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Ya era más de medianoche y la carretera estatal estaba en silencio, como el interior de un ataúd enterrado hace cien años. Sin embargo, el cielo estival del sur de Tejas estaba plagado de estrellas, como puntos de luz engastados en el negro manto de una noche sin luna.
El cielo del sur de Tejas también estaba plagado de un par de millones de insectos, mariposas, mosquitos, luciérnagas, polillas, gorgojos, cucarachas y Dios sabe qué más. Los cuerpos de un cargamento entero de bichos formaban una pasta viscosa de color verde y amarillo en el parabrisas del Ford LTD negro del 86, aparcado junto a una mata reseca que con suerte algún día podría llegar a convertirse en un rastrojo. El coche estaba en un pequeño montículo, a unos doscientos metros de la carretera, pero el terreno era duro y árido, cubierto tan sólo por una fina capa de arena. Hasta un Ford de serie podía circular por allí. Y no es que el LTD fuera exactamente un coche de serie...
Un mosquito, surgido del calor de la noche, entró zumbando en el Ford por la ventanilla del co~ piloto. Dee trató de aplastarlo con la pistola.
—Malditos bichos.
Kay, el otro ocupante del vehículo, el que estaba al volante, no apartaba la mirada de la oscuridad.
—Estoy de acuerdo, socio —dijo.
Los dos hombres llevaban camisas blancas, corbatas negras y trajes negros. Los zapatos, también de color negro, estaban tan brillantes que parecían de charol.
Dee, el mayor de los dos, movió la cabeza en señal de disgusto. Tendría unos quince años más que Kay, y estaba a punto de retirarse.
—Ésta no es manera de ganarse la vida para un hombre adulto —afirmó.
Intentó matar al mosquito de nuevo, y esta vez lo aplastó contra su cuello. Al ver la mancha de sangre de su palma hizo un gesto de asco y se la limpió en el marco de la ventana.
—Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo-respondió Kay.
Mientras hablaba observaba con deseo un paquete de Camel que había sobre el salpicadero. Le resultaría más fácil trabajar si pudiera fumar, pero no. No podía arriesgarse a que le vieran. O le olieran. En estas zonas desérticas los olores recorrían grandes distancias. Mala suerte.
—Joder. Pareces John Wayne. Ahora me dirás que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—Ese comentario me duele, Dee.
Kay se llevó una mano al pecho, como si le hubieran disparado. Volvió a mirar el paquete de Camel.
Dee se percató de la mirada y volvió a mover la cabeza, molesto.
—Si sigues fumando la vas a diñar muy pronto. —Hizo una pausa—. Me estoy haciendo viejo para esto.
Hacía mucho tiempo que eran compañeros y cada uno sabía qué pensaba el otro.
—Bah, tú no estás viejo, eres como un buen vino añejo, que va mejorando con la edad.
—Que se va avinagrando, querrás decir.
—Dee, Dee, no sé por qué te empeñas en decir que... Ah, tenemos compañía. —Kay puso la llave en el contacto—. Vamos allá, es hora de entrar en acción.
A lo lejos se distinguían las luces de un vehículo que circulaba en solitario por la carretera estatal.
—¿Acaso estás esperando a que vengan los chicos de verde?
—Sólo quiero calentar el motor. Tenemos que actuar en el momento justo. ¿Te acuerdas de Canadá?
Dee sonrió.
—Ya lo creo. Me reía tanto que pensaba que se me iba a salir un pulmón. Me pregunto qué habrá sido de Mountie.
—Supongo que estará viajando por el país.
—No me sorprendería nada —añadió Dee.
El motor del Ford se puso en marcha con un sonido más muscular de lo que cabría esperar de un vehículo fabricado con acero de Detroit.
Mientras seguían observando, las luces de varios vehículos alineados que bloqueaban la carretera se encendieron a su izquierda. Un par de 4x4 y unos Chevrolet último modelo pintados de un verde escupitajo. Estaban lo suficientemente cerca como para que Kay pudiera leer los distintivos del INS que llevaban inscritos.
La Migra es como los llamaban por aquella zona.
La patrulla de fronteras estaba despierta y a punto de detener un grupo de inmigrantes mexicanos ilegales. Sonrió. Los chicos de la liga del mato— jo. Aunque no tenían ni idea de nada, Kay sentía cieru afinidad por ellos. Una afinidad que, por otra parte, no era infundada.
El vehículo que se aproximaba redujo la velocidad y se detuvo ante el punto de bloqueo. Kay distinguió una furgoneta blanca con un par de años. Seguro que el polvo que la cubría venía de México.
Bienvenidos a Estados Unidos, amigos. Salgan todos del coche y no hagan movimientos bruscos.
Kay metió la primera.
—Ayoo, Silver —exclamó. Miró a Dee y volvió a sonreír.
