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Manitas llegó primero, como era de esperar, corriendo campo a través mientras yo aún intentaba descubrir de dónde había llegado el grito de Serpiente.

Cuando llegué al lugar los tres estaban en el centro de la casa incendiada. Los dos chicos parecían estar sanos y enteros, aparte de estar cubiertos de pies a cabeza por una capa de ceniza y hollín. Serpiente sonreía y su hermano mayor lo miraba con el entrecejo fruncido. Su padre estaba entre ellos. Su expresión había pasado de ser la de un padre angustiado a la de un juez que intenta arbitrar en una disputa muy complicada.

—¡La he encontrado yo! —afirmó Serpiente.

—¡No la hubieses encontrado de no haber sido porque te empujé a ese montón de cenizas! —replicó su hermano. Me recordaron un par de guerreros novatos con su primer cautivo, discutiendo a cuál de ellos le correspondía la recompensa más importante: el torso y el muslo derecho.

—¿Qué han encontrado? —pregunté.

Manitas me la entregó sin decir palabra. La sopesé en la palma de la mano. Era sorprendentemente liviana y las llamas la habían ennegrecido pero resultaba inconfundible.

Era una quijada humana.

—Ahora se entiende que no recogieran las chayoteras —comenté.

—¿Buscamos el resto? —preguntó Serpiente.

Su padre no parecía muy dispuesto, pero Venado ya estaba rebuscando entre las cenizas y los escombros para hacerse con algún recuerdo. Antes de que cualquiera de nosotros pudiéramos contenerlo soltó un grito de triunfo mientras tiraba con entusiasmo de otro fragmento requemado. Era una clavícula.

—Manitas..

—Lo sé. A mí tampoco me gusta, pero ahora no hay quién los pare.

—¿Por qué nadie se ha preocupado de recoger los huesos? —pregunté. Cualquiera hubiese esperado que la familia del muerto mandara incinerar los restos o al menos que los metieran en un recipiente y los enterraran en un lugar cercano. Verlos desparramados me inquietaba. Un guerrero muerto o capturado en la batalla podía esperar que su sonriente calavera acabara en una estantería y sus fémures en exhibición en la casa de su captor, para aumentar su gloria, pero alguien que había muerto en un estúpido accidente como el incendio de su casa se merecía un trato más considerado.

Eso si había sido un accidente.

—Ha ocurrido hace tiempo —opiné—. ¿Nadie ha estado aquí desde entonces?

—Quizá no había nadie, puede ser que el muerto no tuviese familia.

—También podría ser que su familia no se atreviera a venir a recoger los restos.

Manitas no prestó atención a mi comentario. Contemplaba con una mezcla de orgullo y enfado cómo sus hijos convertían su disputa en una carrera para ver quién recogía más restos humanos en el menor tiempo posible.

—¡Mira a esos dos! ¡Si pudiese conseguir que trabajaran en el campo con el mismo entusiasmo no volveríamos a pasar hambre!

Nubes de ceniza y hollín se elevaban a nuestro alrededor mientras Venado y Serpiente escarbaban con ahínco. En obediencia a un acuerdo tácito, cada vez que uno de ellos encontraba algo lo depositaba en su propia pila, junto a las ruinas de la casa. Me pregunté cómo elegirían al ganador. ¿Contarían los huesos o los pesarían?

Me acerqué al montón de Serpiente y deposité la quijada con cuidado y respeto. Le eché otra ojeada a la pila. Había algo que no me cuadraba. Me agaché de nuevo y cogí un hueso.

—Serpiente.

El chico se acercó. En su rostro destacaba una expresión inteligente.

—¿Sabes qué es esto?

—Tiene todo el aspecto de un fémur —respondió acertadamente.

—¿Dónde lo has encontrado?

Consideró la pregunta con la misma seriedad que un viejo jardinero a quien se le pregunta cuál es el mejor lugar para plantar las dalias.

—Allí —respondió.

