Capítulo XXI
ESTABA en la Estación Central de Autobuses de Tel Aviv, mirando impaciente el reloj cuando lo vio. ¿Puede alguien haber cambiado tanto en solo un mes? La barba corta destacaba la forma cuadrangular de la mandíbula y le quitaba ese romántico estilo hertzliano que la había seducido durante el vuelo. Llevaba sí, kipá. ¿Pero dónde habían quedado su levita y su pantalón negros? Ahora, jeans, camisa cuadrillé, suéter sin mangas, mochila... Esther, finalmente, decidió acercarse.
Los ojos claros de ella se clavaron en los oscuros de él, achinados por el sol que le daba de frente cuando, con voz que simulaba despreocupación en el tono, le preguntó si no habían volado juntos. Mientras le decía esto, se tocaba el lóbulo de una oreja, hoy sin adorno. Él sonrió. Era una sonrisa de labios cerrados que se expandía por sus facciones, agrandadas sin aquella barba espesa en la que antes parecían hundirse. Entre el tumulto y las voces, Esther debía esforzarse para oír.
El joven había dejado la Ieshivá que dirigía su tío. Actualmente estudiaba en un seminario rabínico conservador donde se sentía más a gusto. ¿Le sería tan sencillo a ella abandonar el reformismo? Lo escuchaba hablar de sus nuevas experiencias con deseos de contarle las propias aunque tenía la sensación de que él era de esa clase de personas a las que no les interesa lo que el otro pueda decirle. Entonces decidió armarse de paciencia y no apabullarlo con todos los interrogantes que había ido juntando y comenzó con una tímida pregunta:
—¿Su tío estaba en el grupo de religiosos que viajaba en el avión?
—Tío, primos, discípulos de mi tío...
Quiso saber qué lo había impulsado a alejarse de los ortodoxos, pero justo llegaba el autobús y la fila comenzó a desordenarse sin que nadie protestara por quedar rezagado.
—¿Para qué se pondrán en fila? —se preguntó en voz alta y arremetió como los demás hasta que lograron subir.
Ella se sentó junto a la ventanilla y tocó el asiento libre de al lado:
—Bebacayá —invitación intraducible, especie de “bite”, de prego”, de “por favor”.
Le resultó menos evidente la sugerencia en hebreo que lanzarle un directo “siéntese aquí”. Temía que todavía guardara la prohibición de sentarse junto a una mujer. La piel aceitunada no permitía descubrir rubores, pero algo parecido la encendió cuando dijo:
—Todá.
—No hay de qué —se corrió contra la ventanilla para no rozarlo ni siquiera con el vuelo de la falda—. Me alegra tener con quien charlar en castellano, suena lindo. El hebreo lo asocio con el estudio a pesar de que de chica viví tres años aquí.
—Es bueno saber idiomas —fue el único comentario de él antes de comenzar a revolver en su mochila, hasta que encontró una agenda.
Esther observó que los zapatos negros, acordonados, no iban con su ropa informal. Tal vez los zapatos eran una manera de aferrarse al paso de antes, más solemne. Las zapatillas y sandalias impuestas por el clima, el precio alto del cuero, y por el modo de ser de los israelíes, poco afectos a trajes y corbatas, eran rechazadas por aquellos religiosos que consideraban pernicioso cualquier cambio. “Viven en la Edad Media”, solía comentarle Brenda, que amaba Israel pero no soportaba que fuera un estado teocrático.
Se miró las manos, ahora de uñas cortas y sin pintar, como buscando en ellas el ímpetu necesario. Entonces señaló la mochila entreabierta que él llevaba sobre las rodillas.
—Libros —dijo—, yo también los cargo adonde vaya —y le mostró su bolso abultado—. Después me quejo del dolor de espalda.
—Uno aprovecha los viajes para leer.
—Si molesto, me callo.
—Discúlpeme, no quise ser grosero. ¿Usted también vive en Jerusalén?
—Estoy en Ramat Gan. Hago un curso con Nehama Leibowitz, ¿la conoce?
