18
Definitivamente, las cosas no iban como Edgar las había planeado. Ser tiroteado por sacos de carne con armas de verdad no era casi nunca algo recomendable.
Habían capturado su nave; para entonces las naves extraterrestres estarían preparando sus destructores en los preparativos para la batalla. Había agentes de las patrullas de frontera que lo estaban buscando y estaban al tanto de toda la tecnología que hubiese llegado a este mundo procedente de otros planetas.
No, nada de eso era bueno.
Por otra parte, él tenía el premio. También tenía un rehén que parecía ser valioso —no demasiado, teniendo en cuenta el disparo del desatomizador que uno de los sacos de carne le había dirigido— y les llevaba ventaja.
Era cierto que no podía acceder a su nave, pero era un pedazo de chatarra que probablemente volaría en pedazos en el aterrizaje, por lo que no suponía una pérdida tan grande. Había otras formas de alejarse de esa maldita pelota. Y tenía en mente una de esas formas.
—¿Adonde vamos? —chilló la terrícola hembra.
—Calla —le contestó Edgar. La llevaba bajo un brazo y, aunque pesaba poco, resultaba un tanto incómodo transportarla de esta forma. Adonde irían en un futuro próximo no era el problema. Lo que sí era un problema era el modo en que llegarían allí. Especialmente si tenemos en cuenta que Edgar no sabía dónde estaba el lugar que necesitaba ni la forma de llegar. Un pequeño problema; sin embargo, haber conseguido una guía local al capturar a la mujer podía solucionarlo en parte.
Una vez fuera del edificio y ya en la calle, se podía arreglar el problema del transporte.
Llegaron hasta el camino pavimentado. Edgar apretó el paso por en medio de la calle y se puso enfrente de uno de esos vehículos para alquilar llamados taxis.
El coche derrapó y se paró a la distancia del grueso de una antena de Edgar y de la terrícola hembra.
Naturalmente, el piloto del aparato se asomó por la ventanilla, hizo el signo universal de bienvenida y empezó a gritar.
El traductor de Edgar era un modelo de vanguardia, con más de doscientos dialectos terráqueos programados, pero fue incapaz de reconocer el extraño dialecto que lanzaba el piloto en su dirección. ¿Cómo se las arreglaban los humanos para entenderse unos a otros?
Edgar se dirigió al piloto, arrastrando a la terrícola hembra con él.
El piloto gritó algo que sonó así como «¡Bong— ong-fong-gong-spong!».
¡No quedaba tiempo! ¡No quedaba tiempo! Los sacos de carne estarían buscando un objetivo en cualquier momento. Edgar se acercó al vehículo, cogió al piloto y lo sacudió a través de la ventanilla abierta. Lo lanzó fuera, y luego se acordó de abrir la puerta. Se metió en la nave y estiró a la mujer detrás de él.
—No estoy familiarizado con las rutas locales —explicó—. Tendrás que conducir el vehículo. Llévanos a este sitio.
Sacó la postal con la imagen, la que había cogido del quiosco antes.
—¿Eh?
—Llévanos a este sitio. En seguida.
—¿Qué?
¡No quedaba tiempo! ¡No quedaba tiempo! Le enseñó la triple hilera de colmillos desde el interior de su disfraz, estirándose la cara de forma que ella pudiera verlos.
Ella soltó un grito.
Edgar puso en marcha la nave y presionó el acelerador. El vehículo se precipitó hacia atrás y la mujer se agarró al volante.
—¡Vale, vale! ¡Ya he captado! —dijo.
—¿Conoces el lugar al que quiero ir?
—Sí, sí.
—Bien. Obedece las normas de circulación y procede a la máxima velocidad permitida.
El antiguo ocupante del vehículo corrió tras ellos agitando los brazos y continuó soltando lo que seguramente eran maldiciones, fuera cual fuese el idioma en el que se comunicaba. Edgar se giró y le hizo el gesto universal. Significaba tantas cosas ese gesto con el dedo: hola, adiós, reconocimiento, irritación. Era una de las pocas cosas de ese planeta que le parecían útiles.
Bueno, considerando el conjunto, las cosas no iban tan mal. Él estaba vivo, tenía la galaxia y había logrado escapar.
Las cosas podrían ser peores. Se echó hacia delante y contempló a la mujer. Una criatura fea. ¿Cómo podía algún ejemplar macho de cualquier especie encontrar a un... un monstruo como ella sexualmente atractivo? A lo mejor tenía alguna característica que la salvaba, alguna señal olfativa o de otro tipo que atrajera a los machos. Había que ser humano para advertirla, desde luego Edgar no podía. Ya era bastante difícil distinguir a los machos de las hembras, y no digamos distinguir a distintos individuos del mismo sexo.
