2

Como no tenía con qué pagar a un barquero crucé la ciudad a pie, con la precaución de evitar los lugares donde pudieran reconocerme. Por fortuna había salido de Pochtlan a la hora más calurosa del día, cuando había muy poca gente por las calles. Por fin me detuve en la orilla de un canal que pasaba junto a uno de los muros de un patio, con la mirada puesta en la pequeña casa donde había crecido. Me pregunté si había valido la pena ir hasta allí.

No era seguro quedarme en mi antiguo hogar porque era obvio que el primer ministro estaría buscando a su esclavo errante y, desde luego, no había ido allí por motivos sentimentales. Tampoco estaba allí para descansar, aunque me dolían todos los huesos y los músculos, tenía la sensación de que me habían dado una patada en el estómago y que mi cabeza estaba separada de mis hombros.

En cualquier caso, tampoco esperaba una cálida bienvenida.

Sin embargo, no podía elegir. Había intentado encontrar a Luz Resplandeciente y a los hombres a los que creía sus aliados, y el intento no solo casi me había costado la vida, sino que me había dejado con la sensación de que me habían traicionado y humillado. Ahora pensaba en otro enfrentamiento, que bien podría resultar tan peligroso como el que acababa de tener. Iba a buscar a mi hermano mayor, a acusarlo de complicidad en los asesinatos en Coyoacán, y preguntarle qué sabía sobre el primer ministro y los brujos pero que no me había querido decir.

No me atrevía a acercarme a las habitaciones de mi hermano en el palacio, por miedo a que me viera mi amo o alguno de sus sirvientes. La única otra posibilidad era ir a mi casa.

Vi que una vieja salía del patio para vaciar una vasija de arcilla en el canal. Tenía los cabellos color ceniza, la piel como papel arrugado y los brazos y las piernas tan consumidos que hasta un niño hubiese podido quebrarlos. Vestida con una vieja falda azul y una blusa, coja por las articulaciones inflamadas, parecía frágil y digna de compasión, aunque en realidad no era así.

Me miró con curiosidad antes de volver a la casa, pero no dio ninguna señal de que me hubiese reconocido.

—¿Mamá?

Ya estaba casi dentro del patio cuando se detuvo para mirar de soslayo.

—¿Qué quieres? —Bien podría haber estado hablando con un extraño que no era bienvenido.

—Tú sabes quién soy. —Caminé hacia ella. Se había vuelto a medias hacia mí pero dio otro paso hacia el patio.

—¿Sí? —replicó con frialdad—. Pues no lo sé. Te pareces un poco a mi hijo menor, Yaotl el borracho, pero tú no puedes ser él. Es un «esclavo» en la casa del primer ministro. —Me escupió la palabra esclavo como si una mosca se le hubiera posado en la lengua, aunque no hizo movimiento alguno para detenerme cuando caminé hacia la entrada de la casa. Me detuve en el umbral para preguntarle dónde estaba mi padre.

—En Chapultepec —me informó a regañadientes—, con tus hermanos, excepto León, por supuesto. Los llamaron para trabajar en el acueducto. ¡Un trabajo honrado! —Esa era su manera de recordarme que estaba exento de formar parte de un grupo de trabajo, a diferencia de cualquier otro plebeyo, solo porque era un esclavo y mi trabajo se lo debía a mi amo—. No espero que regresen esta noche. ¿No es una suerte para ti? —añadió con un acento de mofa.

Así que no vería a mi padre, después de todo. Lo que debía hacer allí ya sería bastante complicado como para tener que soportar además las furiosas recriminaciones que, sin duda, acompañarían el encuentro. El alivio que experimenté, apenas si disminuyó cuando mi madre añadió:

—Se llevaron en sus bolsas todas las tortillas que había, así que no esperes que te vaya a dar de comer.

—¡Yaotl! —Mi hermana Quetzalchalcihuitl que significa «Precioso jade», estaba fabricando papel en el patio. Con un mazo de madera machacaba las tiras de corteza de higuera colocadas sobre una piedra—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Gracias por la bienvenida! —repliqué, malhumorado—. He caminado mucho para llegar hasta aquí. Estoy cansado.

—Apestas y tienes todo el aspecto de haber participado en una pelea. —Frunció la nariz remilgadamente.

Me senté delante de mi hermana.

—Es una larga historia, Jade —dije con voz cansina—. Perdona si no te la cuento ahora, pero es que estoy agotado.

Mi madre salió de la casa con un espejo de cobre, que llevaba colgado en una de las paredes desde que yo era un bebé, y un bol de la sabrosa papilla de maíz que nosotros llamamos atolli. El olor me recordó hasta qué punto había vaciado mi estómago unas pocas horas antes.

—Se la iba a dar a los perros —explicó—, pero como estás aquí te la podrías comer. No creo que los esclavos coman muy bien.

Mientras engullía la papilla, mi hermana comentó:

—Espero que no siga el mismo camino que tu última comida, o ¿has renunciado a comer cosas sólidas?

