1

La lluvia me despertó después de que saliera el sol. Estaba solo.

La casa de Azucena era sencilla, como correspondía a un comerciante, pero estaba bien construida y el techo no goteaba. Podía quedarme acostado en mi colchoneta, seco, caliente y cómodo, y disfrutar del repiqueteo de la lluvia contra el biombo de mimbre de la entrada y ver cómo goteaba por el marco.

Me dolía menos la cabeza, aunque mis costillas todavía protestaban con cada respiración profunda. Experimentaba una curiosa sensación de calma, como si las gruesas paredes de esa casa ajena pudieran protegerme de los peligros que me acechaban. Era como si la ciudad, con su constante bullicio y actividad, me hubiese olvidado, y se hubiera llevado con ella al emperador, a mi amo, a Niebla, a su hijo y a su anónimo aliado que conocía mi nombre completo. Incluso Luz Resplandeciente parecía estar muy lejos, aunque esa era su casa. Había comenzado a pensar que si su madre hubiese querido matarme o hacerme algo daño había tenido muchas oportunidades. Incluso me dije que quizá me había equivocado con ella. Tal vez su interés por mí no debía inquietarme, después de todo.

La paz acabó cuando apartaron el biombo y dos personas entraron apresuradamente en la habitación.

—Estoy calado hasta los huesos, Azucena —dijo el hombre—. Confío en que harás que esto valga la pena.

—Sabes que disfrutarás de nuestra hospitalidad —lo tranquilizó ella en voz baja—. Tenemos venado y también pavo. Me ocuparé de que te preparen prendas secas.

Estas palabras parecieron complacerlo.

—De acuerdo. Entonces más vale que le eche una mirada. Debemos comprobar qué tal se van acomodando las costillas. ¿Crees que hay alguna posibilidad de mantener una antorcha encendida el tiempo necesario para traerla hasta aquí?

Trajeron la antorcha y la sostuvieron en alto mientras el hombre se me acercaba.

Si no me hubiesen tenido atado podría haberme escabullido. No había duda de que el visitante pertenecía a una de las muchas variedades de sanadores. Incluso los buenos sanadores tenían un aspecto espeluznante, y bueno o malo, ese hombre no era la excepción. Aunque era bajo, fornido y no dejaba de mover nerviosamente la cabeza y las manos, su rostro, sin rasgos visibles contra la luz de la antorcha excepto por los blancos de los ojos y las resplandecientes narigueras y adornos labiales, se cernió sobre mí como una nube de tormenta. Cuando sacó un puñal, una muy afilada hoja de obsidiana, noté la boca seca.

—Vamos a ver...

Torcí el gesto incluso antes de que comenzara a cortar los vendajes que me rodeaban el pecho.

—Todavía duele, ¿no?

—Sí —grazné.

—Eso pensaba. Estas cosas siempre duelen más al tercer día. Si hubiésemos conseguido que te bebieras el polvo de lagartija disuelto en orina caliente cuando era el momento ahora estarías mejor.

—El tercer... —balbuceé, incrédulo.

—Sí. Te trajeron aquí el Cuatro Buitre. Es correcto, ¿no es así, Azucena? Hoy es Siete Lluvia.

Se levantó un momento, metió los dedos en la bolsita de tela que colgaba alrededor de su cuello antes de inclinarse de nuevo sobre mí y soplar en el cuenco de la mano.

Una nube de un polvo muy fino me llenó los ojos, la nariz y la garganta. Comencé a lagrimear y a toser.

—¿Qué estás haciendo? —protesté débilmente—. ¿Qué es esto?

—Yauhtli.

—¿Yauhtli? Pero eso es lo que les dan...

—... a las víctimas de los sacrificios durante las fiestas de la Caída de los Frutos y la Llegada de los Dioses, momentos antes de arrojarlos a la hoguera. Por supuesto que lo es. Necesitas algo que te calme el dolor. Ahora cállate. Tengo que hablar con un dios.

El polvo no alivió gran cosa mi dolor. El hombre trabajaba al ritmo marcado por un himno a Quetzalcóatl, el patrono de los sanadores, que salmodiaba. Apreté los dientes, algo que me descubrió que había perdido algunos, y me retorcí en la estera. Mis manos sujetaron los bordes con tanta fuerza que acabé rompiendo los juncos.

