4

Esta vez el comerciante no se tomó la molestia de disimular su voz. La reconocí en el acto, aunque ahora no mostraba ningún rastro del tono amable del joven que había conocido en la fiesta del Alzamiento de los Estandartes.

—¡Yaotl! ¿Eres tú?

No sabía qué hacer. El deseo de zambullirme en el lago era muy fuerte, aunque no sabía a qué distancia estaba la orilla, pero mi hermano se encontraba a bordo de la embarcación que tenía delante, a merced de su enemigo, y no me vi capaz de abandonarlo a su suerte.

—¡Creo que lo mejor sería que hablaras conmigo, Yaotl! Necesito que alguien me diga a quién tengo aquí antes de que comience a despellejarlo. ¡Quizá le resultará difícil decírmelo, después de que le desuelle la cara!

Estaba de pie junto al cuerpo de León. Yo no sabía si mi hermano estaba consciente o incluso si vivía. Me sorprendí al descubrir que me importaba. Quizá no lo hubiese hecho hasta unos pocos días antes, cuando me enteré que su vergüenza por lo sucedido en Coyoacán se equiparaba a la que yo había sentido cuando me expulsaron de la Casa de los Sacerdotes.

Además, me dije, si le ocurría cualquier cosa tendría que explicárselo a mi madre.

—¡De acuerdo! —Me dije a mí mismo que el agua estaría demasiado fría como para zambullirme sin más—. Yo en tu lugar no lo tocaría. No es un plebeyo cualquiera al que nadie echaría de menos.

—¡Ya me lo parecía! ¡El Guardián de la Orilla!

—¡El Guardián de la Orilla! —La voz de Espabilado reflejó su asombro—. ¿Te refieres al hermano de Yaotl?

—¿A quién si no? ¡Mi madre me dijo que estaban en el banquete! —Se reavivó mi furia contra la mujer por haberle dicho tanto, por haber permitido que las cosas llegaran a ese punto, y por haberse dejado engañar de una manera tan cruel—. Esta promete ser una gran noche. ¡Cargarme nada menos que al Guardián de la Orilla! El emperador tendría que darme unas sandalias con joyas y un adorno labial de jade por esto, ¿no te parece, Espabilado? —Se echó a reír, pero no había ni pizca de alegría en su risa, y el chico no la secundó.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—¿No es evidente? ¡Te queremos a ti! ¡Ahora sube a bordo, antes de que comience a despellejar vivo a tu precioso hermano!

Probablemente hubiese podido escapar; la costa no podía estar muy lejos, e incluso si mi enemigo me perseguía, lo tenía todo a favor para perderme en la oscuridad. Claro que, pensé, ¿adónde podría ir? Con mi amo y el emperador insatisfechos, sin haber recuperado a los brujos, con el hombre que los había secuestrado todavía en libertad, el cuerpo de mi hermano en otro horrible mensaje para el primer ministro y Manitas probablemente convertido en alimento para los peces, ¿quién quedaba en toda la ciudad para darme cobijo?

—Ya voy —respondí—. Ni se te ocurra tocarlo, ¿me has oído?

Salté a la otra embarcación. Desde la popa miré a Luz Resplandeciente y Espabilado, que se encontraban cerca de la cabina, dispuestos a mantenerme lo más apartado de ellos.

Ninguno de los dos hizo el menor intento de acercarse. Varios bultos informes yacían a los pies de Luz Resplandeciente; algo superior al frío de la noche me hizo estremecer cuando me di cuenta de que eran cuerpos humanos y que el de mi hermano estaba entre ellos.

En la costa había comenzado un tumulto. Varias voces, una de ellas la de mi amo, gritaban en la oscuridad, y alguien se movía ruidosamente entre los juncos.

—¿Qué le has hecho a mi hermano?

Luz Resplandeciente bajó la mirada, como si viera uno de los bultos por primera vez. Oí un golpe sordo cuando le propinó un puntapié, como quien patea una piedra que encuentra en su camino, y luego el gemido involuntario de León.

—Por lo que se ve, todavía vive.

Cuando pasó por encima del cuerpo de León advertí el reflejo de la obsidiana y comprendí que aún empuñaba la espada.

