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La superficie del lago semejaba obsidiana pulida y el reflejo de las estrellas, roto por las ondas, era enigmático como las sombras que se levantan y caen en un espejo de obsidiana.

No se oían voces ni pisadas en la calzada, y ningún remo, excepto los nuestros, se hundía en el agua.

La luz de la antorcha de Azucena alumbró el terraplén de la calzada y las sombras iluminaron las piedras de la construcción. Desde que habíamos alcanzado la canoa del primer ministro, su barquero se mostraba menos entusiasta y Manitas no tuvo ninguna dificultad en mantenerse a la par.

—Estamos en el lado malo de la calzada —comentó el barquero, malhumorado.

—No pasa nada —respondió mi amo, imperturbable—. Todos los puentes están levantados durante la noche. Pasaremos por el último. Lo mejor es cruzar el lago en diagonal y dirigirnos directamente al arroyo. No tengo la intención de darles explicaciones a los guerreros de guardia que hay al final de la calzada.

—En el caso de que encontremos la embarcación de Telpochtli —dije, convencido de que era hora de que alguien hiciera la pregunta obvia—, ¿qué propones que hagamos?

—Haremos que nos acompañe sin resistencia, o lo mataremos. Al chico también.

—¡No! —Mi grito de protesta escapó de mi boca antes de que tuviera tiempo de pensar. Al ver los cinco rostros que me miraban con expresión de asombro, añadí—: No podemos matar al chico así por las buenas. No sabemos qué ha hecho, quizá no pudo evitarlo, ¡bien podría ser que su padre lo obligara! —Miré a mi hermano en busca de apoyo—. Los brujos, ¿qué pasa con los brujos?

El juego de luces y sombras de la antorcha hizo que el rostro de León mostrara el aspecto de una calavera. Sus ojos brillaron como gemas mientras miraba alternativamente a mi amo y a mí.

—Nos llevaremos a los brujos, los que encontremos, y los dejaremos donde tienen que estar: en la cárcel. ¿No es así, mi señor? Esas fueron las órdenes de Moctezuma.

Un largo silencio siguió a las palabras de mi hermano. Luego, mi amo respondió:

—Todo depende de lo que encontremos cuando lleguemos. ¡Entonces decidiré!

—¿Qué pasará con mi hijo?

Azucena continuaba sosteniendo la antorcha en la canoa del primer ministro. Un leve temblor de la mano hizo que saltaran un puñado de chispas, que cayeron lentamente al agua.

—Todo depende —repitió el viejo con voz áspera.

León, Manitas y yo continuamos navegando a lo largo de la calzada atentos a la aparición de la brecha que nos indicaría el último puente y el lugar que nos permitiría pasar al lado sur...

—Sigo sin entender qué está haciendo Luz Resplandeciente en esa embarcación —comentó Manitas—. Creía que se había marchado en un viaje de negocios. Lo vi cuando se iba. Tenía la canoa llena de provisiones. Era el Uno Junco, recuerdas, y tú dijiste que era un extraño día para iniciar un viaje muy largo.

—Creo que las provisiones eran para Telpochtli, el chico y los brujos —repliqué.

—Eso significa —señaló mi hermano— que la pelea entre el comerciante y su amante tuvo que ser después de que tú lo vieras, ¿no es así? No creo que Luz Resplandeciente llegara al punto de entregarse él mismo como rehén, incluidas las provisiones.

—¿Cuál puede haber sido el motivo de la discusión? —preguntó Manitas.

Vacilé mientras intentaba imaginar qué podría haber pasado por la mente del comerciante.

—Sería lógico pensar que Luz Resplandeciente decidió alejarse durante un tiempo, para no cruzarse con los comerciantes y mucho menos con el primer ministro. Le pidió a su madre que dijera que se había marchado en un viaje de negocios. Quizá por eso te pidió que le llevaras el mensaje a mi amo, Manitas, para que pudieras atestiguar que se había marchado a alguna parte con la canoa llena de provisiones, como si fuera a emprender un viaje muy largo. No era verdad, pero necesitaba un sitio donde esconderse. Quizá estar encerrado con semejante vicioso durante unos días fue suficiente para convencer a Telpochtli y a Espabilado que sería más útil como rehén que como invitado. Además...

