21

Edgar pasó las manos por los controles de la nave y se sintió satisfecho al ver que casi todos los sistemas estaban activos. Unas luces brillaron en el tablero de mandos. Un anuncio grabado en vermariano se puso en marcha:

«Se comunica a los pasajeros que a partir de este momento queda prohibido fumar; por favor, conecten los controles de sus asientos estáticos para el despegue.»

Este anuncio iba seguido de música vermariana, una horrible cacofonía que habría hecho vomitar a un spugor. Rápidamente Edgar lo apagó. Ya comprobaría más tarde si había alguna canción pasable en el sistema de almacenaje, algo más adecuado para una especie decente. No tenía demasiadas esperanzas de que así fuera, puesto que era algo sabido que los gustos musicales vermarianos eran por lo general pésimos y que su propia música era la peor de todas las especies conocidas. Bueno. Si exceptuamos algunos de los nuevos estilos de lo que los terráqueos llaman música que él había oído mientras investigaba por la galaxia. ¿ Rock and roll? ¿ Reg. gae? ¿ Rap? Todo eso era para revolverle las tripas a cualquiera...

Ya había tenido bastante. Ya tendría tiempo de juguetear con los sistemas de entretenimiento una vez que estuviera lejos del planeta. Casi estaba fuera de peligro, más valía no enredarse ahora. En pocos minutos, ese planeta iba a convertirse en un mal recuerdo, iba a quedar reducido a una basura humeante por otro intercambio en el conflicto arquiliano-baltiano. Cuando él llegase a casa, la guerra estaría en pleno apogeo y todos en la familia comerían bien. Otras familias también se beneficiarían, lo cual no significa que nadie se lo fuera a agradecer lo más mínimo, oh, eso sí que no. Bueno, así eran las cosas. A él no le importaba mientras ellos comieran, mientras su propia familia estuviera alimentada.

Edgar puso en marcha el elevador del platillo volante. Se oyó un potente zumbido mientras los motores integrados retumbaban y se ponían en línea. El noventa y ocho por ciento de la energía estaba disponible. ¿Por cuánto tiempo habría estado la nave colocada allí? Ah, estos vermarianos, había que reconocerlo, ¡ellos sí que sabían construir buenos vehículos!

Uno de los dedos del disfraz se cayó. Oh, bueno. Ardía en deseos de salir de esa maldita vestimenta. Tan pronto como superase la gravedad, se quitaría a Edgar de encima y volvería a su maravillosa personalidad. Se hace difícil soportar tanta fealdad.

Ay, la de cosas que uno hace por su familia.

En este sentido, la terrícola hembra había acertado. Las responsabilidades de ser padre exigían mucho y él era un buen padre, si es que se le permitía decirlo. Mejor que la mayoría. Le habría gustado ver a Merg o a Barí o incluso a Revo embutidos en una de esas vestimentas de humano durante unos momentos. Habrían enloquecido y habrían destrozado todo lo que hubiera quedado al alcance de sus pinzas, y que los demonios se hubieran hecho con sus familias. Él sabía cuál era su deber. Él hacía todo lo que fuese necesario, aunque en ocasiones resultara repugnante. En el pasado tuvo que hacer cosas peores, pero estar sin pinzas, eso no recordaba haberlo hecho.

No importaba. Prácticamente, todo había terminado.

La nave se elevó de la plataforma, se separó con un satisfactorio crujido del molde que mantenía la nave en su sitio.

«Hasta nunca, sacos de carne.»

Kay derrapó y se detuvo mientras maldecía con una soltura que nada tenía que envidiar a la de un carguero lleno de marineros.

—¡Ha despegado! —exclamó.

—¿ Qué hacemos?

Kay levantó su escopeta de cañón triple. Miró ajay.

—Es un tiro a larga distancia pero no tenemos nada que perder. Pon tu rifle en el pulsar nivel cinco, factor de implosión subsónico cuatro...

—¿Qué?

—El botón verde. Aprieta el botoncito verde. Apunta al platillo, después, a la de tres, apretamos el gatillo, ¿vale?

Jay asintió. Eso sí que podía entenderlo. Apuntó el rifle al platillo. Había una mira al final del cañón del rifle y la centró sobre la nave, que se estaba elevando. Apretó el botón de carga.

—Estoy listo.

—Vale. Uno... dos... ¡ ¡tres!!

Jay apretó el gatillo de su arma.

