22
¡Ese cabrón era gigantesco! Jay se sintió como una sardina intentando hacer frente a un gran tiburón blanco. No estaba seguro de lo que haría la pistola si disparaba, pero si la cucaracha movía una sola antena, desde luego que lo iban a averiguar, con galaxia o sin ella.
La cucaracha les escupió.
Fue algo tan rápido que a Jay le pareció increíble. De repente disparó una bola viscosa y pegajosa del tamaño de dos pelotas de baloncesto, que le pringó los brazos y el arma. La bola estaba unida a la cucaracha por una especie de moco largo de la misma sustancia. Jay intentó apretar el gatillo, pero no le dio tiempo. La cucaracha... aspiró y succionó de nuevo la masa viscosa, junto con las armas de Kay y Jay y parte de la piel de sus manos. Además del Rolex falso de Jay.
—Oh, oh —exclamó Kay.
Jay se dio cuenta de que más le valdría estar en otro lugar e hizo ademán de huir, pero la cucaracha, muy rápida para ser un ente de semejante tamaño, golpeó a los dos hombres con una de sus pinzas y los envió volando a cuatro o cinco metros de distancia. Los dos cayeron rodando.
—¡Sigo con «las manos en la cabeza», bolas de carne! —se burló la cucaracha.
Las enormes pinzas se cerraron con un ruido seco, como si un gigante hubiera partido un poste de teléfonos por la mitad.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jay, mientras se ponía en pie con dificultad—. Esto no está saliendo exactamente como lo habíamos planeado.
—Este tío está empezando a cabrearme —respondió Kay.
Se limpió un poco el traje.
—¿Ya no puedes utilizar el neuralizador para que se olvide de quién es?
—No funciona con las cucarachas.
—¿No te quedan más truquitos en el sombrero?
—Me imagino que ya no tendrás el Mosquito Zumbón.
—¡Hostia! ¡Sí que lo tengo! —exclamó Jay.
Se llevó las manos al bolsillo de la chaqueta.
Vacío.
—Mierda —gritó—. Se me debe de haber caído.
—Pues ahora ya no tenemos tiempo para buscarlo.
Kay miró fijamente a la cucaracha, que seguía
de pie frente a ellos, observándolos. Jay no estaba J§ seguro, pero le pareció que estaba sonriendo. Probablemente se lo estaba pasando de puta madre. En seco, la cucaracha dio media vuelta y se encaminó hacia la nave. Kay fue tras ella.
—¿Adonde vas? —le preguntó Jay.
—Tengo que recuperar mi pistola.
—¿Y cómo? ¿Le vas a meter los dedos por la garganta a ver si la vomita? ¡Se ha tragado las putas pistolas, Kay!
—Pase lo que pase, no dejes que se meta en la nave.
Jay le miró fijamente.
—¿Y cómo se supone que se lo voy a impedir? ¿Intento convencerla?
—¿Y por qué no? Podrías matarla de risa.
Kay fue tras la cucaracha. Jay miró a su alrededor, buscando una pistola, una piedra, un palo, cualquier cosa.
—¡Eh, bicho! ¿Adonde vas? —gritó Kay.
La cucaracha no se detuvo.
—¡Eh! ¡Te digo a ti! ¿Sabes cuántas de tu especie me he cargado con un periódico enrollado?
La cucaracha frenó en seco. Se dio media vuelta y miró a Kay de forma amenazadora, como un tira— nosaurio rex en versión insecto.
—¡No eres más que un pegote amarillo en la página de deportes, capullo! ¡Un asqueroso parásito intestinal come-mierda!
Kay se agarró la entrepierna igual que hacen los jugadores de béisbol para ponerse en su sitio las pelotas.
—¡Cómeme!
La cucaracha soltó un bufido que a Jay le sonó como el silbido de veinte locomotoras de vapor. Abrió la boca, desencajando las mandíbulas igual que una serpiente. Se abalanzó sobre Kay y se lo comió. Cuando le llegó al buche, echó la cabeza hacia atrás y se lo acabó de tragar entero.
Jay vio cómo el cuerpo de Kay bajaba por la garganta de la criatura, que se dilató como si se tratara de una serpiente comiéndose una rata. Podía distinguir los golpes y patadas que daba Kay dentro del bicho. Oyó un grito sordo mientras desaparecía.
Joder!
La cucaracha se alzó completamente, era un verdadero monstruo. Rugió de forma atronadora, como si fuera un tornado destrozando un aparcamiento de autobuses.
Fin de la partida, pensó Jay. Había que hacer algo. De ninguna manera iba a acabar como postre.
El estómago de la cucaracha no estaba recubierto de un exoesqueleto, sino que era más bien como cuero duro. En el interior de aquella cosa Jay distinguió el contorno de una de las pistolas que se había tragado. Y también lo que parecía una mano avanzando a tientas hacia el arma.
