay un condicionamiento trágico en ese descenso de los judíos europeos al infierno nazi... Los judíos que se refugiaban en los bosques o en las alcantarillas, los que devolvieron los golpes qué hubiesen opinado de Leo Beack quien, para no agregarles mayores penurias a sus representados, evitaba decirles cuál era el verdadero destino que los aguardaba. Y qué de Regina Jonas, la primera rabina en el mundo, que en Theresienstadt ayudó al famoso psicólogo Víctor Frankl construyendo un servicio de intervención de crisis. Regina Jonas recibía los trenes para confortar a los que llegaban en estado de desesperación. Tal vez impugnarás el enmascaramiento de la situación real, pero de no haber sido así, muchos se habrían dejado morir antes de que la mano ejecutora lo decidiese, y habría sido menor el número de los liberados. Una vez escuché decir al marido de mi abuela, un viejo sobreviviente del que jamás oí una queja, que haberse sujetado a la evocación del brindis familiar, “por la vida”, en las horas de desasosiego máximo le permitió sobrevivir. Los judíos, a pesar de una cadena de persecuciones, siempre festejaron seguir viviendo. Estamos habituados a transitar por la cuerda floja. No hace tanto que cualquier gobernante o vecino podía romper con un edicto o con una calumnia ese frágil equilibrio. Creo haber leído que los que cuestionan a los seis millones de víctimas por su supuesta pasividad les niegan con el simple cuestionamiento lo único que les quedaba después de que todo les fuera arrebatado: su destino. Bundistas, socialistas, sionistas lucharon por sus ideales. Pero antes de ellos también hubo luchadores, sabios, artistas, no fuimos solamente un pueblo de pastores... Cada uno libra su propia guerra, créeme, Shoshana. Y la Biblia, que te resulta innecesaria, es fundamental para encontrarle un sentido a la vida y a la muerte. ¿Puedes imaginar algo más conmovedor que un poeta enterrando su poema en un campo de exterminio? Katzenelson sabe que lo asesinarán, igual que a su mujer y a sus hijos, pero al enterrar la botella con un manuscrito en idish, nos está diciendo que en la noche más cerrada se puede encontrar la luz —suspiró—. Perdona mi perorata.

Shoshana acarició su colgante de piedra verde y la contempló en silencio unos minutos antes de decir:

—Si fueras rabina, terminarías convirtiéndome.

—¿De qué conversión me estás hablando? ¿Eres Rose o Shoshana?

—En Nueva York sigo siendo Rose. No juegues conmigo, Esther, Shoshana es la traducción de Rose al hebreo. Los ateos como yo, si entran a una sinagoga, es porque hay alguien o algo que los ha estimulado —insistió con dulzura—. En serio, tu emoción me contagia. Cuando llegues a rabina, avísame —sacó una tarjeta con sus datos en hebreo e inglés—, pero mejor no esperar tanto. En cuanto te aburras de tus compañeros de estudio y de los textos sagrados, llámame. Te guiaré por sitios que tus reprimidas relaciones nunca recorrerían.

Shoshana se agachó para sacar de su bolso una petaca.

—Es slivovitza, unos tragos y después duermes como un recién nacido.

Esther aceptó el desafío y bebió sin respirar, intentando repetir el gesto que viera en su infancia, en los hombres mayores de la familia. Pero no hubo copita de cristal ni previas cebollas ni arenques ni ajíes picantes ni esa exhalación placentera heredada de ancestros que, en el rigor del invierno europeo, recurrían al alivio del samovar y de las bebidas blancas, sino una tos desagradable y un fuego que pareció enquistarse en el esófago durante unos minutos. Enseguida le surgió una risa liviana y aceptó el segundo convite, el que según experiencia de Shoshana le brindaría la posibilidad del sueño.