Azucena se acercó, me cogió una mano y la apretó suavemente. Estaba demasiado sorprendido para responder a la presión o apartar la mano, así que la dejé reposar como muerta en la suya hasta que el sanador acabó su trabajo.

—Está cicatrizando bien —anunció—. Le he drenado un poco más de sangre. Dentro de un par de días puede darse un baño de vapor. Y te daré unas hierbas para que las tome cuando lo haga, para ayudar a que baje la hinchazón de la cara. No dejes que salga de la casa o al patio. Preparé un poco de lengua de serpiente por si tiene un ataque de tos y tienes que continuar con las cataplasmas en el pecho. Ah, y ponle un enema si se le hincha el vientre. —Me miró—. Tienes mucha suerte de estar vivo, y no hablemos de estar entero. —Miró hacia la puerta—. ¿Ha dejado de llover? Bien. ¡Estoy hambriento!

—No sé de qué te quejas. —me espetó Azucena—. Al menos te he buscado un sanador de verdad. ¿Acaso hubieras preferido a uno de esos charlatanes que lanzan granos de maíz al aire y te cuentan cualquier cosa sobre tu futuro?

—No me hubiese dolido —murmuré.

—¡Tampoco te hubiese curado!

Ya no me tenían atado a la tabla. El patio se había secado lo suficiente para que sacaran una colchoneta y la colocaran junto a una pared. Me habían ayudado a salir de la habitación y sentado con mucho cuidado en la colchoneta, y ahora miraba a Azucena, que se paseaba hecha una furia delante de mí. La falda se levantaba alrededor de sus tobillos cada vez que daba la vuelta.

—Es el mejor sanador que conozco. Aprendió su oficio en el ejército.

—¿Qué hacía? ¿Remataba a los heridos?

Azucena levantó los brazos como una muestra de su frustración.

—¿Por qué no te habré dejado donde te encontré? Te atendió cuando te trajeron aquí. ¡Eres un desagradecido, un ignorante! ¡Le debes la vida!

—Sé que te la debo a ti —repliqué—, pero no sé la razón.

La mujer me miró como si estuviese intentando tomar una decisión. Mantenía la mirada fija en algún punto por encima de mi cabeza y movía los dedos de los pies como si fuese a marcharse. Tiró de un hilo suelto de su blusa con aire ausente.

—¿Qué hacías en el mercado, Azucena? Estuviste sentada junto al chico de Niebla, Espabilado, en la cancha de pelota, pero te marchaste temprano. Lo seguí a él hasta el mercado pero lo perdí, así que pensé que podría buscarte a ti, o por lo menos averiguar dónde parabas. Llegué hasta el puesto de tu familia y me vi atacado por Niebla en persona. Ahora resulta que tú también estabas allí. ¿Por qué? ¿Qué significan Niebla y Espabilado para ti? —Era el discurso más largo que había hecho y las dos últimas palabras sonaron como un gemido.

Siguió un largo silencio, y al final se oyó un sonido muy débil cuando el hilo del que había estado tirando la mujer se rompió.

—¿Niebla? —Repitió el nombre para sí—. No lo entiendo. El hombre con quien peleabas era un sacerdote.

—No era más que un disfraz. Él y el chico estaban juntos. Tú también, pero ¿por qué?

Miré a Azucena a la cara. Entornaba los párpados, aunque no sabía si era de furia, inquietud o desconcierto.

—¿Es eso todo lo que quieres saber? —preguntó en voz baja.

—Bueno, no —respondí—. En realidad quiero saber...

«¿Qué estoy haciendo aquí?» Eso era lo que quería preguntar, pero no me dieron la oportunidad.

—¡Cómo te atreves a interrogarme en mi propia casa! ¿Sabes lo que he hecho por ti? Tuve que convencer a los guardias para que no te arrojaran al canal, entre las canoas, con el abono. Tuve que pagarle al dueño del tenderete que destrozaste. Tuve que enviar a un mensajero para que llamara a Constante y a un par de porteadores para que fueran a recogerte. Te he cuidado durante tres días, te he limpiado, he soportado tu hedor, he pagado al mejor sanador, y ¿cuál es el agradecimiento que recibo? ¿Quién eres tú para espiar en mis asuntos? —Había comenzado a pasearse arriba y abajo pero se detuvo a pensar como si la pregunta acabara de ocurrírsele antes de encararse de nuevo conmigo.

