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Salí de la casa de mi amo antes del amanecer, sin hablar con nadie. El primer ministro aún no se había levantado y yo quería marcharme antes de que se enterara que había desobedecido sus órdenes. Me llevé una parte del dinero de Costoso conmigo, aunque no tenía ninguna intención de pagar al brujo.
Manitas, el plebeyo, vivía en Atlixco, una parroquia de la parte este de la ciudad. Estaba al borde del lago y, de no haber sido por el dique que protegía a la ciudad de las tormentas que se formaban en el gran lago salado, probablemente se inundaría tres o cuatro veces al año.
Llegué a la casa muy temprano, y me encontré con un caos.
Parecía haber chiquillos por todas partes. Los más pequeños perseguían a grito pelado a los pavos y cachorros de perro por el patio, en un complicado juego cuyo objetivo parecía ser que las criaturas pasaran entre dos fémures humanos, clavados en el suelo, y que entraran en la casa de baños. Dos chicos mayores observaban la escena e intentaban mostrarse circunspectos como dos adultos, aunque resultaba obvio que se morían de ganas de participar en el juego o interrumpirlo haciéndose con los huesos —la orgullosa exhibición de los despojos de dos guerreros enemigos que Manitas había capturado— y utilizarlos para machacar las cabezas de sus hermanos.
Los más pequeños me miraron solo el tiempo necesario para tomar nota de mi presencia y después se olvidaron de mí.
Los mayores me observaron con curiosidad mientras cruzaba el patio para dirigirme a las habitaciones privadas de la familia.
Mi amigo me esperaba en el portal, vestido con una capa aún más vieja que la que llevaba la primera vez que lo vi. Se lo veía agobiado.
—¡Unos chiquillos muy animados! —comenté—. ¿Son todos tuyos?
Miró de reojo en torno a sí.
—No lo sé. ¿Cuántos has visto?
—Creo que siete.
—En ese caso no, un par de los más pequeños son de mi hermano. Tenemos nueve —comentó con un tono contrito—, pero la mayor está casada y su hermana y dos de sus hermanos están en la Casa de los Jóvenes. Itzcoatl y Mazatl no tardarán en seguirlo, eso si antes no acabo con todos ellos colgándolos cabeza abajo sobre chiles picantes. Perdona.
Volvió al cabo de un momento, después de haber enderezado uno de los fémures, apartado a un par de chiquillos que se ensañaban con otro más pequeño, sacado a un cuarto de la casa de baños y reprendido a los dos mayores, aunque no tuve claro si eso lo hizo por no vigilar a los pequeños o solo por divertirse.
—¡No me vas a creer, pero estamos esperando otro!
—Te deben de gustar mucho los niños.
—No puedo escapar de mi destino.
—¡Tonterías! ¡Los adora! —afirmó una mujer joven que acababa de salir de la casa cargada con un pieza de tela áspera que algunas veces utilizamos para hacer mantas. Me miró con atención y luego miró a Manitas.
—¿Vas a presentarme?
—Me llamo Yaotl.
—¿Yaotl? ¡Ah, ya sé quién eres! Estoy enterada de todo aquel escándalo en la pirámide. ¡Vaya mala suerte que tuviste, y no hablemos del pobre hombre que ofreció al esclavo!
—Casi todos los habitantes de la ciudad lo saben, Atototl —señaló Manitas con un tono agrio—, y la mayoría de ellos de tu boca. Es la esposa de mi hermano —me explicó—. Tienen su habitación al otro lado del patio, aunque Atototl pasa la mayor parte de sus días en la nuestra. Ella y Citlalli son dos cotillas.
—Tu mujer necesita a una persona que la ayude a prepararse para el parto. —Atototl me sonrió—. Tenemos que ser pacientes con el pobre hombre. ¡Es incapaz de soportar la tensión!
Una expresión dolorida apareció fugazmente en el rostro de Manitas.
—Si buscas a tus dos hijos, probablemente los encontrarás en la casa de baños, y si hay un perro con ellos, me gustaría recuperarlo. —Me miró—. Ahora entiendes por qué tengo que gastar tanto tiempo y dinero en brujos, con todos estos cumpleaños que interpretar.
—Ah, esa es la razón de mi visita.