Para Edgar, todos eran parecidos.
Claro que ésta se encargaba de los muertos, un cargo relativamente importante en el lugar del que él procedía; vender la comida de cadáver comportaba, al fin y al cabo, una posición de cierto poder.
Laurel sabía que estaba metida en un buen lío cuando el psicópata salió disparado por el conducto llevándola a ella, aterrizando sin problemas y saltando a la calle tan fácilmente como un hombre saltando en la luna.
De lo que se dio cuenta era de que no se trataba de un psicópata normal.
Cuando él... no, cuando eso sacó al taxista del vehículo con una mano y lo tiró como si fuera una lata de Coca-Cola vacía, le dio otra pista. Bien, por lo pronto, podía hacerse a la idea de que el tipo estaba «colocado». Los esteroides, el speed, la cocaína, eso era lo que podía permitirle hacer esas cosas. Era poco probable, pero posible.
Pero cuando entrevio lo que parecían tres filas de colmillos de tiburón en el interior de una boca que, sin duda alguna, no podía estar en el interior de un cráneo humano, supo con certeza que lo que había sentado a su lado y que le decía que tenía que conducir no era humano.
Y aquel policía, si es que lo era, y el tipo con el arma grande se habían dado cuenta también. Cucaracha, así es como lo había llamado el tipo blanco.
Lo que era seguro es que no se parecía a ninguna cucaracha que ella hubiera visto. ¿En qué lío se había metido? Era tan increíble que no sabía cómo tomárselo.
—¿Estamos procediendo por la ruta adecuada? —preguntó la cosa.
—Sí, sí-contestó ella.
Puede ser que Laurel no fuera la mujer más lista del planeta, pero no era estúpida. Ató cabos y se dio cuenta de que el monstruo que había a su lado no era de este planeta. No tenía buena pinta, no actuaba de forma normal y tampoco hablaba bien. No era humano, era imposible con esa fisiología, y ella no creía que existieran otras especies inteligentes originarias de la Tierra a pesar del Yeti y de Bigfoot.
Por lo tanto, esa criatura no era de los alrededores.
Un alienígena.
Un pequeño hombre verde. Excepto que no era tan pequeño y, abuelita, ¡qué dientes tan grandes tema!
Había sido raptada por un alienígena y obligada a conducir a... a...
Sintió unas ganas repentinas de reír, pero se las arregló para evitarlo. Una vez que estuviesen en la carretera, no podría parar. Lo sabía todo sobre la histeria y no se encontraba lejos de ese estado. Pero... en serio.
Había sido secuestrada por un alienígena.
¡Parecía sacado de uno de esos sórdidos periódicos de sucesos!
Nadie en la oficina iba a creerla. Siempre y cuando sobreviviese para contarlo.
Pero... si quería matarla, ¿no lo habría hecho ya?
«No si necesita un chófer», le dijo burlona una vocecita interior. «Y a lo mejor tiene otros planes para ti. Recuerda estos titulares: TUVE UN HIJO CON UN ALIENÍGENA. ¿Y todos esos experimentos de los que tanto se hablaba?»
«Fantástico. Es justo lo que necesitaba oír.»
Miró al alienígena. Su piel se estaba cayendo a tiras y no parecía irle bien. Definitivamente, había algo raro. Si se hubiera dado cuenta antes, a lo mejor podría haber huido.
No tenía sentido pensar en lo que no había hecho.
¿Y qué quería del gato? Ella había visto que le quitaba el collar, o al menos el cascabel,., que no funcionaba, ella no lo había oído sonar. ¿De qué iba todo eso?
«Eso ahora no importa. Llévalo adonde quiere ir. Cuando salga, aprieta el acelerador y aléjate pitando.»
No era un gran plan, pero era lo único que se le ocurrió en aquel momento.
—¡Van en un taxi! —gritó Jay,
—¿Cómo lo sabes?
Jay señaló al hombre que gritaba en medio de la calle en un idioma desconocido.
—Tiene que ser un taxista.
Jay corrió hacia una fila de taxis que estaban atascados en mitad del tráfico en la intersección que había enfrente. Golpeaba las ventanillas gritando el nombre de Laurel.
Les dio un buen susto a un par de personas que debían de ser turistas. Los de la ciudad no le hicieron ni caso, siguieron leyendo el periódico o haciendo lo que la gente suele hacer en los asientos traseros de los taxis.
Había recorrido quince taxis cuando sonó una bocina detrás de él. Ni siquiera levantó la vista.
—Estás perdiendo el tiempo —le gritó Kay.
Jay se volvió y vio a Kay en el coche.