—Dame un respiro, Jade —murmuré con la boca llena—. No he bebido nada en años. —Me dije que las calabazas de Bondadoso no contaban, porque había estado enfermo, y la bebida que me había forzado a beber Niebla tampoco se podía tomar en cuenta.

En cualquier caso, no se podía negar que había sido vino sagrado del bueno el que había pasado por mi boca y me había calentado el estómago. Me aferré al recuerdo de aquel último trago, la calabaza apretada contra mis labios, el amargor de los hongos mezclado con el sabor agrio del vino, y me dije que nunca más quería probarlo.

Sentí que mi estómago se contraía y me apresuré a dejar el bol de atolli.

—¿Qué pasa? —preguntó mi madre—. ¿No te gusta?

—No está acostumbrado a la comida casera —señaló mi hermana—. Ha estado comiendo los manjares de la mesa del primer ministro. ¡La comida sana le hace vomitar! ¿Por qué no le das el espejo, mamá? ¡Que vea en qué se ha convertido!

—Escucha, estoy lleno, eso es todo... —Oí cómo mi voz se apagaba cuando me pusieron el espejo en las narices.

Los ojos color castaño oscuro los podía aceptar como propios, aunque los párpados parecían más pesados de lo que recordaba. Lo que me asustaba eran las marcas de un azul casi negro a su alrededor, la nariz hinchada y torcida, las orejas deformes y el pensamiento de lo que pudiera haber debajo de mi capa.

—De acuerdo —susurré—, no soy ninguna belleza. Tuve una pelea. ¡No fue culpa mía!

—Me sorprende que seas capaz de recordar nada —afirmó mi hermana con un tono desabrido.

—¿Qué aspecto tenías tú la última vez que Amaxtli te pegó? —repliqué con saña. Mi cuñado abusaba de los puños lo mismo que mi hermana de su lengua.

—¡Ya está bien! —Mi madre tenía experiencia en poner punto final a nuestras peleas—. Yaotl, espero que no hayas venido aquí solo para discutir. ¿Qué quieres?

—Necesito hablar con León.

Mi madre y mi hermana se miraron. Mi madre dijo con lo que para ella era una voz apagada:

—Vuelves a estar en líos, ¿no es así? ¿Es tan grave?

—Mi vida está en peligro.

—¡Podría ser algo mucho más grave que eso! —exclamó Jade.

—Escuchad, ¿me vais ayudar o qué?

—Le enviaremos un mensaje —dijo mi madre escuetamente—. Si viene o no es otra historia. No te aprecia, Yaotl.

—Lo sé.

—Mientras tanto, podrías lavarte —propuso mi hermana—. Toma un baño. Sí, es una buena idea. Ve a bañarte. ¡Así no te veremos durante un rato!

Miré la casa de baños con forma de cúpula, el hollín en una de las paredes y el hogar donde se encendía el fuego para calentar el interior. Pensé en quitarme mis prendas roñosas, la mugre de la ciudad y mi rostro de fugitivo, y cambiarlos por el oscuro, cálido e íntimo mundo de un baño de vapor.

—¿Quién se encargará de encender el fuego? —pregunté, desconfiado.

—Yo lo haré —respondió Jade muy decidida—. No te preocupes, disfrutarás de un baño bien caliente. ¡Confía en mí!

Jade fue fiel a su palabra. Encendió el fuego en el lado exterior de la pared de la casa con mano experta y lo alimentó hasta que las piedras que conducían el calor al interior brillaron con un color rojo violento.

—¿Quieres que entre contigo y te azote? —me preguntó con una sonrisa traviesa, mientras yo me desnudaba.

—No, gracias. —Imaginar lo que podía hacer mi hermana con un puñado de varillas me inquietó, y además, solo necesitaba pensar. No hay nada como un baño de vapor para que veas tu vida con otros ojos. No puedes correr, pelear o hablar en un baño de vapor. Solo puedes pensar.

Pensé en las personas que había conocido desde la fiesta del Alzamiento de los Estandartes, y vi los glifos de sus nombres y sus rostros flotando en la oscuridad a mi alrededor.

En primer lugar estaba Luz Resplandeciente: un joven afable quien, según su abuelo, era aficionado a todos los vicios excepto uno. Bondadoso creía que Luz Resplandeciente era el amante de Niebla, pero ¿el poder de Niebla sobre Luz Resplandeciente llegaba hasta el punto de separarlo de su fortuna? ¿Cómo había convencido al joven comerciante para que ofreciera al dios de la guerra, a costa del buen nombre de su familia, un prisionero famélico y mutilado?

