Capítulo XXXI
SARA estaba comenzando a pasar la segunda ronda de café cuando se aparecieron Laureen y Samuel Stern, con mil disculpas por no haber llegado a tiempo para el almuerzo.
—De todos modos —dijo Laureen—, venimos del médico y Sam tiene que hacer una dieta estricta. Son los disgustos que le da esa abogadita esquelética que ahora es su nueva nuera y que lo desplazó totalmente del estudio.
—Así es, querido ex consuegro —dijo el lawyer Samuel Stern, palmeando a León Fainberg—, mi hijo reemplazó a Esther, puro espíritu, que cuando nos llegue la hora —levantó el índice— rezará por nuestras almas, pues no me cabe duda de que llegará a rabina, por una materialista que sólo le reza al dólar.
—Viejo anticuado, se atrevió a decirle a Sam, esa insulsa —interrumpió Laureen, emperifollada, enjoyada, y más joven que antes—, y Bob, ingrato, le dio un mísero cheque al padre, fundador del estudio, ¡y a la calle! Ya lo charlamos con Sam, ¿no es cierto, querido? —no esperó su respuesta—. Amamos a la familia Fainberg y no pensamos divorciarnos de ella.
Laureen traía, además de un dije conmemorativo para Esther, a su caniche toy, que alborotó a los hijos de Vivian apenas lo vieron. Esther, que había buscado refugio en sus sobrinos, fue inmediatamente desplazada por Zaza, la perrita. Los invitados hablaban a viva voz para sobrepasar la música, organizada por el padre de la homenajeada. La batahola era tal que los chillidos de la pobre perra, tratada como un juguete a cuerda, pasaban inadvertidos.
León Fainberg, aunque Esther había traído muchos regalos, valoraba en especial Lo mejor de Mendelssohn y Iaffa Yarkoni, canciones populares. En ese momento, Jerusalén de oro estaba puesta a todo volumen y la abuela Lina y Saúl asentían amablemente a lo que les decían los Stern aunque no habían oído una sola palabra.
—Menos mal que tu ex suegro estaba a dieta por la diabetes, no para de comer dulces —dijo Sara a Esther, acomodándose el volado doble de su blusa que, con el trajín, perdía pechugona gallardía—. Y Laureen, charla tanto que no ve cómo el pobre Sam se suicida con tortas y masas. Allá ella si se queda viuda, que bastante tengo yo con lo mío.
—¿Nunca me perdonarás, mamá, que sea una divorciada?
—Como toda madre, te deseo lo mejor —la abrazó—. Lo que me disgusta es haberme equivocado con Bob —con tono sentencioso, agregó—: Quien no respeta a su mujer y lo que es peor, a sus padres en la vejez, ya lo dicen los Mandamientos, tampoco recibirá el respeto de sus hijos.
A Esther la fastidiaba que a su madre le resultaran demasiado sintéticos los Mandamientos y siempre les añadiera algo de su cosecha, o rebajara a algunos de categoría, porque no estaban a la altura de los otros. Que estuviera prohibido pronunciar el nombre de Dios en vano, para ella tenía sentido, pero que no se pudiese injuriar o hablar mal de otros, como si no hubiera gente que merecía ser injuriada, no lo tenía. En el desierto eran unos pocos y se conocían vida y milagro. ¿Adónde iría el que fue difamado si estaban condenados a vagar juntos durante cuarenta años? Pero otra cosa era en Nueva York donde cualquiera, si no le gustaba el trato del vecindario, se mudaba y se acabó el problema.
A las muestras de cariño de sus profesores y compañeros se sumaban las de los familiares y amigos que iban apareciendo sin avisar. Tío Israel y su mujer fueron de los tempraneros, pero ahora, para un saludito, nomás, llegaban los primos con esposas y descendencia.
Los regalos eran un asunto aparte: sabían que venía de Israel pero igual le traían candelabros, estrellas de David, mezuzot, platos para Pesaj, en el reverso de los cuales se leía “made in Israel”.