—Tu hermano no me interesa. Solo queremos ajustarte las cuentas, y después nos iremos.

Entonces intervino el chico. No se había movido y su compañero lo tapaba con su cuerpo.

—Luz Resplandeciente, espera...

—¿Esperar? —replicó Luz Resplandeciente con una rápida mirada de reojo—. ¿Esperar? ¿Qué tenemos que esperar? Azucena ya te lo ha contado todo, ¿no? ¿Qué tenemos que esperar? —repitió—. ¡No tenemos tiempo!

Mientras avanzaba, con la espada sujeta con las dos manos, intenté recordar el entrenamiento de combate que había recibido en la Casa de los Sacerdotes. Recordé cómo los instructores nos habían enseñado a luchar con espadas de madera, y algunas veces con armas de verdad que cortaban y te hacían sangrar. «Acuchilla, no rebanes. Busca las piernas, los brazos. Evita el vientre, donde la herida puede ser mortal; queremos cautivos, no cadáveres. Sujeta a tu hombre por los cabellos y oblígalo a rendirse...» Pero no tenía un arma y ese combate no se libraría según las reglas.

Di un paso atrás.

—¿Ajustarme las cuentas? No entiendo. ¿Qué cuentas?

La intensidad del ruido en la orilla aumentó repentinamente. Había personas que se movían aplastando y apartando los juncos como si estuviesen cazando algún animal salvaje. El hombre que quería matarme se detuvo por un momento, distraído por el ruido, aunque no dejó de mirarme.

—Tú sabes quién soy.

—Sí, aunque conseguiste engañarnos a todos durante un tiempo. Incluso cuando comprendí que Niebla no existía, tardé en deducir que eras tú. Creía que eras mi viejo rival, Telpochtli.

El joven comerciante se echó a reír.

—¿Creíste que era Telpochtli? ¡Qué gracioso! ¡Creía que mi disfraz era bueno, pero no hasta ese extremo!

—Creí que tú debías de ser Telpochtli, y que Espabilado solo podía ser su hijo. No se me ocurrió pensar en nadie más que me odiara tanto como para llegar a matar para ponerme las manos encima. Luego comprendí que había una serie de razones por las cuales no podías ser nadie más que tú... ¿Por qué, Luz Resplandeciente? ¿A qué viene todo esto?

Las cuchillas de la espada brillaron cuando hizo girar la espada en sus manos. Deseaba que apartara la mirada, aunque solo fuera por un momento.

—Es realmente divertido que creyeras que era Telpochtli —respondió, pensativo—. Está muerto. Los tarascos lo sacrificaron. ¿Quieres que te cuente la historia?

—Adelante.

Comprendí que necesitaba contarla y así saborear su triunfo todo lo posible. Si conseguía que continuara hablando quizá tendría una oportunidad para arrebatarle la espada, o quizá conseguiría que el chico me ayudara. Se movía indeciso detrás del hombre, con una expresión de querer decir algo pero sin encontrar las palabras.

—Había una muchacha, Flor de Maíz, ¿la recuerdas, Yaotl? Ella, el bebé que llevaba en el vientre y su amante tuvieron que escapar de la ciudad a la carrera. Tú sabes la razón. De haber permanecido aquí, los hubiesen matado. Ni siquiera pudieron quedarse en el valle. Lo intentaron, pero no había ningún lugar seguro; no había nadie en ninguna parte dispuesto a correr el riesgo de enojar a los aztecas dando refugio a unos fugitivos. Así que intentaron cruzar las montañas. Allí fue donde murió la muchacha. Murió en una cueva, durante el alumbramiento.

Desde la orilla nos llegó un grito furioso.

Luz Resplandeciente volvió la cabeza en la dirección de donde venía.

Yo me lancé sobre él, agachado para esquivar las cuchillas de la espada, pero mis pies mojados resbalaron en la cubierta y acabé tendido de bruces.

Permanecí tendido, indefenso; oí el silbido del arma cuando cortaba el aire, hacia mí, y me imaginé cómo sería cuando las hojas cortaran la piel y la carne, y se hundieran en mi hombro o la espalda.

—¡No!