Eso me llevó a Niebla. El glifo de su nombre carecía de rostro, porque solo lo había visto embadurnado con una capa de hollín de un dedo de grueso que lo hacía irreconocible, pero si reemplazaba la Serpiente en la Niebla que representaba el nombre que designaba el glifo correspondiente a Hombre Joven, todo parecía más claro. ¿Era de verdad mi viejo rival, Telpochtli? Si era así, entonces Telpochtli se había quedado con el dinero de mi amo y el de Luz Resplandeciente, había sido el amante de Luz Resplandeciente y ahora era el secuestrador del comerciante. Si la mano que había marcado el cuerpo de la ofrenda de Luz Resplandeciente había hecho lo mismo con el cadáver en el canal, entonces Telpochtli también tenía a los brujos en su poder. ¿Todo lo que había hecho no era más que la venganza por un incidente ocurrido una docena de años atrás? Me dominó un sentimiento de injusticia del todo infantil. ¡No había sido culpa mía!

Ahora estaba atrapado entre ese loco y mi amo, que en su desesperación por recuperar a los brujos estaba dispuesto a canjearme por ellos. Pensar en el rostro del viejo Plumas Negras, marcado por décadas de amargura con unas arrugas que eran como grietas en el lecho de un arroyo seco, me recordó que aún no sabía por qué el primer ministro necesitaba encontrar a los brujos con una urgencia que lo había llevado a desafiar al mismísimo emperador.

Había dos personas cuyos nombres y rostros no quería ver.

Una era Azucena. La había deseado, pero al conseguirla me había visto envuelto en una pesadilla de traiciones y mentiras, pues mis enemigos la habían utilizado para sonsacarme mis secretos y luego intentar matarme. No significaba nada para mí que lo hubiese hecho para proteger la vida de su hijo. Había yacido entre mis brazos la noche anterior y había esperado hasta el día siguiente para decirme que había sido por un precio. No podía pensar en ella sin rechinar los dientes con toda mi furia.

La otra persona en la que me resultaba difícil pensar era Espabilado. Si su verdadero padre era Telpochtli, entonces no había duda de que su madre era Flor de Maíz. El joven tenía la edad para serlo; sin embargo, yo sabía que, a pesar de todas las precauciones que habíamos tomado, existían las mismas probabilidades de que el hijo de Flor de Maíz fuera mío como de cualquier otro. Si él también lo creía, ¿esa era la razón para que me salvara de Telpochtli y que le pareciera a Azucena que el chico le tuviese miedo? Pero si era así, ¿por qué estaba con él?

Nunca había querido admitir que el hijo de Flor de Maíz pudiera ser mío, pero ahora lo había visto y hablado con él, y me había salvado la vida en dos ocasiones. Un chico que podría ser mi hijo había crecido hasta casi ser un adulto. No lo había visto: no sabía dónde se había criado ni quién se había encargado de su crianza. Me sentí como un hombre que súbitamente goza de la fama de un gran guerrero y al que sorprenden escapando de una batalla, y con la misma rapidez lo despojan de sus preciosas capas, las plumas de quetzal, los adornos labiales de oro y ámbar y de su lugar en la Casa de las Águilas. Y el conocimiento de mi pérdida me hizo llorar hasta que me quedé dormido.

En cuanto me dormí, comencé a soñar. Soñé con los muertos: Costoso, que había muerto asfixiado por el humo de la hoguera encendida por el mayordomo; el esclavo purificado de Luz Resplandeciente y el chico que Manitas y yo habíamos encontrado rondando las ruinas de su casa incendiada; los niños y la madre que habían muerto allí y el hombre que los sacerdotes habían sacado del canal con el cuerpo todavía señalado por las marcas de la tortura.

Se cernían sobre mí y hablaban todos a la vez. «¿Qué pasa con nosotros? —preguntaban—. No pedimos vernos envueltos en esto. ¿Es que nadie se preocupa por nosotros?»

Siempre es un error quedarse dormido cuando uno está en pleno baño de vapor.

Me desperté de una pesadilla para pasar a otra: me vi en un lugar pequeño, caliente, oscuro, sin aire, donde alguien me tiraba de un tobillo con la misma ferocidad con la que un perro tira de un hueso o un monstruo del agua arrastra a un infortunado marinero a la muerte. Grité. Llamé a los dioses, al emperador y a mi madre para que me salvaran. Lancé puntapiés, mis manos buscaron en vano la pared lisa que me rodeaba, y me golpeé la cabeza contra el dintel de la casa de baños.

El sol de la tarde me cegó, pero cuando cerré los ojos con fuerza vi unas chispas que titilaban como las estrellas.

—¿Qué le pasa? —preguntó una voz que me asustaba.

—Seguramente lo has despertado —respondió Jade.

—Quizá tenía una pesadilla —opinó mi madre.

—Espero que no —dijo León con un tono agrio—. Me dolería haber interrumpido... ¿Ya estás con nosotros, condenado haragán?

Me senté. El patio giró a mi alrededor. Sacudí la cabeza para librarme de las telarañas del sueño y lamenté haberlo hecho porque reapareció el pitido en mis oídos.

—Me estaba bañando —contesté en una confirmación de lo obvio. Miré a mi hermano. Había algo extraño en su apariencia. Cerré los ojos, seguro de que en mi confusión mental me imaginaba cosas, pero cuando los abrí de nuevo seguía allí con el mismo aspecto—. ¿Por qué vas vestido de esa manera? —pregunté.

