Capítulo I
ASOMADA a la ventana ve caer la primera nieve del invierno, y ya no es una puerta hostil que se cierra a los placeres del verano, sino una vieja conocida que le trae aquel otro invierno en que su padre le dijo:
—Esther, sólo lograrás hacer daño a tu comunidad, a tu familia, a tu matrimonio. Y lo que es peor, arruinarás tu vida. Ninguno de los tuyos tuvo que ser rabino para saber quién era. Les bastaban sus muertos, sus costumbres, sus comidas...
Ella salió a la calle sin tomar los guantes, el gorro y la bufanda, que quedaron en el sofá del recibidor como colorido testimonio de su amarga visita. La herida del frío en las manos, el cuello, la cabeza, se correspondía con la reacción de su familia. Frotó las palmas ateridas y sopló sobre ellas el tibio consuelo de su aliento.
Bajó las escaleras para protegerse del viento helado.
En el tren que avanzaba, luminoso, en la oscuridad del túnel, creyó ver una señal. También en los pasajeros, algunos de aspecto temible. Y se dijo que el desierto también era un túnel y que Moisés, a pesar de todos los obstáculos, había logrado su propósito, aunque no le hubiese sido otorgada la Tierra Prometida. ¿Y a Esther Fainberg, desde hacía dos años Misses Stern, le sería concedida?
Por ahora debía conformarse con haber llegado a Canal Street, sitio bullicioso y pintoresco al que su madre solía llevarlas para comprar pañuelos de seda, batas, chinelas... Y enseñarles, a su manera, que en los Estados Unidos la diversidad convivía sin grandes sobresaltos. A Viv, la primogénita, que había heredado sus pómulos altos, su pelo castaño y su tez aceitunada, la aleccionaba en lo exótico, que haría resaltar su tipo. A la menor, pecosa, rubia y de facciones pequeñas, le convendría mimetizarse, aseguraba, con los chicos norteamericanos.
Esther caminaba por el Barrio Chino y creía estar viendo en su trajín oloroso y étnico el Once, su barrio de infancia. Lo identificable causa menos prevención que aquello que puede llegar a confundirse con lo propio, se dijo. Porque los judíos, desprovistos de la vestimenta ortodoxa, se ven iguales a los que no lo son. ¿Será esa turbia relación que nos asemeja con ellos lo que quisieron destruir los nazis? Harta de sus conjeturas, miró la vidriera en la que unos patos laqueados ofrecían su incitante oro y entró.
Sentada a una gran mesa circular junto a otros comensales, comió, agradecida, su quemante ración de chow mien de verdura. Contempló los cuencos con cerdo, carne vacuna, pollo, y se le hizo agua la boca. Antes, el kashrut significaba sólo un anacronismo sin sentido, pero ahora comenzaría a obedecer ese precepto, pensó con nostálgica convicción. Miró a sus compañeros de mesa: todos orientales, menos una pareja sentada en el extremo opuesto. La mujer, de estrafalario peinado alto y grandes aretes, le indicaba al hombre que tenía al lado —también de oscuro pelo entrecano y ojos vivaces— cómo combinar los platos. Esther vio que los demás los observaban y hacían comentarios en chino. Seguramente uno de ellos creyó necesario explicarle a la pareja, en un inglés con fuerte acento, que les agradaba que la señora se preocupara de que su hombre comiera bien. Al notar por las expresiones de los destinatarios del cumplido que ellos no habían entendido ni una palabra, Esther tradujo lo dicho al castellano.
Los mexicanos, a pesar de la mayor proximidad geográfica con los Estados Unidos, cuando se enteraron de que su traductora era argentina, reaccionaron como si se tratase de una compatriota. Se lamentaron del inglés, idioma imposible: sólo sabían la docena de palabras que les permitía comprar algunas cosas, y nada más.
—Ya es bastante —les dijo Esther—. Mis padres llegaron aquí hace diecisiete años y todavía tienen la lengua enredada en el tono porteño. —Enseguida debió explicarles qué significaba porteño. Y tuvo que escuchar los consabidos elogios al tango, al fútbol y a Libertad Lamarque.