—¿Quién no la conoce? Tiene un programa de radio y no hay quien no desee tomar sus clases, leer sus glyonot, escuchar sus interpretaciones... —dijo, ya desinhibido, como si el tema religioso lo autorizara a hablar—. Justamente ayer estuve leyendo su Parashat Bereshit “A la imagen de Dios”. Es admirable cómo analiza cada palabra, cómo la carga de sentido —con voz grave, recitó—: “Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó; varón y hembra, los creó”. Nehama explica que el estilo y la cadencia de esos versículos son líricos y majestuosos, que el versículo repite tres veces la cualidad que distingue al hombre de toda otra criatura: su creación “a imagen de Dios”. Esto es fuente de conclusiones graves e importantes, es el origen de la dignidad, de la grandeza y de la responsabilidad del hombre.
—Y de la mujer —lo interrumpió Esther. Notó enseguida una leve crispación en su cara, pero no se detuvo. Por suerte, pensó, venía de la universidad y estaba vestida de manera austera—. Perdón, tal vez le suene a atrevimiento, pero me gustaría saber si de no sentir la presión de sus parientes en el avión, me habría ayudado a levantarme.
—No lo sé. Aprendí que no debo tocar a una desconocida. Pero no soy ciego y no pude evitar verla...
Esther creyó intuir la burla en el posterior silencio y se figuró que para él, aquel pendiente llamativo era un insecto corrompiendo su virginal zapato.
—Por suerte ya no llevo esa falda corta ni esa blusa, así no escandalizo a nadie.
—¿Ahora es usted la ortodoxa?
—No, por favor. Uso esta ropa para ir a los cursos...
Esther contempló a los pasajeros de uniforme militar, y a los que iban con kefiyas, galabiyas, levitas, sombreros, kipot, pantaloncitos cortos y se cubrían la cabeza con los típicos “koba tembel”, unos sombreros blandos de explorador, llamados “tembel” porque le dan aspecto de tonto al que los usa. En esa diversidad buscó inútilmente una respuesta.
—Me llamo Esther Fainberg —se presentó cuidando de no extenderle la mano.
—Fabián Abas.
Esther, que esperaba un nombre bíblico, comentó risueña:
—Fabián suena original.
—No tanto. A mi padre no le gustaba la costumbre sefardí de poner el nombre del padre o del abuelo, y a mi madre, menos. Decían que en hebreo uno puede llevar cualquier nombre, por más feo que suene, pero que no hay por qué endilgarle a un recién nacido el peso de un nombre para toda la vida.
—Convertirse en un judío ortodoxo entonces vendría a ser una reacción contra sus padres liberales —aventuró, y enseguida se disculpó arrepentida.
—No se disculpe. La mayoría lo tomó como usted dice. Mamá murió cuando yo tenía diez años. Papá se volvió a casar, soy hijo único y no toleraba otra mujer en casa. Me fui a vivir con mi tío y ahí comenzó todo. En realidad me interesa la historia, la genealogía... Y la religión tiene mucho que ver con estas disciplinas. Primero me decía que formarse como judío observante presupone dejar de lado lo fácil. El autocontrol necesario para cumplir con los preceptos, pensaba, también me permitiría controlar la ira, el rencor, sentimientos poco dignos. Y aceptaría la muerte de mi madre... Acercarse a Dios es una manera de comprender a los otros y conocerse a sí mismo.
Esther pensó que no era conveniente indagar en lo personal. Entonces dijo:
—La semana pasada aprendí que el verbo hebreo para orar es reflexivo y significa juzgarse a sí mismo. Leer el libro de oraciones estimula la meditación y uno, sin darse cuenta, va cambiando... Es como construir un carácter nuevo a través de nuevos hábitos. Me alegra que la religión lo haya confortado.
—Sí. Se mezclan los sentimientos de pequeñez y de grandeza y ya nada es como era antes, ni la gente, ni la comida, ni las diversiones... Los laicos nos miran como a bichos raros, en especial a los ortodoxos.
—Pero ahora...
—Me aparté del modo en que mi tío y mis parientes quieren imponerse sobre todas mis cosas, no de la religión. Fueron muchos años en la práctica estricta. El Talmud dice: “Es sabio quien aprende de cada hombre”. Hoy estoy en el aprendizaje y aprendo de cada persona que se cruza en mi camino —la miró como diciéndole que si estaba hablando con ella no era con segundas intenciones, sino porque ella formaba parte de ese aprendizaje.
—A mí me sucede algo parecido. También considero que haber llegado hasta aquí no significa solamente estudiar con Nehama. Del sacrificio de los israelíes se pueden extraer muchas enseñanzas.
