17
Edgar encontró un dispositivo mecánico de señalización sobre el mostrador del depósito de cadáveres. Presionó la varilla que sobresalía del hemisferio metálico y fue recompensado con un sonido agudo. Lo repitió varias veces.
Mientras tocaba el timbre, se dio cuenta de que el apéndice terminal del disfraz —la mano— estaba empezando a estropearse. La piel había adquirido un color grisáceo y unas delgadas tiras de tegumento estaban separándose de la carne.
Si no se ocupaba del asunto en seguida, estaba convencido de que tendría que encontrar un disfraz nuevo. Sólo por eso ya tenía que darse más prisa.
Un terrícola salió de una pequeña celda de seguridad y se dirigió hacia él. Llevaba consigo un mecanismo de lectura de papel impreso, un libro, sobre cuya cubierta figuraban las palabras atlas RESUMIDO. También llevaba un dispositivo cuya función Edgar no pudo determinar inmediatamente. Parecía un rectángulo del tamaño de una mano, delgado y plano de un plástico flexible con agujeros y pegado a una delgada varilla de la longitud de un antebrazo humano. ¿Una especie de abanico? ¿Un dispositivo de señales?
Sobre su pecho, el terrícola llevaba una tarjeta identificativa que decía TONY.
—Muchas gracias por comprobar que el timbre todavía funciona —dijo el propietario de tal nombre.
Una pequeña criatura voladora zumbó alrededor de Edgar, atraída sin duda por el disfraz hecho polvo. El alado insecto se posó en el mostrador frente al terrícola. Edgar le sonrió.
Con rapidez, el terrícola se sirvió del dispositivo que parecía un abanico y lo estampó contra el desventurado insectoide con un movimiento brusco.
Ese movimiento dejó al insecto más o menos plano y salieron disparados algunos trozos.
—¡Te pillé! —exclamó el terrícola. Levantó el dispositivo para estampar insectos y usó el borde para arrancar el cadáver del mostrador. Sacudió el objeto y la criatura chafada cayó al suelo.
—¿Qué puedo hacer por usted, amigo, aparte de conseguirle un poco de jabón? Tiene usted un auténtico problema con el olor corporal. —El individuo arrugó la nariz.
En otro momento, le habría dado un buen escarmiento a ese Tony, pero se recordó a sí mismo que tenía prisa.
—Un terrícola llegó aquí antes. Un muerto.
La criatura giró sus asquerosos ojos en sus huesudas cuencas.
—¡Qué cosas! ¡Un muerto en un depósito de cadáveres! ¿Y eso a mí qué? —le contestó.
Edgar sonrió, lo cual no le resultó fácil.
—El muerto era un amigo mío. Llevaba un animal con él, una mascota... un gato. Fue un regalo que yo le hice y puesto que ahora está muerto, me gustaría recuperarlo.
—Ah, ah, muy bien, lo entiendo. No hay problema. Pero la verdad es que necesitaré una foto identificativa, un justificante escrito de la propiedad del gato o una prueba ante notario de su relación amistosa con el finado...
El terrícola volvió a usar el matamoscas, aplastó a otro de los pequeños insectoides que por azar aterrizó sobre el mostrador cerca del lugar donde su hermano había sido asesinado momentos antes.
—No haga eso —dijo Edgar. Luchó para mantener la expresión benévola.
—¿Que no haga qué? —contestó el hombre. Volvió a estampar el matamoscas y mató a otro ca— marada—. ¿Es usted vegetariano o algo así?
Edgar puso las manos sobre el mostrador. Algunos de los insectoides más grandes que se habían apuntado a dar un paseo bajo su ropa eligieron ese momento para irse.
—¡Mierda! ¡Tiene cucarachas!
El hombre del depósito se agachó tras el mostrador y salió con un cilindro de metal. Sobre el tarro había un dibujo de un insectoide moribundo y la palabra RAID en grandes letras de colores.
Edgar dejó que su sonrisa desapareciese y la sustituyó por el ceño fruncido.
El tipo llamado Tony apuntó el cilindro a los pequeños camaradas y apoyó el dedo sobre un pequeño tapón de plástico que había en la parte superior del mecanismo.
—Te equivocas —dijo Edgar.
Kay detuvo el coche.
—¿Qué te parece si yo me encargo de esto? Tú espera aquí fuera —dijo Jay.
Kay lo miró fijamente.
—¿Qué dices? ¿Por qué demonios tendría que hacerlo?
—Porque lo único que necesitamos es el gato. Puedo entrar ahí, cogerlo y volver en cinco minutos. Si entras tú, conectarás tu Jack Webb a la doctora, le dispararás con tu rayo cerebral y a lo mejor le provocas una leucemia o alguna mierda de ésas. Esa mujer es médico, no le conviene que le borres la mitad de lo que aprendió en la universidad.