La compañía, los aromas gratos, el murmullo ininteligible, la sobria belleza de la loza y los acrobáticos palillos le devolvieron una realidad desdramatizada: su marido, al enterarse de que iba a abandonar Leyes para dedicarse a estudios religiosos, le había preguntado, mordaz: “¿Otra de tus estúpidas extravagancias, Esther?”, y su madre, como respuesta, había sepultado sus enlutados ojos en el tapiz que estaba bordando. Pero ésas eran solamente obvias e intrascendentes reacciones —como los dichos de su padre— ante un hecho inesperado. Cuando ese suceso se volviese rutina, probablemente su marido, el infalible doctor Robert Stern, en su exitoso buffet de abogado se rascaría la barbilla, cavilando: “Mejor que Esther esté metida en sus papeles y no en los míos”. Y su padre la invitaría a discutir pasajes de la Torá y su madre le diría que seguramente su vocación le venía de su bisabuela, una rebetzin a quien todo Lemberg respetaba.
Pensó su mundo como una representación de esa mesa: a los chinos los había sorprendido que una mujer no asiática estuviese atenta a lo que comía su marido porque partían de un prejuicio. Si hubiesen sabido más acerca de los occidentales, en especial de los latinos, su reacción no habría existido. Lo mismo sucedía con su familia que, acomodada en una rutina comunitaria de festividades, clubes y ferias benéficas, confundían el espacio judío con lo intrínsecamente judío.
Escogió guantes, bufanda y sombrero como si los que olvidara en su enojo fuesen irrecuperables. Le había dado la manía de encontrar signos en las mínimas cosas. “Lej lejá” le ordenó Dios a Abraham. Y él se distanció de la casa paterna. Ella, al casarse, también se fue, pero en cierto modo seguía estando junto a sus padres.
Le ofrecieron un espejo con servicial inclinación de cabeza y ella devolvió la reverencia. Contempló el ala tejida que le caía en la frente: verde contra verde, se dijo en una vanidosa apreciación de sus ojos grandes y expresivos. “Muy bonito pelo, pero mejor poner adentro”, dijo la vendedora, con un ademán que levantó parte de su melena.
El sol tenía una mezquina placidez de muerto. La nieve que se había amontonado ya era hielo y la gente hacía cómicas piruetas para no resbalar. Alguien que pasó dijo que habría tormenta. Y Esther pensó: la peor la tengo de puertas adentro.
Se envolvió hasta la nariz en la larga suavidad del echarpe que había sido ofrecido como una imitación perfecta de los de cachemir: olía a incienso, a fritura, a antipolillas. Después golpeó palma con palma para disfrutar del abrigado rebote de sus guantes nuevos.
Cruzó la calzada con pasos decididos. El cielo no ofrecía ningún estímulo, mejor miraba dónde ponía sus botas embarradas.
La boca del subte exhalaba podridos misterios tropicales y la alejaba del temido invierno. Su hermana mayor, como su madre, contaban episodios terribles y decían que por nada del mundo entrarían en ese infierno. Se le apareció Sartre, con su infierno está en nosotros, y el abuelo Mendel, que afirmaba que el infierno era un invento para mantener a raya a los que, sin esa amenaza, no sabrían cómo comportarse.
La puerta del vagón se cerró con ruido de aspiradora, de desagote de cloaca, y se sintió tragada por ese enorme intestino en el que se bamboleaban: una vieja que dormía en su asiento, volcada hacia adelante; dos negros gigantescos, apoyados contra el acceso al vagón siguiente; un grupo con vestimentas colorinches que canturreaba un tema de moda; una joven madre con ojos rasgados que acunaba a un bebé... A Esther la avergonzaba no poder distinguir entre un coreano, un chino y un japonés. Nunca olvidaría su malestar cuando se dirigió a una compañera de escuela como si fuera japonesa y ella, indignada, le replicó que los japoneses habían sido crueles con los coreanos y que si todos los de ojos redondos no eran de un mismo país, por qué los de ojos oblicuos tendrían que haber nacido en un mismo sitio. Al día siguiente le trajo un mapa y le señaló, ya con su típica cordialidad: Corea del Sur y Corea del Norte. Después, dijo: “Aquí China, aquí Japón”. Y seria, con el dedo índice en el extremo sur de América, preguntó: “¿Argentina, tu patria, verdad?” Que Esther le aclarara que toda su familia tenía la ciudadanía norteamericana no alteró su razonamiento.