Se inclinó sobre la colchoneta, acercó su rostro al mío y dijo con un siseo furioso:

—Dime por qué me buscabas. ¡Dímelo ahora o mandaré que te echen de mi casa!

—Quería darte un mensaje —respondí débilmente.

—¿Qué mensaje?

—Era para tu hijo, o para Niebla, o para su hijo. Pero...

—Sabes que mi hijo no está aquí —afirmó con un tono frío. Se apartó—. Te lo dije la primera vez que nos encontramos. Se ha marchado.

—No creí que lo hubiese hecho. Pensé que él, Niebla y Espabilado seguían en contacto. Creí que tú te encargabas de llevar sus mensajes. ¿No era eso lo que estabais haciendo tú y el chico en la cancha de pelota?

—¡No! —gritó—. ¡No lo era! ¿Quién dice que estuviéramos haciendo...? —Se interrumpió, sin saber cómo seguir.

Esperé. Escuché en el silencio su respiración agitada. No iba a hacerle más preguntas y arriesgarme a que me echaran a la calle.

—Mi hijo juega —prosiguió finalmente con una voz baja, gutural—. No es ningún secreto. Una buena parte de la riqueza de la familia ha ido a parar a las manos de Niebla, y todavía quedan deudas. Hay que pagarlas, ¿lo entiendes? Los comerciantes viven de su reputación: nos arruinaríamos si no hiciéramos honor a nuestras deudas. La respuesta es «sí» —añadió, como si cada palabra fuese como recibir una puñalada—. Fui a ver al chico, para pagarle una parte de lo que mi hijo le debe a su padre, pero nunca he conocido a Niebla y lo que te dije de mi hijo es verdad. ¡Comeré tierra!

Luego, sin apartar su mirada de mí ni un solo momento, se agachó lentamente, tocó el suelo a su lado con la punta de un dedo, y con expresión solemne acercó el dedo a sus labios.

Intenté no reaccionar. Procuré no mostrar mi asombro ante la impiedad de la mujer, o mi sorpresa ante la enormidad de su desesperación, porque estaba convencido de que mentía.

—¿Cuál era el mensaje?

—¿Mensaje? —repetí, distraído.

—El mensaje que querías enviarle a mi hijo.

Vacilé. No estaba en condiciones de enfrentarme a un asesino despiadado. Por otro lado, comprendí que aquello que quería decir en realidad no tenía ninguna importancia. Era mi nombre el que habían encontrado en el cadáver en el canal. Azucena no tendría más que decirle a su hijo o a sus aliados dónde estaba.

No obstante, quizá ella no me traicionaría. Me aferré de nuevo a la idea de que ella me había salvado en el mercado, me había llevado aquí, me había cuidado y no había hecho nada que me pudiera perjudicar cuando había tenido todas las oportunidades. Tal vez la mejor manera de convencerla de que no fuera a llamar a mis enemigos era decirle lo que ella quería saber.

Le relaté todo lo que había visto y hecho desde el día en que había conocido a su hijo, en la fiesta del Alzamiento de los Estandartes. Cuando acabé tenía la garganta seca y me dolía la cabeza por el esfuerzo de recordarlo todo, pero experimenté una curiosa sensación de alivio después de contarle la historia, aunque no confiara en ella.

—Así que el esclavo purificado de mi hijo era un brujo —comentó Azucena, pensativa—. Lo que me desconcierta es cómo acabó en manos de Luz Resplandeciente.

—A mí también. Me pregunté si lo había conseguido a través de Niebla, pero es posible que también fuera a la inversa, y en cualquiera de los dos casos no entiendo cómo el brujo acabó en sus manos. —La observé hasta que el dolor entre mis ojos me obligó a cerrarlos—. ¿Qué había entre tu hijo y Niebla? ¿Solo eran las apuestas, o había algo más?

Me miró con la fijeza de un águila.

—¿Qué has querido decir?

—Nada —respondí precipitadamente, asustado por su tono—. Pero sé que Luz Resplandeciente tenía a uno de los prisioneros, y Niebla y Espabilado tenían a otro, y ambos fueron tratados de la misma manera antes de morir, y no veo el motivo. Además mi nombre aparece metido en todo esto, y tampoco entiendo la razón. —Acabé con un gemido cuando el dolor en mi cabeza comenzó a marearme.

