4

James Edwards estaba sentado en una cochambrosa silla de plástico de la sala de interrogatorios número 1. De momento ésa reunión estaba resultando exactamente como la había imaginado. Hasta en el más mínimo detalle.

La sala olía a humo de tabaco barato, aunque ya hacía dos años que se había prohibido fumar en el edificio, y a malhechores sucios. El olor corporal de los detenidos no estaba contemplado en las normas del Departamento. Una lástima.

Frente al joven policía estaba el inspector del Departamento de Asuntos Internos. El lechuguino, como lo llaman los polis normales. También recibe otros nombres, pero mejor no utilizarlos ante una compañía distinguida.

Y no es que la compañía distinguida fuera apta para reunirse en una ratonera como aquélla.

—Dos pares de párpados. ¿Quieres decir que parpadeó con los dos ojos? —preguntó el inspector.

—No, señor. Quiero decir que tenía un par y que luego parpadeó con el otro par. Párpados interiores y exteriores, señor.

—¿Algo así como las luces largas y las cortas? —preguntó el sargento barrigudo.

Edwards miró ferozmente al sargento barrigudo, uno de los dos policías de uniforme que se había quedado atrás cuando empezó a perseguir al delincuente, o lo que fuese.

El inspector de Asuntos Internos carraspeó.

—Por favor, sigamos.

Echó un vistazo al informe escrito. Pasó unas páginas y meditó con cuidado sus siguientes palabras.

—¿Había alguna otra cosa extraña sobre el sospechoso fallecido?

—¿Aparte de que debía de estar entrenando para los juegos olímpicos? Ese tío era el ser sobre dos piernas más rápido que he visto en mi vida. Y encima llevaba calzado de calle normal.

—¿Qué talla? —preguntó el sargento.

—Por favor, ¿serán tan amables de guardarse sus comentarios para que podamos acabar con esto? —advirtió el inspector.

—Sí, señor. Le escucho —dijo Edwards.

—Veamos, agente Edwards. Esos, ejem, párpados, ¿los vio antes o después de que el malhechor sacara el arma que se desvaneció en una nube de humo cuando usted la golpeó?

Un tipo sarcástico. Y no tenía por qué.

—Antes.

El inspector lechuguino echó una mirada al sargento barrigudo y a Phillips, el otro policía de uniforme.

—¿Y por qué motivo cree que estos dos agentes no vieron esos... párpados y la pistola rara? —inquirió.

—Porque estaban cinco manzanas detrás de mí tosiendo para expulsar el humo de los pulmones. Por eso. No se acercaron a él más de la distancia que me separa a mí de conseguir la placa dorada. —Hizo una pausa—. Señor.

—Ah, Jimbo Edwards —intervino el sargento barrigudo, alzando la vista al techo—, estás a años luz de todos nosotros, siempre solo, ¿no es así? ¡No eres ni la mitad de hombre que yo!

—Eso es cierto. Usted debe de pesar unos cien kilos más que yo.

—Escuche, Edwards. ¿Alguna vez ha pensado que es posible que en todo el cuerpo haya una o dos personas, aparte de usted, que no sean completamente idiotas?

Transcurrieron unos segundos que parecieron eternos.

—¿Edwards?

—Un momento, estoy pensando.

—Muy listo. Sigue así y verás lo que consigues. Recuérdalo la próxima vez que necesites refuerzos.

—Lo recordaba esta vez, sargento. Mis refuerzos estaban muy lejos, probablemente pensando en su próximo donut o cigarrillo.

El barrigudo enrojeció de ira. Edwards pensó que le había tocado el punto débil.

—Ah, verá, inspector, acabo de recordar por qué no me di cuenta de los párpados de ese tipo —comentó el otro policía de uniforme—. Estaba muy ocupado fijándome en las pequeñas antenas que le salían de la cabeza. Me parece que estaba enviando señales a Marte para iniciar la invasión. Yo creo que tendríamos que llamar al Presidente, ¿no les parece?

El sargento se rió.

El inspector frunció el ceño.

