16

Kay miró la pantalla y observó varias luces identificadoras que parpadeaban incluso mientras él permanecía allí. Él y el chico se dirigieron al despacho de Zed.

Cuando llegaron, Zed miró a Kay y negó con la cabeza.

—La política de contención podría ser un punto de vista interesante. Por la forma en que se marchan, es probable que haya una señal en el puerto que diga: «¿Podría por favor la última nave extraterrestre apagar las luces?» —le explicó Zed.

—No puede ser tan terrible —le dijo Jay— ¿verdad?

Zed se puso de pie, se dirigió a la puerta y señaló el piso inferior.

—Hay personal que ya se esta marchando —declaró.

Kay vio a tres vermarianos que cargaban con maletas.

—Maldita sea —se lamentó—. No me puedo creer que Iggy abandone. Creí que era un gusano que luchaba por sus principios.

Mientras lo decía, se dio cuenta de que el chico haría una broma al respecto, pero debió de pasarle por alto.

—Todos tienen más experiencia con las cucarachas que nosotros —afirmó Zed—. Es como una gran comida en familia en un restaurante caro. Nadie quiere quedarse y que le toque la cuenta.

—¿ Qué me dices de los arquilianos? —preguntó Kay.

—Parece ser que todavía tenemos problemas con el diccionario de arquiliano en nuestro traductor. Por ahora sólo hemos conseguido una parte del mensaje. Dice: «Entreguen la galaxia.»

—Genial. Fantástico. Nadie sabe qué diablos está pasando.

—¿Lo ves?-dijo Jay—. Te dije que tenía algo que ver con una galaxia. A lo mejor quieren un Ford, ya sabes, como el que conduces tú. ¿Un Ford Galaxy?

Kay fulminó a Jay con la mirada. El chico sonrió burlón. Tenía muchas agallas, de eso no cabía ninguna duda.

—Se recibe mejor —continuó Zed. Llamó a las gemelas—. ¿Podéis acercar la imagen en pantalla?

Al menos las gemelas no habían abandonado todavía.

La imagen de la pantalla grande cambió de posición.

—Y otro contendiente ha penetrado en el anillo... —anunció Zed.

—Ay, ay —dijo Kay.

Miró la escala. Había un segundo crucero de combate, a sólo unos miles de kilómetros de los arquilianos.

—Déjame adivinar —murmuró Jay—. La familia del pequeño tipo verde. ¿Nos están jodiendo a nosotros también?

—Un crucero de combate haitiano, eso es. Un puro como premio para el señor.

—¿Quieres que acabe teniendo cáncer de pulmón?

—No tendrás tiempo para eso. De hecho, ni siquiera tendrás tiempo de fumártelo si no levantamos el culo de aquí y arreglamos la situación.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

—Lo que necesitamos es enterarnos mejor de cómo va la política galáctica. Pasan cosas entre los de A y los de B que no sabemos, necesitamos información.

—¿Algo así como una enciclopedia?, ¿como un Internet del espacio exterior o algo parecido?

—Éste es el problema que tenéis vosotros los jóvenes, creéis que lo podéis aprender todo de un vídeo o de un ordenador. No, lo que necesitamos es un experto. Conozco a la persona adecuada... si es que todavía no ha salido zumbando del planeta.

—Estoy con usted jefe. ¡Adelante!

—Vamos —dijo Zed—. El tiempo se acaba.

Kay asintió.

—Ya has oído. En marcha.

Todos salieron.

Edgar detuvo el remolque, salió y se puso a maldecir en voz baja a medida que se alejaba. Se suponía que los policías y los militares terrícolas no tenían el armamento que habían usado contra él en la joyería. Eso significaba que la patrulla de frontera ya sabía de su existencia. Estarían vigilando su vehículo. Y lo que era peor, ahora tendrían su nave.

¿Qué podía hacer? ¡Tenía que controlar la situación! Tenía que encontrar lo que buscaba ¡y encontrarlo en seguida! Sin eso, la nave se convertía en la menor de sus preocupaciones. No abandonaría esa roca sin lo que había ido a buscar. En aquel momento, los haitianos o los arquilianos —o ambos— tendrían una nave en las proximidades.

