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No se movía nada en la casa, pero sabía que la ciudad, al otro lado de los muros —aquel vasto y bullicioso hacinamiento de casas, antros, templos, sacerdotes, guerreros, comerciantes, hombres, mujeres, perros y pavos— nunca dormía. Incluso ahora los sacerdotes cuidaban las hogueras de los templos, los guerreros arreglaban las plumas de sus capas, los mercaderes contaban sus riquezas, los hombres y las mujeres discutían, amaban, dormían, gritaban y morían. Los dioses miraban todos los movimientos, como jugadores que siguen atentamente una partida de patolli, y Tezcatlipoca, el Burlón, el dios que nos sostenía en la palma de su mano, estaría pensando de qué lado caerían las cuentas esta vez.
En ese momento, la habitación donde me encontraba me parecía el único lugar tranquilo en todo el mundo.
—¿Cuál fue tu error? —preguntó Azucena.
Habían pasado años desde que me había atrevido a plantearme la misma pregunta, pero ahora las palabras salieron sin dolor, como una espina que se ha abierto camino hasta la superficie de tu piel.
—No creo que cometiera un error. Había pasado las pruebas durante tantos años que para entonces el quinto día no me asustaba. Siempre había uno o dos que fracasaban: novicios, chicos cuyos padres nunca tendrían que haberlos enviado a la Casa de los Sacerdotes, o los mayores, a quienes sencillamente no les importaba, y recuerdo haber sentido algo de pena por algunos de ellos, al fin y al cabo, todo se había acabado para ellos. Pero tenía confianza en mí mismo. Quizá demasiada.
»¡Fue una nimiedad! Solo uno de aquellos pequeños tomates verdes, y lo único que debía hacer era añadirlo a la pila delante del fuego. Además, lo hice sin tocar ninguno de los demás, pero en el momento en que lo iba a dejar, algo me picó en la nuca. No sé qué fue, pero la sensación fue como la de tocar el filo de una hoja de obsidiana, rascarte con la punta afilada de un junco o una espina de cactos. La verdad es que no me dolió, pero me hizo apartar los dedos bruscamente, y, bueno...
Apreté los puños involuntariamente al recordarlo.
—No vi rodar el tomate. Me volví para mirar a los demás, para preguntarles qué pasaba, quién me había rascado, lanzado o soplado algo contra mí, y entonces lo vi en sus rostros. Todos miraban las ofrendas delante del fuego, y creo que ni uno solo de ellos respiraba.
»No me había vuelto para mirar de nuevo las ofrendas. No había sido necesario. El asombro y luego la certeza que había visto en los rostros a mi alrededor me lo decían con toda claridad.
»No se me ocurrió discutir, pelear o huir cuando vinieron a por mí. Sencillamente esperé, como la más complaciente de las víctimas, sentado inmóvil delante del fuego que había sido el trabajo de mi vida atender.
—¿Nunca supiste quién te distrajo?
Miré con ojos llorosos el rostro de Azucena. Cuando conseguí ver con claridad vi, para mi sorpresa, que también en sus ojos brillaban las lágrimas.
—No, y no sé cómo. Quizá una bolita de arcilla lanzada con una cerbatana, la punta afilada de una pluma, una piedra diminuta. Ni siquiera sé a ciencia cierta, Azucena, si fue un acto humano. ¿Por qué no un dios? Eso fue lo que creí en aquel momento, y por eso no protesté.
Hubiese sido algo muy típico de Tezcatlipoca, de quien se dice que muestra un aprecio especial por los esclavos, haber escogido una manera perversa para fijar el rumbo que me convertiría, a la postre, en una de sus criaturas. Sin embargo, los hombres y las mujeres son las herramientas que utilizan los dioses, y en mi corazón sabía que aquello que me había tocado aquella tarde, tantos años atrás, había sido propulsado por una mano humana.
No podía dormir. Daba vueltas y más vueltas en mi colchoneta, despierto por el dolor de mis heridas y las preguntas que se formaban en mi mente y se negaban a desaparecer.
¿Qué había pasado realmente el día que me habían expulsado de la Casa de los Sacerdotes? Siempre lo había aceptado. Había sido mi destino, ordenado por los dioses supremos, Ohmetecuhtli y Ohmetecihuatl, que habían presidido el día que me había dado nombre; si no era eso, entonces no había sido más que otra víctima de los caprichos de Tezcatlipoca. Hablar de aquello me había conmovido al despertar los recuerdos enterrados hacía mucho y que no podía volver a sepultar hasta que no los hubiese repasado.
¿Había habido algún hombre con un motivo para odiarme?
Me imaginé un rostro, tiznado con hollín, con largos cabellos enredados y las sienes manchadas con la sangre fresca del sacrificio: el rostro de un sacerdote, irreconocible. Solo los ojos, blancos contra la piel tiznada, quizá podrían permitirme darle un nombre, pero entonces me distrajo otra visión: otro rostro, que parecía cernirse sobre el primero, menos claro, pálido, o quizá teñido con ocre amarillo.
Me senté, como si con eso consiguiera verlos con más claridad.
—Te conozco —murmuré.