—Te gusta. De acuerdo, cinco minutos —le contestó Kay con una sonrisa burlona.
Jay asintió.
Edgar cogió a la terrícola hembra y la empujó. Ésta se estampó contra la pared y se deslizó por ella, aturdida. Él se movió para vigilarla.
—¿Dónde está el animal?
—Ya le dije que no lo sé. Corrió y se escondió debajo de una camilla o de algo así, por allí —contestó la hembra mientras negaba con la cabeza.
—¡Será mejor que lo encuentre! —amenazó Edgar mientras la cogía, la levantaba del suelo y la llevaba en la dirección que había señalado.
—Eh, gatito, gatito. Vamos, Orión, anda, bonito —dijo la mujer.
—¿Orión?
—Es el nombre que hay en el collar —explicó ella—. Vamos, gatito...
Se vio una especie de rayo borroso cuando el animal pasó disparado por su lado. Era muy rápido para ser un animal peludo. Atravesó a toda velocidad la habitación, brincó hasta una vitrina, luego subió a otra y desapareció.
Edgar gruñó. Se dirigió hacia donde había ido.
Sonó el timbre de la entrada.
—¿Hola? —preguntó una voz humana—. ¿Hay alguien?
Edgar reconoció el tono. Era uno de los terrícolas de la patrulla de frontera que había disparado contra él en la joyería. ¡Sin duda iba armado y lo buscaba! No había espacio para maniobrar en aquel sitio, sería un blanco fácil.
Miró fijamente a la terrícola hembra.
—¿ Quieres seguir viva?
—Sí.
—Entonces haz exactamente lo que te digo.
Laurel había pensado que el cliente con dieciocho balas de cinco calibres diferentes era lo más raro que había visto en mucho tiempo, pero ese tipo se llevaba la palma. A menos que de repente su olfato no funcionase correctamente, olía como si estuviese muerto. Con una ojeada rápida, uno no necesitaba el título de dermatólogo para saber que ese tipo tenía una enfermedad grave en la piel. Estaba lleno de manchas, era de color gris y se estaba pelando como alguien que se hubiera dormido en la playa en agosto sin crema protectora. La piel parecía de elefante, tenía arrugas en el cuello y en los brazos donde nunca había visto arrugas en alguien con menos de cien años.
Pero quienquiera que fuese, era fuerte como un toro y peligroso. Ella no tenía ningunas ganas de unirse a sus clientes sobre una mesa. Esperó que la persona que estaba en la puerta fuera alguien que pudiera sacarla de allí antes de que Bozo la asesinara.
Un joven negro y bien parecido entró en la habitación. A Laurel le resultaba familiar, pero no sabía dónde lo había visto.
Jay había visto que la puerta de detrás del mostrador y la celda de seguridad estaban abiertas. Y se dirigió a ellas.
Encontró la sala de autopsias. Allí estaba Laurel. Ella permaneció junto a una mesa de autopsias sobre la que no había ningún cuerpo, sólo una sábana que llegaba hasta el suelo. Se quedó allí, como si se hubiera olvidado de quién era. ¿Quizás aquel maldito revuelve-cerebros le había hecho algo?
En la mesa situada detrás de ella, estaba el cuerpo de un varón blanco de mediana edad. Parecía que le habían agujereado a base de bien.
—Hola-dijo Jay.
—Hola —contestó Laurel. Su voz sonaba extraña. Iba a tener una conversación con Kay si la mente de ella se había visto afectada. Él terna que tener presente que ella no lo recordaba, por lo que era un completo desconocido.
Bien. Podía decir que era policía. Incluso decir su auténtico nombre, pero no tenía sentido meterse en ese lío. Así que lo que dijo fue:
—Soy, hummm, el sargento Preston, del distrito veintiséis. Trajeron un gato con un cadáver, ¿puede ser que en su collar ponga Orión?
—Sí, así es. Un gato. Un gato muy famoso —le contestó Laurel.
—De acuerdo. Bien, el gato es, hummm, el testigo de un asesinato. Necesito llevármelo —le dijo Jay.
—Ah, yo... no sé dónde está el gato en este mo— mentó —le explicó ella encogiéndose de hombros.
—¿No lo sabe?
—No —ella bajó el tono de voz hasta un susurro—. ¿No podría llevarme a mí con usted en lugar de al gato?
—¿Perdón?
—Digo que si no me podría llevar a mí.
Jay sonrió con suficiencia.
—Chica, vas muy deprisa.
El rostro de ella adoptó una expresión seria y el susurro se convirtió casi en murmullo.
—Escucha. Me gustaría irme contigo ahora.