Cuando averiguaran lo de sus embajadores muertos, su enfado sería considerable. Aquella parte funcionaba de acuerdo con el plan, pero después de eso, las cosas se habían desbaratado completamente.

Bueno, no, no del todo. Estaba seguro de que sabía lo que era el premio... aunque no sabía con exactitud dónde estaba. Pero podría encontrarlo si tuviera un poco más de información. Había vuelto al restaurante donde había matado a los dos embajadores y había estado observando desde un escondite antes de abandonar el lugar con la caja que los haitianos habían llevado. Vio lo que se había hecho evidente cuando retiraron los cuerpos. Sabía dónde debían de haber sido llevados.

Llegó hasta una pequeña estructura en cuya parte superior de la cual había muchos periódicos. Ah, sí, un edificio de información llamado quiosco. El hombre que estaba tras el mostrador lo miró fijamente.

Edgar consideró su situación. Bueno, de acuerdo. Era un quiosco de información, ¿o no? Edgar se movió con rapidez, agarró al terrícola por la parte superior de su ropa y lo levantó del suelo.

—¿Dónde guardáis a vuestros muertos?

—Yo... yo... ¡Yo no tengo ningún muerto! —espetó el terrícola.

Edgar lo sacudió y oyó el ruido de sus dientes al entrechocar. Y algo que golpeaba. Probablemente se trataba de su minúsculo cerebro encerrado en su feo cráneo.

—Inténtalo otra vez, saco de carne. ¿ Dónde se guardan los muertos?

—¡No sé! ¿En el depósito de cadáveres?

Empujó al vendedor y éste chocó contra la pared trasera del quiosco. Cuando se dispoma a marcharse, vio una serie de tarjetas rectangulares sobre las que había imágenes de diferentes edifícios. EDIFICIOS famosos de nueva york, rezaba el cartel sobre el mostrador. Postales, 1 dólar cada una. Una de las imágenes llamó en especial su atención. Ah. Cogió la postal y se alejó.

—¡Me debes un pavo, amigo! —gritó el vendedor detrás de él.

Edgar hizo caso omiso de la demanda.

Y ahora... ¿cómo encontrar el depósito de cadáveres?

La forma en que Kay conducía hacía que un taxista a toda velocidad pareciese un viejecito de paseo en domingo. Tocó la bocina, pasó por carriles de sentido contrario e incluso hubo un momento en que se subió a la acera y casi mata del susto a un borracho que había en la entrada de un edificio. Si el borracho hubiese sido un pelo más lento, le habrían pasado por encima de los pies,

O si el borracho hubiese sido un extraterrestre, quizá por sus pseudópodos. O sus tentáculos. O sus aletas.

—Tómatelo con calma, hombre.

—No hay tiempo —contestó Kay. Al final, frenaron bruscamente junto a un quiosco. Calle Orchard, advirtió Jay. Un tipo con un perro doguillo a sus pies estaba cerrando el puesto. El tipo llevaba una chaqueta sucia, un gorro de vigilante, guantes sin dedos y unos pantalones zarrapastrosos. Tenía muchos tics.

—Un disfraz desastroso —dijo Jay, mientras él y Kay bajaban del coche—. Cualquiera puede darse cuenta de que este tipo es un alienígena.

—Eh, si no os gusta, podéis besar mi culo peludo.

Sin embargo, esas palabras no venían del tipo.

Venían del perro.

Jay dirigió su mirada al suelo.

—Te presento a Frank el doguillo —dijo Kay—. ¿Cómo va eso, Frank?

—Lo siento, Kay, no me puedo entretener. Me tengo que ir. Mi vehículo se marcha. Ya estoy apurando el tiempo al máximo.

Kay se agachó y cogió al perro. Dio un gañido como..., bueno..., como un perro.

—¡Eh! ¡Déjame!

—No puedo, Frank. Necesito información.

—Esto es ilegal —afirmó el perro.

