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Al día siguiente fui a Pochtlan, la parroquia en el barrio norte de Tlatelolco, tan famosa por sus comerciantes que había dado su nombre a toda su clase: los pochtecas.

La mayoría de las casas de los pochtecas no eran palacios ni chozas. Las sencillas paredes habían sido hechas para devolver impasibles las miradas de los extraños, sin suministrar ninguna información referente a las personas que vivían dentro. Sabía que todas eran muy parecidas en su distribución. Había un patio cuadrado, con habitaciones en dos de los lados, con el resto del espacio abierto lleno con plantas de flores, plantadas por su belleza y aroma, y con pavos y perros, destinados a ser comidos. Las habitaciones albergaban a tres o cuatro generaciones, desde los niños, que jugaban en el patio, hasta sus abuelos y bisabuelos, que estarían arrodillados en sus colchonetas, entretenidos en relatar historias mientras esperaban que les sirvieran una copa del vino sagrado que se les permitía beber sin restricciones.

Yo había nacido en una casa como cualquiera de esas; mucho más pequeña desde luego, pero con la misma distribución. Sin embargo, el parecido entre las casas de aquí y aquella donde me había criado no iba más allá de la capa de cal utilizada para pintar las paredes.

Esas viviendas podían parecer sencillas, y sus ocupantes podían vestir con capas cortas, de tela áspera y sin teñir, y con los cabellos sueltos, pero no encontrarías más riqueza y poder en cualquier otra casa en todo México, excepto en el palacio de un gran señor. Los pochtecas eran comerciantes cuyas caravanas de sudorosos porteadores nos traían las plumas verdes de quetzal, las balas de algodón, los sacos de granos de cacao, los pimientos, el oro, la plata, el jade y otra infinidad de artículos de lujo.

Con ello, los comerciantes y el emperador, como no podía ser de otra manera, se hacían ricos. También servían al monarca como espías, emisarios y agentes provocadores en las interminables campañas para mantener obedientes a los súbditos y bien provistas las casas de tributos. Por los servicios prestados, el feroz antecesor de Moctezuma, el emperador Ahuitzotl, había concedido a los comerciantes privilegios especiales y los había llamado sus «tíos». La mayoría de los aztecas, envidiosos y suspicaces de su riqueza, les daban nombres mucho menos afectuosos, cosa que explicaba que los comerciantes procuraban ofrecer siempre una apariencia humilde.

El esclavo que me recibió en la casa de Luz Resplandeciente no destacó por su cortesía. Después de mirarme durante tanto tiempo que comencé a preguntarme si tendría alguna enfermedad en los ojos, me llevó hasta el patio y me dijo que esperara allí, entre las plantas y los tiestos vacíos de un jardín de invierno. Me ofreció algo de comer, aunque cuando me volví hacia él para aceptar había desaparecido, y me había dejado a solas con el único otro ocupante del patio.

Un anciano estaba sentado con la espalda apoyada en una pared de un blanco inmaculado, contra la cual el marrón desteñido de su astrosa capa destacaba como una mancha. Mantenía la cabeza gacha, y parecía estar dormido. Un hilillo de baba le caía por la barbilla.

Me entretuve pasando mi peso de un pie a otro mientras me preguntaba cómo podía entrar en la casa sin que lo consideraran una ofensa. El esclavo parecía muy dispuesto a dejarme donde me encontraba, solo, salvo por el viejo inconsciente, durante el resto del día.

Aparte de ser mucho más tranquilo, el patio era como me lo había imaginado. El suelo acabado de barrer comenzaba a calentarse debajo de mis pies descalzos y las paredes resplandecían con el sol de la mañana, de modo que las entradas de las habitaciones parecían cavernas. Algunas de las entradas aparecían cubiertas con biombos de mimbre, y si había alguien más en la casa además del viejo, me dije que seguramente estaba detrás de alguno de esos biombos.

Caminé hacia el biombo más cercano.

La voz me detuvo antes de que pudiera dar el segundo paso.

—Si lo que buscas es dinero, no te molestes. No lo tenemos aquí.

El otro hombre en el patio había levantado la cabeza y me miraba. Su mirada me produjo la extraña sensación de que miraba algo detrás de mí, hasta que advertí la presencia de la telilla que es típica en las personas muy ancianas. En cambio, su voz no podía ser más firme.

—Quiero hablar con Luz Resplandeciente —le informé bruscamente—. ¿Sabes dónde está?

—¿Quieres ver a mi nieto? Entonces tenía razón. ¡Buscas dinero! Pierdes el tiempo. Puedes buscar todo lo que quieras, pero no encontrarás ni una bolsa de granos de cacao.

Me apresuré a mirarlo con más atención. Había creído que ese desecho humano no era más que un esclavo achacoso que la familia del comerciante toleraba por razones sentimentales y porque esperaban que la muerte no tardara en llevárselo. Mi segunda mirada no cambió mucho mi opinión, pero si era el abuelo de Luz Resplandeciente entonces bien podía ser el jefe de la familia y en consecuencia se merecía cierto respeto.