Algo desvió la espada, la hizo girar en el último instante de forma tal que me golpeó de plano entre los omoplatos. El aire escapó de mis pulmones y me empujó la cabeza hacia abajo, con tanta fuerza que me rompí la nariz contra la cubierta.

Oí un golpe y una maldición. Vi unos pies que se movían a mi alrededor, como si estuviesen interpretando una danza. El muchacho había intervenido.

—¡No! —gritó—. ¡No puedes hacerlo! ¿No te das cuenta de que él es...?

—¡Cállate! —vociferó el comerciante—. ¡No me importa! ¡No quiero oírlo! ¡Cállate! ¡Cállate!

La hoja de la espada cortó el aire. Conseguí mover la cabeza a tiempo para ver cómo se apartaba el chico. Tardó demasiado: el plano de la espada lo golpeó en el pecho y lo hizo retroceder tambaleándose. Tropezó con uno de los cuerpos tendidos en la cubierta y cayó de espaldas contra la cabina, el rostro bañado en lágrimas.

Luz Resplandeciente soltó un alarido que me heló la sangre. Se volvió de nuevo para enfrentarse a mí con la espada levantada.

—¡Ves lo que me has hecho hacer! ¡Te voy a matar por eso! ¡Te arrancaré el hígado!

—¿Por qué? —pregunté con voz ronca. Ahora ya no intentaba ganar tiempo, quería saber—. ¿Por qué me odias tanto?

—¿No lo sabes? Pues entonces escucha. Vas a saber cómo sobrevivió el chico. Telpochtli tuvo que dejarlo con una pareja de aldeanos que acababan de perder a su hijo. Lo volvió a comprar, años más tarde, cuando reunió algo de dinero, y se lo llevó a vivir con él en Tzintzuntzan.

Tzintzuntzan era la capital de los tarascos. Así que Bondadoso había acertado cuando dijo de dónde había venido el cuchillo de bronce.

—Por supuesto, Telpochtli tuvo una Muerte Florida, naturalmente. Los tarascos lo toleraron durante un tiempo, pero como azteca, instalado entre nuestros enemigos, siempre supo que acabarían matándolo.

—¿Qué pasó con el chico?

—Ah sí, el chico. El hijo de Flor de Maíz.

Permanecí quieto mientras él me rozaba la nuca con la espada.

—El chico consiguió escapar. Regresó a Tenochtitlan. Para entonces se había convertido en un chico fuerte, con el físico de un jugador de pelota, y muy bello, pero era un extranjero sin dinero. ¿Qué crees que hizo para ganarse la vida, en una ciudad llena de vividores y pervertidos? Lo único que poseía cuando llegó aquí era un puñal de bronce que había guardado como recuerdo. Es una pena que no pudiera devolvérselo, después de la muerte de Constante.

Las cuchillas de obsidiana me pincharon en la nuca y me obligaron a aplastar la frente contra la cubierta hasta que me dolió. Deseaba ver al chico, cuyos sollozos habían dado paso a un gimoteo infantil. Si fuera capaz de rehacerse, pensé, y acercarse a su amante con el remo que tenía en las manos.

—Así que yo tenía razón —afirmé—. Espabilado era el hijo de Flor de Maíz, y tú y él...

—Lo encontré en el mercado. Para entonces el pobre estaba desesperado. Se lo compré a su chulo con algunas de las cosas que la vieja bruja que es mi madre creyó que apostaba. Nunca supo el beneficio que obtenía de los idiotas que creían que les ofrecía apuestas más ventajosas que las que se hacían en la cancha de pelota. Espabilado y yo formábamos una buena pareja. Oh, no solo en el sentido que crees. Éramos un equipo. Me inventé el personaje de Niebla porque no podía seguir aceptando apuestas con mi nombre verdadero, y entonces Espabilado se convirtió en el hijo de Niebla, y en su mensajero. Era muy bueno. Rápido, ingenioso, sereno, pero, ¡oh, Yaotl! Es mucho más que eso, podría haber sido mucho más si tú no hubieses arruinado su vida incluso antes de comenzar.

—Pero si yo...

Levantó la voz para gritar sin apartar la mirada de mí.