Se había quitado la larga capa de algodón amarilla de los Guardianes de la Orilla para reemplazarla con una capa de maguey que apenas le cubría los rodillas. Los cabellos le caían sobre la espalda, mal atados con un vulgar cordel en lugar de las habituales cintas blancas. El adorno labial y las orejeras de oro los había sustituido por otros de hueso, y no llevaba pintura en el rostro. Iba descalzo. Era mi hermano, pero como no lo había visto en años, y entonces caí en la cuenta de que nadie en la ciudad lo reconocería con ese aspecto. Sabía que eso debía mortificarlo. A menos que tuviese que presentarse ante el emperador, cuando era obligatorio vestir humildemente, resultaba impensable que un hombre del rango de mi hermano se desprendiera de sus adornos, ganados a pulso, y mucho más si se trataba de alguien que había nacido plebeyo.

Sus dedos tironearon del deshilachado dobladillo de la capa como muestra de su desagrado.

—Quizá tú podrías explicármelo, Yaotl. Creo que he tenido que ponerme este disfraz solo para visitar a mi estúpido hermano menor, para que no me siguiera la mitad del ejército con la intención de asesinar a toda mi familia. ¿Cómo es que se te ocurrió escapar? ¿Eres consciente de que los hombres del primer ministro te están buscando? ¡Han llegado al extremo de interrogarme! Por supuesto, les dije que no tenía sentido que vinieran a buscarte aquí. «Hace años que Yaotl no aparece en nuestra casa —afirmé—. No es posible que pueda cometer la estupidez de presentarse ahora, cuando sabe que lo buscan.» ¡Es obvio que te sobrevaloré!

—¿Por qué crees que escapé? —me defendí—. ¡Quieren matarme!

Miró mi cuerpo desnudo con el ojo de un experto. Me encogí, consciente de mi desnudez, hasta que mi hermano me dio un taparrabos limpio.

—Ya lo veo —comentó, mientras me ataba el taparrabos con toda la dignidad de que fui capaz—. No hicieron un buen trabajo. ¿Qué esperas que haga?

—¿Puedes decirme lo que ocurrió en Coyoacán?

De pronto mi hermano consiguió mostrarse sorprendido e incómodo, como un hombre que descubre que una avispa se ha metido debajo de su capa.

—¿A qué te refieres?

—Tú recuerdas lo que nos dijo el emperador, León. Mi amo apeló a medidas extremas para dar con el paradero de los brujos. También recuerdo lo que tú dijiste, sobre los guerreros que envió a Coyoacán. En aquel momento me pareció que sabías más de lo que estabas dispuesto a admitir. Pero me dijiste que fuera allí, así que lo hice. Vi la casa incendiada. Vi los cuerpos: los niños, y la mujer. Encontré todo aquello que querías que encontrara.

—¿De qué estás hablando?

—Me preguntaba por qué pusiste tanto empeño en asegurarte de que supiera dónde mirar, pero sin decirme qué había pasado allí. Querías que viera por mí mismo lo que había hecho el primer ministro, pero no querías decírmelo para evitar que te preguntara cómo era que sabías tanto. El problema es que en aquella casa descubrí más de lo que tú esperabas: encontré el rastro de los guerreros que se presentaron. Encontré la correa de una de sus sandalias, una de esas cosas largas, como las que tú usas habitualmente. Estaba muy gastada. Seguramente se cortó cuando alguien la pisó. Claro que tú no te hubieses molestado en vestirte para una visita de ese estilo, ¿verdad? ¿Fuiste uno de ellos? ¿Mataste a aquellas personas?

—¡Yaotl! —gritó mi madre, horrorizada.

Mi hermano no dijo nada. Comenzó a mover la mandíbula de una manera que no auguraba nada bueno. La furia hizo que su rostro adquiera un color rojo oscuro.

Lo había conseguido: lo había acusado y había llegado demasiado lejos para echarme atrás.

—León, desde la última vez que nos encontramos, me han amenazado con un puñal, secuestrado, casi asfixiado, pegado y envenenado. He encontrado un cadáver flotando en un canal; de acuerdo, sé que no has tenido nada que ver, pero he rebuscado entre los restos de otros tres cadáveres quemados, y sé que el ejército los mató. No me dijiste gran cosa, pero he visto lo suficiente para deducirlo yo solo. Tú eres uno de los verdugos del emperador. ¿Fue tu trabajo lo que vi? ¿Por qué, León? Al menos dime eso. Sé que se llevaron a uno de los brujos de aquella casa. ¿Por qué tuvo que morir su familia?