Acepté lo que había dicho. Los comerciantes ocultaban su riqueza. La guardaban en almacenes secretos, a menudo utilizaban los de los otros, de forma que nadie más pudiera saber a ciencia cierta quién era el propietario de lo almacenado. Cualquier cosa que tuvieran en sus casas estaría cuidadosamente oculta detrás de falsos tabiques. Si yo hubiese estado interesado en el dinero del comerciante —ya fuera en la forma de capas de algodón, sacos de granos de cacao, pequeñas hachas de cobre o canutos de plumas rellenos con polvo de oro— no se me ocurriría buscarlo allí.

—No busco dinero —le aseguré—. Solo quiero hablar con Luz Resplandeciente.

—¿No eres tú el hombre con quien tiene tratos en el campo de pelota, cómo se llama, Niebla? —Se refería a Ayauhcocolli, cuyo nombre era Niebla Envolvente—. Creía que eras él, que venía a cobrar.

—Me envía el primer ministro, el señor Plumas Negras —declaré con tono presuntuoso—. Es él quien tiene asuntos que tratar con tu nieto, y no un vulgar delincuente.

El viejo se echó a reír y una nube de perdigones de saliva escapó de su boca.

—¡El primer ministro! El joven Luz Resplandeciente se ha superado a sí mismo si ha conseguido buscarse problemas con él. Desearía poderte ayudar —añadió con voz ahogada—, pero mi nieto no está aquí.

—Entonces esperaré hasta que regrese.

—No sabemos cuándo volverá. —Esta era la voz del esclavo, que acababa de entrar en el patio con un plato de tamales. Me lo ofreció con la corrección adecuada, aunque su expresión agria dejaba claro que hasta allí llegaba su cortesía—. Puedes regresar a tu casa.

Miré de nuevo al anciano.

—Nadie dice que esté metido en problemas. Solo quiero hablar con tu nieto sobre el esclavo purificado que llevó a la fiesta, nada más.

—Ah, eso —murmuró el viejo—. Tendría que haberlo adivinado. Pero Nochehuatl está aquí, aunque Luz Resplandeciente, mi nieto, se ha marchado y no sabemos adónde ha ido ni cuándo regresará.

—¿Sabes tú algo de su ofrenda? —pregunté—. ¿De dónde sacó al esclavo?

—No sé nada al respecto —respondió sin vacilar—. No tenía nada que ver conmigo. Mira —añadió con impaciencia—, estás hablando con la persona equivocada. Mi hija se ocupa ahora de nuestros asuntos. Tienes que hablar con ella.

—¿Puedo verla?

—Claro. Aunque tendrás que esperar. Ahora mismo está reunida con los jefes de la parroquia de los comerciantes.

Hizo un gesto al esclavo que imitaba la acción de levantar y beber de una calabaza. Mientras el esclavo de expresión agria, cuyo nombre significaba «Constante», iba a buscarle la bebida, el viejo añadió:

—Mientras esperas, puedes hacerme compañía.

El viejo se llamaba Icnoyo, que significaba «Bondadoso». Me lo dijo mientras sacaba la mazorca del cuello de la calabaza para dejar que el contenido se vertiera generosamente en su garganta. Luego, como si se acabara de dar cuenta, me la ofreció. Pareció sorprenderse, aunque no ofendido, cuando la rechacé.

—Va contra la ley —manifesté muy digno.

Icnoyo se echó a reír.

—No es mi caso, hijo. Tengo más de setenta años y soy abuelo. ¡Se me permite que beba hasta reventar!

Al verlo beber con tanta fruición decidí que más me valía preguntarle algo antes de que se emborrachara.

—¿Crees que tu nieto le debe dinero al tal Niebla? ¿Por eso se marchó?

—Podría ser. Le escuché mencionar el nombre. Luz Resplandeciente frecuenta los campos de pelota.

—¿Así que es un jugador?

—Puedes decirlo. ¿No lo somos todos? —Advertí una nota de amargura en la voz del anciano—. ¿Estás enterado del error que cometió mi hija con el chico? Nació el Dos Conejo, y sabes lo que eso significa.

—Afición a la bebida —respondí en el acto, como un estudiante que contesta a la pregunta de un examen del Libro de los Días. Había pasado gran parte de mi juventud en la Casa de los Sacerdotes dedicado exclusivamente a aprender de corrido el destino de todos los hombres y mujeres, so pena de recibir una paliza si más tarde me olvidaba de alguno. Aún recordaba la dureza del papel al tocarlo y el crujido de las páginas cuando las pasaba. No me supuso el más mínimo esfuerzo recordar el destino señalado para un hombre nacido el Dos Conejo: acabar convertido en un guiñapo por la afición al vino sagrado. Me pregunté por qué sus padres le habían escogido el nombre que llevaba. Una vida ejemplar: sabía muy bien lo duro que era intentar hacerle honor.