Hubo pocos obsequios que la conmovieron: el ajado talit de Saúl que fuera del padre asesinado, nadie mejor que Esther...; la cadena y el colgante que traía la abuela Lina en el cuello desde Europa, para que la protegiera como la había protegido a ella; la Biblia para Niños de Simón Dubnow, libro que secretamente Viv llevara a Canadá como un recuerdo de infancia, y al que envolvió en una mantilla para devolverlo, pidiendo disculpas, porque se lo habían regalado a Esther para su cumpleaños. “Esther querida, ¿recuerdas?” Sus padres le pusieron en las manos un sidur encuadernado en cuero y plata: “Que el futuro te traiga satisfacciones, hija del alma, y no sepas más de penas”. Esther sabía que la alegría que ellos manifestaban por su reciente título de maestra de hebreo era fingido. Cuando Bob le hizo entrega, meses atrás, del guet, sus padres sufrieron mucho. El acta de divorcio, firmada por el rabino y testigos, les traía reminiscencias de mujeres reales y literarias repudiadas por el marido. El divorcio civil los había afectado menos que el religioso, quizá porque entraba en el canon de la modernidad. El guet era todavía Europa, la comunidad, la familia, los conocidos, el qué dirán...
Algunos de los presentes imaginaban que Esther, por el hecho de haber pasado seis meses estudiando Biblia, ya era una erudita, y la ponían a prueba haciéndole preguntas elementales que ellos consideraban complicadas y con las cuales buscaban lucirse y desacreditarla. “Ir tan lejos para aprender lo que ellos ya sabían de antes”. Y lanzaban un oh, y se cruzaban miradas cuando la respuesta era intencionalmente críptica y los desconcertaba.
Lo más difícil era sortear a aquellos que, como tía Elka, deseaban enterarse, por ejemplo, si había hablado con Ben Gurión.
—Desde 1970, Ben Gurión vive dedicado a escribir sus memorias y es poco probable cruzarse con él por la calle.
—¿Y no le pediste una entrevista, Esther? Dicen que es muy amable. ¿Tampoco pudiste ver de cerca a Golda Meir? Una mujer a la que nombran primer ministro, es para tomar de ejemplo. ¿Ni a Moshé Dayan, que es tan atractivo y aparece fotografiado por todos lados? ¿Cómo, ya murió Levi Eshkol? Menajem Beguin todavía vive, ¿no?
—Seguramente ustedes, cuando salen al parque o van de compras o al cine se encuentran con celebridades, pero la suerte no es para todos. Eso sí, estuve en la tumba de Herzl, en Iad Vashem, en el Museo del Libro, en el Parlamento, en el Muro, en la tumba de Raquel... Recorrí Israel lo más que pude, pero olvidé pedir las entrevistas, lástima, ya que ningún presidente, ministro o general se negaría a recibir a Esther, hija de León y Sara Fainberg.
Asfixiada fue a la cocina en busca de un vaso de agua y de un respiro.
—Esther, teléfono —gritó Vivian, mostrándole el auricular descolgado mientras seguía frotando la mancha en el vestido de Elizabeth que luchaba por liberarse para seguir jugando con el caniche.
Se apoyó en la pared.
—¿Pasa algo? —preguntó Vivian.
Esther hizo un gesto negativo, y cerró los ojos. Habría querido eliminar, en ese momento, también los sentidos del olfato, el gusto y el tacto. Ansiaba ser sólo una gran oreja con un oído voraz.
Monosilábica, para que su hermana no se enterase de que Jaim había llegado a Nueva York —aún no le había contado de él—, con voz impersonal, lo invitó al festejo. Era lógico que él quisiera primero un encuentro a solas. Tampoco ella deseaba meterlo en esa especie de circo familiar en el que Laureen y su madre hacían de maestras de ceremonia. Memorizó la dirección, era fácil, un hotelito viejo cerca de Central Park por el que había pasado infinidad de veces.
Miró el reloj con impaciencia. Se daba una hora de plazo, ya inventaría algo que le permitiera escapar de allí. De todos modos, la mayoría de los invitados parecían muy felices, comiendo, brindando y charlando: poco y nada importaba el acontecimiento que los había reunido, después de todo, para alguien que ya es abogada, ser maestra no es gran suma.