Esther contemplaba la agresiva belleza de Shoshana, lamentando que el alcohol a ella no le hubiese ofrecido todavía ni siquiera un cabeceo reparador. Giró hacia la ventanilla; sus incansables pensamientos se columpiaban como niños traviesos, ida y vuelta, cada vez más alto, hasta estallar en sus sienes. Le dio frío. Iba a bajar su falda demasiado corta, cuando imaginó el cuadro de sus desenfadadas piernas allí, en el piso del angosto pasillo. Ahora recordó que en la caída lo primero que hizo fue tirar del ruedo para cubrirse. ¿Habría exhibido su intimidad de encaje rosa, aquella que decidiera no llevar y a la que apeló porque estaba, ahí, en el baño, donde la había puesto a secar la noche anterior? Pensó en la olvidada entre sábanas revueltas y en Bob. Se lo figuró tomando la mínima prenda y se preguntó si la habría hecho un bollo junto a la ropa de cama para enviarla al lavadero o si su destino fue el cesto de desperdicios. En vez de preparar su espíritu, se reprochó, repasando mentalmente aquellos textos religiosos que escuchara y leyera con fruición, estaba reptando obscenamente por su dormitorio, buscando a aquel que sabía cómo dejarla vacía de ideas, laxa. Envidió por un momento fugaz a los hombres de negro que aparentaban estar rezando, incluso cuando hablaban entre ellos. La asaltaron, entonces, aquellas páginas de El judío de los salmos en las que el hombre piadoso abandona a su mujer y a sus hijos pequeños por seguir al rabino de quien es devoto. ¿Qué éxito espiritual puede haber cuando la esposa abandonada muere en la pobreza y los niños quedan desprotegidos? Contempló la luminosidad del ala que irrumpía en la negrura nocturna y asoció esa impertinencia con sus cavilaciones. Ella anhelaba el oscuro sopor del sueño, la transparencia del olvido, la levedad de la meditación... Pero el ala de acero, ahí, del otro lado de la ventanilla, con su inquietante ojo de fuego parecía decirle: “Abandonaste tu hogar”. Bajó el párpado de la ventanilla y los de ella. Afuera quedaba la certeza de que estaba volando. Mejor aferrarse a la idea de que iba en auto por una carretera conocida. En cualquier momento de hartazgo podría descender y treparse a un taburete. Apoyada en el mostrador, miraría el ir y venir de la camarera: “Un café y una danish, por favor”. Somnolienta echaría un vistazo a su alrededor: conductores de camiones, automovilistas, gente cansada, como ella, que se tomaba un pequeño recreo antes de seguir camino. Cómo fatigan los largos trayectos: las piernas se entumecen, la boca es una pasta maloliente, el cuello y los hombros adquieren rigidez de perchero y ni hablar de la espalda y la cintura que anhelan la horizontalidad, el contacto fresco de las sábanas, el peso de las cobijas, el refugio fragante de la almohada...

La alfombra de hojas tenía la persistencia seca, dorada, del otoño. Era Esther la que empuñaba la escoba pero con el aspecto de Regina Jonas: igual abrigo, igual boina, igual pasión en los ojos. Especie de réplica femenina del rabino que la vigilaba desde el vano de la puerta de la sinagoga. Barría crac-crac, y empujaba hacia un rincón del patio el nuevo montón al que después él prendería fuego. El humo se sumaría entonces a los rezos y ascendería en letras del alfabeto hebreo. Y vuelta Esther al barrido. Las hojas se arremolinaban a su alrededor. Quería protestar, decirle al custodio de la apartada sinagoga que estaba muerta de cansancio, pero el intento de protesta sólo era un movimiento de labios como aquel de Roni Muñoz, el compañero de secundaria. Crujían las hojas bajo sus plantas y crujía la memoria, trayendo otros otoños que también comenzaban a deshojarse en el patio cuadrangular en cuyo centro había un árbol enorme. La escoba pesaba cada vez más en ese estanque de follaje marchito, plac, plac, sonaban las gotas gordas, precediendo la tormenta. Pero ni en el peor vendaval ella estaba autorizada a abandonar su tarea. Barría día y noche. Y él rezaba día y noche. Y día y noche le ordenaba continuar, porque la pureza del alma de Esther debía ser tal como la de ese patio, y mientras quedaran rastros de suciedad, ella no podría ser purificada. Y él no tomaría mujer impura le había dicho, corroborando sus palabras con esos ojos de almendra que ahora se clavaban en su agobiada espalda. Una ráfaga la hizo tropezar en una espiral de hojas, él intentó un ademán de ayuda. Agradecida por ese mínimo gesto, de rodillas, fue a besar sus pies, pero él dio un paso atrás. Desde abajo Esther lo contempló en toda su altura: imponente la espalda que desdecía su condición de orante y de escriba, imponentes las largas piernas... Con altiva condescendencia su custodio le indicó continuar. Barría Esther el lodazal inaugurado por la lluvia, ahora el chasquido se transformaba en ruido de cloaca y los pies se adherían al charco que circundaba el gran árbol cuyas raíces habían comenzado a crecer y ahora se flexibilizaban para abrazarla. Se entregó al abrazo y al agua. Pero ya no eran raíces ni ramas las que la apretaban sino mangas de caftán que adentro poseían al dueño de las órdenes. ¿Qué hacía Shoshana en su sueño? ¿Por qué se desnudaba en el frío? Iban cayendo como hojas las prendas. Sobre el peso morado del abrigo se apilaban la blusa, la falda, y aquello liviano, transparente, que apenas ocultaba lo que ahora se exhibía sin pudicia. La furia levantaba el brazo del rabino y el dedo admonitor. Entonces la risa de Shoshana cesó y su piel aceituna tomó el color del tronco. Esther comenzó a barrer la ropa que había adquirido la textura quebradiza de las hojas hacia el ángulo en el que él encendería la nueva fogata. No se atrevió a mirar a Shoshana que era ya otro árbol desnudo. El rabino pronunció su nombre y Esther, temerosa, adivinó en el brazo levantado la inminencia del castigo. Entonces gritó: “Bob, Bob...”