La furia contenida de mi hermano acabó por explotar. Era un guerrero avezado y rápido, a pesar de sus años. Saltó sobre mí con la celeridad del rayo y sentí el golpe, un tremendo bofetón en el costado de mi cabeza, antes de verlo venir. Mientras me encogía ante el ataque me gritó:

—¿Quién te crees que eres para hablarme de esa manera? ¿Debo soportar que me interrogue un esclavo, un borracho, un inútil como tú? —Se volvió hacia mi madre y mi hermana—. ¿Me habéis hecho venir solo para oír esto? He tenido que cruzar media ciudad vestido como un vagabundo para evitar que me siguieran los espías del primer ministro y todo ¿para qué? ¿Para que este idiota me acuse de ser un asesino?

—¡Siéntate!

A mi hermano le habían enseñado a mandar y los años que llevaba en el ejército le habían dado toda las oportunidades para practicar, pero había algo mucho más viejo y profundo en la manera en que habló mi madre. Reavivó algo que le habían inculcado cuando éramos pequeños, y él siempre había sido el primero en obedecer sin rechistar, aunque fuera el mayor y el más corpulento. Su furia se aplacó con la misma rapidez con la que había aparecido.

—Te diré quién es —le recordó mi madre—. Es tu hermano y mi hijo. Ahora apártate de él y, luego —añadió con un tono afilado—, quiero oír cómo respondes a sus preguntas.

—Mamá... —comencé a decir, pero ahora fue mi turno.

—Y tú, Yaotl, ten mucho cuidado con tu lengua.

León se sentó sin dejar de mirarme con una expresión hosca.

Respiré profundamente y probé de nuevo.

Mi madre tenía razón; debía escoger mis palabras con mucho cuidado. León era uno de los hombres más respetados y temidos de la ciudad. Las prendas con las que él y los de su mismo rango se vestían solo se recibían de la mano del emperador, como reconocimiento al valor en el campo de batalla. Esa es la razón por la que las prendas y las joyas tienen tanta importancia para nosotros: si ves a un hombre como mi hermano en la calle no necesitas preguntarle cómo obtuvo su riqueza, y sabes que debes ser cortés con él o apartarte de su camino. Sin embargo, León no había vacilado en vestirse como un plebeyo para venir a verme. Lo había hecho por una razón, pero yo no debía olvidar el esfuerzo que suponía.

—Lo siento, León. —La inesperada disculpa disipó en parte su enfado. Incluso mi madre suspiró, complacida—. Pero debo saber lo que hizo mi amo y por qué. Tú recuerdas las palabras que me dijo el emperador. Tengo que encontrar a los brujos y llevárselos, y también decirle en qué ha estado metido su primer ministro. Si no puedo hacerlo es probable que sufra un destino peor que el de esas personas de la aldea.

Mi hermano miró de reojo a mi madre, que lo observaba impasible, como un juez que esperara oír la declaración de un testigo.

En su rostro se produjo un cambio extraordinario. Pasó del rojo fuerte de los tomates maduros al color de una batata cruda. Pareció aflojarse, como si le hubieran arrebatado toda la carne, y la piel quedara colgando sobre los huesos. De pronto nos pareció que estábamos mirando, no a un famoso guerrero, sino a plebeyo viejo antes de tiempo.

Volvió el rostro hacia el cielo con los ojos cerrados. Cuando los volvió a abrir para mirarnos de nuevo, había algo que nunca había esperado ver: una lágrima resbalaba por su mejilla.

—No sé el porqué. —Su voz apenas superaba el murmullo—. Nunca me lo dijeron. Hasta el día aquel que hablamos con el emperador, Yaotl, creía que él había dado las órdenes. ¡Comeré tierra! —Tocó el suelo con la punta del dedo en un gesto automático.

—Así que es verdad —afirmó mi madre.

—¡Intenté que no sufrieran! Mandé que los hombres sacaran a los niños de la casa; nunca supieron lo que le pasó a su madre, o ella lo que les hicimos a sus hijos. No podía hacer otra cosa, ¿no lo veis?

Ninguno de nosotros le respondió durante un buen rato. Mi hermana mantenía la mirada fija en el trozo de corteza que tenía delante, aunque no había empuñado el mazo desde que yo había salido de la casa de baños. El rostro de mi madre parecía tallado en granito. Al final me tocó a mí decir:

—Creo que lo mejor será que nos lo cuentes todo desde el principio, León.

—No quería estar allí —murmuró mi hermano—. Eso no tiene nada que ver con ser soldado... Ahorcar a las mujeres y aplastar la cabeza a sus hijos, como si golpearas a un pescado contra las piedras para que deje de saltar...

Vi de reojo la mueca de mi hermana.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté.

—¡No seas idiota! Teníamos órdenes. En cualquier caso, los condestables somos los tipos duros del emperador, ¿no? ¿En qué se diferenciaba de cuando les partimos el cráneo a los borrachos delante del palacio?

Preferí hacer caso omiso.

—¿Creíste que las órdenes las había dado el emperador?

—¿Quién, si no? No lo oí darlas, pero... —Mi hermano profirió un sonoro suspiro—. Escucha, te contaré cómo fue. No nos dijeron nada de aquellos hombres. Ni siquiera nos dijeron sus nombres. Solo teníamos que buscar al jefe de la aldea y llevarnos al hombre que él nos indicara. Fuimos a Coyoacán como quien va a la guerra: un pelotón de veinte hombres solo para hacer un arresto. Nos encontramos con el jefe y su gente fuera del pueblo mucho antes del alba.