—Reclama a tu embajador... si puedes encontrarlo. Apuesto a que ya se ha largado.

—Vamos, Kay, déjalo de una vez. No puedes hacer esto.

—Llama a la perrera, Jay. Tenemos un perro callejero. ¿Estás preparado para pasarte unos días encerrado, Frank? Pondremos al chucho a buen recaudo para que no pueda saltar sobre ti.

—¡No me puedes hacer esto! ¡Quítame las garras de encima!

Un par de peatones aflojaron el paso para observar a Kay. Se puede asaltar a una monja en plena Quinta Avenida a hora punta y nadie se parará a ayudarla, pero si maltratas a un perro, en seguida se darán cuenta y se reunirá una horda vengadora dispuesta a lincharte. Jay recordó que había visto en la televisión una noticia que se refería a un desastre natural en América del Sur o América Central, un terremoto. La gente estaba sentada en el exterior de sus chabolas destruidas, no tenían comida ni agua ni un sitio para dormir si no era a la intemperie, bajo la lluvia. Se veían viejecitas y mujeres con bebés. Había una perra con cachorros en segundo plano. El canal de televisión recibió miles de cartas en las que se ofrecía ayuda.

La mayoría de las cartas ofrecía ayuda para los perros.

Bueno, era capaz de entenderlo. Cuanto más sabía de las personas, mejores le parecían los perros. Tenían una perra cuando él vivía en casa con sus padres y no importaba en qué lío estuviera metido con ellos que la perra siempre estaba contenta de verlo cuando llegaba a casa. ¿Que había hecho novillos? ¿Que se había olvidado de cortar el césped? ¿Que había abollado el parachoques del coche? Bueno, a Lena no le importaba. Si iba fuera a recoger el correo, allí estaba Lena, saltando, sonriendo, lamiéndole la mano y casi se podía oír cómo pensaba: «¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! ¡Hurra! ¡Qué alegría!» Al gato no le importaba un comino si estaba vivo o muerto mientras le dieran de comer, pero la perra le quería sin importarle nada más. Una compañía así no es una bagatela.

El falso doguillo gruñó y emitió unos débiles ladridos. También debía de saber cómo se comportaba la gente respecto de los perros. Los transeúntes aminoraban el paso. ¿Alguien dijo: «¿Tienes una cuerda a mano?»?

—No hay ningún problema, amigos —explicó Jay—. El perro, hummm, nos está ayudando en una investigación.

—Arquilianos y haitianos —dijo Kay—. ¿Qué sabes de eso?

—Kay, de verdad que no tengo tiempo para eso —le contestó el perro.

—Cuanto antes me lo digas, antes podrás largarte.

—Vale, de acuerdo. Los de A y los de B son de diferentes galaxias y han estado luchando desde siempre. La mayoría de veces por el gobierno de una tercera galaxia. Hubo una conferencia de paz en algún lugar del centro, los de B iban a entregar la galaxia a los de A o al revés, no lo sé, y a firmar un tratado. La cucaracha tenía otros planes. Ya sabes cómo son, Kay.

Kay miró a Jay, que no entendía bien la trama.

—La colonia de cucarachas ha estado viviendo a costa de esta guerra durante siglos —le aclaró Kay.

—¿Y qué me dices del cinturón? —preguntó Jay.

—Sí. Rosenberg dijo algo sobre el cinturón de Orión antes de diñarla —explicó Kay al doguillo— ¿A qué se refería?

Un tipo separo.

—¿No estará maltratando al perro, amigo? —preguntó.

Jay le echó una ojeada al individuo, que parecía un levantador de pesas ruso de la clase supermonstruos.

—No, no hay problema. El perro tiene que ir al veterinario y lo odia. Tiene lombrices.

El levantador de pesas parecía dudar, pero se fue.

—Esto ya no lo sé. He oído que la galaxia estaba aquí, en el planeta —explicó el perro.

—¿Aquí? —dijo Kay.

—¿Millones y millones de estrellas y de planetas y toda la pesca? ¿Aquí? No lo entiendo —añadió Jay.

El perro sonrió con un aire de suficiencia.