Junto al equipo de música se habían concentrado algunos hombres. León Fainberg, imitando el movimiento del arco, seguía la melodía de Mendelssohn y recordaba a su hermano, el eximio violinista. Su cautivo auditorio escuchaba respetuosamente la trágica historia que ya conocían de memoria. Cuando Esther pasó por allí, su padre le hizo un ademán para que se acercara. Mi malke, le dijo, y la besó en la cabeza como bendiciéndola. Hacía mucho que su padre no la llamaba mi reina, quizá por eso lagrimeó. Pero la verdad era que, después de escuchar a Jaim y saberlo cerca, estaba en un estado indescriptible. Cualquier palabra o acción podría enfurecerla o dejarla hecha una manteca, por eso debía huir lo antes posible. Volvió a mirar la hora y a mirarse en el espejo: ¡ni loca iba a ir vestida de institutriz inglesa!
Alzó la vista. El trozo de cielo, entre los altos edificios, era una llorona ventana gris.
Como si recién acabara de despertar de un largo sueño en el que no existían primavera ni verano ni otoño ni invierno, sintió la nieve. Silenciosos y solemnes, los copos caían sobre su abrigo de paño negro, el mismo que estrenara para su primera entrevista en H.U.C. y al que le había agregado en Macys, una capa clara que parecía una sobrepelliz. Pero ahora, al verse reflejada en una puerta de vidrio, no vio la silueta de un sacerdote sino a una muchacha de fines del XIX en el invierno ruso. ¿Cuántas verstas debería atravesar para llegar a la cabaña en el bosque donde su amante la esperaba? Empecinada como buscador de oro, seguiría caminando sobre el hielo. “¿Recuerdas aquel cuento de Jack London, mi amor?” Pero ella, al no haber dejado apagar su fuego, no correría el riesgo de morir congelada.
Detuvo un taxi. Mientras abría la puerta, ya estaba diciéndole al chofer que fuera a la calle 42 y la Quinta Avenida. ¿Cómo habría hecho Jaim para conseguir alojamiento en el Wyndham? Había leído en las revistas que en ese pequeño hotel acostumbraban alojarse actores que, como Lawrence Olivier o Ingrid Bergman, preferían los sitios íntimos. A pasos del señorial y fastuoso Plaza, el Wyndham se empeñaba en mantener su perfil sencillo. De pronto encontró representados en esos dos hoteles a los hombres de su vida.
En el confortable calor del asiento, contemplaba el resplandor abierto de la ciudad fría, imaginando la oscuridad de las carreteras del sur de Israel, y trasladando esa imposible noche cerrada a la calle 42. ¿A quién debía ella rendirle cuentas como para buscar el amparo de la penumbra? Pero aún le pesaba en la memoria su época de casada, a pesar de que su relación matrimonial se rompió en el momento en que recibió el documento de gerushín pues, como ya lo dice la Mishná, “Tú estás permitida para todo hombre”. Entonces iba a entrar y a pedir por la habitación de míster James Steiner. ¿Él le había dicho que la aguardaría en el lobby o que subiera directamente? Por algo le dio el número de su cuarto. Si no lo llegase a encontrar en la recepción, se deslizaría hacia el ascensor, subiría, y toe, toe, igual que en las películas. Por las revistas se había enterado de que el hotel no tenía servicio de habitación. Por suerte, entonces, no se iba a topar con uno de esos entrometidos con carrito que iban por los corredores. “Hogareño y discreto”, así lo habían definido al Wyndham. Y ella sería el colmo de la discreción: fugaz y anónima pasajera, ¿de unos minutos, unas horas? Como Ingrid Bergman en Casablanca pero sin pianista, pediría su otra vez. Necesitaba volver a oír su amorosa confesión, la misma que escuchara contra la pared de la cocina, ausente del batifondo generalizado, abierta solamente al sonido de su voz, que ya no sonaba milagrosamente cercana, a pesar de la distancia, porque ahora la cercanía era real. Y él le decía lo necesario para que una mujer abandonase la fiesta que se estaba realizando en su honor. Jaim nunca había patinado en Rockefeller Center ni había subido a los rascacielos ni había corrido por el Brooklyn Bridge para detenerse sin aire y mirar hacia Manhatan. Ella le enseñaría Nueva York hasta que le entrase por los poros. Era viudo y ella divorciada. Ambos hablaban el castellano, el hebreo, y a pesar de no ser fluido, el inglés de él no era malo. Había aviones y la duración del tiempo de vuelo era inexistente comparándolo con la agonía del nunca.