—¿Los cumpleaños?
—No, los brujos. Tengo que ir a ver a uno.
—¿Has venido para que te recomiende...?
—No, ya sé a quién quiero ver: un hombre de Coyoacán. Pero traigo conmigo mucho dinero para pagarle, así que me preguntaba si querrías venir conmigo, solo como una medida de prudencia si me encuentro con problemas en el camino. Naturalmente, te pagaría.
El gigantón me miró con una expresión de desconfianza.
—¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?
—Ya sabes, ladrones.
Había pasado buena parte de la noche reflexionando sobre la respuesta a esa pregunta, y al final había decidido mentir. Hubiese sido muy difícil explicar qué esperaba encontrar en Coyoacán cuando ni yo mismo lo sabía, y no quería que las siniestras insinuaciones de mi hermano desanimaran a Manitas. Además, pensé, si le hablaba de guerreros y del primer ministro solo serviría para que me pidiera más dinero.
Frunció los labios mientras meditaba la propuesta.
—Coyoacán está lejos. Tardaría gran parte del día en ir y volver. Quiero decir que querría acompañarte, pero...
Suspiré.
—De acuerdo. ¿Cuánto quieres?
Por mucho que fuese, valdría la pena. Si León había dicho la verdad sobre Coyoacán, entonces no había manera de saber lo que podría suceder, y quizá necesitaría a alguien con fuerza y agallas.
Coyoacán se alzaba en tierra firme, en la esquina sudoeste del lago, al final de la calzada.
Nos llevamos a los hijos de Manitas, Itzcoatl y Mazatl —Serpiente de Obsidiana, o Serpiente a Secas, y Venado— con nosotros.
—Ninguno de los dos es un erudito —me confió su padre—, pero tampoco lo soy yo, y causarían más problemas si los dejo en casa.
Me espantaba la sola idea de llevarnos a los chicos, pero sus protestas en contra de quedarse pudieron más que las mías.
—No les pasará nada —afirmó Manitas cuando me encaré con él—. No creo que vayamos a tener problemas. La verdad es que me sabe mal aceptar tu dinero. —Estaba de buen humor, y al parecer le hacía ilusión pasar el día fuera de casa. Sentí el impulso de explicarle el verdadero motivo del viaje pero me contuve. Después de todo, me dije, quizá estuviera en lo cierto, y no pasaría nada. No quería que se volviera y me dejara librado a mi suerte en el viaje a Coyoacán.
Solo por cambiar de tema, le pregunté por la carta que le había dado mi amo.
—No tengo idea de lo que decía. Te lo dije, no sé leer.
—¿Adónde la llevaste?
—A Pochtlan, a la casa de aquel comerciante, Luz Resplandeciente. —Titubeó al escuchar que contenía la respiración—. Creo que era la respuesta a la carta que le traje.
—¿A quién se la diste?
—A un esclavo, un pobre viejo. Le pregunté si sabía cuál era el contenido de la carta, solo por curiosidad, pero me dijo que apenas si veía.
Los chicos no comenzaron el viaje de una manera muy prometedora. Caminaban malhumorados detrás de su padre y no dejaban de discutir sobre a quién le tocaba cargar con la bolsa de la comida. No tenían la edad requerida para entrar en la Casa de los Jóvenes, y sin duda era allí donde hubiesen preferido estar, dedicados a admirar a sus hermanos mayores como grandes héroes, a manejar la lanza, a blandir la espada o pendientes del relato de las exageradas hazañas de algún veterano cubierto de cicatrices. Caía por su propio peso que no creían que una larga caminata con su padre y un esclavo desastrado fuese la mejor manera de emplear su tiempo.
Se animaron cuando dejamos atrás la ciudad y nos dirigimos al sur, porque les dijimos a quién íbamos a ver.
—¡Un brujo! ¿Utilizará el brazo de una muerta para ponernos en trance? —preguntó Serpiente, entusiasmado.
—No, no lo hará —respondí con voz firme—. Solo los brujos malvados hacen esas cosas. Este interpretará un sueño, nada más.
Después de eso, caminamos en silencio. Queríamos ahorrar el aliento para la caminata, y una vez que entramos en la calzada había tantas cosas para ver que incluso los chicos callaron.