Jay volvió a sonreír. «Es increíble, cambias de nombre, de ropa, pero todavía queda el viejo encanto inconfundible.»
«Dios mío», pensó Laurel. «¡Este imbécil se cree que me estoy insinuando! Si es policía, debe de tener un revólver bajo ese horrible traje negro, ¡y se me tiene que ocurrir alguna manera de espabilarlo! Que no se note lo que estoy haciendo. Ante todo, sutileza.»
Kay salió del coche, conectó la alarma y se dirigió al edificio. El chico intentaba hacer lo más apropiado, pero no podía estar esperando todo el día. Cuando el destino de la Tierra, por no hablar de una galaxia o tres, estaba en juego, no había tiempo para ligar.
Kay fue hasta el mostrador. No se veía al encargado, probablemente estaba al teléfono o algo así. De acuerdo, le daría al chico un par de minutos más. Además, necesitaba fumar urgentemente. Kay sacó un cigarrillo del paquete, se inclinó sobre el mostrador buscando fuego. «¡Qué diablos!, si el mundo va a estallar, uno más no me va a hacer nada, ¿verdad?» En algún sitio tenía una caja de cerillas...
—De veras, me gustaría irme contigo ahora —dijo Laurel.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso? —le contestó él sonriendo burlón.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—¿Nos podemos ir? —le preguntó ella mientras se miraba la cintura—. Hay una cosa que quiero enseñarte.
Jay alzó las cejas.
—Tranquila, encanto. No hay prisa. No tienes que acelerar tanto. Cuenta conmigo.
Ella se dirigió adonde estaba él y bajó más el tono de voz. Su rostro estaba tenso. «¿Quizás es un deseo irreprimible?», pensó él.
—No lo entiendes —le susurró ella—. Realmente tienes que verlo.
Él asintió.
—Ya te he oído. Y tengo muchas ganas, créeme. Pero dejemos una cosa clara, ¿vale? No es que sea machista pero me gusta llevar la iniciativa, lo entiendes, ¿verdad?
¿Cómo pudo pensar que ese tipo era atractivo?
Evidentemente era un imbécil. ¿Qué tenía que hacer? ¿Hacerle un dibujo? ¿Pegarle una patada en la espinilla? ¡Hombres! Todos se creen un regalo de Dios para las mujeres, todos y cada uno de ellos.
Tenía que arreglar la situación y arreglarla deprisa. «Se acabó el tiempo de las sutilezas. Olvídalo, chica. Es policía, sabrá cómo arreglárselas con los malos, ¿no?», pensó Laurel.
Kay prendió una cerilla para encender el cigarrillo. La cerilla echó chispas y se apagó. La miró con el ceño fruncido, la tiró y cogió otra...
Laurel le enseñó los dientes en una mueca que, definitivamente, no era una sonrisa.
—Escucha, semental. Ya sé que tu cerebro está en punto muerto, pero me tienes que ayudar en un asunto —le dijo ella señalando la mesa de autopsias.
Jay sonrió. «¿Allí mismo? ¿Sobre la mesa? Vaya, vaya.»
«¡Será estúpido!», pensó ella. «¡Imbécil! ¡Analfabeto! ¡Idiota! ¡Cabeza de chorlito!» Tenía ganas de darle una bofetada.
Y sin embargo, a pesar de todo, no podía evitar esa sensación de que ya lo conocía de otro sitio. Y de que era realmente guapo. A lo mejor tenía talentos ocultos. Seguro que los tenía.
- Samela dejobade —le susurró ella en clave.
Jay era bueno con las adivinanzas. Le estaba hablando al revés.
«¿Debajo de la mesa?»
«Oh, mierda.»
Ya lo había captado.
Ella no se le estaba insinuando. Le estaba advirtiendo.
Sacó el pequeño revólver que le habían dado...
¡Al fin! ¡El policía lo había captado!
Pero... ¿qué significaba ese pequeño revólver que tenía en la mano? Laurel frunció el ceño. ¿Desde cuándo en el Departamento de Policía de Nueva York se empleaban pistolas de cañón corto...?
Cuando Kay prendió la segunda cerilla, también se apagó. La miró con el ceño fruncido y vio que había una gota de algo pegajoso en ella. ¿De dónde venía?
Miró hacia arriba.
Un cadáver estaba pegado al techo con un montón de sustancia pegajosa, viscosa y chorreante. El tipo llevaba un bote de Raid en una mano y tenía una expresión de sorpresa en su rostro.
¡Mierda! ¡No era necesario ser el hombre del tiempo para saber por dónde había soplado aquel viento! ¡Edgar! ¡Los había ganado!
Kay sacó su Serie Cuatro y corrió hacia la puerta que había detrás del mostrador...