—¿Es un razonamiento sionista?
—Por supuesto —Esther lo interrogó con gesto irónico—, ¿debería avergonzarme de él?
—El grupo al que pertenece mi tío considera que estamos esperando la llegada del Mesías y hasta que...
Esther, con los ojos en el paisaje, para que no viera su enojo, respondió:
—Qué retrógrados. Mi nombre en hebreo es Hadassah, como la primera institución femenina sionista en los Estados Unidos, y aunque no formé parte de ella, me considero heredera. La historia de nuestro pueblo está ligada a la religión pero también a las persecuciones. A ti y a mí —en el apasionamiento comenzó a tutearlo— no nos exigieron la medalla amarilla en el gorro ni que nos colgáramos la palabra “infieles”, ni nos persiguieron por las calles de Bagdad, de Ucrania, de Babilonia, de Cracovia, de Toledo, de Damasco, de Berlín... No, ya no nos obligan a arrastrar una bola de más de dos kilos ni a prendernos la estrella de David, pero arrastramos la carga de los que nos discriminan desde afuera y lo más triste es que también somos discriminados dentro del judaísmo. Los laicos creen que los religiosos somos unos atrasados y los ultraortodoxos creen que sólo ellos tienen derecho a considerarse judíos —no lo miraba a la cara porque temía que su expresión la repudiase y su catarata verbal necesitaba seguir derramándose—. Me alojo en casa de un matrimonio que perdió a su único hijo en la Guerra de los Seis Días, vayan ustedes a decirles a los padres de los soldados muertos que esa sangre fue derramada en vano porque aún no llegó el Mesías. Es maravilloso que ahora usemos el hebreo no sólo en la plegaria y el estudio. Tal vez ignores que en 1948 Jerusalén fue sitiada y que si lo ingenieros no hubiesen abierto un desfiladero a través de las montañas no estaríamos viajando en este micro...
—Estoy a favor de un Estado Judío —la cortó, seco—. Tal vez hayas pensado en algunos extremistas cuando dijiste retrógrados, pero quiero aclarar que muchos ortodoxos ayudaron a levantar Israel.
Esther señaló como elocuente respuesta los tanques oxidados en las colinas. Le describía las viñas y olivares como si él fuera ciego, como si no hubiese hecho otras veces esa ruta, como si no entendiera la muerte que guardaba cada carrocería, cada cañón, cada rueda... Necesitaba sentirse superior para vengarse del sueño en el que él la hacía barrer el patio de la sinagoga, y barría con sus ademanes enfáticos y su voz sentenciosa dirigida a la muchacha autómata, a la Golem que el viento llevaba de aquí para allá. Del otro lado del sueño ella era la poderosa.
Se hizo a un costado para que Fabián pudiese ver mejor por la ventanilla, y él se estremeció con la cercanía de esa cabellera suelta. Esther tuvo la certeza de que los herrumbrados vehículos de guerra la acusaban por su desafiante actitud. Fabián Abas sólo se había limitado a mirar hacia fuera cuando ella se lo indicó. ¿Le había mordido el pelo antes de enderezarse en su asiento, apoyar la cabeza en el respaldo y hacerse el dormido? Ambos transitaban por los pasillos de sueños diferentes. Y en los sueños los vivos y los muertos eran una sola cosa.
Miró el reloj y se despidió, apurado. Antes de bajar, Esther le había anotado sus datos en la página de un cuaderno, por si él iba por Ramat Gan o si deseaba llamarla algún día por teléfono... Mientras Abas se alejaba con sus zapatos de boda, sus pantalones de jean, la mochila en la espalda, Esther descubrió los flecos rituales asomándose por debajo del chaleco tejido. Él se perdió en la muchedumbre, y ella, para variar, en sus dudas.
No era la primera vez que llegaba a Jerusalén pero tenía la sensación de que la miraba con ojos de primeriza. La explicación que le diera a Abas, como maestra a alumno que desconoce la lección, se la estaba diciendo a ella misma, pues desde Nueva York había aprendido, igual que muchos judíos dispersos por el mundo, a nombrar Jerusalén como parte de una utopía. Pero ahí estaba, al alcance de su mano, y no debería esperar hasta el año próximo.