—Llámame Tonto y te pateo el trasero —contestó Dee.
Kay se rió entre dientes y pisó el acelerador.
Los grandes neumáticos del Ford derraparon y levantaron mucho polvo.
El coche se dirigió a la carretera.
—¡Un momento! —gritó Kay.
Pisó a fondo el freno y giró bruscamente el volante, haciendo derrapar el LTD. Tras levantar una gran polvareda, el coche se detuvo detrás de la furgoneta. Ambos vehículos quedaron iluminados por las luces de los coches de la patrulla de fronteras.
Había media docena de chicos del INS desplegados alrededor de la furgoneta (bueno, en sentido figurado, ya que uno de ellos era una mujer). La llegada del Ford les asustó un poco, ya que la mitad de ellos sacó el arma. También se asustaron la docena de supuestos inmigrantes ilegales mexicanos que estaban de pie detrás de la furgoneta, esperando a que La Migra les detuviera y les enviara de vuelta a casa. La vida es dura. Y cara, también.
Dee y Kay salieron del Ford.
—Buenas noches, caballeros —dijo Kay. Levantó la placa de identificación para que a nadie se le ocurriera darle gusto al gatillo—. A partir de ahora nos encargamos nosotros.
Un joven alto y guapo de unos treinta años se acercó a Kay y enfocó su placa con una linterna negra de aluminio. Le echó un vistazo rápido.
—So y el agente Janus —anunció el muchacho—. Esta operación está a mi cargo. ¿Quién coño s...?
Finalmente reconoció la identificación.
—¿Son del INS?
—División seis —respondió Kay, mientras se guardaba la placa en el bolsillo.
—Jamás había oído hablar de la división seis.
—¿De verdad? Deberías prestar más atención a los informes que llegan del cuartel general, hijo. Supervisamos de forma selectiva operaciones de campo.
—Nadie me había dicho...
—Me alegro de oír eso, porque si te lo hubieran dicho ahora estarían en un buen lío. Se supone que estas pequeñas inspecciones son una sorpresa. Ahora retiraos y permitidnos que intercambiemos impresiones con estos amigos.
Es cuestión de actitud, y Kay lo sabía. Haz como si estuvieras al mando y, nueve veces de cada diez, quienquiera que esté en la escena dejará que te hagas cargo sin demasiada oposición. ¿Y la décima vez?
Bueno, había maneras de salir del paso, si eras alguien como Kay.
Los mexicanos estaban en fila, nerviosos. Había de todas las edades, desde un bebé hasta un par de abuelos.
—¿Qué te parece, Dee?
Dee caminó a lo largo de la hilera, mirando detenidamente a los ilegales.
—Es difícil saberlo. Me parece que tendremos que hacerlo a la manera antigua.
Kay asintió. Se acercó al primero de la fila, un hombre alto que llevaba pantalones vaqueros, una camiseta y unas sandalias.
—¿Qué pasa, amigo, cómo se llama? —le preguntó en español.
—Miguel —respondió el hombre.
Kay sonrió y pasó al siguiente, una de las mujeres mayores.
—No se preocupe, abuela. Bienvenida a Estados Unidos.
—Gracias, señor-respondió la mujer.
Siguió hablando fluidamente en español mientras iba recorriendo la fila, sonriendo y saludando a todos. ¿Cómo está? ¿Cómo se llama? ¿Adonde se dirige? Bienvenido a Estados Unidos.
Cuando llegó a la quinta persona, que sonreía con cara de idiota, Kay se giró y miró a Dee, quien asintió con la cabeza. Era muy posible.
—Oye, amigo, ¿qué tal si te parto la cara? —preguntó Kay.
El hombre no perdió la sonrisa y asintió con la cabeza.
Kay y Dee se miraron el uno al otro.
-Puede que sea masoquista, ya sabes, que le guste el dolor —sugirió Dee.
—Ya sé lo que es un masoquista —respondió Kay.
—No entiendes una palabra de lo que te digo ¿verdad, amigo? —preguntó Kay, aún en español.
El hombre sonrió y asintió.
Varios de los otros ilegales se mostraron extrañados al ver la actitud de su compañero. A juzgar por su aspecto, era obvio que aquel hombre no tenía sangre india pura, de manera que tendría que haber entendido lo que acababa de decir La Migra, y parecía que no era así.
Una de las abuelas hizo la señal de la cruz.
—Amigos, me parece que tenemos un ganador —dijo Kay mientras volvía a mirar a Dee—. El resto ya os podéis largar. Meteos en la furgoneta y desapareced —añadió en español.
Janus, como era de suponer, se opuso.
—¿Qué? ¡No puede hacer eso!
—Hijo, yo aquí puedo hacer lo que me dé la gana. Se trata de una operación especial de la división seis, y si me tocas las pelotas te vas a pasar cinco años a lomos de un burro jorobado en Río Grande, donde lo más divertido que vas a ver en todo el día es un lagarto meando.