—Creo que ya hemos terminado.

Cerró el cuaderno de notas y movió la cabeza en señal de enojo.

—Sargento, quisiera hablar fuera con usted y con el agente Phillips, por favor.

Se levantó, saludó a Edwards con la cabeza y se dirigió hacia el pasillo que llevaba a la sala de reuniones. Antes de salir se detuvo frente al espejo de observación, se miró y se arregló la corbata.

—Escucha, Jimbo, si quieres seguir aquí, tendrá que ser a nuestro modo. Corta ya con el rollo de vaquero solitario. Intenta ser un jugador de equipo —advirtió el sargento antes de irse.

—Este equipo hace que los Jets parezcan buenos —replicó Edwards.

Durante un segundo pareció que aquel hombre barrigudo iba a darle un puñetazo, pero se contuvo. Que un policía pegara a otro policía era algo políticamente incorrecto, pese a las ganas que tuviera de hacerlo.

Cuando se quedó a solas, Edwards se dejó caer pesadamente en la silla. Aquello era cosa de locos. Un tipo con dos pares de párpados capaz de escalar una pared como una mosca humana. Puede que fuera una pesadilla. A lo mejor le habían echado algo de droga en el café.

Bueno, bueno, de modo que aquel tipo era una especie de monstruo o algo así. Unos días antes había visto un programa en la televisión sobre un grupo de personas de España o Portugal que sólo tenían dos dedos en las manos y en los pies. Les llamaban bidáctilos, o algo parecido.

Y luego estaba el chico con cara de perro, los cocodrilos humanos y las mujeres obesas. Correr como el viento y tener ojos de rana o de serpiente no era lo más raro del mundo.

¿Y quién podía llevar pistolas de rayos que se hacen pedazos al golpearlas con fuerza? Probablemente todos los superconductores.

Así pues, ¿cómo explicar todas esas cosas? Puede que sucediera como en un episodio de Star Trek. Un extraño tornado espacial hizo que la nave Enterprise retrocediera en el tiempo, como ocurría cada dos semanas aproximadamente, y ese tipo formaba parte de la tripulación. O huía de la tripulación.

Qué más daba.

Cerró los ojos. Estaba agotado. Estas cosas no tendrían que ocurrir. Se suponía que los malos cometían un delito y luego él los atrapaba y los metía en la cárcel. Se suponía que estas cosas tan raras no deberían ocurrir, ni siquiera en Nueva York.

Estaba realmente agotado. Tanto correr, y luego el Departamento de Asuntos Internos todo el rato insistiendo en lo mismo. Podría apoyar la cabeza un momento en aquella mesa llena de marcas...

Casi sin darse cuenta, Edwards se quedó profundamente dormido...

Se despertó cuando alguien le tocó en el hombro. Se asustó y dio un respingo.

Una mujer bastante atractiva vestida con una bata de laboratorio estaba de pie junto a él, mirándolo.

¿Estaba muerto y ella era su recompensa? Bueno, no estaba mal, nada mal.

—¿Agente Edwards?

—¿Sí?

—Soy la doctora Laurel Weaver, me he encargado de hacer la autopsia de su cadáver.

—De mi cadáver, doctora...

—Bueno, usted ya me entiende. ¿Me podría dar alguna información sobre esa cosa? Es decir, algún tipo de antecedentes.

—¿Esa cosa?

Ella miró a su alrededor y se acercó más al detective. También parecía cansada, como si la hubieran sacado de la cama y le hicieran falta seis horas de sueño reparador.

—Sí, bueno, he realizado unos breves preliminares, y la verdad es que jamás había visto...

Se interrumpió cuando se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y Heroumin, el detective polaco, asomó la cabeza.

—Hay alguien que quiere verte, James.

—¿Y ahora quién será? —dijo Edwards, molesto.

Heroumin se fue.

—Escuche, no quiero hablar aquí. Me tengo que ir. Venga a verme al depósito de cadáveres más tarde, ¿de acuerdo? Sinceramente creo que tendríamos que seguir hablando de este asunto —insistió la doctora. Sus palabras denotaban cierta urgencia.