—¿Por qué no le cuentas a Yaotl lo que sucedió después de la muerte de tu madre, Espabilado?

Durante unos momentos solo oí la rápida y ronca respiración del muchacho. Luego su voz llegó entrecortada, como si le costara un triunfo decir cada una de las palabras.

—Fue... fue lo que me contó Telpochtli, fue lo último que me dijo.—Hizo una pausa—. Flor de Maíz tuvo fiebre después de que yo naciera. Deliraba, decía tonterías la mayor parte del tiempo. Pero el nombre que repetía, una y otra vez, era el tuyo. Siempre «Yaotl». Nunca «Telpochtli». Era tu nombre... siempre tu nombre.

El comerciante prosiguió cuando el chico calló.

—Su madre guardó su último aliento para ti, Yaotl. Para ti, a pesar de que la habías abandonado a ella y Espabilado a su suerte. ¡Tú te olvidaste para siempre de ellos!

—Lo siento. —Fue lo único que se me ocurrió decir.

—Si te hubiese importado —manifestó el chico con voz apagada—, quizá hubiese sobrevivido. Quizá hubiese luchado por su vida.

Probé a levantarme, apoyado en las palmas, pero desistí en el acto cuando las cuchillas se clavaron en mi nuca.

—¿Qué quieres ahora de mí, Espabilado? —pregunté con toda la calma que pude—. ¿Quieres vengarte?

Esto era del todo injusto, pensé. No era como si les hubiese obligado a abandonar la ciudad. ¿De qué hubiese servido que yo les acompañara al exilio en lugar de Telpochtli? ¿Cómo podía saber que aquella estúpida muchacha me amaba?

Luz Resplandeciente interrumpió la respuesta del chico.

—¿Venganza? ¡Por lo que tú le hiciste a su madre y a él, porque lo vendieron dos veces, y lo expulsaron de ciudad en ciudad, y verse convertido en un prostituto! ¿No pedirías venganza por eso?

Se inclinó sobre mí hasta que su aliento me agitó los cabellos.

—¿Tú no pedirías venganza?

¿El muchacho quería realmente verme muerto por lo que había dicho a su madre tantos años atrás? Me obligué a recordar cuál había sido el resultado: Flor de Maíz agonizando en una cueva helada, Telpochtli muerto y sus trozos devorados por los bárbaros, la sórdida vida de Espabilado. ¿Todo aquello lo había convertido en un asesino?

¿Cuántas veces le debía mi vida?

—Quizá yo pediría venganza —jadeé—, y quizá tú también, pero Espabilado no. ¡Solo quiere hablar conmigo, Luz Resplandeciente! ¡Quiere saber quién es su padre: Telpochtli o yo! ¿No es así, muchacho?

Me daba vueltas la cabeza. Podía ser por la sangre que manaba de los cortes en mi cuello, o por el alivio de saber que el chico, por lo menos, no quería verme muerto. Quizá podía ser por el esfuerzo que me había supuesto expresar en voz alta la sospecha que había mantenido a raya durante tantos años: que el hijo de Flor de Maíz fuera mío después de todo.

Como si me hablara desde muy lejos, oí la voz de Espabilado:

—Papá...

—¡No lo llames así! —chilló Luz Resplandeciente. De pronto las cuchillas dejaron de rascarme el cuello—. Tú eres mío, ¿no lo entiendes? Este montón de mierda no significa nada para nosotros. ¡Nada! ¡Está muerto!

—¿Es que no lo oyes? —grité, desesperado—. ¡Espabilado no quiere que lo hagas!

—¡Luz Resplandeciente, por favor! —suplicó el chico.

—Espabilado. —El nombre sonó como un largo y doloroso suspiro—. Eres tan joven... Aún no has aprendido a odiar, es así de sencillo. Pero yo sí. ¡Tú me enseñaste! Escuché tu relato tantas veces, y te vi llorar mientras lo hacías, y te oí seguir llorando durante la noche, cuando creías que estaba durmiendo. Me he consumido de rabia y he deseado despellejar a tu padre vivo por el dolor que te había causado, y tú lo único que querías era hablar con él. Aunque tenía claro que no serviría de nada, lo acepté, prometí ayudarte a descubrir la verdad. Mantuve mi promesa. ¿Recuerdas cuando fui a ver a Yaotl a mi casa? Pero hablar no sirve de nada, amor mío. Solo sirve para reabrir las heridas. Así que no te preocupes por Yaotl, Espabilado. Te olvidarás de su muerte mucho más rápido de lo que crees. ¡Yo me ocuparé de que así sea!