La mujer se levantó de repente.

—Tienes que descansar.

—Pero...

—Y yo tengo trabajo que hacer —añadió con una voz que no admitía réplica.

Mientras ella se alejaba, recordé una cosa.

—Azucena.

Oí el titubeo en sus pisadas.

—¿Qué?

La miré lo mejor que pude, con los ojos doloridos detrás de los párpados hinchados. Azucena permanecía con el peso descargado en su pie izquierdo y el derecho ligeramente levantado; un músculo en el tobillo palpitaba mientras ella decidía si dar o no el siguiente paso, y me miró de reojo, con el entrecejo fruncido y los labios apretados, como si quisiera adelantarse a mis palabras.

—Gracias por salvarme la vida —dije.

El trabajo de Azucena incluía ayudar a su anciano padre, que tenía dificultades para levantarse por la mañana. Poco después de dejarme apareció el viejo, apoyado en el brazo de un sirviente, con una expresión agria y una calabaza llena.

—No quiero sentarme apoyado en el árbol. Hay un nudo en el tronco que se me clava entre las paletillas como una punta de flecha. Apóyame en la pared, junto al esclavo, allí.

En cuanto el sirviente desapareció de la vista quitó la mazorca del cuello de la calabaza y se la llevó a la boca. Se relamió cuando acabó de beber. Cuando se volvió hacia mí el olor de su aliento casaba con su expresión.

—¿Así que todavía estás aquí? Bueno, a la vista de que mi hija parece haberse encaprichado contigo, tendré que darte la bienvenida. ¡Bebe un trago!

Me encogí cuando me ofreció la calabaza, aunque una parte de mí quería cogerla y vaciarla en un par de tragos.

—Venga —insistió, impaciente—. No pasa nada. Tú estás enfermo y yo soy un viejo. ¡Más vale que aprovechemos la ocasión!

Miré la calabaza con profunda desconfianza. Me lamí los labios porque de pronto los noté secos.

—¿Por qué bebes tanto?

El viejo bebió otro trago con expresión pensativa. —A ver cómo te lo explico... ¿Crías perros?

—Supongo que mi amo lo hace. Mi padre solía hacerlo, aunque mi hermano mayor le suministra ahora tanta carne de pavo y venado que probablemente no necesita hacerlo. ¿Por qué?

—¿Alguna vez te has preguntado por qué se lamen las pelotas?

La pregunta era tan inesperada que me hizo estallar en carcajadas, y luego, por supuesto, toser, jadear y gemir de dolor. Cuando me enjugué las lágrimas de los ojos vi que el viejo me miraba atentamente con sus ojos velados.

—Porque pueden —explicó con voz seca—. Ahora, ¿quieres un trago o no?

Me dolía el pecho. Me dije a mí mismo que era como tomar un medicamento, y eso me descargó la conciencia.

Mis recuerdos del resto de aquella mañana están oscurecidos por el dolor y el vino sagrado.

Cuando bebía, había sido para que los días transcurrieran más rápido. Era evidente que Bondadoso consideraba que, después de llegar a una edad en que se toleraba la ebriedad, tenía la sagrada obligación de recuperar el tiempo perdido. Bebía con la misma concentración que había visto en los rostros de los jóvenes novicios cuando tenían que aprender de corrido los viejos himnos.

Ahora que aún podía, intenté recordar por qué había venido a esa casa y la razón por la que había buscado a su hija, y antes de que el vino acabara de paralizar del todo mi lengua hinchada, traté de sonsacarlo.

—Háblame de tu nieto.

—¿Qué pasa con él?

—¿Siempre ha sido jugador?

Bondadoso me miró por encima de la curva de la calabaza con el entrecejo fruncido.

—Eso creo. Ya sabes lo que pasa: comienzan cuando son unos críos jugando al patolli, en un tablero trazado en el suelo, y van a más. Pero creo que solo hace un par de años que la cosa empezó a ser preocupante.

—¿Desde que conoció a Niebla?

Miró por un momento la calabaza antes de pasármela sin mucho entusiasmo.

—Podría ser.

