9

Kay condujo a Edwards a la planta principal, donde había una pantalla inmensa colgada en una pared. Un par de alienígenas estaban sentados ante una mesa de mando frente a la pantalla. Eran unas criaturas pequeñas y huesudas, con ocho brazos cada una y un único ojo en lo alto de un apéndice central. Saludaron a Kay moviendo dos o tres brazos a la vez.

—Te presento a las gemelas —dijo Kay—. No podemos pronunciar sus nombres reales, pero las llamamos Mickie y Maude. Chicas, éste es el nuevo recluta.

Las gemelas emitieron algunos sonidos similares al de un neumático al deshincharse.

—Hola, qué tal —saludó Edwards.

—Pantalla plana —dijo Kay señalando al objeto—, La puedes enrollar como si fuera un póster y ponerla donde te apetezca. Otro regalito de un contrabandista. Resulta muy útil, ya que la observacion es parte fundamental de nuestra pequeña empresa.

Edwards observó la pantalla. Representaba un mapa del mundo con miles de pequeñas luces intermitentes, cada una de ellas con unas letras iden— tíficativas.

En otra pared había un póster de la Feria Mundial de Nueva York.

Kay atrajo la atención del joven hacia la pantalla.

—Este mapa muestra la ubicación de todos y cada uno délos alienígenas registrados en el planeta. En el caso de ciudades como Nueva York, es preciso aumentar la imagen para conseguir verlos a todos, pero no falta ni uno —explicó Kay—. En la mayoría de los casos, un punto en la pantalla es información más que suficiente. Otros hay que vigilarlos más de cerca. Chicas, ¿me enseñáis el fichero de delincuentes?

Los dos alienígenas se pusieron manos, o tentáculos, a la obra. El mapa se dividió en cientos de pequeñas ventanas, cada una de las cuales mostraba una pequeña imagen de vídeo.

—Estos son los alienígenas. En público, todos parecen humanos, como lo que estás viendo ahora. En privado, se relajan un poco.

Edwards miró fijamente a la pantalla. Reconoció a una estrella del rock que había vendido millones de discos. Bueno, tampoco se sorprendió tanto, pues por la manera en que se le transformaba la cara, mucha gente ya se figuraba que no era del todo humano. También reconoció al presentador del informativo de las noches y a un tipo alto que salía en unos anuncios garantizando que uno podía hacerse rico y feliz. ¿Qué te parece?

—Desconcertante, ¿verdad?

—La verdad es que no. Es algo rarísimo. Cuando iba al instituto el resto de chicos me decían que estaba loco porque yo aseguraba que la profesora venía, no sé, de Venus.

—La señora Edelson —apuntó Kay.

—Me estás tomando el pelo —replicó Edwards mirando a su compañero fijamente.

—¿Chicas? —dijo Kay.

Apareció una mujer en pantalla. Tenía cara de mala leche, gafas estrechas y, desde ese ángulo, una cola.

—De Venus no —aclaró Kay—. De Titán. Una de las lunas de Júpiter.

—¡Qué hija de puta!

Edwards levantó la vista y vio que Zed se acercaba y le saludaba con la cabeza.

—Sigúeme —dijo el anciano.

Edwards le obedeció. Kay estaba justo detrás de él, sonriendo.

—¿Me he perdido algún chiste? —preguntó Edwards mientras caminaban.

—La verdad es que no. Las cosas han cambiado un poco desde que yo me alisté, pero el proceso básicamente es el mismo. Es educativo.

Zed los condujo por un corredor, doblaron un par de esquinas, subieron una rampa, bajaron una escalera circular y atravesaron un pasillo largo. Edwards estaba bastante seguro de que sabría volver a la sala principal, pero tampoco apostaría el cuello. Después de una larga caminata, demasiado larga como para seguir en el mismo edificio, llegaron a...

¿Un vestuario?

Todo era de color blanco: las paredes, el techo, el suelo, las taquillas, los bancos, las duchas, todo más blanco que la ropa de un anuncio.

Zed abrió una taquilla. En su interior había un traje negro colgado de una percha, una camisa blanca y una corbata negra. En el estante superior reposaban un sombrero negro y unas gafas de sol oscuras; en el inferior, unos zapatos negros y lustrosos.

El vestuario básico en los colores básicos. Aburrido. Extremadamente aburrido. Un drogata cargado de speed se quedaría dormido con sólo mirarte.

—A partir de ahora te vestirás con el traje reglamentario, suministrado por los Servicios Espediales de los Hombres de Negro.

—¿También suministráis la ropa interior?

Kay sonrió, metió la mano en la taquilla y sacó una bolsa de plástico de debajo del sombrero. Dentro de la bolsa había calzoncillos tipo tanga.

—Se nos permite cierta libertad. Puedes elegir entre tanga y boxers —explicó Kay—. Pensé que tú preferirías los de tipo tanga.

Edwards cogió la bolsa de calzoncillos. Movió la cabeza y señaló a la taquilla.