—¡Luz Resplandeciente!

En boca de mi hermano el nombre sonó como algo obsceno.

León estaba de pie, apoyado en la cabina. Se adelantó, al parecer sin reparar en el muchacho que estaba a un par de pasos más allá mientras él centraba toda su atención en el comerciante. En su voz se mezclaban el dolor y el desprecio.

—Te quemarán vivo, pervertido. ¡Eres repugnante! Eres como uno de esos pequeños gusanos que caen de nuestros culos. Me das asco. ¡No sabes vivir con decencia y ni siquiera ganas tu dinero honradamente. —León intentaba provocar a Luz Resplandeciente para que hiciera el primer movimiento—. ¡Los de tu clase ni siquiera pelean como hombres! —Era obvio que a mi hermano le disgustaba profundamente que le hubieran pegado con un remo.

No podía moverme. No veía la espada ni sabía si aún continuaba alzada para cortarme la cabeza o cualquier otra cosa. Solo veía a mi hermano, que seguía profiriendo insultos mientras se acercaba tambaleándose a nosotros y caía de rodillas.

—No me extraña que tuvieras que esconderte en el lago, rodeado de basura. Nunca te permitirían vivir en la ciudad. —Se debilitaba a ojos vista. Se inclinó hacia delante, hasta que sus manos tocaron la madera de la cubierta. Su vez era poco más que un sonido ronco—. Las mujeres barrerían de la calle a una mierda como tú antes del amanecer... ¡Yaotl! ¡Cuidado!

León gritó las últimas palabras.

En un abrir y cerrar de ojos estaba de rodillas y luego de pie. Se había quitado la capa y la sostenía con las dos manos, y cuando saltó sobre Luz Resplandeciente la arrojó contra el brazo que blandía la espada.

Yo rodé sobre mí mismo.

La capa falló el objetivo, pero al esquivarla Luz Resplandeciente resbaló y tropezó conmigo. Las cuchillas de obsidiana se clavaron en la cubierta, a mi lado. El ruido de la madera al rajarse me dejó sordo.

Luz Resplandeciente arrancó la espada con un grito furioso y se levantó para enfrentarse a mi hermano. León atacó con las manos desnudas. La espada se movió con una centella al cruzar el aire. Cortó la carne, en los brazos de mi hermano, pero el golpe no estaba bien dirigido. León avanzaba muy agachado y muy rápido y las heridas eran superficiales. No gimió ni grito, pero cuando la espada llegó al final del arco, antes de que Luz Resplandeciente tuviera tiempo de reaccionar, se irguió para descargar un puntapié en el estómago del comerciante que lo hizo caer de espaldas, casi sin poder respirar.

—¡Te tengo! —gritó León con un tono de triunfo mientras se lanzaba sobre su enemigo, le cogía los cabellos y se los retorcía brutalmente—. ¡Ahora eres mío! ¡Mi querido hijo!

—¡León! —Me levanté—. ¡Ahora no estás en un campo de batalla! ¡Déjate de tonterías y mata a ese cabrón de una vez!

Llegué tarde. Luz Resplandeciente se retorció, saltó, se deslizó como un pescado vivo de las manos de mi hermano y se libró sin preocuparse de que había perdido media cabellera. Corrió hacia la cabina, al tiempo que llamaba a Espabilado a voz en cuello.

Luz Resplandeciente aún tenía la espada. Mientras escapaba no dejaba de moverla violentamente con el brazo estirado hacia atrás y no le cortó el rostro a León por un pelo. Mi hermano, que había perdido el equilibrio, tardó un momento en perseguirlo, y cuando lo hizo, el comerciante ya estaba preparado para reanudar la pelea.

El chico estaba junto a él, con el remo bien sujeto con las dos manos.