—¿Qué os dijeron?

—¡No nos dijeron nada! Pero oí cosas. Oí que susurraban la palabra «brujo», cuando creían que no los oíamos. Al oírla, me dije que estábamos perdiendo el tiempo. Cualquier brujo con dos dedos de frente hubiese sabido que íbamos a por él y hubiese desaparecido como la niebla antes de que llegáramos. Claro que tampoco hubiese necesitado ser brujo. Intenta llevar a un pelotón de veinte guerreros armados hasta los dientes a través de una aldea en plena oscuridad sin hacer ruido. Seguramente nos habían oído desde la otra orilla del lago. Sin embargo, lo cogimos sin ningún problema. Incluso habíamos apostado hombres en la parte trasera de la casa, por si intentaba escapar por allí. No era más que una de esas casuchas de adobe de una sola habitación. Yo podría haber echado las paredes abajo solo con los codos. Tantas precauciones resultaron innecesarias. El jefe se acercó a la puerta y lo llamó, y él salió sin rechistar.

—¿Qué aspecto tenía?

—Parecía muy poca cosa. Nada que llamara la atención, excepto por las orejas. Creo que si lo viera lo reconocería sin problemas, solo por las orejas.

—¿Qué hicisteis con él?

—Lo llevamos a la cárcel de Cuauhcalco. No volvimos a pensar en él en cuanto lo entregamos. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Solo agradecí que no hubiésemos tenido que partirle el cráneo a nadie. Eso no es ser soldado; no te dan capas de algodón, tabaco y orejeras de turquesa por esas cosas. Así que cuando nos dijeron que debíamos volver...

—¿Cuándo fue eso? —pregunté sin disimular la ansiedad.

—No mucho después de las detenciones. No me causó ninguna alegría, ni tampoco a mis hombres, pero órdenes son órdenes, y él dejó muy claro lo que debíamos hacer. No sé qué había hecho el hombre que detuvimos, pero su familia debía morir y su casa ser arrasada. Debía parecer como si él nunca hubiese existido.

—¿Él lo dejó muy claro? ¿Quién? —pregunté, aunque sabía la respuesta.

León miró a mi madre con una expresión de súplica. Ella le dijo que respondiera con una voz que apenas si alcancé a oír.

—Habló con nosotros personalmente. No tardó mucho; me pareció que tenía prisa porque debía dar las mismas órdenes a todos los otros pelotones que habían participado en los arrestos y siempre en persona, como si no pudiese confiar la tarea a ningún otro. Fue tu apreciado amo, Yaotl: el primer ministro en persona, ¡el Señor Tilpotinqui!

Nos miró uno por uno, como si quisiera valorar el efecto que había tenido en nosotros la revelación. Si había esperado ver asombro se llevó una desilusión. Mi madre y mi hermana parecían no haber movido un músculo desde que él había comenzado su relato, mientras que yo había sabido lo que iba a decir antes de que abriera la boca. Los tres le devolvimos la mirada sin decir palabra.

León se pasó una mano por el rostro, y luego la miró, como si le sorprendiera verla húmeda.

—Ahorcamos a la mujer en la puerta. Eso fue lo que él nos dijo que hiciéramos. Primero la golpeé en la cabeza, cuando no miraba, para que no sufriera, y los niños no la oyeran resistirse. Le dije a mis hombres que así nos sería más fácil acabar con ellos. —De pronto rugió como una bestia herida que intenta apartar a los cazadores—. ¿Crees que queríamos hacerlo? El primer ministro nos dijo que aplastáramos las cabezas de los niños contra la pared. No pude hacer otra cosa: mis hombres habían estado presentes cuando el primer ministro nos dio las órdenes. Quería que lo hiciéramos de esa manera. Si mis hombres no lo hubiesen oído, podría haber sido diferente, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—¿Qué más hiciste? —pregunté.

—Registramos la casa en busca de cualquier otro ocupante. Después le pegamos fuego. Hasta la casa debía desaparecer. Había que dar el mensaje a los aldeanos de que las personas que había vivido allí nunca habían existido y que no debían hablar de ellas nunca más.

Me incliné hacia delante, incapaz de ocultar la urgencia en mi voz.

—¿Matasteis a todos los ocupantes? ¿Estás seguro?

Mi hermano me miró de una manera extraña: con la mirada que podría dirigirle alguien que se está ahogando a otro que acababa de aparecer en la orilla con una cuerda.

—A todos los ocupantes. ¿Por qué lo preguntas?

Vacilé, sin saber hasta qué punto podía hablarle del chico que habíamos encontrado Manitas y yo.

—Solo me preguntaba si alguien había conseguido escapar.

—Informé de que había acabado con todos.

—¿Estás seguro?