El contorno de la casa apenas si resultaba visible bajo las cenizas. El lugar que señalaba estaba fuera. A juzgar por los fragmentos de cerámica y otros desperdicios que aún se veían, aquel debía de ser donde la familia acumulaba la basura. Su padre se reunió conmigo cuando me acerqué al lugar.

—¿Qué pasa?

—Échale una mirada a esto. —Le entregué el fémur que había encontrado Serpiente. Me agaché y comencé a rebuscar entre las cenizas.

—No parece tan quemado con los demás.

—No —admití. Mis dedos sujetaron algo duro y dentado—. Ni tampoco esto —añadí mientras lo sacaba.

—Eh —protestó Venado—. ¡No es justo! ¡Podría haberlo encontrado yo!

—¡Cállate! —le ordenó el padre.

—Es otra quijada, ¿verdad? —señaló Serpiente—. ¿Cómo es que es mucho más pequeña que la otra?

—Porque es de un niño —respondí—, como también lo es el fémur que tiene tu padre. Creo que sería una buena idea si todos echamos otra ojeada a las pilas que habéis juntado. Vamos a ver qué tenemos exactamente.

Clasificamos los huesos. El proceso de convertir las pilas en esqueletos entusiasmó a los chicos mucho más que la búsqueda, y no tardamos en tener tres ejemplares incompletos.

—Esto debe de ser una tibia, así que va aquí —dijo Serpiente y colocó el hueso con la misma precisión de un oficial de plumas que pega una pluma en un escudo de ceremonias—. Papá, ¿has visto que los cráneos más pequeños están partidos?

—¿Tú qué crees que tenemos aquí? —me preguntó Manitas.

Miré los huesos. Dos de los esqueletos reconstruidos eran visiblemente más pequeños que el tercero.

—Un hombre o una mujer y dos niños. Lo que llama la atención es que los huesos del adulto se ven mucho más quemados. Tu hijo tiene razón: el cráneo del adulto está entero y los otros están partidos. ¿A qué lo atribuyes?

—No lo sé. Me pregunto cómo se incendió la casa. Tuvo que ser algo muy rápido para pillarlos a los tres. ¿Quizá una chispa del hogar que encendió las cañas del techo?

—Quizá. —Comencé a caminar alrededor de las ruinas. Lo que había sido el interior aparecía revuelto y pisoteado por los chicos cuando buscaban los huesos, pero parte de la tierra y las cenizas en el exterior estaban casi sin tocar, excepto donde estaba la pila de los desperdicios. Observé el suelo, con la esperanza de encontrar alguna pista de lo sucedido, aunque no supe lo que buscaba hasta que lo encontré.

—Lo más probable es que se hundiera el techo —añadió Manitas—, y los aplastara antes de que pudieran reaccionar. Así y todo eso no explica que los huesos de los niños estén casi blancos.

Había algo semienterrado cerca del lugar donde había estado la entrada: una pincelada de color brillante entre los grises, negros y ocres. Hinqué una rodilla en tierra para mirar más de cerca.

—Por otro lado, ¿dónde...? ¿Yaotl? ¿Qué has encontrado?

Aparté las cenizas y lo levanté cuidadosamente con el pulgar y el índice, como si fuese un insecto venenoso. Estaba hecho de cuero, teñido de amarillo, un tanto chamuscado en un extremo y muy gastado en el otro, y tenía un tamaño exagerado. Se lo mostré a Manitas.

—La correa de una sandalia.

—Es curioso —opinó—. Dudo mucho de que nadie de estos alrededores tenga un par de sandalias. De todas maneras, no nos dice qué sucedió.

Yo ya había deducido a quién debía pertenecer la sandalia, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no dar media vuelta y echar a correr ladera abajo y no detenerme hasta Tenochtitlan.

—Pues creo que nos da una muy buena idea. —Miré inquieto arriba y abajo—. El incendio no fue un accidente. La persona que perdió esta correa no vino en visita de cortesía. Más nos vale marcharnos de aquí, cuanto antes mejor.

