8
La casa de mi amo era imponente, como correspondía a un señor, una versión en miniatura del palacio de Moctezuma: dos pisos de piedra pulida y encalada ornamentados con frisos y una gran escalera en la entrada que conducía a un patio y a los aposentos del gran hombre en la planta superior. No tenía ninguna intención de poner un pie en la escalera: tenía la costumbre de poner mi colchoneta en la parte de atrás de la planta baja y era hacia allí adonde me dirigía. Había una muy pequeña probabilidad de que mi amo aún no me hubiese mandado a llamar y que mi retraso pasara inadvertido.
—¿Adónde te crees que vas, Yaotl?
Maldije por lo bajo. La voz que me había detenido provenía de una figura oscura que acechaba en la sombra al pie de la escalera: Huitztic, el mayordomo de mi amo.
—¡A la cama! —repliqué, con la ilusión de que su pregunta no tuviese una segunda intención y poder escaparme.
—¡Menos prisas! Su Excelencia quiere verte. Está arriba. —Movió la cabeza hacia la escalera antes de añadir con un tono que no presagiaba nada bueno—: Te está esperando.
Detestaba a Huitztic. Era el típico guerrero de tres cautivos, un fanfarrón que había hecho lo suficiente en el campo de batalla para creerse que era la mano derecha del emperador y que nunca conseguía sacar nada de provecho. Los tipos de su clase acaban por lo general desempeñando trabajos sin importancia como mensajeros o capataces en las casas de los poderosos, donde quizá, si tenían la inteligencia necesaria para comprender la futilidad de sus vidas, se desquitaban con sus subalternos y los esclavos de la casa. Me recordaba a los palurdos que enseñaban en la Casa de los Jóvenes a las que habían asistido mis hermanos, otra de las carreras favoritas de esos guerreros despreciables, cuyo presuntuoso engreimiento muy a menudo se contagiaba a sus pupilos. La diferencia era que Huitztic era cruel, además de pesado. Su nombre significaba objeto puntiagudo, así que naturalmente lo había bautizado para mis adentros como «Chinche».
—Estoy, como siempre, a las órdenes de Su Excelencia —afirmé, mientras comenzaba a subir las escaleras. No había ningún peligro en ser sarcástico con el mayordomo: era demasiado estúpido para darse cuenta.
—Pero has llegado demasiado tarde. —Hizo una mueca de desprecio—. Ahora hay alguien con él.
Antes de poder preguntarle quién era, se volvió despectivamente y me dejó con un pie apoyado en el primer escalón, sin tener claro si debía subir o no.
No veía el patio, pero podía imaginarme la escena. El viejo Plumas Negras estaría sentado en su silla de mimbre de respaldo alto debajo del magnolio favorito de su difunto padre, con las manos esqueléticas aferradas a las rodillas, y su visitante sentado en cuclillas respetuosamente ante él. Subí las escaleras cautelosamente. Si mantenía la cabeza por debajo del nivel del último escalón, me dije, podría escuchar lo que decían sin ser visto.
La primera voz que oí fue la de mi amo. Parecía cansado.
—¿Eso fue todo lo que dijo? «Buscad la gran barca.» ¿Nada más?
—Eso fue lo que me dijeron. —La voz del visitante fue una sorpresa: era la de un hombre muy joven, poco más que un adolescente, con un acento particular que yo conocía de alguna parte. Aún intentaba situarla cuando continuó—: Lo gritó desde el costado de la gran pirámide para que lo escuchara toda la ciudad y después saltó. Luego tu esclavo y el otro hombre...
—Sí, sí —lo interrumpió mi amo—. Sin duda cuando mi esclavo se digne aparecer escucharé un informe completo. Mientras tanto, ¿qué quiere de mí Luz Resplandeciente? ¿Alguien te lo ha dicho?