Por un instante, pareció que las armas hubieran fallado. No ocurrió nada. Luego se oyó un ruido como un trueno, como si un montón de aire se introdujera a toda velocidad para llenar una aspiradora gigante. Jay sintió la enorme onda expansiva y pudo observar cómo la especie de distorsión en el aire que producía a la vista se elevaba próxima a ellos a toda velocidad hacia el platillo. El retroceso de la onda tiró a ambos hombres al suelo. Se cayeron de cara. Jay trató de incorporarse pero no pudo. Se las arregló para levantar un poco la cabeza, lo suficiente para ver que la onda

expansiva alcanzaba el platillo y... ¡lo succionaba hacia abajo!

El platillo iba directamente hacia ellos.

—¡Maldita sea!

Jay trató de cerrar los ojos, pero fue inútil. Iba a chafarlos como si fueran cucarachas...

Edgar notó cómo la vibración sacudía la nave, sintió que se interrumpía la ascensión y supo casi de inmediato lo que había pasado.

Maldijo en voz alta y muchas veces. ¡La maldita basura tragviliana se dedicaba al contrabando de armas! ¿Qué clase de ruynanese qirt-hijo de binju— su madre les daría a los terrícolas ese tipo de equipo? ¡¿Y las leyes?! ¿Es que ya no quedaba moralidad en esta época?

La nave cayó.

¿Es que ya no había nada sagrado?

Parecía ser que no...

Laurel habría gritado a los dos hombres pero una fuerza invisible agitó el árbol cuando dispararon aquellas extrañas armas a la nave.

¿Cómo era posible que una maldita maqueta emprendiese el vuelo?

Eso no importaba... Un resto de lo que fuera que hubiesen disparado sopló entre las ramas y el árbol se agitó como si un gigante lo hubiera cogido y estuviera tratando de tirarla. Agarró el tronco con ambos brazos y también lo rodeó con las piernas.

Aun así, la cosa estaba muy cerca. Se rompieron y cayeron algunas ramas, las hojas volaron en todas direcciones y sus dientes vibraron y entrechocaron cuando se agarró al tronco.

Cuando la tormenta se calmó, Laurel miró a los hombres. Estaban pegados al suelo, pero el guapo y no-demasiado-espabilado se estaba levantando y gritaba. No podía entender lo que decía, pero también apuntaba al platillo, así que miró en esa dirección.

El platillo estaba volando, o quizá cayendo, justo hacia donde estaba ella.

Habría gritado pero no le salía la voz. Lo máximo a lo que llegó fue aun débil quejido.

No podía ser. A lo mejor todo era una especie de pesadilla. A lo mejor estaba en casa, en la cama, durmiendo, y nada de eso estaba ocurriendo.

A lo mejor. Pero no lo creía. La dura corteza bajo sus manos, los olores y los sonidos, todo parecía demasiado real para ser un sueño. Sólo era un deseo de que así fuera.

El platillo cayó...

Kay observaba el platillo, que temblaba y caía. Parecía que iba a aterrizar sobre ellos, pero sólo era una impresión... siempre y cuando el chico hubiese preparado el arma de la forma adecuada.

Esperaba que la hubiese preparado de la forma adecuada.

Aparentemente lo había hecho. El platillo cayó y se estrelló muy cerca de ellos, en el Unisferio, aquel viejo globo grande de acero, y levantó trozos de metal, cemento y suciedad.

Quizás el asiento estático no había funcionado, lo cual ahorraría a todo el mundo los costes de un juicio-

Podrían tener esa suerte. Cuando él y el chico se levantaron y corrieron en aquella dirección, Kay vio que la escotilla se deslizaba hacia atrás y que el hombre que cada vez se parecía más al monstruo de Frankenstein aparecía.

Kay levantó su arma y lo apuntó.

—¡Estúpidos sacos de carne! ¡No importa! ¡Ya he vencido! —exclamó Edgar.

Salió de la nave de un salto y empezó a caminar hacia ellos.

Se le cayó un trozo de cara. Sólo un pedazo pequeño.

—Quieta ahí, cucaracha. Quedas arrestado por violar la Sección Dos, Artículo cuatro-barra-uno— barra-cincuenta y tres del Acuerdo Tycho. Haz entrega de cualquier galaxia que lleves encima.

—¡Saco de carne chupa-leches! Qué imporw lo que digas. Dentro de poco ni siquiera existirás. ¡Ya no puedes pararlo! ¡Ya sé que las naves de combate están allá arriba!