—Verá, lo que creo —añadí después de beber un par de tragos— es que quizá hay algo más entre ellos que las apuestas.

El rostro arrugado y correoso se ensombreció.

—¿Por qué lo dices? —preguntó con voz pausada.

—Solo me refiero al sacrificio que hizo —respondí cautelosamente, mientras lamentaba que ambos hubiéramos bebido tanto—. Vi el estado en que se encontraba el hombre. Lo habían torturado; le habían pegado con antorchas y pinchado con espinas de cactos. No estaba en condiciones de ser un esclavo purificado. No creo que nadie hubiese pagado ni un saco de granos de cacao por él, y mucho menos presentarlo como ofrenda a un dios. Pero no es el único que vi en ese estado. —Una vez más empecé a relatar mi secuestro, lo del cadáver que habíamos encontrado flotando en el canal delante de la casa de mi amo y lo del mensaje que lo había acompañado. Mientras hablaba dejé la calabaza en el suelo, entre nosotros, y advertí que el viejo no hizo el menor intento por cogerla hasta que acabé. Asentía con la cabeza apoyada en el pecho, marcando el ritmo de mis palabras, y respondió en cuanto terminé.

—¿Así que crees que la ofrenda de Luz Resplandeciente y el cadáver que según tú está relacionado con Niebla fueron tratados de la misma manera? —murmuró—. ¿Cuál podría ser la razón? ¿Crees que mi nieto le dio a... Niebla un esclavo para saldar una deuda de juego?

—Eso no explicaría por qué lo torturaron —señalé—, ni tampoco cómo se hicieron con el hombre del canal o la ofrenda de tu nieto.

—Tampoco lo que quieren de ti —apuntó el viejo—. Es interesante que la persona que dejó el mensaje utilizara tu nombre completo, ¿verdad? No se me ocurre cómo pudo saberlo mi nieto. En el caso de Niebla no te puedo ayudar. —Acarició el cuello de la calabaza con una expresión meditabunda—. ¿Se lo has preguntado a Azucena?

—No pareció muy dispuesta a responderme. La verdad es que se enfadó, y mucho.

—No me sorprende. —Miró la calabaza con un ansia incontenible y después la acercó a sus labios con un movimiento súbito, casi convulso—. Tienes que comprenderlo, no conozco al tal Niebla —jadeó, en mitad de un trago—. Nunca me lo he cruzado. Pero cualquiera que sea amigo de Luz Resplandeciente es un tipo malvado. ¿Has dicho torturas? Bueno, eso cae en su estilo. En ese caso, él y mi nieto harán una buena pareja.

Lo miré perplejo mientras él bebía de nuevo.

—No te entiendo.

—Por eso mi hija se alteró tanto —aclaró el viejo con un tono amargo, cuando finalmente apartó la calabaza de su boca—. Ya bastante terrible fue perder a su marido a manos de un grupo de salvajes, como para que a su hijo lo quemen en la hoguera por sodomía. ¡Eso sería demasiado!

—¿Luz Resplandeciente y Niebla? —pregunté, incrédulo.

—Oh, no lo sé. Como te dije, no conozco a ese hombre, pero parece de la clase que le gusta a mi nieto: vicioso. Te comenté una vez que hay otros vicios además de la bebida que pueden seducir a un hombre, ¿no es así? —Agitó la calabaza en un gesto teatral—. No es solo el juego. Creo que Luz Resplandeciente intenta probarlo todo por lo menos una vez. Además siempre ha tenido un lado cruel. En una ocasión lo sorprendí con una bolsa donde había metido a uno de los perros de Azucena con un pavo. Creo que quería ver cuál de los dos salía vivo. Quizá planearon todo ese asunto del sacrificio como una broma malvada.

—¿Azucena lo sabe?

—Sabe cómo es su hijo. Pero no puedes culparla por no querer que se hable del tema. —Levantó la calabaza una vez más y la apuró hasta que las últimas gotas cayeron en su boca—. Si se descubre que a su hijo le gustan los chicos y no las chicas, a él lo matarán y nosotros acabaremos en la ruina. Por cierto —añadió con una sonrisa que no tenía ni pizca de humor—, ni se me ocurriría decirle a mi hija que te lo he dicho. ¡Sería capaz de matarte, solo por mantener tu boca cerrada!