—Entra. No abandonará el planeta en taxi —le dijo Kay.
—¿Qué?
—Tenemos la nave. Entra.
De vuelta al centro de operaciones, las cosas estaban mucho más tranquilas de lo que Jay había visto en mucho tiempo. Muchos de los alienígenas no estaban allí, aunque las gemelas seguían al pie del cañón.
Zed vio a Kay y a Jay y les hizo señas.
—Las dos naves de combate están todavía allá arriba —dijo. Señaló la pantalla grande—. Cada uno cree que el otro asesinó a su enviado y cada uno piensa que el otro tiene la galaxia, por lo que sabemos.
—Además, parece que cada uno cree que estamos compinchados con el otro.
—Fenomenal. Edgar la tiene. La cucaracha —explicó Jay.
—Lo teníamos pero lo perdimos —aclaró Kay—. Y ahora tiene la galaxia y a un rehén, la forense. —Kay suspiró—. Me estoy volviendo viejo, Zed. Tendría que haberlo cogido.
—Aquí todos nos estamos volviendo viejos, excepto el señor Rápido —hizo un gesto para señalar a Jay—. ¿No creéis que vendrá aquí?
—Tenemos su nave en el almacén principal de este edificio. A estas alturas, apostaría a que todos los pilotos de cualquier nave con capacidad para hacer viajes interestelares a diez años luz saben que hay una cucaracha en la Tierra. Supongo que estarán controlando a los pasajeros extraterrestres con mucho cuidado.
—Espero que tengas razón —dijo Zed.
—¿Tenéis guardias en la nave?
—Por supuesto. No creo que la cucaracha sea tan imbécil como pretender venir aquí, creyendo que podrá recoger su nave tranquilamente y marcharse.
—Tiene un rehén —le recordó Jay a Zed.
El viejo lo miró.
—Hijo, si la cucaracha consigue salir al espacio exterior con lo que los de A y los de B quieren, este planeta probablemente se calentará como una barbacoa rociada con un lata de carbón vegetal. Si cualquiera de nuestros hombres consigue tener a la
cucaracha en el punto de mira, se lo van a cargar para evitar esto, y daría igual que el rehén fuera la madre Teresa.
—; Haría eso? ¿Incluso si Laurel estuviera en peligro?
Kay y Zed se miraron.
Kay miró a Jay.
—Lo haríamos. Y tú también, Jay —le dijo.
Jay pensó en ello durante un instante. Uno no negocia con terroristas y a pesar de que él sentía algo especial por Laurel, conseguir que todas las criaturas de la Tierra fueran aniquiladas por ella no saldría a cuenta.
Sí. Admitía que tendría que disparar.
—Así que... ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jay.
—Vamos —le contestó Kay.
Kay condujo a Jay al centro de mando.
—Organicemos una red biológica en todos los túneles, puentes y peajes —le dijo al técnico que estaba sentado allí—. También en los transbordadores. Pon sobre aviso a las patrullas del aeropuerto y de los trenes. Si no es humano, no quiero que abandone la isla.
—Si no es demasiado tarde —advirtió Jay.
—Si no es demasiado tarde —convino Kay.
—¿ Hay algo que les podamos decir a los tipos de las naves de combate?
Kay movió la cabeza para expresar su desconfianza.
—Zed lo intentará. No confían en nosotros, no les gustamos demasiado, no se pensarían dos veces hacernos volar por los aires y adiós muy buenas si tuvieran una buena razón. Si conseguimos la galaxia y al tipo que se cargó a los suyos, genial, sobreviviremos. Pero si no...
Jay tenía una vivida imagen de su padre apretando una lata de carbón vegetal en una barbacoa humeante cuando él era un niño. Recordaba el estallido de la llama que se levantó y que arrancó a su padre las cejas y un buen mechón de pelo. Ostras.
—No puedo creer que destruyan un planeta entero así, por las buenas —comenzó a decir Jay.
—Uní tecnología avanzada no significa una clemencia avanzada —explicó Kay—. No piensan como nosotros. O quizá piensen como algunos de nosotros... psicópatas o sociópatas.
—Fantástico.
—Lo siento, chico, esto es lo que los convierte en alienígenas, ¿no?
Se disparó una alarma, una sirena fuerte y de sonido metálico que resonaba por todo el edificio.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué?!
—Los arquilianos acaban de activar un disparador de partículas —gritó Zed.
—¿A quién? —preguntó Jay.
—A nosotros —le contestó Zed—. Dirigido al Mar del Norte. ¡Seguimiento!
Jay y Kay corrieron hacia Zed, que estaba observando la pantalla grande. La imagen cambió.