Además, me di cuenta de que acababa de decir una tontería. Azucena me había dicho que Luz Resplandeciente no sabía dónde estaba el almacén de Niebla. Si eso era verdad, entonces Luz Resplandeciente no podía haberse entregado voluntariamente o como fuera a Niebla —o Telpochtli— porque no hubiese sabido dónde encontrarlo.

Si esa era la verdad.

Azucena no tenía ninguna razón para mentirme al respecto; ni tampoco su padre, que me había contado la misma historia cuando hablamos de la habitación vacía en su casa. Pero ¿qué pasaría si Luz Resplandeciente hubiese mentido a los dos?

En cuanto se me ocurrió esa idea, la trama de la historia que había tejido a partir de los acontecimientos de los últimos días comenzó a verse con claridad. Las cosas que había visto y escuchado acudieron a mi mente, y cada una era como una hebra arrancada de la tela hasta que no quedó nada más que la verdad.

Una verdad que yo mismo había visto, esta misma noche, sin reconocerla. Incluso le había hablado de ella a León y Azucena, sin saber lo que estaba diciendo.

—Lo hemos interpretado todo al revés —comencé a decir, pero León me interrumpió.

—Dentro de muy poco les podrás preguntar a los dos por qué se pelearon. ¡Ahí está el puente!

La canoa del primer ministro pasó por la abertura en la calzada y entonces, en el momento en que virábamos para seguirla, desapareció. Se oyó un leve siseo cuando Azucena apagó la antorcha en el agua, y luego no se vio nada más que las estrellas y la siniestra fosforescencia del agua.

Manitas sumergió el remo sin moverlo, y detuvo la canoa junto a la otra.

—El arroyo está un poco al sur de Chapultepec. —Aunque aún quedaba un largo trayecto hasta el lugar, al barquero de mi amo le había dado por susurrar—. Cuando lleguemos al acueducto, estaremos a un tiro de piedra. La embarcación que buscáis está fondeada en la desembocadura, apartada de la costa.

—Tiene sentido —murmuró mi hermano—, si no quiere que los brujos salten por la borda y naden hasta la orilla. Tendremos que llegar a la desembocadura e intentar situarnos entre él y la orilla. Si Telpochtli o cualquier otro intenta escapar por ese lado lo atraparemos.

El viejo Plumas Negras tocó al barquero con el pié, y el hombre cogió el remo y lo sumergió en el agua.

—Si allí hay una embarcación, no la veo —susurró León.

Estábamos tendidos junto a la borda de la canoa, con la mirada puesta en la maraña de ramas que jalonaban la orilla del lago. No nos atrevíamos a levantarnos, para que nuestra presa no viera nuestras siluetas recortadas contra las estrellas.

—¿Estamos seguros de que este es el lugar? —preguntó Manitas.

—Él cree que sí.

Miré de reojo la oscura superficie del lago, detrás de nosotros, donde supuestamente estaba la canoa de mi amo. El barquero se mostró complacido cuando encontró el acueducto. El hombre había soltado una exclamación de entusiasmo, reprimida rápidamente, cuando la larga y baja estructura de piedra había aparecido en la oscuridad, como si se sorprendiera de su capacidad. Había tardado mucho en llegar hasta allí por la cautela con la que habíamos remado. La última parte del viaje, muy cerca de la costa hasta la desembocadura del arroyo donde creíamos que se encontraba nuestra presa, había sido muy corta.

—Vamos allá. Estoy cansado de esperar. —Hablé casi sin abrir la boca, para detener el castañeteo de mis dientes. Me había dicho a mí mismo que era una noche fría, aunque debía de serlo más para Manitas, porque después de dejar atrás Chapultepec, se había quitado el taparrabos y lo había envuelto en la pala del remo para silenciar el chapoteo.

—Si nos mantenemos en el centro del canal —propuso Manitas—, tendríamos que encontrarlos. —Metió el remo en el agua y puso la canoa en movimiento.

Un leve chapoteo detrás de nosotros nos avisó de que la otra canoa nos seguía, pero el barquero no se había molestado en envolver la pala, y oíamos claramente su avance, con un rumbo muy separado del nuestro y mucho más pegado a la orilla. El blanco resplandor de la espuma mostró dónde el remo entraba en el agua y las salpicaduras que levantaba cuando nos adelantó rápidamente.