A pesar de la falta de luz, se percató de que Janus palidecía.
Es todo cuestión de actitud. Haz como si tú mandaras, y todos te creerán.
El conductor de la furgoneta no esperó a ver quién los tenía más grandes. Se metió en la furgo neta de un salto, y ordenó a sus pasajeros que lo imitaran. La furgoneta rodeó el bloqueo y se alejó a toda velocidad en dirección norte.
—¡Esto es muy irregular! —objetó Janus.
—¿Usted cree, agente Janus? Un hombre que lleva cuatro días sin cagar es muy irregular. Nosotros hacemos esto continuamente. Ahora lárgate también y déjanos charlar con el amigo Paco. Ah, y de esto ni pío. En la división preferimos adoptar una actitud discreta.
Los agentes del INS no se movieron.
—Vamos. De momento vuestros historíales están limpios. No me obliguéis a mandarle un informe a vuestro superior —dijo Kay.
Hubo un momento de tensión, pero Kay se había librado de otros más fuertes que Janus.
Janus se rindió. Murmuró entre dientes, probablemente alguna obscenidad. Kay mantuvo una expresión firme.
De mala gana, Janus y el resto de agentes se dirigieron a sus vehículos.
Una vez que se hubieron marchado, Dee y Kay miraron a su cautivo.
—Por aquí, amigo —indicó Kay—. Tenemos que hablar contigo.
De debajo de la chaqueta, Dee sacó lo que parecía una pistola Desert Eagle calibre 44 y apuntó con ella al cautivo. Un arma israelí muy potente, incluso los modelos de serie, y ésta no parecía exactamente el típico modelo básico, sino que terna varias modificaciones. Modificaciones a ciencia cierta inusuales.
Al parecer el inmigrante ilegal no entendía el inglés ni tampoco el significado de una pistola de gran calibre apuntándole. Se alejó de la carretera y se detuvo detrás de un par de arbustos, seguido por los dos hombres.
Kay le rodeó los hombros con un brazo.
—Me parece que te bajaste del autobús en la parada equivocada, amigo. De hecho, apostaría dólares contra pesos a que no vienes de ningún sitio que esté siquiera remotamente cerca de aquí.
Dicho eso, Kay cogió el dispositivo electrónico que llevaba en el cinturón y lo accionó, pasándolo por la ropa que llevaba el inmigrante. Parpadeó una luz y se escuchó un sonido muy parecido al de una cremallera al abrirse.
Al inmigrante se le desprendió la ropa del cuerpo.
A continuación, la propia carne.
Lo que quedó fue una criatura de 1,70 m de estatura cubierta de escamas, con tentáculos viscosos y ojos protuberantes. El único resto de camuflaje era la cabeza del inmigrante, situada encima de una vara que la criatura sostenía con los tentáculos. La falsa cabeza seguía sonriendo y asintiendo, controlada por el alienígena.
Kay movió la cabeza en un gesto de desaprobación.
-¿Mikey? ¿Cuándo te dejaron salir de la cárcel?
El alienígena respondió emitiendo un sonido parecido al de un lagarto al comerse una mosca y acompañado del zumbido procedente de una jarra llena de abejas exaltadas.
—¿Refugiado político? —preguntó Kay sonriendo—. Ya. ¿Tú te crees que he nacido ayer, Mikey?
—¿Sabes cuántos artículos del tratado acabas de violar? —preguntó Dee.
Mikey respondió con un débil chillido.
—Veamos. Inmigración ilegal, inoculaciones no documentadas, impago de la tasa de aterrizaje, no obtención de un visado adecuado... Ah, Mikey, Mikey, la lista es interminable. Estás metido en un buen lío, muchacho.
—Sí, y quienquiera que te hiciera bajar en México tendrá que devolverte el dinero. Como mínimo tendrían que haberte proporcionado un implante de lenguaje o una de esas traductoras universales de contrabando. Hoy en día no te puedes fiar de nadie, ¿verdad, Mikey?
Mikey emitió más sonidos. Parecía como si estuviera comiendo polillas y espantando abejas.
—Vamos, vamos, no me creo que seas tan tonto. No nos insultes de ese modo, Mikey. Eso no te ayudará en absoluto. Supongo que no querrás que añada el soborno a la lista de cargos contra ti, ¿verdad? —dijo Kay.
Mikey se calló. Fue la decisión más inteligente que había tomado en todo el día.
—Dame la cabeza y extiende los tentáculos. Ya conoces el procedimiento —ordenó Kay.
—¡Dios mío! —exclamó alguien a sus espaldas. Kay y Dee se giraron, y Mikey también. Bajo la luz de las estrellas, el agente Janus los miraba boquiabierto.
—Vaya... mierda-dijo Kay.