Durante la breve pausa que siguió a la pregunta recordé quién era el visitante: Quimatino, el hijo de Ayauhcocolli, un hombre con quien mi amo tenía tratos y que utilizaba a su hijo como mensajero. Nunca había conocido a Ayauhcocolli, pero había visto al chico en sus visitas a la casa: un joven bien formado, atlético, que parecía merecer un nombre que significaba «Avispado». La primera vez que nos vimos me había mirado como si quisiera verme muerto. Sospeché que los tratos de mi amo con el padre del muchacho no debían de ser muy legales. Eso explicaría su llaneza con mi amo: hablaba con más firmeza de la que yo hubiese empleado, y más de una vez se había dirigido al primer ministro como «Mi señor».
—No lo sé. No confía en mí ni en mi padre. —El chico se echó a reír sin más—. Excepto cuando se queda sin dinero e intenta que aceptemos sus apuestas a crédito. ¡Entonces sí!
—¡Mandaré que despanzurren a mi esclavo! —tronó el viejo Plumas Negras—. ¿Cómo pudo estar allí y dejar que Luz Resplandeciente me hiciera quedar como un tonto y para colmo a la vista de todos? Te das cuenta de lo que hizo el joven comerciante, ¿verdad? ¡Ha hecho que me resulte imposible hacer lo que sea en su contra sin quedar en ridículo! ¿Qué haré ahora? ¿Ver cómo matan a esos hombres, uno tras otro, hasta que Luz Resplandeciente decida decirme qué quiere?
El muchacho no respondió. No me atreví a respirar para no romper el silencio pero mi mente funcionaba a toda velocidad. Daba toda la impresión de que mi amo sabía mucho más que yo sobre el esclavo purificado, y que el joven comerciante se aprovechaba de eso. ¿El emperador estaba en lo cierto? ¿Los hombres que había mencionado mi amo eran los brujos desaparecidos, y el esclavo purificado había sido uno de ellos? Eso explicaría cómo había sabido que estaba destinado a la tierra de los muertos: un brujo tendría que saberlo.
El viejo Plumas Negras exhaló un largo suspiro.
—Más vale que te vayas, Avispado. Pero si el joven os dice algo a ti o a tu padre, tengo que saberlo inmediatamente, ¿está claro?
—Por supuesto —respondió el chico sin vacilar.
—Pues venga, vete. —Tensé los músculos, atento a la aparición del muchacho, que marcaría el momento de mi entrada para enfrentarme a la cólera de mi amo. Sin embargo, tuve que esperar un poco más.
—¿Qué hay de mañana? —preguntó el muchacho.
—¿Mañana? Ah, el juego de pelota. Lo había olvidado. —Una chispa del viejo entusiasmo y energía apareció en la voz del primer ministro—. ¿Qué apuestas ofrece tu padre?
—Tres a uno contra el equipo de Huexotla.
Mi amo soltó un bufido.
—¡Algunas veces tu padre parece tonto! —Siguió un silencio mientras hacía sus cálculos—. Por supuesto, tendré que respaldar públicamente al equipo del emperador —anunció finalmente—, pero apostaré veinte capas grandes por Huexotla. ¡Mañana será un gran día!
Me costó contener una exclamación. Casi todos los que podían permitírselo apostaban en los partidos de pelota de vez en cuando, y también lo hacían algunos que no podían y cuyo pasatiempo acababa costándoles la libertad. Pero las apuestas debían ser hechas públicamente y exhibidas junto al campo del partido para que los jugadores y el público las viera. Los arreglos subrepticios como el que mi amo acababa de hacer estaban estrictamente prohibidos.
Apenas si vi al chico cuando pasó a mi lado, aunque oí el silbido de su aliento —el sonido que hace una serpiente muy venenosa— cuando me vio. En lo único que pensaba, mientras subía el resto de los escalones hasta el patio de Su Excelencia, era en la despreocupada y apenas considerada apuesta de mi amo.
¡Veinte capas grandes! ¡Me había vendido como esclavo por esa cantidad!
Encontré al viejo Plumas Negras como me lo había imaginado, sentado en la silla cubierta con una piel de oso debajo del magnolio en medio del patio.