“Tú eres argentina, Esther. Yo, hija de Choi Jao Kyu y Park Ok Ja, soy coreana. Tenemos documentos y vivimos aquí. Pero si te encuentras con norteamericanos verdaderos, aunque les digas que tú también lo eres, te responderán: Tú, latina; tú, argentina; tú, judía. Y a mí, Sunmi, me juzgarán siempre por mis rasgos.”
Si Sunmi le sumara a todo aquello que Esther Fainberg de Stern todavía se está preguntando, a los veintiocho años, qué significa ser judía, seguramente le señalaría con su enigmática sonrisa lo que no se puede ubicar en el globo terráqueo.
Hubo algo que la fastidió en la vieja que dormitaba, y descubrió que era su sombrero, idéntico al que acababa de comprar: verde, de lana, con un ala importante cuyo ancho disminuía en la parte trasera. Razonó que las motas blancas le restaban atractivo, pero que no era feo. ¿Acaso de pequeña con su hermana no se disfrazaban de princesas con objetos que fuera del juego carecían de encanto? No. No era ese sombrero ni la vieja lo que la había puesto de mal humor, sino que había visto, como superpuesta a la imagen de la durmiente, a su vecina, la señora Perlman que, cuando no usaba peluca, iba con un gorro tejido encasquetado hasta las orejas. Si ella entrara en la religión, ¿debería ser otra señora Perlman, de gran bolso, falda larga y expresión adusta?
Decidió cambiar de plataforma y hacer la combinación de trenes. Era demasiado temprano para volver a casa y encontrarse con los muebles elegidos por la abultada chequera de los Stern. Mejor iba al Museo Metropolitano, ahí reflexionaría tranquila; los toros asirios, los sarcófagos egipcios, las máscaras mortuorias que le brindarían, tal vez, una aproximación menos banal a ese día.
Después de deambular por las salas, con los pies tan lerdos como su estado de ánimo, se dijo que merecía un café bien cargado y un dulce. Dio una inútil vuelta para encontrar una mesa próxima a los músicos, y oyó que alguien la nombraba.
Ambas tuvieron que reprimir gritos de alborozo con el beso del encuentro.
—Lena Doricci, ¡no puedo creerlo! Es como si Dios te hubiera mandado.
—¿Estás sola? —le señaló la silla vacía con su enjoyada mano.
Lena llevó la copa a sus labios pintados de fucsia, dio un sorbo e hizo un leve, placentero chasquido con la lengua que hizo desistir a Esther de su expreso doble. El vino, acompañado con canapés, levantaría su mortificado espíritu.
“Por las dos”, había dicho Lena, antes de beber. Y Esther, apenas recibió su copa, la levantó en idéntico brindis.
Intercambiaron cumplidos, aunque para Esther la belleza pelirroja de Lena destacaría mejor con ropa más sencilla y menos maquillaje, y para Lena la palidez de la piel, los ojos claros y la cabellera rubia de Esther estaban exigiendo rubor en las mejillas y lápiz labial de color más intenso. Pero felizmente seguían siendo esbeltas y llamativas, no como Carol Joyce, a quien Lena había ido a consultar como psicoanalista, ¡quién no necesita analizarse!, y enseguida debió hacer un esfuerzo para recordar por qué había pedido la cita. “Gordísima, desaliñada, la vieras, Esther, y con una especie de túnica que la cubría del cuello a los pies pero que no lograba disimular sus rollos de grasa: ¿cómo confiar en alguien que no puede cuidar de sí mismo?”
Igual que la Lena de antes, pensó Esther: linda, prejuiciosa, divertida... Recordó entonces a la mamá de Lena: una boca fruncida en medio de una cara enorme. Le preguntó por ella y por su padre, un hombrecito de gafas que siempre parecía resfriado.
—Papá murió, pobre. Y mamá está en un geriátrico.
—Lo siento.
Esther se sintió egoísta. Ella, compadeciéndose de sí misma y Lena... Tomó un canapé de salmón pensando, como en el almuerzo en el barrio chino, que su manía tremendista la llevaba a ver una tormenta en un revuelo de hojas y cinco gotas.