—No lo entiendo.

—En ese caso mira de nuevo la correa. —La sacudí delante de sus ojos y unas cuantas partículas de hollín volaron por los aires—. Es demasiado grande para cualquier sandalia que tú o yo podamos usar. Pregúntate quién lleva sandalias con grandes tiras de cuero. ¿Recuerdas al capitán que vimos esta mañana en la calzada?

—El recortado —dijo Manitas, pensativo—. Son los más grandes guerreros de nuestro ejército junto con los otomíes. —De pronto volvió a la realidad. Me miró boquiabierto—. No, espera un momento, no puede ser... —Su expresión se endureció mientras añadía con un tono donde se insinuaba la cólera—: Dime, Yaotl, ¿qué esperabas encontrar aquí?

Había temido este momento. Con la mayor rapidez posible, y en voz baja para que los chicos no me oyeran, le relaté lo que me había contado mi hermano, añadí la historia de mi secuestro, del pájaro y el consejo de Costoso para que no hubiera ninguna duda.

—Como ves —concluí, compungido—, confiaba en ver a un brujo, te lo juro, y me preocupaba que le hubiese pasado algo.

—¡Eres idiota! ¡Nos has metido en problemas con el ejército!

—No grites. ¿Quieres que te oigan los niños?

—¿Por qué crees que estoy furioso? ¿Qué voy a decirle a su madre? ¿Has pensado en eso?

—Te dije que no los trajeras.

La respuesta de Manitas fue un gruñido furioso y un violento puntapié contra el suelo, que nos cubrió de cenizas.

—Sabía que acabarías metiéndonos en un lío en cuanto te vi —afirmó—. ¿Qué pasará ahora? ¿Crees que volverán?

—¿Cómo puedo saberlo? —Casi podía ver la columna que subía la ladera, con sus escudos emplumados y las túnicas ondeando al viento mientras corrían, las hojas de obsidiana de las espadas que reflejaban los rayos de sol, los dientes a la vista, como animales feroces—. Creo que debemos marcharnos de aquí cuanto antes.

—No te preocupes por eso, nos marcharemos en cuanto encuentre la bolsa de la comida. ¡Ni se te ocurra pedir que la compartamos contigo! ¡Venado! ¡Serpiente! ¿Cuál de vosotros tiene la comida?

—Él —respondió Venado sin desatender su trabajo.

—¿Serpiente?

—La dejé allí —contestó el menor sin darle importancia—, junto a una de las plantas de maguey, cerca de donde está Yaotl.

Miré inmediatamente en la sombra proyectada por la planta más cercana y las que estaban a cada lado.

—¿Estás seguro? No la veo.

—¡No me lo puedo creer! —gritó Manitas—. Os encargo una cosa muy sencilla...

—¡Estaba allí! —La voz de Serpiente se elevó cargada de justa indignación—. ¡La dejé allí cuando vosotros subisteis la colina!

Me acerqué a la hilera de plantas y me detuve junto al escalón.

—Es probable que se haya caído —opiné. Aparté dos de las anchas hojas y miré en el espacio entre ellas.

Unos ojos claros me devolvieron la mirada.

Sorprendido, di un paso atrás y solté las hojas, que volvieron a ocultar los ojos. Luego, recuperado de la sorpresa, me metí entre las hojas una vez más mientras el desconocido emprendía la huida. Dejó caer la bolsa de Manitas y se escabulló por el borde del campo, con la precaución de no levantar la cabeza.

—¡Al ladrón!—grité—. ¡Allá va! ¡Cogedlo!

A los chicos les entusiasmó más perseguir a una presa viva que entretenerse con unos huesos calcinados. Salieron de las ruinas en medio de una nube de polvo y cenizas y se lanzaron tras el fugitivo, al que alcanzaron.