La mesa del depósito de cadáveres se levantó como si hubiera estallado una bomba y ahí estaba Edgar. Jay apuntó el arma, pero Edgar cogió a Laurel y le colocó el cañón de un rifle en la barbilla, justo en el momento en que Kay entraba corriendo en la habitación agitando el desatomizador.
—¡Quieto ahí, cucaracha! —gritó Kay. Apuntó el arma a Edgar, fuertemente cogida con ambas manos sin que le temblaran lo más mínimo.
—¡No dispares! ¡No dispares! —gritó Jay. Mantuvo su revólver apuntando a Edgar, pero sabía que no tenía un objetivo claro, incluso a tan poca distancia. Especialmente teniendo en cuenta que no sabía cómo se comportaba ese tipo de arma a esa distancia.
—Dios mío, eres duro de mollera —le reprochó Laurel a Jay.
—Lo siento. ¿Cómo iba a saberlo?
—¿Qué tenía que hacer?, ¿cantártelo? ¿«Hay un psicópata debajo de la mesa»? —le replicó ella.
—Quizá si hubieras intentado otra táctica que no fuera la típica de la puta de esquina...
—¡Típico de un hombre! Deja que una mujer muestre cualquier signo de independencia y ya no saben qué hacer. No me puedo creer que te encontrase guapo.
—¿Pensaste realmente que era guapo? —le preguntó Jay.
—Siento mucho interrumpir vuestro ritual de apareamiento —intervino Edgar—, pero ¡tirad las armas!
—Eso no va a ocurrir, insecto —le dijo Kay—. Tira las tuyas.
Edgar empezó a retroceder, arrastrando a Laurel con él.
—Déjala —le pidió Kay.
—¿Para que me puedas desatomizar? No lo creo. No me puedes dar sin matarla.
Edgar siguia retrocediendo. Se dirigió aja entrada y luego hacia el final del pasillo. Había una entrada a un conducto, pero estaba cerrada.
Kay y Jay siguieron a Edgar y a Laurel al vestíbulo.
—Alejaos —ordenó Edgar—. La mataré.
—Si lo haces, seguro que te mato yo a ti —replicó Kay—. Sabes que no puedo dejar que te marches, incluso si tenemos que permitir la muerte de un civil.
—¿La muerte de un civil? —dijo Laurel—. ¿No os estaréis refiriendo a mí por casualidad?
—No te preocupes, Laurel —la tranquilizó Jay.
—¿ Que no me preocupe? ¿Cómo crees que puedo no preocuparme, cabrito? —replicó ella. Echó una ojeada a Edgar y luego miró el rifle.
—Me refiero a que todo irá bien. Ya se nos ocurrirá algo.
—No estés tan seguro, saco de carne —interviú no Edgar.
—Última oportunidad. Déjala, come-mierda —dijo Kay. Apuntó a la cara de Edgar con su arma.
—¡Bosta! No mierda, se dice bosta. Y escucha bien, payaso, puede ser que tenga que asumir esto en mi parte de la galaxia, pero comparado contigo, estoy en el nivel superior de la evolución, así que para de hablar de ese modo.
En aquel momento, Orión el gato (¿o era una gata?) decidió meter baza en el asunto. Salió de no se sabe bien dónde y se lanzó contra Edgar hecho una masa de garras y dientes. Aterrizó sobre la cabeza del alienígena, lo arañó y lo mordió. Edgar soltó a Laurel, deslizó la mano libre hacia arriba y se quitó al gato. Cuando vio el pequeño cascabel en el collar del gato, sonrió.
Kay tenía razón. No era estupido.
Edgar cogió el cascabel, lo separó de un tirón y lanzó al gato, todo con la misma mano rápida y sin mover el rifle de la barbilla de Laurel. Se puso el cascabel en la boca y se lo tragó, entonces sonrió satisfecho.
—¡Maldita sea! —estalló Kay—. Lo siento guapa, pero no tengo otro remedio.
Kay apuntó su arma...
—¡Kay, no...! —gritó Jay.
En ese momento, Edgar y Laurel volaron hacia la entrada del conducto. La atravesaron en el momento en que Kay disparaba y en todo el final del pasillo resonó y se desvaneció un terrorífico rugido.
Cuando el polvo desapareció, Jay corrió hasta el agujero donde había estado la pared. Había un conducto de aire detrás del agujero que se extendía a ambos lados. Jay miró en ambas direcciones. No había ni rastro de ellos.
Miró a Kay y luego al arma que sostenía.
—¿Esto... están...?
Kay miró en el interior del conducto.
—No, fallé. ¡Vamos!
Ambos se dirigieron a la entrada. Las cosas iban mal. Muy mal.