—De acuerdo.

¿Y por qué no? Total, era mucho más guapa que su casera, la única mujer con quien mantenía algún tipo de relación en la actualidad, aunque ésta se limitara a que ella le aporreara la puerta para pedirle el alquiler o que bajara el volumen del equipo de música.

—Ya te llamaré para concertar una cita, o lo que sea —dijo él.

—Por favor. Y que sea pronto. Tengo un extraño presentimiento.

—A mí me ocurre igual —respondió él.

Cuando ella salía, él la miró fijamente. Alguien la detuvo en el pasillo nada más salir. No podía ver de quién se trataba, pero escuchó una voz de hombre.

—Ah, doctora Weaver, usted es la médica forense que se ocupa de ese tipo no identificado que saltó de una azotea, ¿no es así?

A juzgar por su tono de voz, el interlocutor era del estado de Georgia.

—Sí, yo soy la docto ra Weaver, ¿por qué?

—Mire aquí, doctora.

—¿Qué es eso?

Se produjo un destello brillante, como un relámpago. Edwards llegó a la puerta de un salto.

Un hombre vestido con un traje negro y camisa blanca, con unas gafas de sol Ray Ban, estaba de pie bloqueando la puerta.

—Buenas tardes. Usted debe de ser el agente James Edwards, ¿me equivoco?

- Soy yo, ¿ quién es usted? El hombre de negro se acercó a la cámara de vídeo del rincón, alojada en una jaula de acero. La apuntó con lo que parecía ser una pequeña linterna y pulsó un botón. Se escuchó un ligero zumbido y se apagó la luz roja de la cámara. Se quitó las gafas las guardó en el bolsillo.

—Siéntate, hijo.

—No soy su hijo y ya he estado sentado bastante rato. ¿Quién es usted?

—Llámame Kay —respondió el hombre—. Vaya día has tenido, ¿eh?

Edwards lo miró iracundo, pero no dijo nada.

Kay sonrió.

—¿Me puedes explicar qué ocurrió esta mañana?

—¿Es usted un agente federal?

—Algo así.

—¿Qué tal si le cuento un chiste en lugar de la verdad? Con las dos cosas se va a reír.

—¿Te parece que tengo sentido del humor?

—No lo sé. ¿Le parece que estoy chiflado? Pregunte a quien quiera, seguro que le dirán que sí.

—Veamos. El tipo que se cayó de la azotea tenía dos pares de párpados. ¿Los interiores tenían un aspecto viscoso?

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Los interiores eran branquias.

—¿Branquias? ¿Como las de un pez?

—Es una manera de hablar. Dejemos eso de lado por ahora.

—¿Qué más sabe acerca de ese tipo?

—¿Saltaba como si tuviera un trampolín en los pies?

Edwards se sintió mejor. No estaba loco, y el hombre con el que estaba hablando era la prueba. No, había tropezado con algo, algo lo suficientemente importante como para atraer a los federales. Ahora se trataba de averiguar qué era. Y quién era ese hombre.

—¿Qué es usted? ¿Agente del FBI?

—¿Le ganaste corriendo y luego le pateaste el culo? Eso es bastante sorprendente, hijo, no sabes cuánto. Tengo que decirte que estoy impresionado, y eso que no me impresiono fácilmente.

—¿De la CIA? Usted sabe de qué va todo esto, ¿no es así?

—Yo sé muchas cosas. ¿Dijo algo antes de caer?

—Tonterías. Algo como «¡viene a por mí! ¡le he fallado! ¡me va a matar!». Cosas por el estilo.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

—El arma que llevaba, ¿crees que la reconocerías si la vieras de nuevo?

—La última vez que la vi explotó en un millón de trozos. Todos los rompecabezas son iguales antes de hacerlos.

—Pero ¿la reconocerías si no estuviera hecha añicos?

—Soy un agente de policía entrenado. Sí, la reconocería.