Confuso por los gritos de alegría, se detuvo. Podría haberse librado de haber dado media vuelta e ir ladera abajo, dado que, por un momento, Venado y Serpiente se quedaron tan sorprendidos y desorientados como él. Cuando reaccionó ya era demasiado tarde. Ya se volvía cuando apareció Manitas, rugiendo como un oso, y se le echó encima.

—¡Te pillé! ¡Si te has comido todas nuestras tortillas...!

Su cautivo no abrió la boca, pero a la vista de que el gigantón lo aplastaba con su peso no tenía nada de particular.

Bajé la pendiente con mucho cuidado y recogí la bolsa.

—Creo que no falta nada. ¡Vámonos!

Manitas comenzó a levantarse, aunque mantuvo sujeto al frustrado ladrón con una rodilla.

—Un momento. Quiero echarle una ojeada a este tipejo.

Entonces en el rostro del hombre apareció una expresión extraña. Mientras miraba al chico que había atrapado —me di cuenta de que no era más que eso, porque no tenía más de nueve o diez años— los ojos y la boca de Manitas se abrieron al máximo, mientras abría y cerraba los puños en un gesto de indecisión. No parecía tener muy claro si debía luchar o correr.

—¿Manitas?

—¿Papá? —La voz de Serpiente sonó con un tono infantil—. ¿Qué pasa?

Su padre pareció decidirse finalmente. Se agachó para recoger a su cautivo del suelo y lo sujetó como si fuese un pavo que acabara de cazar. Antes de que cualquiera de nosotros pudiera reaccionar, trotaba colina abajo, con la cabeza del chico tan abajo que casi rozaba el suelo.

—¡Venga, vamos! —gritó volviéndose—. ¡Salgamos de aquí!

Sus hijos y yo lo seguimos lo mejor que pudimos.

—¿Qué pasa? —le pregunté a viva voz—. Sé que tenemos prisa, pero... ¡Espéranos!

Cuando me puse a su altura se volvió hacia mí y dijo, sin detenerse:

—¿No ves el parecido, Yaotl? ¡Mírale las orejas! ¡Tú y yo matamos al padre de este chico!

Constaté el parecido. Incluso cabeza abajo, y con las violentas sacudidas mientras colgaba bajo el brazo de Manitas, las orejas como pantallas eran inconfundibles. Las había visto por última vez mientras subía los escalones de la gran pirámide, y habían sobresalido de la cabeza del hombre que me precedía: el esclavo purificado de Luz Resplandeciente. No solo eran las orejas. El chico tenía la complexión esquelética del esclavo y el mismo aire de resignación.

—¿Me estás diciendo que el padre de este chico era la ofrenda de Luz Resplandeciente? ¡Espera un momento! ¿Qué hacía robándote tu comida?

Manitas continuó su carrera, sin preocuparse en lo más mínimo de nosotros, que lo seguíamos a duras penas. Corría con su cautivo bien sujeto. El chico mantenía los ojos abiertos pero sin decir nada. Me dije que le pasaba algo o que era muy valiente. De haberme visto yo en esa situación, estaría aullando.

—¿Cómo voy a saberlo? Lo único que sé es que lo encontramos. Tenemos que llevarlo a casa. ¿No lo entiendes, Yaotl? Nos dirá quién es su padre y de dónde vino. Los comerciantes querrán saber dónde consiguió Luz Resplandeciente el esclavo purificado que los deshonró a todos. ¡Habrá una recompensa!

Podría haber algo más que eso, pensé, mientras dejábamos atrás los muretes que marcaban los límites de Coyoacán y entrábamos en la calzada de piedra y tierra que cruzaba el lago. ¿Qué pasaría si cualquiera —un comerciante que pasaba o alguien del entorno de mi amo— reconocía al hijo del esclavo de Luz Resplandeciente sujeto bajo el brazo de Manitas?

A medio camino de la calzada me detuve e intenté llamar a los demás, para suplicarles que arrojaran al chico al agua y se olvidaran para siempre de su existencia.

No me hicieron caso. Quizá fue que me faltaba el aliento o sencillamente que no querían escuchar.