—Así es. Pero lo creas o no, nuestro Luz Resplandeciente nunca probó ni una gota, excepto cuando tuvo que hacerlo como parte de una fiesta. Nunca se le permitió la menor oportunidad, porque su madre tenía verdadero terror a que pudiese ser víctima de su destino. Pero no se dio cuenta de que hay otros vicios capaces de seducir a un hombre. —Exhaló un suspiro y volvió a empinar la calabaza hasta apurar el contenido—. No puedes culpar a la pobre chica. Era su único hijo, y con su padre desaparecido...

—¿Su padre? ¿Qué le pasó?

El viejo cerró los ojos. Permaneció así, sin mirarme ni hablar, durante tanto tiempo que me pregunté si no se había dormido. Estaba a punto de hacer algo —sacudirlo para que abriera los ojos o llamar a un esclavo— cuando los abrió de repente y dijo una palabra:

—Quauhtenanco.

Yo había sido muy joven cuando los habitantes de la provincia de Xoconochco, en el lejano sudoeste, se habían rebelado contra los aztecas y después de matar a unos cuantos comerciantes habían puesto asedio a la ciudad en Quauhtenanco. Los comerciantes resistieron durante cuatro años hasta que derrotaron a los atacantes e hicieron cautivos a muchos de ellos. Cuando un joven general llamado Moctezuma había llegado, en su auxilio, a la cabeza del ejército azteca, los comerciantes tuvieron que disculparse por haberle hecho hacer el viaje en balde.

Quauhtenanco no era una mera victoria simbólica y los comerciantes salvaron mucho más que las propias vidas. La provincia de Xoconochco era el paso obligado a las ardientes tierras del sur, de donde llegaban el caucho, el cacao, las esmeraldas y sobre todo las plumas: las largas, suaves y brillantes plumas de quetzal verdes que los aztecas ambicionaban más que cualquier otra cosa y que no se podían conseguir en ninguna otra parte. Esa había sido la razón por la que el emperador Ahuitzol había concedido sus privilegios a los pochtecas, incluido el derecho a vestir como guerreros y ofrecer esclavos al dios de la guerra en la fiesta del Alzamiento de los Estandartes. Si el padre de Luz Resplandeciente los había ayudado a ganar su posición, y sobre todo si había muerto de resultas, entonces no me resultaba difícil entender que a Luz Resplandeciente le autorizaran a sacrificar a un esclavo purificado.

—Estuvimos allí juntos, Xippopoca, el padre de Luz Resplandeciente, mi yerno, y yo —contó el abuelo del comerciante—. Luz Resplandeciente era un bebé cuando marchamos, así que nunca conoció a su padre, y su madre... bueno, no había tenido noticias nuestras durante cuatro años, y cuando regresé a casa, cargado con el botín de guerra y los regalos recibidos de manos del emperador..., pero sin su marido no, me parece que nunca lo superó.

—¿A qué te refieres? —pregunté—. Han pasado veinte años desde lo de Quauhtenanco. No puede ser que todavía esté de duelo.

—No digo que se eche a llorar todos los días —replicó el viejo, irritado—. Pero quizá tener solo al chico la llevó a ser sobreprotectora. Algunas veces me pregunto si, bueno... —Distraído, dio unos golpecitos en la calabaza, que sonó a hueco, y frunció el entrecejo como si buscara las palabras precisas—. A veces pienso que intenta controlarlo, y no siempre ha sido lo mejor. Cómo se las apañará ahora que Luz Resplandeciente se ha marchado, no lo sé, pero, mira, quizá puedes juzgarlo por ti mismo.

Advertí un movimiento por el rabillo del ojo, y oí el ruido de uno de los biombos de mimbre cuando lo apartaron de una puerta.

—Creo que ahora te recibirá.

Un pequeño grupo salió de una de las habitaciones. Todos entrecerraron los ojos, cegados momentáneamente por el resplandor. Sus rostros parecían estar hechos de cuero viejo después de tantos años de estar expuestos al sol y al viento, y todos vestían capas sencillas, llevaban el pelo largo y caminaban con porte altivo. Cuando siete de ellos pasaron silenciosamente junto a nosotros para dirigirse a la salida comprendí que debían de ser los jefes de la parroquia de comerciantes de Tlatelolco. A pesar de no llevar capas de algodón, adornos labiales, plumas o sandalias, eran algunos de los hombres más ricos de México.

En el momento que el último de ellos se disponía a salir, se volvió un instante para mirar al anciano.

—Bondadoso —dijo con un tono seco—, esta vez tu nieto ha ido demasiado lejos.

—Díselo a Oceloxochitl. —La voz del viejo sonó cansada—. A mí ya no me importa.

—Se lo hemos dicho —le aseguró el hombre—. Sabe que solo hemos sido pacientes por la manera en que murió su padre. Cuando Luz Resplandeciente regrese —añadió con un tono que no prometía nada bueno—, pasaremos cuentas.