—Oh, sí —afirmó mi hermano con voz contrita—. Con todos. —Hizo una inspiración profunda antes de añadir—: Excepto el que rescaté.

—¿Rescataste? —gritamos mi madre, mi hermana y yo al unísono.

—Quizá no inspeccionamos el lugar todo lo bien que debíamos. Creo que fue eso lo que me hizo volver, la sensación de que habíamos pasado algo por alto. Fingí que tenía una piedra en la sandalia, dije a mis hombres que continuaran y yo volví a la aldea. Todos habían huido, por supuesto, así que no había nadie más excepto yo y quien fuese que gritaba en el interior de la casa incendiada. Lo sé, tendría que haberlo dejado, pero estaba asqueado de todo aquello. Así que lo saqué, un momento antes de que se desplomara el techo. Tampoco fue fácil; no dejó de gritar y patalear hasta que pasamos junto al cadáver de su madre. Tuve que apartarle las piernas para poder salir. —En su rostro apareció una expresión pensativa—. Es curioso. Dejó de gritar en aquel mismo momento.

—¿Desobedeciste las órdenes? —Hice un esfuerzo para reconciliar la imagen de un hombre que rescata a un niño aterrorizado de una casa en llamas con todo lo que había contado mi hermano—. ¿Qué te habría sucedido si te hubiesen pillado?

—Pues que tu amo habría ordenado que me mataran en el acto —replicó.

—¿Dónde está el chico ahora? —preguntó mi hermana, preocupada.

—No lo sé —respondió León—. En el momento en que lo dejé en el suelo echó a correr. —Exhaló un suspiro—. No lo culpo. El pobre crío probablemente me tenía más miedo que al fuego.

Recordé el mutismo del chico y que ni siquiera las dulces palabras de Estrella habían conseguido hacerle hablar. Ahora parecía más importante que nunca conseguir que rompiera su silencio.

Mientras pensaba en todo eso, se había suscitado una discusión entre mi hermano y Jade.

—¡No me importan las órdenes que creías obedecer! —gritó mi hermana—. ¿Eres incapaz de pensar por tu cuenta? ¿No podías ver que lo que hacías era una maldad?

—No lo entiendes —afirmó León con voz débil. Miró a mi madre para pedirle su intervención pero ella hizo como si no lo hubiese visto—. Tú no has estado en el ejército. No sabes cómo es.

—¡Ni siquiera Yaotl hubiese sido tan estúpido! —Jade agitó el mazo como un guerrero que blande su espada para provocar al enemigo—. ¡Al menos a él se le hubiera ocurrido una manera de escabullirse!

—Rescaté al chico —alegó León—. Arriesgué mi vida para salvarlo. ¿Eso no cuenta? ¿Qué otra cosa podía hacer? —Luego se volvió hacia mí y me espetó—: ¡Todo esto es culpa de tu amo!

—No intentes echarle las culpas a Yaotl por lo que hiciste, León —le advirtió mi madre—. Creo que tendrías que habérselo contado hace días.

—No podía —comenté con una naturalidad que me sorprendió—. La vergüenza se lo impidió, ¿no es así, hermano? Sobre todo cuando comprendiste que el viejo Plumas Negras te había hecho creer que cumplías las órdenes del emperador.

—¡Al menos podrías haber cuidado del chico! —dijo mi hermana—. ¿Qué crees que le habrá pasado?

—No lo sé —murmuró mi hermano con voz dolida.

—Yo sí —le informé—. Se me acaba de ocurrir algo que podrías hacer para enmendarte y quizá vengarte de mi amo.

Les dije lo que había visto y hecho desde la fiesta del Alzamiento de los Estandartes.

Les relaté todo aquello que consideré conveniente. No vi la necesidad de mencionar la noche que había pasado con Azucena; pero, para que el resto tuviese sentido, me vi obligado a hablarles de mis visitas a Flor de Maíz, la muchacha del mercado.

Mi hermana miró al cielo aunque no dijo nada en ese punto de mi relato. La expresión de mi madre no cambió, como si nada de lo que estaba escuchando pudiera afectarla todavía más. León escuchaba todo lo que decía con expresión meditabunda. Quizá creía que mi relato le ayudaría a encontrar algún sentido a sus actos.

La voz de mi madre fue la primera que se oyó cuando acabé.

—Todo se reduce a una sola cosa. Mientras se esperaba que tu dedicación solo fuera para los dioses, estabas liado con una puta barata en el mercado.

—No siempre —respondí a la defensiva—, y no era precisamente barata.

—Además, ni siquiera tuviste la sensatez de asegurarte de que no la dejabas embarazada.

—¡Espera un momento! —grité—. ¡Yo no la dejé preñada! Fue Telpochtli. ¡Eso fue lo que ella misma me dijo!

—¿Tú la creíste? —Esta vez fue el turno de mi hermana—. Retiro lo que te dije, León. ¡A la postre resulta que Yaotl es más estúpido que tú!