Ahora, junto a su sudorosa cara, la fresca y alegre de Shoshana.

—¿Qué soñabas, Esther? Me despertaste, y para que algo me despierte cuando duermo la mona... ¿Quién es Bob?

—Mi marido.

—Antes, cuando te pregunté si estabas casada, te encogiste de hombros. Entendí que tuviste un tipo y que te fue mal. Me di cuenta de que no querías hablar del asunto. ¿Ahora sí?

—No. Tuve un mal sueño en el que yo era una especie de Golem.

—¿Recuerdas algo más?

—Estaba condenada a barrer el patio de la sinagoga día y noche. Cuando hacía la pila a un costado, el viento me la volvía a desparramar.

—Ah, como el mito de Sísifo.

—Algo así —mintió, guardándose de que era el hombre sentado ahí, en aquel extremo, su carcelero; guardándose también que Shoshana había entrado en el oleaje de su pesadilla para excitar al guardián de la sinagoga—. Debe ser porque mi padre dice sentirse un “goilem”, él lo pronuncia así, en el negocio que antes compartía con el hermano y ahora dirige su sobrino.

—Mi viejo también decía “goilem” cuando se refería a un cuñado a quien manejaba la esposa. Hace un par de años hicimos una adaptación teatral sobre el rabino de Praga y su criatura. A la gente le encanta Frankenstein, Doctor Jekyll y Mister Hyde, el Dibuk, zombis, fantasmas, resucitados, vampiros..., en fin, todo lo macabro. Creo haber escuchado que hay infinidad de obras literarias basadas en El Golem de Meyrink. Los cabalistas, que se chupan los dedos con lo oculto, ¿qué dicen de ese monigote?

—No hables así, Shoshana. Hay eruditos que le dedican su vida a la cábala. Muchos creen que con un cursito penetran en su misterio y hablan de lo que no conocen.

—Perdóname, ni siquiera sé qué significa cábala.

—No creas que puedo ilustrarte demasiado: según Guershom Scholem es la forma común de designar las enseñanzas esotéricas en el judaísmo. También tiene que ver, creo, con el misticismo judío que surge en la Edad Media. En la cábala se plantean muchas preguntas: la condición de Dios, la razón de la existencia del mal, la relación del hombre con Dios y la relación existente entre Dios, el Universo, la Nada. Algunos libros de la cábala buscan, de manera poética, ahondar en la espiritualidad y en la trascendencia. Si te sirve, citaré algo que memoricé del Séfer Ietzirá: “Dios ha hecho tanto lo bueno como lo malo, tanto lo malo como lo bueno. Ha hecho lo bueno de lo bueno y lo malo de lo malo. Separa lo malo de lo bueno y lo bueno de lo malo. La bondad cuida a los buenos y la maldad cuida a los malos”.