Un ruido fuera de la habitación borró la visión y me obligó, a pesar del dolor y la rigidez de mis miembros, a correr hacia la puerta.
La luna y las estrellas brillaban a través de la fina bruma del humo de los hogares y las hogueras de los templos, y mi aliento era un nube resplandeciente delante de mí mientras miraba al exterior. Me arrebujé en la manta para protegerme del frío. Por la mañana todo estaría cubierto de escarcha.
El ruido se repitió: un roce, el sonido que podría hacer una falda cuando la persona que la lleva se la recoge para caminar silenciosamente a través del patio.
Una silueta delgada salió de las sombras, cruzó un charco de luz y desapareció de nuevo en las sombras.
Pocos aztecas se atreverían a caminar solos en la oscuridad. Cruzarte con cualquier criatura de la noche —un búho, un tejón, un coyote, un zorrino— era mirar a la cara a tu propia muerte; y lo peor de todo eran los monstruos creados por nuestras propias mentes. No eran muchos los que se aventurarían voluntariamente a caminar por las calles donde rondaba el torso sin cabeza, cuyo pecho se abría y cerraba con el ruido de una rama que se quiebra, por hombres sin cabezas o pies que se arrastraban con terribles gemidos, y calaveras con piernas.
No obstante yo había sido sacerdote. Había recorrido por la noche las colinas alrededor del lago, con la antorcha, el incensario, la trompeta de concha y los haces de ramas de abeto para quemar como ofrendas. Había sido mi trabajo plantar cara y alejar a esos monstruos para que mi pueblo pudiera dormir tranquilo en las esteras de junco. Para mí no había terrores en la noche.
Confiado en que aún conservaba mi capacidad para resistir el frío que evitaría el castañeteo de mis dientes, abandoné la manta y seguí a la mujer a través del patio.
Oculto en las sombras, como había hecho ella, vi una luz débil en la habitación más cercana al lugar donde la había visto desaparecer. Había ido a la habitación más importante de la casa: la cocina, donde estaba el hogar.
Me acerqué a la puerta.
El hogar era mucho más que el fuego para cocinar: las tres soleras eran sagradas, un santuario para Huehueteotl, el viejo dios del fuego, y Yacatecuhtli, el Señor de la Vanguardia, el dios particular de los comerciantes. Un bastón de comerciante, envuelto en un papel grueso muy manchado, estaba apoyado en la pared detrás del hogar. La mujer se arrodilló delante del objeto, con la cabeza agachada, de forma que su rostro quedaba oculto, y las llamas proyectaron una enorme sombra gibosa en la pared que tenía detrás.
Tenía algo en la mano derecha. Brilló a la luz del fuego cuando lo acercó a su oreja derecha. Era una hoja de obsidiana, la hoja más afilada que conocemos.
La superficie pulida reflejó la luz cuando se hizo un corte en el lóbulo.
La sangre de la mujer se derramó sobre la obsidiana y apagó su brillo como el agua que cae sobre las ascuas.
Azucena sostuvo con la mano izquierda un bol de cerámica junto a la oreja. La mantuvo allí un momento, antes de acercar el bol al fuego y verter la sangre acumulada en las llamas. Sacudió el bol para que cayeran las últimas gotas, y lo dejó a un lado.
A continuación cogió una tira de papel blanco y la apoyó en la oreja herida. La apretó para sacar más sangre, así que, cuando la retiró, se veía negra con la poca luz del hogar. Miró el papel empapado durante un buen rato, y luego se levantó.
Sabía lo que iba a hacer. Había sacrificado su sangre al dios del fuego; ahora era el turno de su propio dios personal, el patrón y protector de los comerciantes.
Las ofrendas a Yacatecuhtli no se quemaban. La madre del comerciante no iba a lanzar el regalo de su sangre al fuego. En cambio, se acercó al bastón apoyado en la pared y envolvió el papel en la caña solemnemente. Había añadido otra capa ensangrentada a la envoltura.
Le habló a su dios.
Yacatecuhtli siempre estaba cerca de un comerciante, encarnado en el bastón que llevaba con él a todas partes. El viajero clavaba el bastón en el suelo, junto a la hoguera, cuando montaba el campamento, para verlo cuando se despertaba y así recordar a su dios y sentirse reconfortado. Se apoyaba en él cuando caminaba de un extremo del mundo al otro, obtenía fuerzas de su dios mientras cruzaba desiertos, bosques, pantanos y regiones pobladas por salvajes hostiles. Si moría en alguno de sus viajes, los quemarían juntos en la cumbre de la colina más alta.
La voz de Azucena era demasiado baja para permitirme oír más que unas pocas palabras, pero escuché lo suficiente antes de marcharme con el mismo sigilo con el que había venido.
No fueron las palabras en sí mismas lo que me impresionaron. «No es más que un niño», había dicho, y «Cuida de él». No era gran cosa como plegaria dirigida a un dios al que todos los comerciantes encomendaban su seguridad.
Si había algo que pudiera conmover al Señor de la Vanguardia, me dije, no serían las palabras de la plegaria de Azucena, sino los desgarradores sollozos que las puntuaban.