—Guarde el cambio y arrime bien, por favor, que ya llegamos.
Tierno equilibrio en dos figuras apretujadas. La puerta acababa de abrirse y de cerrarse con la velocidad con que cada uno de ellos cayó en los brazos del otro. No hubo necesidad de que Esther hiciera sonar sus nudillos en la madera porque él estaba del otro lado, expectante, y apenas oyó los pasos ya estaba en el vano, con su suéter de cuello alto, los ojos enrojecidos por el largo viaje y la emoción, la piel bronceada... Él venía del verano y olía a verano. Esther se lo dijo y él volvió a besarla y a decirle que no había dejado de pensar en ella y que tenerla ahora ahí lo volvía loco. Era como si la escena figurada miles de veces se hubiese corporizado para evaporarse en cualquier momento. Entonces no había tiempo que perder, y le quitó el abrigo.
Había encendido todas las luces del cuarto, hasta la puerta que daba al baño estaba abierta y por ella entraba luz. También las cortinas dejaban desnudo el ventanal y, a través de él, se asomaba la tarde nevada, sobrenatural.
—I miss you, I love you —y susurrando se lo dijo en hebreo y en castellano, para que ella no tuviera dudas de que le seguiría diciendo lo mismo en Uruguay y en Israel.
Esther llevaba puesta la túnica negra que él había llamado “camisón”, por lo transparente, y estrenaba el conjunto de ropa interior que se había comprado en un impulso narcisista, meses atrás, porque ante quién lo exhibiría, pobre ilusa.
Y ahí estaba, de pie, obediente. Él le rogaba que se quitase las prendas interiores para contemplarla tal como la imaginó en Gan Elisheba y como tal vez se la imaginó aquel muchacho que los fotografió, y que no terminaba de mirarla. En el insomnio siempre veía a Esther a trasluz, la tela delgada denunciando cada curva, cada protuberancia, cada hueco. Más desnuda que desnuda. La trama delgada de la tela crecía febrilmente y él tiraba de ella para que ya nada lo separase de su piel.
¿Qué decía la revista de la decoración de los cuartos? Porque ella era incapaz de ver nada más allá de su hombre y de la cama. De rodillas él levantó los bajos del ruedo y fue enrollando, como si fuera una persiana de tela, aquel vestido que Esther pensara como respetuoso atuendo de luto. Y a medida que enrollaba él se iba incorporando. Emergieron los muslos, el pubis, las ingles, la cadera, el ombligo, la cintura... La electrizante visión eréctil de sus pezones lo hizo recuperar el habla.
—Estaba anquilosado, Esther, sin fuerzas, como si careciera de impulsos. No, quédate quieta, déjame hacer. Planeé este instante hasta la perversión.
—Pero que sea privada, Jaim. Corre las cortinas, mi amor. Demasiado detalle para los vecinos. Y ahora, basta de imponerse, doctor. —Veloces, las manos de Esther aflojaron el cinturón que olía furiosamente a cuero y reptaron por la tensa piel del torso. —También yo tengo ganada mi paciencia, desnúdate.
Con un regocijo irrefrenable se tiraron sobre la cama. Ambos habían recuperado el sentido del humor y la algarabía adolescente. La impudicia de luces era como una lente de aumento. Y se estudiaban con complacencia maniática.
La proyección de su amor había sido tan intensa que aun cuando se pensaba sostenido artificialmente a la vida, igual que su esposa, bastaba que evocara a Esther, para restablecer la conexión con su cuerpo. La culpable abstinencia lo había hecho pensar que era impotente, y cuando recurrió al auxilio de una prostituta, después de la muerte de Cristina, fue para probarse que no se había roto el vínculo entre el deseo y el sexo y que estaba listo para ir en busca de su amor.