¡Mierda!
La cucaracha dio media vuelta en dirección a la nave.
Jay sabía que tenía que actuar deprisa. Rápidamente adelantó a la cucaracha y se fue directo a los escombros que había en el lugar donde se había estrellado la nave. Encontró un bloque de hormigón del tamaño de un melón y lo levantó con esfuerzo. Cogió algo de carrerilla para tomar impulso y le lanzó el misil.
El cascote acertó a la cucaracha en una cadera y rebotó.
Mierda.
Jay miró a su alrededor. Vio un trozo de metal retorcido, una barra más o menos de su altura y del grosor de su muñeca. Lo recogió y se acercó a la cucaracha por detrás cuando ésta se acercaba al platillo.
—¡Quieto ahí, bicho, o te hago un agujero nuevo en el culo!
La cucaracha no le hizo ni caso. Se detuvo un momento para soltar un eructo escalofriante y se puso a quitar escombros de debajo del platillo.
Jay le golpeó con la barra metálica, una y otra vez. Sonaba igual que si le estuviera atizando a un enorme bidón lleno de aceite.
Laurel no daba crédito a sus ojos. Todo era cada vez más y más raro. Iba a necesitar un nuevo vocabulario para definirlo. Primero el alienígena se arrancó el disfraz de humano y creció hasta convertirse en una cucaracha gigante. En un abrir y cerrar de ojos multiplicó su tamaño por cinco. Luego les escupió a los dos hombres una especie de mocarro, les quitó las armas y se las tragó.
Y luego se comió a uno de ellos.
Tenía que bajarse del árbol cuanto antes y alejarse lo máximo posible de aquel lugar. Ni siquiera pasear de noche por Queens le daba tanto miedo. Puede que los gamberros del barrio le hicieran cosas muy desagradables; puede que incluso la mataran, pero casi seguro que después no se la iban a comer.
¡Vamos, hay que bajar!
Empezó a descender del árbol. Se arañó las manos, las piernas y la cara, pero no le importó. Ya se curaría, a menos que acabara siendo digerida en la barriga de una cucaracha del tamaño de un elefante.
¡Venga! ¡Vamos!
Kerb, que ya no tenía que recordar que se llamaba Edgar, cesó de excavar debajo del platillo. Se le pasó por la cabeza escalar la otra torre y llevarse la segunda nave.
No, mejor usar la que ya tenía. Estaba más cerca, tenía mucha prisa y además una caída tan pequeña no debía haberla estropeado.
Se percató de un golpeteo rítmico. Se giró.
Enfrente suyo, mucho más abajo, vio al humano de color oscuro, golpeando su exoesqueleto con un objeto metálico. A Kerb le pareció de lo más divertido. Había que reconocer que tenía valor, aunque cerebro no, desde luego. Se agachó, agarró la barra metálica y tiró de ella.
El humano la soltó. Buena idea, o si no hubiera salido despedido a una distancia considerable, teniendo en cuenta la forma actual que presentaba Kerb.
Kerb atacó al humano con la barra metálica, pero éste se echó al suelo y falló por poco. Tiró la barra e intentó matarlo con una de sus pinzas, pero el humano rodó hacia un lado y la clavó en el hormigón. ¡Bah!
Jay rodó por el suelo hasta quedar debajo de la cucaracha. Como se sentara le iba a hacer papilla. Vio una tira de acero retorcida, con un extremo muy afilado. La cogió. El bajo vientre era blando. ¡Puede que si le pinchaba con fuerza se desinflara como un neumático!
La cucaracha dio media vuelta con esas patas enormes, se inclinó hacia delante, igual que uno de esos juguetitos que se balancea y bebe agua de un vaso, y de pronto Jay se encontró a escasos centímetros del feo rostro de la cucaracha, que le miraba cabeza abajo.
—¿Qué haces ahí abajo, bola de carne?
Jay se apartó precipitadamente en el momento en que la cucaracha intentaba morderle con sus increíbles mandíbulas. Salió rodando de debajo de la cola y echó a correr como alma que lleva el diablo.
Kerb pensó que por fin aquella diminuta criatura había entrado en razón.
Se puso de nuevo a quitar escombros. Apartó un enorme bloque de material de construcción.
Oh, oh. Un boquete en el casco. ¡Joder! Se supone que eso no tendría que ocurrir en una nave vermariana. ¡Vaya mierda de acabados!
Bueno, aún quedaba otra nave. Más le valía darse prisa en subir.
Se alejó de la nave inservible.
A Jay se le estaban acabando las ideas. Kay seguía vivo dentro de la cucaracha, y si lograba coger la pistola antes de ser digerido por los jugos gástricos de esa cosa, aún les quedaba una posibilidad.