—¿Cómo sabéis que esta... ropa es de mi talla?

—Es de tu talla. Tenemos tus medidas desde la primera vez que entraste en el edificio. Cargas a la izquierda, ¿verdad?

—Joder, tío.

—Vamos —dijo Zed—. Ésta es la parte fácil.

Edwards volvió a meter la ropa interior en la taquilla y la cerró.

—No hay llave. De todos modos, no creo que a nadie se le ocurra robar nada de esto.

Kay y Zed sonrieron.

En la sala de ordenadores, Kay sonrió de nuevo ante la gran pantalla. Ya habían hecho desaparecer todos los papeles de Edwards: certificado de nacimiento, historial académico, permiso de conducir, tarjeta de la Seguridad Social, carné de la biblioteca, placa de la policía: todo.

—Tendrás que conformarte con la identidad que te demos —le dijo Zed a sus espaldas—. Comerás donde te digamos, vivirás donde te digamos y necesitarás un permiso para cualquier gasto superior a cien dólares. Por escrito y por triplicado.

El chico le lanzó una mirada agresiva.

Kay pulsó un botón.

—¿ Qué es eso? —le preguntó Edwards.

—Siéntate y pon las manos aquí —le indicó Zed.

Kay observó que el chico obedecía y ponía las manos en el digitalógrafo. El dispositivo, una plancha plana de color negro y las plantillas de dos manos, parecía una superficie de arcilla blanda contra la que alguien hubiera apoyado las manos con fuerza.

—No te muevas. Puede que sientas un ligero escozor.

Se produjo un destello de luz láser, tan brillante que atravesó las manos del chico.

—¡Uy.¡Ay!

Retiró las manos y se miró las palmas: salía humo.

—Te hemos cambiado las huellas digitales —le aclaró Zed—. No están registradas en ningún lugar aparte de aquí. Si ocurriera algo durante el trabajo y dejaras huellas digitales donde no debes, te las volveremos a cambiar; así que más vale que tengas cuidado, porque escuece un poco.

—¿Escuece? —protestó Edwards—. Si a esto lo llamas escocer, no quiero ni pensar en cuál es tu idea del dolor. Oh, mierda. Mira. Me habéis acortado la línea de la vida.

—Eso no es todo. No te sorprendas la próxima vez que vayas a mear.

—¡¿Qué?!

—Es sólo una broma —dijo Kay—. También tenemos sentido del humor, ¿sabes? Ven aquí.

El chico miró a la pantalla.

—Anda, soy yo.

—No. Eras tú.

Kay pulsó un botón. La imagen de la pantalla desapareció y fue sustituida por el nombre del chico: James Darrel Edwards III.

—Has dejado el cuerpo, pagado el alquiler y cancelado el contrato de arrendamiento —explicó Kay.

—Joder, ¡si no me podían subir el alquiler!

—Has desaparecido de todas las bases de datos. Jamás has tenido carné de biblioteca, ni pasaporte, ni un pase de temporada para ir a ver a los Yankees. Hemos borrado los extractos de tu tarjeta de crédito y no hay constancia de que hayas asistido nunca a ninguna escuela.

—¿Podéis hacer eso?

—Ya está hecho —dijo Kay.

—Estamos creando una nueva imagen que pase inadvertida —explicó Zed.

—No sé. En Harlem, con un traje así pensarían que soy musulmán. Podría formar un grupo: El hermano Farrakan y los frutos del Islam.

Zed no le hizo ni caso.

—La gente no se fijará mucho en ti. Si es que recuerdan algo, probablemente será el traje.

—Ya veo. Con un traje negro se consigue de todo excepto chicas y dinero —dijo el muchacho.

—Mira —indicó Kay.

Al pulsar un botón, el nombre de la pantalla

empezó a cambiar a medida que el cursor se desplazaba hacia la izquierda, borrando caracteres:

James Darrell Edwards III

James Darrel Edw

James Darr

James

Jam

J

El cursor se detuvo cuando llegó a la última letra del nombre del chico. Del anterior nombre del chico.

—A partir de este momento ya no existes —le dijo Zed—. Nunca has nacido. Eres un rumor, una sombra, un fantasma.

El chico miró a la pantalla y frunció el ceño.

—No eres parte del sistema. Estás fuera de él, por encima de él, más allá de él. Para el resto del mundo no somos más que hombres sin rostro de los que hablan en un susurro. Somos los Hombres de Negro y tú te acabas de convertir en uno de los nuestros. Ya no existe James Darrel Edwards III. A partir de ahora te llamarás Jay.

Kay dejó de mirar la J de la pantalla y sonrió al chico.

—Bienvenido a bordo, Jay. Ahora ve a vestirte y hagamos del mundo un lugar más seguro.

Cuando Edwards (no, Jay) salió del vestuario, Kay le estaba esperando en el vestíbulo.

Jay se arregló la corbata, se puso las gafas de sol y sonrió.