Entrando en el pasado, sus errores repicaban en el camino de piedra. Pidió perdón y se sintió aliviada. Oyó un cántico, tal vez la invitación a la plegaria. ¿Brotaba de las calles atestadas o bajaba desde la alta voz del muecín? Difícil saber qué estaba arriba y qué abajo en esos pasadizos de la espiritualidad. Ni siquiera la gorda que sacudía un espantamoscas de cintas sobre una montaña de dátiles pudo sustraer a Esther de esa sensación de ingravidez. Desde un bar, el invitante aroma a café turco, pero cómo entrar a un lugar de hombres.
Se detuvo en un mercadito de especias y compró variedad de pimientas para regalarle a Pnina Fest. Esther adoraba el ardor perfumado de las comidas condimentadas, su madre a veces le decía que tenía paladar de turca, porque dejaba caer sobre el plato sopero esa lluvia que encendía las narices de los comensales. Ella también estornudó mientras le pagaba al árabe que tenía los ojos como revueltos en sangre. Deben estar irritados por lo que vende, pensó al guardar la bolsita.
Rosarios, imágenes de santos, crucifijos de distintos tamaños y materiales... Los peregrinos se apiñaban ante la tienda, ilusionados, quizá, con la cuota de salvación, devoción, amor, miedo, superstición, que cada objeto guardaba. Los contempló en su avidez mística y su antigua racionalidad la condujo a sí misma, tratando de extraer el jugo de la esencia judía en el estudio y en la reflexión. Pensar en los hombres y mujeres que portaban aquello que iría a sus casas o a la de seres queridos como una manera de expiar pecados o elevar pedidos la llevó a la época de los primeros cristianos, estrechamente relacionados aún con la Biblia, que después pasaría a ser para ellos el Antiguo Testamento y, por lo tanto, a la prohibición de adorar ídolos. Estaban repitiendo el camino de Jesús, y quizás algunos ni se acordaban de que Jesús también fue uno de esos judíos de bucles rituales y filacterias que rezan y cumplen los dictados de la Torá.
El tiempo allí era un espejo roto y en sus trozos dispersos, Esther creyó estar viendo escenas que se remontaban a cinco mil, dos mil años y, reflejándose sobre éstas, las más recientes. En la ciudad vieja de Jerusalén todo resultaba un acertijo, y Esther se preguntó, como la mayoría de sus visitantes, quién era y en qué época estaba. Y contempló la falsificada estampa del lejano ayer en los grabados bíblicos expuestos a la venta en un bazar de piso cubierto por alfombras y cojines, por donde ella ahora paseaba su mirada curiosa. Colinas, olivares, viñedos y figuras que acarrean agua, llevan animales a pastar, siembran... El río Jordán, y en sus orillas mujeres que lavan ropa. Esther, al imaginar el río que corre hacia el Mar Muerto, recordó los cuerpos de sus padres y el de su hermana, junto al de ella, flotando en las aguas salitrosas, curativas. “También a las nenas les va a hacer bien, Sara, no las hagas salir”, había dicho papá. “Mamá, papá, no nos hundimos”, gritaban, cubiertas de barro, de calor y de júbilo... Barro que ahora las casas de cosmética importaban a precio oro. Mascarillas y ungüentos para las damas que, en los salones de belleza, aventuraban una posible juventud eterna entregándose a las propiedades mágicas del lejano mar. ¿Y si ella fuera como esas señoras aburridas y su cauce, al igual que el del Jordán, acabara en el pozo que según un viejo himno “los mismos reyes cavaron con su cetro”?
Contemplándose en el gran espejo de marco oval de la tienda a la que había entrado, seducida por túnicas de gasa, sandalias con pedrería, velos multicolores, ánforas de bronce, collares..., se burló de sí misma: “Mírate, reina Esther, tus ojos claros parecen hundirse en el lápiz negro que los bordea”.
Unos pendientes largos, agitanados, similares a aquellos que usara en el vuelo, se destacaban en el atiborrado exhibidor. Haber renegado de ellos por asociarlos con la caída, le resultó otra torpeza más.
—Fíjese qué bella está toda cubierta —dijo el hombre que le había explicado cómo ponerse el shador.