—Hace un rato en la visita guiada me topé con Ronald Muñoz. ¿No es genial, Esther, que después de tantos años coincidamos en este lugar? —y con un mohín agregó—: Seguro que de él te acordarás mejor que de mí.
—Contigo fui amiga en la secundaria, con él apenas si salí diez meses.
—¿Todavía los llevas contabilizados? —reprimió una carcajada—. El primer romance queda marcado a fuego, ¿y si lo hacemos llamar con el altavoz?
—¿Qué haríamos decir: “ex novia de la adolescencia busca a...”?
—Podríamos mentir que encontramos un cuaderno con su nombre y que se lo queremos devolver personalmente.
Esther apoyó su mano en el antebrazo de Lena y le dijo, con frágil convicción, que Ronald había quedado bien guardado en el pasado y que era mejor que siguiera allí. Ella ahora estaba casada y no quería sumar otra confusión a su vida.
¿Quién no estaba confundido? Lena bajó los ojos y sus largas pestañas cargadas con rímel ocultaron, por un instante, el ardor ambarino de sus ojos pequeños. Ella se casó, tuvo una niña y se divorció: todo en veinte meses. Y el mes próximo se casaría con un hombre que la doblaba en edad. Del marido, un inmaduro carilindo, lo único bueno que le había quedado era una casa en la playa. Esperaba que Willi, en la avanzada cincuentena, ya supiese dónde estaba parado. Enseguida convinieron risueñas que, si continuaban bebiendo, las que no sabrían dónde pararse serían ellas.
Poca atención le había prestado Esther a la música, pero de pronto el solo de violín la arrastró a un misterioso ámbito y en él su madre le volvió a contar que cuando se declaró el Estado de Israel, papá tomó el violín y se puso a tocar, a pesar de que sólo lo había aprendido de chico y mal, como si Shmuel, su virtuoso hermano mayor asesinado por los nazis, lo guiara... Esther, cuando se apagó la voz de su madre evocando aquel milagro, ya no oyó tampoco la de Lena. Y siguió al violín melancólico hacia una puerta olvidada, se asomó a ella y entró. Y no pudo evitar las lágrimas.
—Cuéntame —la invitó Lena, ofreciéndole la servilleta.
Y Esther le contó.
Su antigua compañera de secundaria, abandonada a los veintidós años con una hija recién nacida, al enterarse de que el marido de la afortunada Esther heredaría uno de los bufetes de mayor prestigio de Nueva York, del que ella podría formar parte cuando se recibiera de abogada, primero la miró con envidiosa admiración y enseguida su expresión mutó en perplejidad. Que al comprobar que la ley de los hombres se manejaba con la chequera, Esther aspirara a conocer la verdadera Ley, no estaba nada mal, ¡si hasta podría servirle en su profesión! Pero que para acceder a la Ley de Dios no tuviera reparos en abandonar su carrera, con lo poco que le faltaba para graduarse, le resultaba incomprensible, en especial conociendo a Esther, que en la escuela había metido su liberal nariz en cuanto curso, reunión o baile se le presentara, sin importarle quiénes los organizaban. ¿Acaso no había sido amiga de ella y de esa chica coreana de nombre imposible de pronunciar? ¿Acaso no había salido con Ronald Muñoz, que andaba con una cruz que le doblaba el cuello? Y qué era ser rabina, ella no conocía a ninguna, y eso que había vivido en el Lower East Side, cerca de Orchard Street.
Iba a responderle a Lena que si ella seguía viviendo allí, no era porque le gustara el barrio sino porque no había dispuesto, hasta el auxilio de Willi, del dinero para mudarse. Y bien contenta que se mostró al hablar de su próxima mudanza a Long Island. Los italianos, los judíos, los latinos, los asiáticos y los africanos sin fortuna no llegaban a acceder al famoso “melting pot”, esquivo crisol de razas para aquellos que no cuentan con dinero ni profesión de jerarquía que los aleje del gueto. Pero no dijo nada.