Iba vestido como para una fiesta o un baile de gala. Una suntuosa capa, ornamentada con caras de águilas y ribeteada con ojos, flotaba sobre sus rodillas y caía hasta sus tobillos. Un adorno de oro con forma de pico de pelícano colgaba de su labio inferior y un doble penacho de brillantes plumas rojas, azules, amarillas y verdes, se alzaban por encima de su cabeza. Incluso en la oscuridad de la noche, con la espalda encorvada por la edad y una mantilla de piel de conejo sobre los hombros para calentarse, su aspecto era magnífico.
También lo era su cólera. Incluso si no hubiese escuchado lo que le había dicho al chico, lo habría sabido por el suave golpeteo de la sandalia enjoyada en el suelo estucado. Me pregunté cuánto tiempo me había esperado antes de que apareciera el muchacho. Lamenté que no se hubiese quedado dentro, con una taza de cacao caliente o disfrutando de las atenciones de su concubina favorita, en lugar de estar allí, con el fresco de la noche colándose en sus huesos.
—Mi Señor —Lo saludé arrojándome de la manera más abyecta en el suelo.
—Yaotl. Llegas tarde. ¿Dónde has estado?
La cólera del primer ministro era capaz de hacer que la más violenta de las erupciones del volcán Popocatépetl pareciera una tontería a su lado, pero sabía que había que temerlo muchísimo más cuando su cólera controlada hacía que su voz sonara como un susurro acariciador.
—Lo siento. Me quedé dormido después del sacrificio...
—Mientes. Has ido a ver al emperador.
Mantuve la mirada fija en el suelo y agradecí que, por lo menos, no tuviese que enfrentarme a la mirada de mi amo.
—Ese hermano tuyo estuvo aquí. —La voz engañosamente suave de mi amo se endureció. Su padre había sido guardián de los muelles en su juventud, y el viejo Plumas Negras a menudo se quejaba de que a un hombre de humilde cuna se le permitiera ejercer ese cargo—. Todo el mundo sabe lo fanfarrón que es. Era obvio que estaba cumpliendo alguna orden de Moctezuma. ¿Crees que soy tan estúpido como para no descubrir qué has estado haciendo?
—¡No pude evitarlo! —protesté. No tenía ningún sentido negar que había estado con el emperador, pero debía evitar a cualquier precio que mi amo supiera lo que me habían ordenado—. Me mandó llamar para que lo informara de lo ocurrido en el sacrificio. ¡No podía rehusarme!
—¡Ah, el sacrificio! —exclamó como si lo hubiese olvidado—. Dime una cosa, esclavo, ¿querrás tener la bondad de obsequiarme a mí también con tu relato? ¿O tendré que conformarme con una versión de segunda mano de algún otro? —Ya no susurraba.
—Mi señor, he venido tan pronto como he podido...
—Después de todo, podría preguntárselo a cualquiera, ¿no es así? —me interrumpió—. La ciudad entera oyó las palabras del esclavo purificado y le vio morir. «Buscad la gran barca.» Fue eso lo que gritó, ¿no es así? —Ahora gritaba. La edad no había debilitado su voz—. ¡Cualquiera podría decirme que el idiota de mi esclavo lo dejó escapar, si pudieran dejar de reírse, claro está!
—Mi señor, lo siento de veras, no pudimos retenerlo. —Busqué frenéticamente algo que pudiera aplacarlo—. Sí que dijo algo más, antes de arrojarse al vacío, y nadie más lo oyó.
—¿Qué? —Algo crujió, quizá sus huesos o la silla, cuando mi amo se inclinó hacia mí con una expresión de apremio—. ¿Qué más dijo?
Se lo dije. No tenía idea de lo que las palabras podían significar para él.
—«Díselo al viejo» —respondí.
Pareció convertirse en una estatua al escuchar mis palabras. Espié su rostro con mucha discreción y vi que se oscurecía hasta igualar el color del cielo. Por un momento creí que le iba a dar algo. Luego se dejó caer contra el respaldo.
—¿A qué crees que se refería?
