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Si salía vivo de ésta, pensó Kerb, el vendedor bulariano de naves de segunda mano se las iba a pagar todas juntas por haberle endosado ese montón de chatarra garciana. Ese pequeño renacuajo se arrepentiría de que del huevo que puso su tatarabuela saliera un ser vivo. Y luego otros.

La verdad es que Kerb tenía muchísima prisa y no había podido revisar la nave. Ése fue su error. Era cierto que no quería gastar mucho dinero en una nave que sólo iba a utilizar una vez antes de tirarla a la chatarra. Pero de todos modos eso no excusaba al bulariano. Él no lo sabía.

Suspiró. Lo debieron de calar a un parsec de distancia.

Había sido un auténtico robo. Los motores de hiperespacio de la nave eran una porquería, los escudos magnéticos estaban estropeados, las matrices virales del ordenador tenían interferencias y además, además, los amortiguadores isónicos eran disarmónicos en grado sumo. Todo ello significaba que se iba a estrellar en ese planeta infecto a una velocidad muy, muy elevada, y si el colchón estásico no funcionaba algo mejor que el resto de componentes de esa mierda de nave, iba a quedar esparcido por toda la zona, convertido en confeti húmedo y grumoso. Y adiós a sus grandes planes cósmicos.

Maldita sea. Si salía vivo de ésta, estaba decidido a volver para convertir al vendedor en papilla orgánica y luego comérselo.

Si es que lograba salir de ésta con vida.

El ordenador, cuyo sentido del humor parecía haberse deteriorado junto con la matriz viral-mo— lecular que controlaba su programa de voz, le informó de que el aterrizaje era inminente: «Quince segundos para colisión en el planeta —dijo—. La integridad estructural del casco exterior es insuficiente para resistir la velocidad de impacto. Ji, ji, ji. Estimación de daños en la nave: aproximadamente setenta y ocho por ciento, más/menos uno por ciento. Ja, ja, ja. Ji, ji, ji.»

Kerb mandó al ordenador que se autodes— truyera, una acción imposible de realizar excepto entre unas pocas razas, y ninguna de ellas especialmente inteligente. El ordenador consideró este comentario hilarante y no paró de reír durante los segundos finales, hasta que la nave se estrelló contra el suelo con tanta fuerza que quedó semienterrada y salpicó toneladas de tierra alrededor como si fuera una ola al romper.

Kerb no lo vio, por supuesto, ya que el colchón estásico se desplegó y tuvo la gran suerte de que fuera el único dispositivo que funcionaba según había sido diseñado. Al producirse el impacto, el colchón creó un escudo gelatinoso a su alrededor que absorbió la mayor parte de su inercia, aunque de paso también le dejó momentáneamente ciego, sordo y medio atontado.

Cuando el colchón le dejó ir, un proceso similar al de un krit devolviendo un bolo de comida a medio digerir para comprobar su textura, se hizo evidente que aquel ordenador medio inútil tenía razón en cuanto a la integridad del casco. La brisa nocturna penetró por unos enormes boquetes; una atmósfera demasiado fría para él y demasiado cargada de olores pestilentes a alienígenas que harían vomitar a un carroñero pluviano.

Puaj.

Algo le habló en una lengua alienígena. Dentro del colchón, Kerb encontró el traductor universal interneuronal y lo insertó en su canal auditivo. Al instante el aparato convirtió la lengua del alienígena' en el idioma omniversal, en mitad de una frase: «¡... haz un solo movimiento y te hago otro agujero en tu culo intergaláctico!»

Kerb cambió de posición para poder ver a través de uno de los orificios del casco de la nave. Vaya, vaya. Ahí estaba. Un humano. O, como se les conoce galácticamente, un terrícola. Un ser verdaderamente horrible, carnoso y mal desarrollado.

Estaba apuntando a la nave con lo que obviamente era un arma de proyectiles.

Estas especies inferiores no aprenderían nunca.

—Baja la pistola, idiota —ordenó Kerb.

El dispositivo traductor, conectado a su canal auditivo, convirtió su orden en: «Coloca el arma de proyectiles al nivel del suelo, ser con un cerebro de inteligencia inferior a la media.»

Bueno, se acercó bastante.

El terrícola retrocedió de un salto pero en seguida volvió a estar a la vista. Apuntó de nuevo el arma al interior de la nave.

—¡Me llamo Edgar Yax y tu maldita nave espacial acaba de caer justo encima de mi camión! Me lo debes, tío. Y en cuanto a mi pistola, ¡tendrás que arrancármela de las manos después de matarme!

—Trato hecho —dijo Kerb a Edgar. La frase se convirtió en: «Tu propuesta es aceptable.»

Kerb extendió una de sus pinzas y agarró a Edgar por la cabeza. Edgar emitió un sonido sordo y disparó su arma de proyectiles, pero falló y no causó daños, aparte del posible tráfico bacteriano que hubiera en el aire en ese momento.

Kerb metió de un tirón a Edgar en la nave destrozada, lo mató aplastándole cuidadosamente el crujiente cráneo con su pinza, y a continuación examinó el cuerpo.

Era tan pequeño. Tendría que doblarse en el espacio N para poder meterse dentro e incluso así le costaría horrores. Y ese integumento tan endeble, ¡el esqueleto era interno! ¡Qué diseño tan idiota! Iba a tener que recubrir el interior con saliva o se rompería como una rama en un día de viento. Incluso así, sería de lo más complicado desplazarse sin rasgar esa maldita envoltura a cada movimiento.