—Vosotros los humanos no entendéis gran cosa de nada. ¿Cuándo os entrará en la cabeza que el tamaño no importa? —explicó el perro—. El hecho de que algo sea importante no significa que tenga que ser grande. La galaxia de la que hablamos es minúscula considerando los modelos locales. Muy pequeña.

—¿Cómo de pequeña? —preguntó Kay.

—No lo sé con exactitud. Puede que del tamaño de una canica. O como una perla.

—Dios mío —dijo Jay.

—Bueno, Kay, eso es todo, es todo lo que sé. Y ahora, si me dejas en el suelo, necesito que me paseen antes del vuelo.

Kay dejó al doguillo en el suelo.

—Buena suerte, Kay —dijo el perro—. No creo que tengas ni la más remota posibilidad, pero estaré pensando en ti. Me gusta este lugar. Hay muchas bocas de riego en una ciudad tan grande.

El doguillo y su terrícola, que no parecía en absoluto extrañado de que el perro pudiera hablar, se marcharon.

—A lo mejor no quiso decir cinturón —aventuró Jay.

—¿Qué? —Kay lo miró frunciendo el entrecejo.

—El pequeño tipo verde. No hablaba bien nuestro idioma, le costaba encontrar las palabras. A lo mejor no quiso decir cinturón —explicó Jay—. A lo mejor quería decir otra cosa.

—¿Qué?

Los dos cayeron en la cuenta al mismo tiempo.

—Sube al coche —ordenó Kay.

Jay ya estaba en camino.

—A ver si puedo aclarar esto —dijo Jay una vez en el interior del coche—. Los arquilianos son de una galaxia y los haitianos de otra y están luchando por una tercera galaxia que tiene el tamaño aproximado de una canica.

—Parece ser que así es.

—Vale. Y las cucarachas quieren asegurarse de que la guerra continúa, así que nuestro amigo Edgar está aquí para hacer que el tratado de paz se vaya al carajo.

—Cosa en la que ya ha cosechado un cierto éxito.

Jay miró a un peatón que intentaba cruzar la calle. Kay pasó el semáforo en rojo y casi atropello al tipo. El peatón gesticuló con enfado hacia el coche mientras éste pasaha rugiendo sin ni siquiera aminorar la marcha.

—Todavía no lo entiendo-continuó Jay—. ¿Por qué Zed no envía un mensaje a los de A y a los de B y les explica lo de la cucaracha? Lo que quiero decir es que ya deben de tener cierta experiencia con estos individuos, ¿ no es así?

—Esto sí que es una actitud razonable —aseveró Kay.

Giró el volante a la izquierda, viró bruscamente para esquivar a una mujer con un coche de bebé que atravesaba la calle y evitó golpear el coche por unos centímetros.

—El problema es —continuó Kay-que ninguno de estos extraterrestres confía en los humanos. Deben de haber tenido malas experiencias por estos barrios.

—¿Malas experiencias? —le preguntó Jay mientras lo miraba.

—Bueno, sí. Los primeros años que tuvimos alienígenas de visita, creo que la torre Eiffel y el puente de Brooklyn fueron vendidos a algunos de los turistas más crédulos unas cien veces. Y tambien traficaron con un montón de terrenos pantanosos de Florida —explicó Kay.

—No.

—Oh, sí. Casi tuvimos una guerra total cuando un hombre de negocios vulvariano quiso apropiarse del edificio Chrysler hace unos años.

—Oh, Dios mío.

—Así es. Así que no tenemos fama de Boy Scouts galácticos cuando se trata de ser fiables, leales y estar dispuestos a ayudar. Y eso sin contar a los atracadores, las bandas callejeras, las prostitutas y otros que se cebaron en los turistas. Podemos decirles a los capitanes de esos cruceros de guerra de allá arriba que una cucaracha fue el responsable de las muertes de su príncipe y de su embajador y ellos sonreirían y asentirían mientras estarían poniendo a punto sus armas de destrucción planetaria.

Jay murmuró algo.

—¿ Qué dices? —le preguntó Kay.