—Mi señor, no se me ocurre nada. A menos... —Solo alcanzaba a ver de reojo uno de sus nudillos, y la respuesta estaba allí, en la tensión de la piel, en la articulación inflamada. Las últimas palabras del esclavo del comerciante habían sido un mensaje para mi amo—. A menos que se refiriera a ti, mi señor.
—¿A mí? —replicó vivamente—. ¿Por qué iba a referirse a mí?
—Yo... —Vacilé. Resultaba demasiado fácil adivinarlo: porque Moctezuma y mi hermano habían acertado. El hombre que había muerto aquella tarde había sido uno de los brujos fugados que buscaba el emperador y mi amo estaba detrás de todo—. Yo no lo sé —acabé de responder.
Me di cuenta de que debía de ser más complicado de lo que creía.
La intervención que mi amo pudiera tener en la fuga de los brujos no bastaba para explicar cómo uno de ellos había acabado tirándose desde la gran pirámide, o justificar la cólera y el desconsuelo del viejo Plumas Negras ante su muerte. Era obvio que lo que había ocurrido había acabado con los planes que mi amo tenía para los brujos.
—¿De dónde crees que consiguió a su víctima el comerciante? —me preguntó.
—¿Del mercado de Azapotzalco?
—¡No seas imbécil! ¡Sabes perfectamente que nunca se acercó a un mercado de esclavos!
—Entonces, mi señor, tú sabes de dónde vino.
—¿Saberlo? —La inesperada risa del viejo Plumas Negras sonó como un desagradable cacareo—. ¡Por supuesto que lo sé! Cómo Luz Resplandeciente se hizo con él es otra historia. ¡Me gustaría saberla! Ese joven lo utilizó para hacerme quedar como un tonto. Sin duda le vino muy bien que el hombre comenzara a desvariar como un loco antes de morir, con mi esclavo presente para asegurarse de que me transmitiría todas las palabras. Evidentemente se cree que se saldrá con la suya teniéndolos a todos apartados de mí, solo para asegurarse de que seguiré bailando a su música, pero no lo conseguirá.
—¿Quieres decir, mi señor, que el comerciante tiene a los brujos? —El asombro me hizo soltar las palabras incluso antes de darme cuenta de que era un error.
Continuaba prosternado delante de mi amo, con las manos apoyadas en el suelo. De pronto, algo me las aplastó: las ásperas suelas de las sandalias. Oí un crujido cuando mi amo se inclinó hacia delante en la silla, y sentí su aliento en la nuca mientras se agachaba para hablarme de nuevo con aquel susurro mortal.
—Quizá sea un viejo, pero todavía puedo romperte los huesos de tus dos manos antes de que ni siquiera llegues a gritar, y eso antes de entregarte a mi mayordomo para que se divierta contigo. Lo tienes claro, ¿no?
—Sí —respondí con voz ahogada.
—Sé que Moctezuma no te mandó llamar solo para que le hablaras de un sacrificio fallido. Te habló de los brujos y te ordenó que me espiaras. ¿Qué más te dijo? No me mientas ni te guardes nada. Ya sabes lo que te haré si lo haces.
A trompicones le relaté los acontecimientos de las últimas horas de la tarde, desde que había encontrado a mi hermano, tan indefenso como un hombre que se mueve tambaleante en una pesadilla, con el terror a ver mis frágiles huesos partidos acicateándome como un demonio montado en mi espalda.
Mientras me acercaba al final de mi relato sentí que se aliviaba la presión en mis manos. Flexioné los dedos instintivamente. Pasaron unos largos momentos de silencio antes de que me atreviera a levantar la mirada.
Mi amo había alzado la cabeza para contemplar unas ramas que se extendían sobre él. Ahora no les quedaba ni una hoja, desnudas por la helada.
