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Mikey dejó caer la falsa cabeza controlada electrónicamente y gruñó, mostrando una impresionante colección de enormes dientes parecidos a los de un tiburón, desproporcionados para una boca tan diminuta. Con esos colmillos era capaz de arrancar el brazo a un hombre.
El hedor de su aliento era como un filete que llevara varios días pudriéndose bajo el ardiente sol de Tejas. Kay estaba acostumbrado a soportar olores de todo tipo, pero a Mikey no le hubiera venido mal un par de litros de Listerine, de eso no cabía duda.
El agente Janus lanzó un grito al ver que el alienígena se abalanzaba sobre Dee, lo tiraba al suelo y salía disparado hacia él.
El agente del INS trató torpemente de sacar el arma, pero se le cayó al suelo.
Mikey dio un salto en dirección al agente, mientras emitía un chillido que empezó en un tono agudo y fue subiendo hasta alcanzar frecuencias ultrasónicas.
Janus se quedó plantado, como un conejo deslumhrado por las luces de un camión, paralizado por el miedo. Obviamente, su cerebro era incapaz de creer lo que veían sus ojos: ¡Mira, un tiburón terrestre se te va a comer! ¡Caramba!
—¡Mikey, deténte! —gritó Kay.
La advertencia no sirvió de nada. Aquel cabron— cete seguía avanzando. ¿Qué idea se le había cruzado por la cabeza? Mikey no era violento; por lo menos nunca lo había sido. ¿ Quién creía que era Janus?
Dee se puso de rodillas, blasfemó, cogió la pistola que se le había caído, volvió a blasfemar, ajustó un regulador en un lateral del arma, blasfemó de nuevo.
Kay fue a coger su propia arma, pero no sabía si le daría tiempo a sacarla de la funda. Mikey parecía fuera de sí.
—¡Dee! ¡Dispara! —gritó. Pero Dee seguía manejando los mandos de la pistola.
De un fuerte tirón, Kay sacó la pistola de la funda que llevaba debajo de la chaqueta, pero sus movimientos parecían ralentizacfos...
El tiempo se detuvo, como un coche atrapado en un pozo de arenas movedizas en Misisipí, hundiéndose lentamente. ¡Maldita sea!
Mikey recorrió los últimos metros a toda velocidad, tomó impulso para el salto, y se abalanzó sobre Janus.
Kay no podía perder tiempo, así que disparó sin apuntar.
Un rayo de luz blanca atravesó el torso de Mikey y lo hizo explotar en mil pedazos. Trozos de tejido azul y diversas sustancias viscosas y calientes se esparcieron por toda la zona, como si un globo lleno de agua hubiera reventado. El aterrorizado agente del INS quedó cubierto de fluidos del cadáver de Mikey.
El alienígena cayó al suelo rodando, muerto antes de detenerse junto a Janus.
Kay exhaló un profundo suspiro. Joder. Por un pelo. Llevado de la costumbre, antes de guardar el arma dio rápidamente una vuelta completa sobre sí mismo, en busca de otros blancos. Ya no quedaban más como Mikey, pero vio al resto de agentes del INS salir de los coches. Oyó que cerraban las puertas de golpe y gritaban mientras se acercaban corriendo al lugar de procedencia del fogonazo y el ruido.
Ahora sí que el hedor era realmente nauseabundo.
—Vaya mierda-exclamó Kay, mientras guardaba el arma.
Por lo menos Mikey ya no volvería a entrar ¿legalmente en el planeta.
Dee se levantó, sacudió la cabeza y enfundó su arma.
Janus, más pálido que una vela, intentó articular palabra:
—E... e... e...
—¿Eso? —sugirió Kay. —No... no... no era...
—¿Humano? —finalizó Kay—. Ya lo sé. Toma, limpíate las entrañas.
Kay limpió con su pañuelo parte de la sustancia viscosa que unos momentos antes estaba en el interior de Mikey.
—Ya verás como sale con un poco de gaseosa. O si no, métela en la lavadora con agua fría.
El resto de agentes del INS se acercó muy alterado, con las pistolas en alto y sin parar de hacer preguntas.
—¿Qué coño está pasando?
—Agente Janus, ¿se encuentra bien?
—¿Pero qué coño es eso?
—Tranquilos todos —ordenó Kay, con su tono más autoritario—. La situación está bajo control, cálmense. Si me prestan un momento de atención se lo explicaré todo.
Janus seguía en estado de shock, pero el resto de agentes tenía las armas en alto y observaba los restos del difunto Mikey, cuyo nombre auténtico era impronunciable para cualquiera que tuviera cuerdas vocales humanas. Kay tenía que admitirlo, nadie iba a echar de menos a Mikey. Ya no le haría perder el tiempo a nadie, excepto para limpiar sus restos y tirarlos a la basura.
Kay suspiró. Bien. Los habían descubierto. Pero ¿dónde se había metido el equipo de limpieza? Miró a su alrededor.
Como en respuesta a su pensamiento, un par de puntos de luz se acercaron a toda velocidad por la carretera. El rugir del motor del coche rompió el silencio del desierto.
—Ya era hora, joder —dijo Kay.
Un agente uniformado y un tanto tembloroso apuntó a Kay con su pistola.
—¡Más vale que piense rápido en algo, señor! ¡No existe la división seis del INS!
—Si me permite... —respondió Kay.