Hacía un bonito día de invierno. Una leve brisa se había llevado la bruma matinal y ahora agitaba el agua descomponiendo los reflejos del sol en la superficie y las formas y las sombras de la vida submarina. Era fácil imaginar que debajo acechaban cosas terribles —enormes peces de dientes afilados, la criatura que llamábamos el Ahuitzotl, que profanaba los cuerpos de los ahogados— pero podías mirar las embarcaciones y sentirte seguro. Había más de las que podías contar, de todos los tamaños, desde canoas para uno hasta grandes transportes y casas flotantes, cuyas tripulaciones vivían todo el año en las endebles chozas construidas en las cubierta. Muchas navegaban con el agua casi hasta la borda, hundidas por el peso de los pasajeros y las mercancías que transportaban entre la isla de México y los numerosos pueblos y aldeas de resplandecientes casas encaladas que salpicaban la orilla.
Si mirabas detrás de ti veías la ciudad. En una mañana clara, cuando el sol alumbra los brillantes colores de los templos y resalta el blanco de las paredes de las casas y de la nieve en las cumbres de las montañas, ningún azteca podía mirar todo aquello sin emocionarse. Podías olvidarte de la gente que vivía allí; yo podía olvidarme de amos caprichosos como el primer ministro, tipos prepotentes como su mayordomo, el emperador, mi padre, mis hermanos y de todos los demás que me habían arruinado la vida a lo largo de los años, incluidos Niebla y su hijo. Desde allí solo veía el lugar, y era la cosa más bonita sobre la tierra: la ciudad que mi gente había levantado de la nada en solo unos haces de años.
Casi con pena, volví a mirar el camino. No había mucho tráfico. Unos hombres que caminaban a paso lento o corrían, según la urgencia de sus ocupaciones. Pasamos junto a una caravana en la última etapa de su largo viaje desde el sur, cargada con productos exóticos, los porteadores sudorosos debajo de las correas que les cortaban los hombros y les marcaban las frentes. En la dirección opuesta y al trote rápido, tanto que tuvimos que apartarnos cuando nos alcanzaron, desfiló una compañía de guerreros. La mayoría de ellos parecían jóvenes que aún no habían matado a nadie, a juzgar por sus capas sencillas y los mechones de pelo en la nuca, aunque el capitán era un veterano. Marchaban a la guerra, o para amenazar con una: llevaban cargadas a la espalda las pesadas mochilas y los escudos de plumas de colores chillones, y las espadas de madera sujetas encima se bamboleaban. Las cuchillas de obsidiana encastradas en los bordes de las espadas resplandecían con el sol. Las grandes tiras de cuero de las sandalias del capitán golpeaban ruidosamente contra el suelo.
—Un magnífico espectáculo, ¿verdad? —comentó Mamitas mientras él y sus hijos contemplaban a los guerreros. Los chicos estaban boquiabiertos—. Se ocuparán de mantener llenas las casas de los tributos. ¡Quién pudiera ser joven otra vez para ir con ellos! Era hábil con la lanza. Todavía lo soy. Tendrías que haberme visto...
—Lo sé —lo interrumpí con demasiada brusquedad—. He visto los resultados de la habilidad de demasiados guerreros, créeme.
Miré cómo la nube de polvo que había levantado la compañía volvía a posarse en el camino. Una vez había sido como ellos, dominado por los sueños de una Muerte Florida en la batalla o en el ara. Luego, como todos los jóvenes sacerdotes, había ido a la guerra y había visto cómo era en la realidad: el prisionero maniatado que se debatía indefenso a mis pies, el herido que sostenía el brazo amputado y le sonreía, incrédulo, el guerrero águila muerto en el barro, su hermoso tocado sucio y pegoteado con sangre. Por encima de todo recordaba la confusión, los capitanes que gritaban hasta enronquecer sin que nadie los oyera, la desconcertante sensación de que el ritmo de la vida se había interrumpido y que solo Tezcatlipoca sabía quién había vencido y si eso importaba.
La guerra, pensé, era para los jóvenes que no tenían tiempo para el futuro y para los viejos que habían olvidado el pasado. Al resto solo nos quedaba sumar años.