—¿Ves la diferencia entre tú y yo? A mí me queda bien. Estoy guapo. Tú pareces uno de los Blues Brothers con resaca.

—Ya. Eres la elegancia personificada —convino Kay moviendo la cabeza.

—Ése soy yo. Que empiece el baile.

Jay siguió a Kay por otro pasillo. Aquel lugar era enorme. Debía de ocupar media manzana por lo menos. Y aunque todo era rarísimo, al mismo tiempo resultaba apasionante, había que admitirlo. ¿Quién se lo habría imaginado? Alienígenas. Y él había entrado en la patrulla de fronteras para mantenerlos a raya.

Bueno. Tampoco es que fuera muy distinto del Departamento de Policía de Nueva York, si se paraba uno a pensarlo.

Edwards miró de reojo a su compañero, y por un instante, se preguntó cómo debió de llamarse antes de que le acortaran el nombre. ¿Kerry? ¿Karl? ¿Krebs?

Algo o alguien pasó junto a Edwards como una exhalación, y cuando éste quiso saber qué era no apreció más que una especie de estela fantasmal, como imágenes en movimiento en una fotografía sobreexpuesta. No vio nada tangible.

Se dispoma a decir algo pero cambió de idea.

Iba a tener que hacer montones de preguntas y ya estaba un poco harto. Lo mejor era permanecer en silencio y esperar a que se lo fueran explicando por propia iniciativa. Después de todo, ahora era uno más del equipo, y este equipo tenía que ser mejor que el anterior.

Edgar pilotó el vehículo terrestre Laplaga en dirección a Manhattan. Su ubicación actual era un lugar llamado Nueva Jersey. El pilotaje (allí lo llamaban conducción) se había ido haciendo cada vez más precario. Gradualmente había ido aumentando el número y variedad de los vehículos que circulaban por las vías pavimentadas por las que pasaba, las cuales, por algún motivo indeterminado, recibían distintos nombres como carretera, calle, avenida, travesía, autovía, autopista, ronda, bulevar o paseo. Llegó un momento en que Edgar se vio forzado a desplazarse a una velocidad que hasta una sanguijuela wiveriana podría igualar, o incluso superar, si tenía ganas de marcha.

¿Cómo se las habían arreglado esas criaturas para construir una civilización si ni siquiera eran capaces de construir vías de circulación adecuadas para garantizar el libre movimiento de los vehículos? Al igual que ocurría con otras muchas cosas de esta basura de planeta, eso no tenía sentido. Cualquier ser pensante con un par de neuronas mínimamente activas sabía que si la vía es demasiado estrecha, se aplana el terreno de los laterales y se hace más ancha, hasta que el flujo de vehículos sea ininterrumpido. Era un principio básico. Este... embudo representaba la estupidez en grado sumo.

Por lo menos podrían haber dotado a esos vehículos de la capacidad de vuelo. Pues no.

Uno debería pensar que cualquier especie mínimamente desarrollada habría ideado algún otro tipo de fuente de energía aparte de los combustibles fósiles. ¿Acaso no se daban cuenta de que ese tipo de agentes de propulsión eran sumamente finitos, y que cuando se acabaran (lo que con toda seguridad iba a ocurrir en breve si nadie intervenía) la totalidad de su especie iba a quedar prácticamente inmovilizada?

Edgar aún no había visto una vela solar, un generador remdódico, ni siquiera una bicicleta a fusión. Cuando a los terrícolas se les acabaran los fósiles, tendrían vehículos aparcados por todas partes, oxidándose por efecto del oxígeno de la atmósfera, sin ninguna utilidad excepto quizá servir de alimento para algún bicho comedor de metal que sintiera hambre. Mucha hambre, dada la cantidad de restos que tendría a su disposición.

Detrás de Edgar, un vehículo emitía un sonido discorde y estridente. Tras experimentar con los mandos de su propio vehículo, Edgar había averiguado que se trataba de un dispositivo avisador. Un pito, según el traductor, aunque una definición secundaria de la misma palabra se refería al órgano

sexual masculino de los humanos. Edgar no acertaba a comprender la relación existente entre aquello y el sonido agudo que se producía al pulsar el mando.

Gracias a la observación de otros pilotos, Edgar había aprendido la respuesta adecuada a ese tipo de señal. Bajó la ventanilla, sacó al exterior la extremidad superior izquierda, mostró el dedo corazón y gritó al piloto de detrás: «¡Que te follen, mamón!»

Satisfecho por ser capaz de comunicarse de forma adecuada con esos estúpidos terrícolas, Edgar volvió a su posición en la cabina del vehículo y se concentró en el pilotaje.

¿Cómo podían soportarlo? Si cada día tenían que reptar a paso de tortuga para ir a cualquier parte, no cabía duda de que la mayoría se volverían locos y empezarían a matarse unos a otros.

Destruirlos sería hacerles un favor. De eso no cabía duda.