Las ganas de ella no eran menos salvajes que las de él, descubrió, conmovido. Y Esther entendió todo aquello que había dejado de lado para poder amarlo sin riendas. Ojalá pudiera guardar para siempre la expresión de su cara, pensó Jaime, porque le había pedido que lo llamara Jaime.
—Sí, Jaim, te llamaré Jaime, si lo prefieres, ya que no estamos en Israel. Pero yo soy Esther sin vueltas, aquí, en Oriente Medio y en América Latina, sólo cambia la acentuación.
¿Sabría alguna vez ella cómo eran los muebles, el piso, las paredes, los adornos? Vio que, por el paño del cortinado, se filtraban las luces. ¿Ya comenzaba a anochecer o era el tiempo tormentoso el que había anticipado el encendido del alumbrado público? ¿De dónde había sacado él que ella era amable hasta para hacer el amor si seguía enroscada a su cuerpo, demandando?
Esther no quería mirar la hora ni pensar en nada. La nota en la revista tenía razón: estar de paso pero en un ámbito hogareño. “Señores pasajeros, siéntanse en su casa, igual que Jaime Steiner y Esther Fainberg.” Ella, a pesar de no haberse registrado, dejaba su huella en la sábana.
—Casémonos, Esther —dijo adherido a su amante, la voz pastosa—. Soy soltero para la religión judía, ya que sólo tengo la libreta del casamiento civil. No daremos explicaciones para no tener problemas. Estás llena de amigos rabinos. Busca uno que nos case mañana o pasado. En una semana tengo que regresar a mi trabajo. En cuanto puedas, viajas a Montevideo para que te presente a los míos. Tengo buenos contactos con el Mount Sinai Hospital, es cuestión de papelerío, de poner en limpio los afectos sin dañar a nadie. Sé, por las bodas de mis hermanas, que se necesita un minián. ¿Acaso no reunirás a diez personas? Y que la ceremonia puede realizarse de día o de noche, los seis días de la semana, menos shabat. Me contaste que en tu colegio hay una pequeña sinagoga...
Saltó desnudo de la cama. Esther admiró la elasticidad de su cuerpo y sintió el hueco que él había dejado como insoportable. Entonces se envolvió en la sábana y fue hacia él, que buscaba algo en el bolsillo de su chaqueta.
—Esther, vida mía, si no te va la agrando o la achico —dijo con el estuche ya abierto.
Esther, temblando, se dejó poner la alianza.
—Mañana temprano iré al College, y hablaré con el rabino. Estamos comprometidos, Jaim. Dame la tuya —mientras la hacía deslizar en el anular, recitaba—: “Por medio de esto tú estás consagrado a mí”.
Esther se quitó el anillo y solemne pidió que él se lo volviera a poner, repitiendo lo que ella acababa de decir:
—Por medio de este anillo tú estás consagrada a mí.
Esther alzó los brazos para colgarse del cuello de Jaime y la sábana que la envolvía cayó al suelo. Ahora correspondía que el novio besara a la novia. Jaime le besó los labios, la línea redondeada de los hombros y la hizo ponerse de espaldas para levantarle la cabellera y besarle la nuca, los omóplatos, la línea de la columna..., y siguió besando hasta caer a los pies de Esther.
Jaime encontraba todos los detalles intuidos que, a veces, se desvanecían en las desesperadas evocaciones. Entonces se preguntaba si era verdad que a Esther la ansiedad la llevaba a morderse el labio inferior, o si el sudor le pegaba un rizo en la frente o si refunfuñaba en el sueño... Ahuecó las manos en forma de copa bajo sus pechos, los recordaba más grandes, pero así eran perfectos.
Esther, conmocionada, se preguntó si con él podría tener hijos. Lo ansiaba tanto...
Él le había hecho el amor como si buscara engendrar en ella su propia vida, para después ser expulsado por el canal de parto y pegarse, húmedo de secreciones, al calor de su leche. Ella deseaba volver a la cama pero siguió el haz de luz que provenía del baño.
Antes de entrar en la ducha, dijo:
—Si nos apuramos todavía encontraremos en casa algo de comida. Por suerte a esta hora sólo deben estar mis padres, mis abuelos y mi hermana con su familia. No creas que voy a presentarte en el momento de la boda.