El hombre de negro se puso en pie. Sonrió, pero sin alterar la expresión de los ojos.

—Venga, vamos a dar un paseo. Ya he hablado con tu teniente, te liberan temporalmente del servicio para que nos eches una mano. —¿Agencia Nacional de Seguridad? La sonrisa del hombre de negro se ensanchó.

Dentro del LTD, Kay sonrió al ver cómo el joven policía miraba a su alrededor.

—Vamos, hombre, dime dónde trabajas. A juzgar por la chatarra que conduces, no puede tratarse de alguien con dinero.

—Es un buen coche —respondió Kay.

—Oh, disculpa, no pretendía ofenderte. Supongo que tendría que haber recordado que un Ford LTD del 86 es un clásico y todo eso. Con esos alerones aerodinámicos y todo. ¿Tu otro coche es un Gremlin? ¿Un bonito Rambler de color rosa?

—A veces las cosas no son exactamente lo que parecen —sentenció Kay—. Pensaba que ya te habrías dado cuenta después de lo de hoy.

Ese comentario dejó callado al muchacho unos instantes, pero en seguida recuperó el habla.

—Bueno, entonces supongo que tú no debes de llevar la tira de años haciendo lo que sea que estés haciendo, porque eso es exactamente lo que me parece a mí. Pareces bastante quemado, si no te ofende que te lo diga.

Kay se sorprendió por la perspicacia del muchacho, pero no dijo nada.

—Te he dado en el punto débil, ¿no es así? Es mi especialidad, conozco a la gente.

—¿Ah, sí?

—Se me da genial. Así que, cuéntame de una vez quién eres, señor de negro.

—Trabajo para una agencia que supervisa y regula las actividades alienígenas en la Tierra.

—¿Aii, sí? Ya, claro. No, si de hecho yo...

Se interrumpió cuando Kay detuvo el LTD. Echó un vistazo alrededor.

—Por si no lo sabes, éste no es uno de los barrios más aconsejables. Ésa es la casa de empeños de Jack Jeebs. Le compra el material a carteristas y rateros de poca monta, tipos que abren los coches de los turistas para llevarse lo que haya en el asiento.

—Ya lo sé.

—Este tío no trafica con armas, estás perdiendo el tiempo.

—Puede que no. Vamos a entrar, ¿ de acuerdo?

—No es asunto mío, pero más vale que sepas que incluso esta chatarra de Ford estará medio desmontada para cuando hayamos vuelto. Por aquí hay chicos capaces de dejarlo en el chasis mientras vas a echar una meada.

—Tengo un sistema de alarma.

—Saben cómo evitar cualquier alarma que tengas, amigo. Tú no debes de ser de por aquí. Esto es Nueva York. Te pueden robar un diente de oro mientras estás esperando el metro.

—Me arriesgaré.

Edwards se encogió de hombros.

—El coche es tuyo. No digas que no te avisé. Kay sonrió de nuevo. Le gustaba el muchacho. Era fresco y descarado. Le recordaba a él mismo veinte años atrás. Se acercó hasta el maletero y lo abrió.

—Entra tú antes y dile a Jeebs que queremos hablar con él, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Y después me dirás quién eres?

—Si de verdad lo quieres saber.

Kay observó que el chico entraba en la casa de empeños con aire fanfarrón. Ah, la arrogancia juvenil. Cerró el maletero, sacó un dispositivo electrónico de la chaqueta, apuntó con él al LTD y pulsó un botón.

El Ford contestó con un pitido.

Ya casi había llegado a la puerta de la casa de empeños cuando el primer ladronzuelo se acercó al Ford e intentó forzar la cerradura. Se escuchó un ruido alto y breve, y cuando Kay se volvió a mirar, todo lo que quedaba del futuro ladrón de coches era un punto negro y humeante sobre la acera.

Sonrió. Cuanto más tiempo pasaran dentro, más seguros estarían los coches en esa parte de la ciudad. Cuando Kay abrió la puerta, escuchó otro ruido, y sonrió aún con más ganas mientras entraba en la tienda.