Envuelta en el deseo del hombre y en sus palabras con resonancia a harén, látigo, miel, penitencia, creyó ver los brazos de Bob desplazando al vendedor: “Esther, baby, me gustas más sin maquillaje”. Esther se desembarazó de esa aparición tan engañosa como el shador, y terminó comprando los pendientes que, más tarde, al compararlos con los desterrados en el fondo de un cajón, le resultarían idénticos. “Las situaciones y los objetos se repiten”, murmuró caminando por el pasadizo que de pronto se abrió a un claro en el que había un despacho de té de menta.
Un árabe corpulento pasó frente a los que estaban bebiendo. Detrás de él, dos mujeres de huidizos ojos desnudos iban a los saltitos. El anillo del que se bamboleaba con aires de jeque respondía los respetuosos saludos. Esther cruzó el estrecho empedrado junto a judíos de sombrero orlado en piel y sacerdotes con tonsura. Marchaban de prisa, la cabeza gacha. Ninguno de esos hombres parecía apreciar lo que atravesaban con paso firme: quizás estaban en el mismo espacio pero en tiempos diferentes.
Se distrajo con el par de monjas que consultaban un mapa y con la evocación de su respuesta a Lena, allá, en el café del Met: “Ser rabina no es ser monja”.
Turistas de pieles lechosas, y máquinas fotográficas al cuello, seguían a un guía altísimo que los hacía apurar. Una muchacha protestó, “stop, please”, y disparó su cámara frente a un joven descalzo que montaba un burro.
Un soldado saboreaba su golosina con gesto infantil. Y ella se apiadó de ese niño con uniforme que, para preservar lo otorgado y lo conquistado, debía empuñar las armas. ¿Fue rabí Aquiba quien dijo que el principio básico de la Torá es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”? “Difícil cumplir con los preceptos y conservar la vida, cuando la vida está en riesgo. ¿No es así, Esther?” Mordió el turrón de almendras tostadas que acaba de comprarle a una mujer bizca que la convenció de que llevara también un paquete de los de sésamo, la oferta del día. “¿Otro regalo para los Fest?” Pensó en el judaísmo, intento espiritual gigantesco del ser humano de ir en busca del misterio mayor del sentido de la vida, el sentido del mundo y el encuentro con la divinidad. La marca de la foto de Dan Fest contenía parte de ese misterio: aunque no estuviera en la pared, se la presentía. Esa sangre derramada formaba parte ya de un río de sangre. ¿Cómo olvidar que en Palestina, antes de la destrucción del Templo, en el año 70 de la Era Cristiana, había una población de tres millones de judíos? Asesinados, dispersados, rezando en sitios ocultos por el año próximo en Jerusalén. “Y tú, Esther Fainberg, has vuelto a Jerusalén.”
Una simple pared y, sin embargo, la convicción de estar en el Gran Templo. Apoyó las manos en la piedra, en su aspereza de cicatriz supuraba la herida aún abierta. Desfilaban en sus ojos cerrados las sinagogas quemadas y las improvisadas en cuevas, en casas de familia...: “Le shaná abá ba Irushalaim”. Pero ya estaba en Jerusalén, contemplando, ahora, los papeles en las juntas de las piedras. “¿Dios sabrá leer en tantos idiomas diferentes?”
En la explanada, un ciego vestido con una chilaba blanca iba sostenido por dos hombres que parecían llevarlo en andas. En la expresión del viejo privado de la visión había una luz que sólo la fe era capaz de encender. Esther se tocó la cara intentando descubrir si sus facciones, en ese ámbito sagrado, habían perdido la crispación de la duda, pero se dijo que no debía culparse por dudar, que una razón activa no presupone la falta de fe sino la afirmación de la existencia de un Dios que le otorga un significado a la vida, aun en el sufrimiento.
Un grupo de personas se apretujaba alrededor de una muchacha pelirroja. Esther, curiosa, se aproximó. En inglés ella les hablaba del asedio que duró tres años y del Templo que eclipsaba a todos los demás: “Erigido por Salomón y destruido por Nabucodonosor, consagrado de nuevo con más modestia por Ezra y Nehemías, se elevó con renovado esplendor durante el reinado de Herodes, aunque su construcción sólo concluyó poco antes de que lo destruyera Tito”.
Las cámaras se apresuraron en apresar las imágenes. Una vieja de pañuelo floreado en la cabeza no cesaba de llorar, tal vez ni siquiera oía el discurso de la muchacha, ya bastante tenía ella con sus lágrimas y sus penas.