Tenía que hacer lo que fuera para retrasarlo.
Cogió carrerilla e intentó derribar a la cucaracha de un empujón.
Bueno, se abalanzó sobre una de las patas y la agarró con fuerza, pero al bicho le hizo el mismo efecto que una pulga mordiendo a un San Bernardo.
—¡Puede que seas un pedazo de cabrón en tu colmena, so capullo, pero ahora estamos en Nueva York! ¡Aquí no eres más que un turista! ¡Quieto!
La cucaracha aceleró y Jay tuvo que soltarse. Consiguió agarrarse a la cola, por fortuna muy por encima del aguijón.
—¡He dicho que te estés quieto! ¡Párate o te arrepentirás!
Laurel ya casi estaba en el suelo. Sólo un poquito más y podría saltar. Tampoco es que tuviera tanta prisa. No le interesaba torcerse un tobillo y no poder correr a toda pastilla, no señor.
A medida que había ido descendiendo por el árbol, había perdido de vista la pelea (si es que podía llamársele así) entre el muchacho y la cucaracha. Sólo había podido echar algún que otro vistazo. Vio que el chico le gritaba a la cucaracha y le pegaba con algo, y que, para su desgracia, le estaban dando una soberana paliza.
O bien era el hombre más valiente que había visto jamás, o mucho más idiota de lo que pensaba, lo cual era difícil de creer.
No se había atrevido a atacar a esa cosa cuando tenía aspecto humano, de modo que ahora tampoco pensaba acercarse.
Kerb miró a sus espaldas. Ahí estaba otra vez esa pequeña bola de carne, agarrada a su cola. ¿Acaso los humanos no tenían siquiera la inteligencia de un pedrusco?
Aparentemente no.
Sacudió la cola violentamente y envió al humano diminuto volando por los aires. Se giró antes de que cayera al suelo. Ya no tengo tiempo de jugar, terrícola. He de irme.
Jay cayó en mitad de un contenedor. Por fortuna la basura putrefacta era blanda y amortiguó la caída, o se hubiera matado.
Se puso en pie como pudo, se sacudió unas pieles de plátano de la cabeza y se limpió de la cara una sustancia que olía como una vomitona arrojada la semana anterior.
Ahora sí que se le habían acabado las ideas.
Bajó la mirada y vio a una cucaracha que le corría por el brazo. ¡Mierda! Se la quitó de encima.
Miró al suelo y vio una docena más de cucarachas, algunas de ellas del tamaño de su pulgar, molestas por su repentina visita. Cucarachas. ¡Cucarachas por todas partes!
No es tu principal motivo de preocupación, ¿no crees, Jay? Unas cuantas cucarachas vulgares no tienen la menor importancia si te enfrentas a un bicho como Edgar. O lo que había sido Edgar.
De repente se le ocurrió algo.
Miró al suelo y dio una patada en un lateral del contenedor oxidado. El metal era fino y cedió. Se salió toda la basura y, con ella, una oleada de cucarachas, que tiñeron el suelo de un color marrón oscuro. Jay salió del contenedor de un salto y cayó en mitad del ejército de cucarachas irritadas.
¡Puaj!
No hay nada que suene igual que cuando se pisa una cucaracha. Es una especie de crujido seco. Una vez que lo has oído, ya no se te olvida jamás. Jay había crecido oyéndolo. Por mucho que sus padres echaran matacucarachas en casa, siempre había unas cuantas que sobrevivían y acababan aplastadas en la suela del zapato. Su madre sentía una vergüenza infinita por culpa de esos bichos. Según su padre, habían venido de Misisipí dentro del viejo arcón de cedro de la abuela. No alcanzaba a comprender cómo habían podido sobrevivir en Pensilvania pero, vinieran de donde viniesen, no había manera de acabar con ellas. Algunos meses la madre de Jay sólo atrapaba unas cuantas con las trampas que ponía, o veía un par de ellas que salían de los resquicios arrastrándose para morir, pero jamás consiguieron eliminarlas a todas.
En su anterior apartamento las cucarachas eran capaces de romper las trampas y llevárselas a rastras, comerse los polvos venenosos y encima rebañar el plato.
La única manera de asegurarse de que estaban muertas era pisarlas y escuchar el crujido.
El alienígena, que ya se dispoma a escalar la torre, se detuvo. No parece que tuviera ningún problema auditivo.
—¡Eh, bicho! ¡Mira! ¡Me parece que acabo de aplastar a tu primo!
La cucaracha dio media vuelta. No parecía muy contenta.
—¿Quéhas dicho?
Bueno, Jay. Ya te está haciendo caso. ¿Y ahora qué?