—¿Qué está haciendo? —exclamó Manitas—. ¡Está demasiado cerca de la orilla! ¡Acabará embarrancando la canoa si no tiene más cuidado!

—Para no hablar del ruido que hace —añadió León.

Creo que fui el primero en comprender cuáles eran las intenciones del hombre.

—¡Quiere embarrancar la canoa! ¡Intenta escapar! —Me levanté tan bruscamente para ver adónde iba la otra canoa que la nuestra se bamboleó peligrosamente.

A través del agua nos llegó el ruido de un choque y los sonidos de la madera al partirse.

El breve silencio que siguió se encargó de romperlo el aleteo de una alas muy grandes de algún pájaro, quizá una garza, que se encontraba en su nido y ahora escapaba a través del lago.

—¡Han chocado! —informó Manitas.

—¡Silencio! —ordené. ¿Lo había imaginado o había sonado otro ruido? Pero mientras me esforzaba por identificarlo, los insultos y las recriminaciones que venían desde la dirección de la canoa hundida taparon todo lo demás.

—El viejo Plumas Negras no parece muy contento —comentó mi hermano.

—Tampoco lo está la dama —añadió Manitas.

Me dije que los comerciantes debían de educar a sus mujeres de una manera diferente al resto de nosotros, porque estaba seguro de que mi madre no conocía algunas de las palabras que utilizaba Azucena. Me pregunté si las había aprendido en el mercado. No oí la voz del barquero. Seguramente ya estaba bien lejos, después de saltar de la canoa en cuanto vio que el choque era inminente.

—Bueno, ya está —declaró León—. Ahora todo el mundo en esta parte del lago sabrá que estamos aquí. Ya podemos olvidarnos de nuestros planes. —Se levantó para situarse a mi lado, en el centro de la canoa, que se bamboleaba cada vez más—. Si Telpochtli estuvo alguna vez aquí, ya se habrá largado. Es imposible que no haya oído.

—¡Pues en ese caso, cállate!

Mientras León se callaba, sorprendido por mi tono, me apresuré a mirar en derredor.

—¡Si se está moviendo, tendríamos que oírlo! —le expliqué—. Eso si mi amo y Azucena tuvieran la bondad de permanecer en silencio. ¿Queréis callaros? —Grité estas últimas palabras para hacerme oír por encima del barullo en la costa.

Hubo una pausa momentánea antes de que me llegara la voz incrédula de mi amo, reducida a poco más que un susurro indignado:

—¿Qué has dicho?

—¡Escuchad!

Todos escucharon.

—¿Qué es eso? —preguntó Manitas.

Él, León y yo nos volvimos simultáneamente.

—Chapoteos —dijo mi hermano—. ¿Alguien nadando?

Súbitamente todos volvimos a hablar en susurros. Los tres permanecimos todo lo inmóviles que pudimos en la canoa, que no dejaba de moverse, mientras mirábamos en la oscuridad que nos rodeaba, e incluso se callaron las voces que llegaban desde la canoa embarrancada del primer ministro.

—No alcanzo a ver...—comencé a decir.

—¿Qué es aquello? —Manitas me sujetó un brazo y tiró para que me volviera hacia donde quería que mirase—. ¿Lo ves?

—¡Sí ¡Sí! ¡Lo veo! —afirmó León.

Entonces lo vi yo también: un destello blanco, como una cortina de espuma que se levantaba de la superficie del lago. Lo vi de nuevo, pero la segunda vez había algo más: algo claro que se movía, con un movimiento como el que haría un brazo que mueve un remo frenéticamente.

Al alzar un poco más la mirada, distinguí una masa oscura que flotaba en el agua, delante mismo de nosotros y a no más de un tiro de piedra.

A mi espalda se oyó el ruido de una tela que se rasgaba cuando Manitas arrancó el taparrabo de la pala del remo.

—¡Venga, todos a remar! —León se había tumbado en el fondo de la canoa y remaba con las manos, con desesperación, y antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre lo inútil que era yo también lo estaba haciendo; las salpicaduras de agua helada me calaron hasta los huesos mientras intentaba con mis patéticos esfuerzos que la canoa ganara velocidad.

En menos que canta un gallo me dolían los brazos, tenía las plumas de mi ridícula capa aplastadas contra los muslos y a pesar de mis esfuerzos tiritaba de frío. Notaba cómo se me entumecían las manos y los pies, y sin embargo la oscura mole que teníamos delante no parecía estar más cerca. Comenzó a darme vueltas la cabeza y cerré los ojos por un momento para controlar el mareo.