—El árbol de mi padre. —Exhaló un suspiro. Su expresión había cambiado: era abstraída, casi nostálgica, mientras sus dedos comenzaban a acariciar una rama desnuda—. Lo único que siempre he querido era algo que no fuese suyo: una fama propia. ¿Ves este árbol? Mi padre, el señor Tlacaélel, lo plantó antes de que yo naciera, la mayor parte de dos manojos de años atrás. Continuará creciendo aquí cuando yo esté muerto. —Con un movimiento súbito cogió una ramita, la retorció hasta partirla y la arrojó a un rincón del patio, fuera de la vista. El resto del árbol se sacudió—. Todavía hablan de él, ¿no es verdad? ¡El gran Tlacaélel! ¡El hombre al que cuatro emperadores miraron con respeto, el primer ministro que rechazó el trono porque ya era rey! ¿Qué crees que dirán de su hijo?
Sentía demasiado miedo como para contestar. En cualquier caso la pregunta no iba dirigida a mí.
—Le bailo el agua a mi joven primo, Moctezuma, y me entretengo sentado en la corte de apelaciones intentando descubrir cuál de las dos declaraciones contiene un mayor número de mentiras, o decidir a qué parroquia le toca el turno de barrer la porquería del zoológico. Pero debería ser feliz con eso, ¿no? ¡Porque soy el hijo del gran Tlacaélel, y eso tendría que bastarle a cualquiera! —Exhaló un suspiro—. Supongo que ahora eso también tendrá que ser bastante para mí.
—Mi señor, no lo entiendo. Incluso si la ofrenda de Luz Resplandeciente era uno de los brujos, ¿qué era él para ti? ¿Por qué incluye a tu padre?
—¿No lo ves, Yaotl? ¡Es por mi padre por lo que el emperador me teme! Moctezuma actúa como si los mismísimos dioses lo hubiesen colocado en el trono, pero no lo hicieron, los jefes lo eligieron, lo mismo que eligieron a todos los demás emperadores antes que él. ¡Sabe que su trono me pertenece legítimamente!
La nota casi de súplica en la voz del primer ministro no me engañó. No necesitaba justificarse ante su esclavo; lo que decía ahora iba dirigido al espía del emperador.
Escuché con resignación una historia que conocía muy bien.
Cuando el anciano Tlacaélel había cedido el trono en favor del tío de Moctezuma, el emperador Tizoc, había estipulado que sus propios hijos lo heredarían a la muerte de Tizoc. Sin embargo, cuando llegó el final del breve reinado de Tizoc, Tlacaélel había muerto y sus deseos ya no contaban. El trono fue entregado al tío de Moctezuma, Ahuitzotl, y cuando murió Ahuitzotl postergaron de nuevo al viejo Plumas Negras, esta vez en favor del propio Moctezuma.
—Quizá Moctezuma cree que lo envenenarán, como a Tizoc —añadió mi amo—. Quizá cree que saqué a sus brujos de la cárcel para debilitarlo, o para obrar algún hechizo en su contra, para debilitar su corazón con la magia. Tal vez no sea así, quizá me dijo que los buscara porque sabe que no se les puede encontrar y lo que pretende es humillarme.
—Mi señor, me dijo que los buscara. Tengo que ir a la prisión de Cuauhcalco. ¿Qué hago si me pregunta por mis investigaciones? No puedo decirle que tú me has ordenado que no lo obedezca. ¡Mandaría que nos estrangularan a los dos!
—Entonces más te vale hacer lo que dice. No importa lo que te haya dicho mi primo, yo no tengo a esos hombres. En cualquier caso, el emperador los tendrá, pero a través de mí y cuando yo quiera, así sabrá que conmigo no se juega. En cuanto al joven comerciante, lamentará lo que ha hecho.
Mi amo se inclinó hacia mí con sus temblorosas manos huesudas apoyadas en las rodillas.
—Encontrarás a los brujos, Yaotl, y me los traerás a mí, a mí personalmente, ¿está claro? ¡A mí y a nadie más, ni siquiera al emperador! Antes de que se te ocurra la brillante idea de ir corriendo a Moctezuma en el momento en que los tengas, escucha esto. Sé que Moctezuma te ha dicho que en cuanto encuentres a los brujos, tienes que llevárselos a él inmediatamente porque te mandará estrangular si no lo haces. Así que ahora escúchame a mí, esclavo: si me entero de que te has acercado al emperador antes de que esos hombres estén en mis manos, mandaré que te despellejen vivo.