Lentamente metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó el neuralizador. Se lo enseñó al hombre que le estaba apuntando. El aparato no tenía un aspecto amenazador; más bien parecía una grabadora de bolsillo con un diodo de color rojo. Kay echó un vistazo al reloj y luego al neuralizador. Hizo una cuenta rápida y ajustó el contador. Si el equipo de limpieza tenía que darse prisa, era problema suyo. Que hubiera venido antes.
—¿Qué coño es eso? —preguntó el muchacho de la pistola.
—¿Mikey? El nombre de su especie no te resultaría familiar. Oh, te refieres a esto. Bueno, es un neuralizador. Un regalo de... unos amigos de fuera. La luz roja aisla y mide los impulsos bioeléctricos del cerebro. De hecho, para ser más específico, actúa sobre los impulsos relacionados con la memoria. Una vez borrados, te olvidas de todo.
—¿Se puede saber de qué coño está hablando? —dijo el muchacho.
El coche que se acercaba se detuvo bruscamente. Algunos de los agentes del INS se dieron la vuelta, con las pistolas en alto.
El equipo de limpieza, formado por seis hombres vestidos también con trajes negros, camisas blancas, corbatas negras y zapatos negros lustrosos se bajó del coche, otro Ford LTD del 86, también negro. Los seis ya llevaban puestas las gafas de sol.
—Hay que abrasar todo el perímetro, caballeros. Quiero agujeros de cuarenta, sesenta y ochenta, si son tan amables. Echaremos mano de la típica historia de las bolsas de gas subterráneas —ordenó Kay a los hombres de negro.
Janus consiguió por fin articular palabra.
—Si no me explica ahora mismo qué está pasando, los meto a todos en la cárcel.
—Tranquilo, a eso iba.
—¿Quién es usted?
—Mira, hijo. Me temo que no soy más que un producto de tu imaginación, y no duraré mucho.
Kay sacó las gafas de sol que llevaba en el bolsillo exterior de la chaqueta, y vio que Dee hacía lo mismo. Los dos se pusieron las gafas.
—Que todo el mundo mire hacia aquí —indicó Kay, levantando en alto el neuralizador.
Todos los agentes miraron. Igual lo hubieran hecho aunque les hubiera ordenado que no miraran. Después de todo, los humanos son una especie bastante simple. Y bastante predecible, la mayoría de las veces.
Kay accionó el dispositivo. Se produjo un fogonazo brillante. Kay echó un vistazo al reloj.
—Como ya he dicho, hay que darse prisa, caballeros.
A toda velocidad, los seis hombres de negro volvieron al Ford y sacaron lanzallamas del maletero, con los que dispararon varias veces formando círculos llameantes alrededor de Kay, Dee y la patrulla de fronteras. Los agentes del INS no movieron un músculo. Los hombres de negro guardaron inmediatamente los lanzallamas, sacaron varios extintores del maletero y se prepararon para actuar.
El Ford LTD del 86 tiene un maletero muy espacioso.
Kay consultó el reloj de nuevo. La verdad es que se movían condenadamente deprisa cuando era necesario, tenía que admitirlo.
Justo... ahora...
—¿Eh? ¿Pero qué...? —exclamó Janus.
—Esa parece la pregunta de la noche, ¿verdad? Han tenido mucha suerte de sobrevivir a una explosión así.
El resto de agentes del INS salió del trance. Todos miraron a su alrededor, perplejos.
Los hombres de negro rociaron los círculos ardientes con espuma extintora.
—Un accidente imprevisible, ¿no les parece? —dijo Kay—. ¿Quién se iba a figurar que había una bolsa de gas subterráneo por aquí? La próxima vez que huelan a gas mas vale que tengan más cuidado al disparar sus armas de fuego. Podrían habernos matado a todos.
Una vez que se hubieron marchado los agentes del INS, con sus nuevas memorias, y que el equipo de limpieza hubo terminado, Kay regresó al LTD. Dee estaba sentado sobre la capota, intentando matar mosquitos inútilmente. Las gafas de sol le colgaban de la mano. Kay se apoyó en la puerta.
—¿Cómo lo llevas, Dee?
—Lo siento por lo de antes —respondió Dee—. Mikey jamás debió haberme derribado de esa manera.
—Son cosas que pasan.
—Antes no pasaban. Hace diez años me lo hubiera cargado al primer movimiento. Incluso hace cinco años, lo habría alcanzado antes de que diera tres pasos.
Levantó las manos. Le temblaban.
—Estoy acabado, Kay.
Kay permaneció en silencio. Podía sentir el dolor de su compañero. Dee miró hacia arriba.
—Son hermosas, ¿no crees? Las estrellas. Ya no las miramos casi nunca.
—Es más fácil verlas aquí, en este lugar perdido —respondió Kay—. No molestan las luces de la ciudad, ni la contaminación, ni los edificios.
—Sí.
Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada.
—Hemos pasado buenos ratos, ¿verdad? Hemos sacado el negocio adelante.
—Desde luego.
—¿Sabes, Kay? Sé que es hora de que lo deje, pero lo voy a echar de menos —señaló los círculos humeantes del desierto.
Kay ya había sacado el neuralizador. Lo tenía escondido junto a la pierna, donde Dee no podía verlo. Le embargaba una tristeza infinita. Se puso las gafas de sol.
—No —susurró—. No lo echarás de menos en absoluto, Dee.