Esther notó que la mirada de Lena bajaba a su insólito suéter gastado. Iba a explicarle que cuando Bob dio un portazo y la dejó con la palabra en la boca, ella se puso lo primero que encontró y salió en busca del consuelo de sus padres. Pero ni Lena se lo concedía. Estaba visto que hoy no lo iba a encontrar en nadie conocido. La habían confortado los del restaurante chino, con sus distantes gentilezas, y el violinista del que sólo entrevió el apasionado movimiento del brazo. Justificar su suéter la llevaría, tal vez, por su afán comparativo, a preguntarle a Lena por qué usaba un talle menor del que le correspondía y por qué se casaba con el tal William si en la charla sólo se había referido a él como a alguien generoso que no le haría faltar nada. Pero la vio tan orgullosamente desamparada en su cartera de marca y en sus pulseras y anillos, que sólo atinó a explicarle lo poco que sabía ella sobre rabinas.
Enterarse de que en Europa hubo una rabina que murió en 1944 sorprendió a Lena menos que a Esther. Ella, cuando leyó acerca de la trágica existencia de Regina Jonas, sintió algo que los católicos denominarían “el llamado”.
—Allí era algo entendible, Esther. Perseguidos, castigados, ¿en quiénes iban a confiar sino en los de su fe y en Dios? Pero en los Estados Unidos de los setenta, ¿quién no te permite vivir en paz? Tú misma, quizá. ¿Recuerdas a Fred Campbell, ese chico con acné, que dejó un excelente trabajo para unirse a una comunidad de bohemios en California?
Esther pensó que tal vez con los amigos de Fred Campbell se encontraría más a gusto que con las previsibles amistades de su marido.
—Ser rabina no significa ser monja, Lena. Hace unas semanas me encontré con la mujer de un rabino reformista, que asiste al Seminario Teológico Judío con el fin de ordenarse. Tendrías que haberla visto: sonriente, ropa a la moda, tacones...
Lena alisó su cabello lacio con la mano izquierda mientras con la derecha tomaba la copa. Quedó muda por un rato, concentrada en el acto de beber antes de decirle a su amiga de secundaria, como si la única adulta fuese ella:
—Esther, si tus padres creyeron tocar el cielo con las manos cuando les presentaste al candidato y, según me acabas de decir, te casaste muy enamorada, ¿por qué primero no te recibes de abogada, tienes hijos y después, como complemento, estudias para rabina? Cuando seas grande quizá le saques otro provecho a la religión. Casi todas las personas mayores que conozco recurren al cura cuando tienen problemas o se enferman o ven acercarse la muerte: un viejo confía más en otro viejo, ¿no lo crees?
Más tarde, ya en su casa, Esther recordaría las palabras de Lena con ramalazos de rencor e indulgencia. A nadie, después de todo, le gusta que le escarben en la herida.
La nieve había empezado a caer de nuevo. Desde lo alto de la monumental escalera, los automóviles y los semáforos que centelleaban en la noche le resultaron impertinentemente modernos. Sus más de cinco mil setecientos años de historia judía se rindieron ante la majestuosa antigüedad que el museo encerraba y el presente vértigo callejero. Esther se dijo que su pequeña revolución personal era nada al lado de ese choque de civilizaciones. Su marido, de poder leerle el pensamiento, diría burlón que esa comparación era digna de su torpe grandilocuencia.
Miró las luces que parecían humear en el aire frío y dijo por lo bajo: “Mendelssohn”. Sí, la música que la había hecho llorar era el Concierto para violín de Mendelssohn, el que su padre ponía cada tanto y escuchaba con los ojos cerrados. ¿Cómo no lo había reconocido en aquel instante? Corrió escaleras abajo para tomar un taxi, como si su memoria, corporizada, amenazante, la persiguiera.
Mientras el auto comía la noche con sus focos, Esther, apoyada la cabeza en el asiento, volvía a decirse que un día en la vida de una persona es una gota en el océano y que había que darle, como solía repetir su madre, “Tiempo al tiempo”. Pero lo que a ella se le había revelado no era mensurable. Y si para entender sus actuales sentimientos tuviera que poner boca abajo su pasado y caminar sobre él, lo haría. Pensó en su ayer e imaginó sucesivas puertas. Y abrió, de golpe, la que daba a Ronald Muñoz.