—Muy bien. ¡Basta que me des una excusa para freírte un rato antes, cucaracha! Ahora, aléjate del vehículo y pon las manos sobre la cabeza —ordenó Kay y moviendo el arma.

—¿Que ponga las manos sobre la cabeza?

Edgar sonrió burlón.

Kay se aseguró de que tenía el arma bien cogida. Una cucaracha sonriente, eso era una mala señal.

Tenía ganas de freírlo en ese mismo momento, pero a esa distancia un disparo podría vaporizar el objetivo y en algún sitio la cucaracha tenía la galaxia. No, dispararle no era una idea tan buena.

Kay confiaba en que la cucaracha no se diera cuenta de ello.

Al fin, pensó Edgar. ¡Al fin iba a librarse de aquel horrible disfraz!

Respiró hondo.

Respiró muy muy hondo...

Jay no sabía si la posición del botón verde era la correcta... Tampoco estaba en absoluto interesado en succionar a la cucaracha y que se le estampase en la cara, dada la forma en que había visto moverse al platillo... pero no sabía qué otro control usar, así que apuntó el rifle hacia Edgar como si supiera lo que estaba haciendo.

No le gustaba demasiado la forma en que Edgar les sonreía. Una cucaracha no debería sonreír en una situación como ésa. No señor.

La cucaracha flexionó los brazos. La piel reventó y extendió lo que parecían unas grandes patas de cucaracha por los lados.

¡Maldita sea, debía de alcanzar los seis metros!

Las ropas y luego la carne de las piernas de Edgar se rasgaron y revelaron dos horribles patas de insecto más, dobladas sobre sí mismas un par de veces. Las patas se extendieron y la cucaracha se irguió en toda su altura, que no era poca.

Jay tuvo que flexionar el cuello para ver la cabeza de la cosa-

Incluso mientras iba creciendo, el torso reventó, la cabeza explotó, y en un instante, Edgar había... desaparecido.

Había pequeños restos aquí y allá como si fuera una pelota reventada, pero nada que pudiera identificarse como humano.

Lo que quedó en el lugar que había ocupado Edgar era una cucaracha gigante y peluda con una cola larga y escamosa que acababa en un extraño aguijón. Su cabeza se parecía a la de una cobra, con ojos elípticos y una nariz minúscula, y sus pies terminaban en tres puntas y se parecían a los de un camello.

¿Que si era feo? Era peor que un jugador de la NBA con un vestido rosa ajustado.

Jay percibió el olor del veneno que goteaba del aguijón de la criatura. Olía a hormigas machacadas. Quizá varios cientos de miles de hormigas machacadas.

—Oh, mierda —dijo Jay.

La cucaracha puso sus patas superiores sobre la cabeza.

—¿Las manos sobre la cabeza? ¿Así está bien? —se burló.

Jay miró a Kay.

—¿Y ahora qué? —le preguntó.

—Si se mueve, dispara.

—¿Lo dices en serio? —dijo la cucaracha—. ¿Dispararme? Me parece que te equivocas.

—Tú te equivocas, cucaracha-replicó Kay—. ¡Muévete un milímetro y te convierto en vapor su— percaliente! ¡No quedará de ti ni para llenar una taza de té!

—Te estás echando un farol, terrícola. Si sólo estuviera yo, apuesto a que lo habrías hecho en un segundo cemoniano, pero sé que no lo harás. ¿Sabes cómo lo sé? Porque hay incontables billones en peligro, ¿verdad, payaso? Ya sabes de qué hablo, ¿no?

Jay le lanzó una mirada a Kay.

—Se refiere a la galaxia —aclaró Jay.

—Ya sé a qué se refiere —le respondió Kay, y luego se dirigió a la cucaracha—. Escucha bien, pedazo de bicho, puede que no te pueda hacer saltar por los aires, pero te aseguro que te puedo amputar las patas por las rodillas. Puede ser doloroso.

La cucaracha rió.

—¿Dolor? —dijo—. ¿Qué clase de amenaza es ésta? Si no me puedes matar, ¿qué más da? Puedo desarrollar unas patas nuevas. Además, ¿cómo sabes que no tengo la galaxia donde vayas a dispararme? Podría estar en cualquier sitio, ¿no? No puedes correr ese riesgo, ¿verdad?

Kay no respondió.

—Tenemos un empate rexigan, ¿verdad, saco de carne?