Dos figuras parecían incrustadas en la piedra. Sobre el manto ritual que los cubría anidaba un sol alto, desértico. Esther se vio apretándose contra el velador mezquino para seguir leyendo sin despertar a la hermana ni irritar a mamá, que le ha repetido infinidad de veces que se quedará sin ojos y que a la mañana hay que madrugar para ir a la escuela... La habitación era absorbida por la sombra y ella, abovedada bajo la lamparilla, crecía en las páginas del libro. “¿También los orantes tendrían en sus libros de rezos una iluminación propia?”
El empecinamiento de la naturaleza había hecho nacer brotes de hierba en las juntas del muro. Envuelta en la claridad violenta de la explanada donde la única sombra era la de la piedra, se le reveló que ella se asemejaba a los hombres piadosos: la proximidad con la pared les evitaba darse cuenta de que el resto del Templo no existía. La muralla de circunvalación también anulaba la posibilidad de que más allá de la ciudad vieja y el Monte del Templo hubiera autobuses, edificios altos, supermercados, cines...
Encapsulada en visiones bíblicas, Esther llegó al sector nuevo de la parte antigua. De las formas respetuosas de la arquitectura surgía un guiño hollywoodense: David y Betsabé en terrazas desde las que se avistan palmeras y una muchedumbre aséptica. Pero igual se dejó atrapar por el encanto de esas construcciones, joyas que imitaban las verdaderas.
Caminó por callecitas que eran una trampa para el ojo, porque en cuanto se acercaba a una ventana, atraída por los maceteros con flores, veía un televisor encendido. Le contaron que era un barrio exclusivo y que una vivienda allí costaba tanto o más que en el sector elegante de Tel Aviv y que muchos judíos pedían ser enterrados en las proximidades de la Puerta de Oro —la “Llena de Piedad”— para esperar la llegada del Mesías. Cavilaba Esther acerca de esa otra trampa ya que, como estaba escrito, el judío esencialmente se salva por sus acciones y no por su ubicación geográfica ni por sus plegarias.
Desistió de su idea de visitar en el mismo día “Meá Shearim”. Bastante había tenido con haber llamado retrógrados a los parientes de Fabián Abas. Quizás ellos fueran parte de los que se alojaban detrás de esa fortaleza de “cien portones” para ignorar a la Israel que se atrevía a ser.
Desde los quioscos se expandían aromas a shishkebab, falafel, tjina, humus, encurtidos... Al costado del comercio más grande, unas pocas mesas de metal. Esther se sentó en la frágil silla replegable como si se tratara de un trono. Partió la hogaza todavía tibia para mojar los trozos en la pasta de garbanzos. El aderezo de las pequeñas aceitunas negras era picante. Bebió un refresco. Comía despacio. Las yemas de los dedos apreciaban la textura del pan árabe y de las pastas, distribuidas en tres platos.
Se quedaría horas, allí, en la semipenumbra. De a ratos levantaba la vista hacia un sol tímido, asomado entre un enjambre de toldos. Oyó las campanas. También su cuerpo hizo sonar la del deseo. La aceituna con reminiscencias helénicas le encendió la boca.
Jerusalén le resultaba tan blanda como el pedazo de pan que hundía en la salsa. La ciudad amurallada, a pesar de estar hecha de piedra y a pesar de los griegos, los romanos, los cruzados, se levantaba ante ella luminosa, intocada. Esther recordó unos versos: “A Jerusalén no se va / a Jerusalén se vuelve...”
A pesar de que la distancia deformaba la visión del mercado, reconoció a Fabián Abas, unos pocos metros adelante, junto a un puesto. Sí, era su chaleco, su camisa... Esther preguntó, en voz alta: “¿Cuánto es?” Dejó el dinero sujeto por la botella, hizo una seña, y se levantó.
Le hizo una descripción detallada de Fabián a la vendedora.
Esther se asombró de lo bella que era: el velo que le envolvía la cabeza destacaba el óvalo de la cara; la boca y los ojos parecían maquillados, pero por la naturaleza, ya que no había rastro de cosméticos.
—A veces viene y compra —respondió la chica, con timidez.
—Perfecta —murmuró Esther mientras se alejaba.