—¿Qué hacemos? —pregunté.

—El comerciante es mío —respondió mi hermano—. Tú ocúpate del chico. Cuando diga va...

—¡Espera un momento! ¡Están armados!

—¡Venga, Yaotl! ¡Haz lo que te dice! —gritó Luz Resplandeciente—. ¡Acabemos con esto ahora!

—¡Basta!

El grito de Espabilado no era fuerte. Se parecía más a algo entre un sollozo y un grito ahogado, un sonido de angustia y desesperación que hizo que los demás, los tres, titubeáramos por un instante, y nos miráramos los unos a los otros como si todos hubiéramos visto algo tan importante que empequeñecía nuestras disputas.

—No quiero que esto siga —afirmó el chico—. No te pedí que mataras a esos hombres. Solo quería hablar con Yaotl, saber cómo era.

—Te saqué del mercado —dijo Luz Resplandeciente.

—¡No me sacaste de la ciudad! Me usaste para que hiciera tus recados, me obligaste a vivir en la canoa, no me dejaste ir a verlo, no me...

—¡Te hubiera llevado con él! —gritó el mercader—. ¡Te hubiera perdido! ¿No querías lo que teníamos, no era suficiente?

De pronto comprendí cómo había sido la vida de Luz Resplandeciente: los años de mimos y cuidados de Azucena, el ansia de ser libre y el resultado: las mentiras y la ridícula parodia de un hogar que él y el chico habían creado, ahí en el lago. Había mantenido a Espabilado en una dependencia absoluta, pero siempre había existido un duda inquietante, el miedo a que alguien rivalizara con él por el afecto del chico.

Cuando ocurrió, no supuso ninguna diferencia que el rival fuese el padre del muchacho.

—Deja la espada, Luz Resplandeciente —dije con voz amable—. No es a mí a quien debes temer.

Movió la cabeza a izquierda y derecha, nos miró a los tres, antes de mirar por última vez el rostro lloroso de Espabilado.

—Entonces te he perdido —afirmó, con el más profundo desconsuelo.

Espabilado eludió su mirada. El remo escapó de sus dedos y cayó sobre la cubierta, junto a sus pies.

—No podemos seguir así —murmuró.

Luz Resplandeciente no dijo nada más. Levantó la espada por encima de la cabeza y atacó.

No hizo caso de mi hermano. Vino a por mí, la boca abierta en un alarido de rabia y el arma preparada para hendirme el cráneo. No tenía tiempo para moverme o defenderme. Fue Espabilado quien reaccionó. Arremetió contra Luz Resplandeciente por la espalda y lo hizo caer en el mismo momento en que la espada comenzaba a bajar.

León atacó por el flanco. Se lanzó sobre el comerciante cuando caía tras la embestida del muchacho. Mi hermano se aseguró esta vez de hacerse con la espada. Sujetó la empuñadura de madera con las dos manos y la retorció con la misma violencia que había empleado antes para retorcer los cabellos de su enemigo.

Hubo una fugaz resistencia antes de que Luz Resplandeciente soltara el arma. No la quería. Me quería a mí. Mientras mi hermano trastabillaba, pillado por sorpresa por la facilidad con la que había obtenido su premio, Luz Resplandeciente me atacó de nuevo, sin preocuparse de Espabilado, y me golpeó con la frente en mi nariz rota.

Solté un alarido. Incapaz de soportar el peso de Luz Resplandeciente caí de espaldas, con tanta fuerza que se me cortó la respiración. Las manos del hombre me rodearon la garganta y comenzaron a estrangularme al tiempo que golpeaba mi cabeza contra la cubierta. Sentí que mis piernas se movían espasmódicamente y que mis manos no encontraban nada más que aire.

En las manos de mi hermano la espada parecía moverse muy lentamente. Cuando descendía, vi el reflejo de la luz de las estrellas en cada una de las hojas de obsidiana, desde la empuñadura hasta la punta. Vi el destello de la última hoja, que después se volvió oscura, como cuando se apagan las brasas, y oí el horrible sonido del hueso al partirse cuando León hundió el arma en el cráneo de Luz Resplandeciente.