Cuando los abrí de nuevo, me encontré junto a la embarcación.

Era la embarcación más grande que había visto. Me dije que seguramente la habían construido a partir de un árbol entero, y muy alto. Tenía cubierta y una cabina del tamaño de una casa pequeña se alzaba en el centro, rodeada por unos bultos informes. Apenas si tuve un momento para ver todo eso antes de que la embistiéramos con tanta fuerza que me di de morros contra la proa.

En la oscuridad, y por encima del pitido en mis oídos, oí a alguien que decía en voz baja:

—¡Hemos chocado!

A mi alrededor había ruidos y movimientos: furiosas voces masculinas y pies que corrían. La canoa parecía bambolearse, aunque en cuanto conseguí salir del angosto espacio de la proa comprendí que era mi cabeza la que daba vueltas, como consecuencia del golpe recibido en la colisión. La voz baja que había oído había sido la mía.

Me puse de rodillas, con la cabeza a nivel con la borda de la canoa, en el momento en el que un pie calzado con una sandalia se apoyaba en ella. Un instante después el pie desapareció, y la canoa se bamboleó mientras mi hermano saltaba con un grito que recordaba el de un jaguar herido. Yo aún intentaba levantarme, con el eco del grito de guerra de León resonando entre los árboles de la orilla, cuando Manitas me apartó. Oí el chasquido de su pie desnudo cuando lo apoyó donde había estado el de mi hermano y luego él también saltó a través del espacio que había entre las dos embarcaciones.

—¡Esperadme! —Mi grito sonó como un jadeo ininteligible. ¿Qué pensaban utilizar como armas?

León y Manitas saltaron por encima de la borda de la enorme embarcación. Permanecieron un instante cerca de la proa antes de correr hacia la cabina.

Cuando advertí el peligro ya era demasiado tarde.

Él había estado oculto en el otro extremo de la embarcación, agachado para no salir despedido por encima de la borda como consecuencia del choque. Para llegar hasta él, León y Manitas tendrían que rodear la cabina. Su enemigo disponía de mucho tiempo, y lo utilizó; se levantó con un movimiento lento. Las cuchillas de la espada brillaron débilmente a la luz de las estrellas mientras la levantaba por encima de la cabeza.

León se lanzó sobre él con un grito de triunfo, adelantándose a Manitas.

Entonces el chico entró en acción.

Espabilado había estado detrás de la cabina, camuflado entre los bultos informes que había a su alrededor. Cuando Manitas pasó a su lado se levantó de un salto, con el remo sujeto con las dos manos, y lo descargó contra la cabeza del desprevenido plebeyo. Oí un ruido sordo y Manitas cayó al agua con gran estrépito.

Mi hermano reaccionó con la velocidad del rayo. Pareció girar en el aire mientras se volvía para enfrentarse a la nueva amenaza que había aparecido a su espalda. Espabilado había levantado el remo una vez más. León saltó muy alto mientras se lanzaba sobre el muchacho, con la intención de evitar el arma improvisada, o detenerla en la cumbre del arco antes de que cogiera fuerza.

Espabilado dio un paso atrás. Hizo girar el remo y clavó su empuñadura en el estómago de mi hermano.

León golpeó contra la empuñadura con todo el impulso de su cuerpo, se dobló en dos con un sonoro gemido, y cayó sobre la cubierta.

Reinó un silencio siniestro.

Me levanté para avanzar cautelosamente apoyado en la borda. Unas luces bailaban ante mis ojos al ritmo de los dolorosos latidos en mi cabeza. Miré la embarcación de mi enemigo.

Nuestra canoa y la enorme embarcación no se tocaban, aunque estaban separadas por una distancia que sería fácil de saltar. La canoa se movía de una forma extraña, acompañada por un chapoteo que me intrigó hasta que advertí que tenía los pies metidos en el agua. El impacto había rajado el fondo y ahora la canoa se hundía lentamente.

El muchacho dejó caer el remo. El hombre a popa bajó la espada y me miró. Estaba demasiado lejos para verle el rostro en la oscuridad, pero ahora ya no necesitaba luz para saber quién era.

Lo llamé con un tono grave.

—¡Luz Resplandeciente!