—Otro tipo lo hizo. He oído muchas cosas sobre esto en el trabajo. Perps diría: «Eh, te equivocas, Jack, no pude hacerlo, estaba en Detroit a esa hora.»

—Así que es ahí donde está el problema.

—Sí. Tenemos que coger a la cucaracha, conseguir la galaxia y tener unas reuniones rápidas —declaró Jay.

—Si Edgar tiene la galaxia.

—¿Eh?

Kay le lanzó una mirada y casi atropello a un guardia de tráfico. El guardia tocó el silbato y empezó a apuntar el número de la matrícula. Sabiendo cómo iban estas cosas cuando uno estaba en la calle, Jay pensó que el tipo no iba a pasar el informe, sino averiguar la dirección del propietario en la base de datos y aparecer más tarde para reventar unas cuantas ruedas o rayar la pintura. Aunque yendo en ese coche, probablemente no se molestaría en tratar de desfigurarlo. ¿A quién iba a importarle?

—¿Por qué crees que estaba en la joyería? —preguntó Kay—. ¿Estaría buscando un bonito anillo de compromiso?

Jay asintió.

—Sé qué quieres decir. Si ya se hubiera hecho con la galaxia, ya se habría largado. —Hizo una pausa—. A lo mejor no entendió lo que hicimos. A lo mejor no tiene la clave de dónde está.

Kay negó con la cabeza.

—Yo no apostaría por ese caballo. Estaba en la tienda antes que nosotros, vio lo mismo que nosotros. Las cucarachas no son estúpidas. Lo único que podemos esperar es que podamos vencerlo.

—¿Por qué arrastras el culo entonces? ¿Por qué no aceleras?

Kay asintió.

Y aceleró.

Laurel Weaver, ayudante de forense de la ciudad de Nueva York, supervisaba el cadáver de un tipo al que habían desenterrado de un lugar profundo y aislado de Central Park. El cuerpo, con numerosas heridas de bala en la cabeza, cara y cuerpo, había sido desenterrado por un par de ca— niches persistentes que se habían librado de sus correas. Cuando su propietaria, una señora de setenta años con el pelo azulado, los había alcanzado, los perros se las habían arreglado para desenterrar hasta un brazo y estaban mordiendo los dedos. No había ningún carné, pero la muerte era reciente, un día aproximadamente, y las huellas revelaron que el cuerpo era de Arnold A. Cohén, un antiguo financiero de Wall Street que había costado millones a sus clientes cuando el mercado de bonos basura se hundió.

Había sido acusado pero huyó estando en libertad bajo fianza y había desaparecido antes del juicio.

Laurel había extraído hasta entonces dieciséis balas y, por lo que podía afirmar, eran de al menos cuatro calibres diferentes (38 mm, 9 mm, 22 mm y 45 mm). Podía resultar prematuro, pero creía que algunos de los últimos inversores del señor Cohén le habían dado caza. O esto o había sido asesinado por un coleccionista de revólveres que quería usar toda la armería sólo por gusto. ¿ Quizás un tipo que usó revólveres de diferentes miembros de su familia y que había perdido dinero por culpa del señor Cohén? Aquí tienes, ¡pum!, ¡éste es por la tía Sarahi ¡Y pum pum!, ¡éste es por el tío Louie! ¡Y patapúm! ¡La abuelita Klein te envía besos!

Frunció el entrecejo. Qué cosas tan extrañas se le ocurrían. Se sentía como si estuviera «colocada». El día era normal, no pasaba nada extraordinario, pero se sentía confusa, parecía como si estuviera en un sueño. Recordaba cosas que le habían pasado cuando era una niña. Era como si su cerebro no funcionase demasiado bien, iba de un lado a otro como un disco viejo y rayado.

Bueno. Había estado trabajando duro últimamente. A lo mejor necesitaba unas vacaciones.

Volvió a prestar atención al señor Cohén. Encontró una bala de otro calibre, parecía de 25 mm.

¿Podía ese tipo haber sido atacado por cinco personas diferentes? Dios mío, era como una novela de Agatha Christie...