Mi hermano se puso rígido pero no respondió. En cambio, me miró con una expresión pensativa.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Dices que Telpochtli, aquel amigo tuyo en la Casa de los Sacerdotes, el que desapareció antes de que lo lapidaran por fornicar, se escapó con la muchacha que compartíais, y tuvieron el niño que ella mencionó, y que ahora él anda por ahí haciéndose pasar por un sacerdote y que acepta apuestas en los partidos de pelota, con el chico de ayudante?

—Han tenido que regresar a la ciudad después de muchos años de ausencia —confirmé—. Espabilado creció en el extranjero, en el exilio. El chico todavía tiene acento. —Me pregunté dónde lo habría adquirido; ¿quizá entre los tarascos? Eso explicaría el puñal de bronce—. Telpochtli no puede usar su nombre, por supuesto, y va por ahí disfrazado. Cada vez que lo he visto, llevaba una capa de hollín tan gruesa que podría ser cualquiera.

—¡Telpochtli era un sacerdote! ¿Cómo puede estar ganándose la vida aceptando apuestas ilegales?

—Yo era un sacerdote. ¿Cómo es que soy un esclavo? —respondí en el acto—. Telpochtli está viviendo fuera de la ley desde que abandonó la Casa de los Sacerdotes. Tú mismo lo has dicho: lo podrían lapidar. ¿Qué puede perder?

—Entonces, ¿qué quieres hacer ahora? ¿Denunciarlos a todos al emperador: a tu amo, a Telpochtli y a su hijo?

—El muchacho podría ser tu sobrino —le advirtió mi madre.

—¡No lo es! —insistí. La voluntad de mi madre y mi hermana en creer que el muchacho era mío me inquietaba—. En cualquier caso, no creo que sea una buena idea. El emperador quiere a los brujos, y no que le vayan con cuentos sobre su primer ministro. Decirle a Moctezuma que el viejo Plumas Negras no sabe dónde están esos hombres porque los perdió, cuando nosotros tampoco sabemos nada de su paradero, no nos ayudará en lo más mínimo.

—Si no eso, ¿qué podemos hacer? —Advertí que de pronto León y yo parecíamos habernos convertido en aliados. No lo tenía muy claro: el todopoderoso guerrero no se contentaría con aceptar las indicaciones de su deshonrado hermano menor durante mucho tiempo—. ¿Ir a buscar a Niebla, Telpochtli, o como se llame?

—¡Hacerlo no me ha servido de mucho hasta el momento! Además, ni siquiera sé cuál es su aspecto debajo de todo ese hollín; al menos, después de todos estos años. Preferiría centrarme en los brujos. Creo que deberíamos descubrir primero cuál es el interés del primer ministro por esos hombres, qué pudo haber hecho cualquiera de ellos para que él ordenara matar a toda su familia. El chico que tú rescataste de la casa incendiada es la única persona que conozco que podría aclararlo. Hasta donde sé, aún está en casa de Manitas. No hablaba cuando me marché. Quizá haya dicho algo desde entonces, pero si no lo ha hecho, será porque Estrella es demasiado blanda. Tengo la sensación de que necesita un buen susto para sacarlo de su mutismo. —Miré fijamente a mi hermano—. Verte a ti de nuevo podría ser la solución.

—Eso parece algo brutal —objetó mi hermana.

—Así y todo, creo que podría estar en lo cierto —opinó León—. Quizá a la larga podría resultar beneficioso para el chico. Es algo que a veces les pasa a los chicos de la Casa de los Jóvenes, cuando siguen al ejército a la batalla por primera vez y ven las flechas que vuelan a su alrededor y las heridas de verdad. Regresan y se niegan a hablar, y eso no es bueno. ¿Quieres que mañana vayamos a ver a tu amigo Manitas? —La perspectiva de hacer algo, por pequeño que fuese, para reparar el daño que había hecho le había devuelto algo de su antigua brusquedad.

Sin embargo, su orgullo había recibido una buena paliza, y era obvio que aún sufría al ver las miradas de reproche de su madre y su hermana. No tardó en anunciar que estaba cansado y que se marchaba a descansar. Me lo imaginé despierto toda la noche, de cara a la pared, ahora con el entrecejo fruncido, ahora con el semblante torturado por el dolor y el remordimiento, ahora atónito por la posición en que se encontraba.

—Tú, mientras tanto, podrías hacer algo útil —manifestó mi madre, y me dio el mazo.

—¿Qué? —protesté sin mucho entusiasmo—. ¿Dejas que mi hermano se marche a descansar y quieres que yo haga el trabajo de las mujeres?

—Si comes nuestra comida, también puedes compartir nuestro trabajo —remachó mi hermana—. Deja ya de meterte con tu hermano, ¿no ves cómo sufre?

—¡Yo también! ¡Todavía tengo morados, y no he matado a nadie!

Me pregunté cómo era que las malas acciones de mi hermano parecían haber sido perdonadas casi en el acto, pero luego decidí no preocuparme. Yo nunca sería el hijo predilecto.