—La verdad, al comienzo me sonó a trabalenguas, pero lo último me gustó porque es algo así como que los malos también tienen quien los cuide.

—Puede ser una interpretación, ¿por qué no?

Es habitual que uno, al llegar al sitio anhelado, mezcle euforia con decepción y superponga a la imagen del presente, las del pasado. Porque todas las llegadas y partidas tienen algo en común. Con sus padres había sido la parsimoniosa aproximación del buque a la dársena y las figuras que después evocaría, como copiadas de otras, reales y de ficción. El Éxodo, pero no el del segundo libro del Pentateuco de Moisés ni el del octavo día de la fiesta de los Tabernáculos que conmemora la salida de Egipto ni el de aquel film en el que se apiñan en cubierta, felices y llorosos, los que después de una larga y penosa aventura van, por fin, a pisar la Tierra Prometida.

El éxodo, siempre asociado a un pueblo, a una gran cantidad de gente, le quedaba grande a la oscilante mujer que ahora buscaba con la mirada a la gente que Brenda le había recomendado para hospedarse en su casa.

Vio a Shoshana. De pie, se le antojó gigantesca como la mujer del sueño. Había un grupo de personas rodeándola, y una niña. La cabellera de la niña se movía, liviana, independiente, mientras ella iba de aquí para allá, a la carrera. Un joven de sandalias y remera con una inscripción en hebreo cada tanto extendía la mano como queriendo sujetarla, ¿el padre? Shoshana le envió un beso desde lejos. Frenó su impulso de acercarse; su presencia alteraría el armónico cuadro de quienes se daban besos, abrazos...

Sintió unos ojos en la nuca. Se dio vuelta y lo vio: solo por primera vez. Quizás en el sueño había estado con la sombra de él, o era la sombra del sueño la que estaba ahí, en ese lugar del aeropuerto que, de tan concurrido, de pronto carecía de entidad y era tan difícil de describir como lo soñado. Esther estaba allí pero no sabía para qué, era como si aquello que planificara cuidadosamente fuera pisado por la muchedumbre y por el religioso que sin sus compañeros era tan misterioso como su culpa.

Lo miró. Posiblemente fuera otro estudiante en busca de respuestas trascendentes. Esa ambición de grandeza lo diferenciaba de los que llegaban a Israel como turistas y se contentaban con un jirón de eternidad encerrada en una botellita de arena. Experimentó la sensación de que el religioso y Shoshana eran como cara y ceca de una moneda que ella, en algún momento, revolearía en el aire para ver cuál era el lado de la suerte.

¿Adónde iba esa multitud con valijas, bolsos, mochilas? ¿Y esas monjas que, como colegialas en recreo, alborotaban en medio de paquetes? Dejó que sus ojos vagaran libremente por el enjambre de voces, caras, ademanes, mientras ella seguía prisionera de la figura que, de improviso, quizás al verla distraída se atrevió a clavarle el aguijón de la mirada. Entonces, decidida, se le acercó.

—Gracias —le dijo en hebreo y se tocó el aro.

—No hay de qué.

Había algo en su acento que no supo identificar. Pero israelí no era. Le preguntó si hablaba inglés. Él hizo un gesto de negación con la cabeza y ella tuvo una corazonada. Cuando él asintió, casi gritó de alegría:

—Yo también soy de Buenos Aires —rió—, mejor dicho: era. Me fui de allí a los siete años. Ahora vivo en Nueva York. Estoy aquí para estudiar con Nehama Leibowitz —largó toda la información para que él supiese que, a pesar de su aspecto, ella pertenecía, en cierto modo, a su mundo.

¿Puede ruborizarse alguien de piel mate y barba? Pero algo parecido encendió sus ojos y sus mejillas. Era como si su cara le hubiese dado la bienvenida mientras él, parco, respondía:

—Una experta en Biblia.

Cuando la expresión de él se endureció, supo que debía apartarse. Y los vio venir. Fue como la marea alta que se come una porción de playa. Por suerte el cartel con su nombre: ESTHER FAINBERG. Y la mujer canosa y amable.