—Tenemos un satélite espía aquí-dijo alguien. Jay no vio quién.
Había una imagen de un rayo brillante como de láser que se abalanzaba sobre el frío océano. Jay vio lo que parecía un iceberg. Después de un segundo, se levantó una nube del agua.
—Vapor supercaliente —explicó Kay.
—Coge un ángulo amplio-ordenó Zed—.¡Pon una escala!
La imagen se volvió confusa. La nube que había hervido parecía casi como un hongo atómico. Una escala en el lado inferior de la imagen parpadeó.
—Novecientos metros de altura —les dijo alguien.
—No está mal, ¿verdad? —dij o Jay—. ¿ Cuánto es eso en realidad? No me aclaro mucho con el sistema métrico.
—Un poco más de media milla^-le aclaró Kay.
—Oh, mierda.
—Exacto. Y puede llegar a alcanzar veinte veces esta altura. Es una gran explosión. No sólo están cocinando unas cuantas focas y unas ballenas, seguramente se producirá una tromba de agua en la costa que se llevará por delante ciudades desde Inglaterra hasta el noroeste de África.
La alarma seguía con su estruendo.
—¡Ahí van los haitianos! —gritó un técnico.
—¡Pon el impacto en pantalla! —ordenó Zed.
Otra imagen borrosa, y una imagen del satélite
eSpía de lo que parecía una tierra yerma y arenosa.
—El desierto de Gobi —dijo Kay, cuando una columna de arena y llaíhas rugió hacia el cielo casi igualando el primer impacto.
—Va a quedar un montón de cristal por ahí —dijo alguien.
—Quizá no por mucho tiempo —dijo Kay—. La historia implica que quede alguien para recordarla.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Jay.
—Los protocolos de la Convención de Andrómeda —explicó Zed—. Cada uno lanza un aviso, luego paran y tratan de llegar a un acuerdo.
Ambas naves lanzaron unos cuantos rayos más.
—¿Por qué no se disparan entre ellas en lugar de dispararnos a nosotros?
—Eso forma parte de las reglas.
—¿De cuánta tregua estamos hablando?
—Una hogi más o menoi-explicó Kay.
—¿Y después...?
—Si no lo han arreglado, empiezan a disparar. Entre ellos, a nosotros y a cualquier cosa que quieran destruir.
—¿Por qué no pueden arreglar sus asuntos en su maldito barrio?
—El tratado exige que las hostilidades sean sólo entre las naves y sólo en una parte del universo en la que no haya presencia de vida inteligente.
—¿Donde no haya vida inteligente? ¿Y nosotros qué somos? ¿Babosas?
—Desde su punto de vista» más o menos. En una escala del uno al cien, nuestra civilización puntúa un dos. Si desaparecemos del mapa, ellos no saldrán perjudicados.
—Jode, pero es así-concluyó Zed.
—¿Has actualizado las localizaciones de todos los vehículos interestelares con base en tierra y en órbita?
—Sí. Según los logaritmos, nuestro amigo Frank el doguillo cogió el último tren para salir de la ciudad. No puedo creer que haya alguien tan estúpido como para traer una nave estelar aquí después de estos dos primeros rounds. La cucaracha se ha quedado atrapada aquí.
—Lo cual no sirve para una mierda —añadió Jay—. Excepto para que se fría con todos nosotros. No me consuela gran cosa.
—Estamos recibiendo informes de daños de los disparos iniciales —anunció alguien.
—Oigámoslos.
—Atlantic City ha desaparecido.
—Una gran pérdida —dijo Kay.
—Miamí Beach, desaparecida.
—Terrible. Mi restaurante cubano favorito estaba allí.
—Epcot está destruido.
—El destino —apuntó Kay. Jay tuvo una idea.
—Todavía tenemos una hora, ¿no?
—Hartford recibió un impacto directo.
—¡Qué pena! —dijo Zed. —¡Chicos! Si supiéramos adonde fue la cucaracha, ¡todavía podríamos atraparlo! —La mitad de París está ardiendo. —Espero que sea la mitad que piensa que no se puede pronunciar en público hamburger ni ninguna otra palabra americana. Snobs.
—Chicos —dijo Jay—. ¡Eh, carrozas!
Zed y Kay se volvieron al unísono para mirarlo fijamente.
—¿Eso todavía funciona?
Señaló algo. Zed y Kay se giraron para mirar hacia allí. En la pared estaba el mural de la Exposición Universal de 1964. En primer plano, aparecían las dos torres con los platillos volantes falsos sobre ellas.
Zed y Kay se miraron.
—Bueno, maldita sea. Lo teníamos delante de nuestras narices.
—Amén —contestó Kay.