Siempre hay algún problema en estos planetuchos perdidos.

Suspiró. Bueno. Hay que amoldarse a lo que se tiene. El tal Edgar era una de las especies superiores y ya está, no había más que hablar. Si quería pasar desapercibido, tenía que parecerse a ellos. No tenía sentido retrasarlo más.

Kerb se dobló en el espacio N, lo que siempre era muy doloroso, y comenzó el desagradable proceso de encogimiento para introducirse en lo que había sido el integumento de Edgar.

Otro ejemplar de la misma especie que Edgar, una hembra, permanecía de pie cerca de la abertura de acceso a una cueva artificial cercana. ¿Cómo la llamaban aquí? ¿Una casa?

—¿Edgar? ¿Va todo bien? Pareces enfadado —dijo ella.

Más le valía irse acostumbrando a su nueva identidad. A partir de ahora, Kerb debía considerarse Edgar, al menos mientras llevara el disfraz. Edgar, Edgar, Edgar. De acuerdo, ya lo terna.

Estar doblado en el espacio N no sólo era doloroso y molesto, sino que le producía hambre. El replicador de la nave llevaba cuatro ciclos funcionando fatal, y estaba muerto de hambre cuando se comió los restos del tal Edgar. Ahora, tras engullir tan deprisa, tenía sed. Necesitaba algo de beber.

Esa hembra era obviamente propiedad del tal Edgar, de modo que debía tratarla en consecuencia.

—¿Qué ha sido eso que ha destrozado el camión? —preguntó la hembra.

—Azúcar —dijo Edgar.

Azúcar? Jamás había visto que el azúcar hiciera algo así.

—Silencio, idiota. Dame azúcar, ¡ya!

La hembra hizo un gesto con los hombros y se acercó a una caja de un material orgánico leñoso, tallado en láminas planas. Abrió una puerta y extrajo un recipiente. De su interior se desprendía un olor dulzón.

—Viértelo en agua.

La hembra obedeció, y echó una pequeña cantidad en un recipiente transparente.

—Más —urgió Edgar—. No seas tan lenta.

La hembra echó más gránulos blancos en el recipiente transparente. Edgar se lo arrebató de las manos y se lo bebió de un trago. Ah. Mucho mejor. Le inundó una agradable sensación de calor. Un par más y estaría en condiciones de ponerse en marcha.

—E-E-Edgar, la piel del cuello... te cuelga. ¿Te has quemado en el camión?

Edgar situó el recipiente transparente sobre una plataforma y observó su imagen reflejada en una sustancia transparente que permitía la observación del exterior de la casa. ¿ Cómo se llamaba esa abertura? Le preguntó al dispositivo traductor. Ventana. De acuerdo.

La hembra tenía razón. El integumento se había rasgado un poco. Se sujetó la cara con fuerza, la estiró hacia atrás e introdujo el trozo sobrante por debajo de la ropa que cubría el disfraz.

—¿Mejor ahora? —preguntó.

La hembra cayó al suelo, aparentemente inconsciente.

Hummm. Qué extraño. Debía de ser algún tipo de ritual del lugar.

En fin, manos a la obra. Unas dosis más de azúcar y de vuelta a la nave. Tendría que moverla, esconderla en algún lugar y repararla. Probablemente había un equipo de nanorreparación en la caja de herramientas, de manera que al menos podría tapar el boquete del casco y recuperar algunas de las funciones básicas de los motores. Era poco posible que la nave pudiera recorrer más de unas pocas docenas de años luz en esas condiciones, pero seguramente con eso ya llegaría a algún lugar donde adquirir una nave de verdad. No le quedaba otro remedio que arreglárselas con lo que tenía.

Siempre había algo que iba mal. Eso no fallaba nunca. Los dioses del caos debían de aburrirse con facilidad, para andar siempre metiéndose en los asuntos de los demás.

Regresó a la nave, excavó bajo la parte posterior, poniendo cuidado en no estropear el nuevo integumento, y levantó el vehículo para sacarlo del cráter. Lo dejó caer en el suelo con cierto esfuerzo. No es que pesara mucho, pero se sentía incómodo. Miró a su alrededor. Por fortuna, no había otras casas. Sólo se veían campos vacíos y pequeñas extensiones de plantas altas de tallo leñoso (árboles, según le dijo el traductor). Algún que otro mamífero cuadrúpedo, pero ni rastro de otros terrestres humanos. Estupendo.

Brevemente consideró la posibilidad de volver a la estructura habitable y comerse a la hembra, pero la desestimó. Parecía muy fibrosa y dura, y tampoco tenía tanta hambre. Ya encontraría más tarde a alguien a quien comerse.

Movió la cabeza y se puso a empujar la nave. Era una tarea incómoda y lenta. Le resultaría mucho más fácil si pudiera quitarse el disfraz y cargarse la nave a la espalda, pero para eso tendría que desdoblarse y volverse a doblar, y además introducirse de nuevo en el disfraz, algo que no le seducía en absoluto. Mejor seguir así que tener que volver a pasar por todo aquello.

Edgar suspiró profundamente. Siempre aparecían contratiempos.