4
En el oeste, las almas de las madres que habían muerto al dar a luz se llevaban el Sol a la tierra de los muertos.
—Es hora de irse. —Manitas guardó en la bolsa el trozo de tortilla que no se había comido—. Siempre guardo un poco para los niños —explicó.
Contemplé el agua oscura que había a nuestros pies, miré cómo se rompía la luz reflejada de las hogueras en los templos y cómo volvía a recomponerse en la estela que dibujaba una canoa.
—Me pregunto por qué lo hizo —murmuré.
—Quizá no tenía nada que perder. —Manitas bostezó—. Quizá pensó que podría ahorrarse la subida. —Se puso de pie y dejó que la capa le cubriera las rodillas—. Lo que no sé es de qué iba aquel disparate de una nave grande. ¿Qué tiene eso que ver con todo lo demás? Y aquello que dijo de los esclavos purificados que iban a la tierra de los muertos, ¿es verdad?
—Lo es. No se unen a la comitiva del Sol de la mañana como los guerreros cautivos. Claro que nosotros no se lo decimos —añadí, pensativo—. Me pregunto cómo lo sabía —Pues yo me pregunto quién será el viejo al que se lo tenemos que decir.
—No lo sé. En cualquier caso, no hablo del esclavo. Me refiero al joven comerciante, Luz Resplandeciente. Lo último que los jefes de los comerciantes hubiesen deseado que los representara ante el emperador es una criatura esquelética como ese esclavo. Ver cómo saltaba por un lado de la pirámide tuvo que ser una provocación para todos ellos. —Gestos como aquel estaban mal vistos, pues se esperaba que incluso los condenados a morir cumplieran con su papel en nuestras fiestas, a cambio del honor de una Muerte Florida. Era una vergüenza escatimar a los dioses lo que les correspondía, como había hecho el esclavo de Luz Resplandeciente—. Ese joven debe saber que se ha metido en un buen lío. Tendrá suerte si puede volver a esta ciudad. ¿Qué le hizo escoger a ese esclavo? No tiene sentido.
—Bueno, esa es la mejor parte de que te alquilen por un día —señaló Manitas, socarronamente—. No es cosa mía lo que pase a la mañana siguiente.
—Lo sé. —Me levanté con un suspiro, en el mismo momento en que el distante toque de una trompeta de concha marcaba la puesta del Sol—. La verdad es que a mí tampoco me importa. Solo quiero saber cómo voy a explicarle todo esto a mi amo.
¿Cómo iba a explicarle todo eso a mi amo? Repasé la escena mientras caminaba hacia mi casa. Me imaginé embarullándome con mi relato de los acontecimientos del día mientras permanecía sentado en cuclillas muy respetuosamente delante del anciano y esperaba que su creciente incredulidad y furia se abatieran sobre mí como una tormenta.
Los esclavos teníamos muchos derechos, porque éramos sagrados para Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, un dios caprichoso que se reía de los hombres y se deleitaba con el revés de fortuna que representaba la servidumbre. Podíamos tener posesiones, nuestro dinero, incluso nuestros esclavos. Podíamos casarnos y tener hijos que no serían esclavos de nuestros amos. No podíamos ser maltratados. Un esclavo no podía ser vendido a menos que le hubiese dado a su amo motivos, y eso solo después de la tercera ofensa. No se lo podía matar, a menos que perteneciera a aquella clase especial, los esclavos purificados destinados desde el principio a bailar y a morir en las fiestas. Esa era la ley.
Mi amo, sin embargo, era el señor Tlilpotonqui, «El que lleva plumas negras». Era el Cihuacoatl, el sumo sacerdote de la diosa llamada Mujer Serpiente, y de paso el primer sacerdote, el primer juez y el primer ministro de los aztecas. El viejo Plumas Negras era el hombre más poderoso del mundo, solo por debajo del emperador, y si no estaba exactamente por encima de la ley, sin embargo, desde donde él estaba, al menos podía mirarla a los ojos. ¿Qué pasaría si decidía que yo debía haber previsto lo sucedido con la ofrenda? Él no haría nada por sí mismo, por supuesto, pero bien podía ser que mirara a otro lado mientras Huitztic, ese monstruo sádico que tenía como mayordomo, me hiciera víctima de su cólera en nombre de mi amo.
Como me había recordado Manitas, yo había presenciado muchos sacrificios. Había visto muchos desde muy cerca, y conocía todos los pasos del ceremonial que hubiese concluido con la muerte del esclavo de Luz Resplandeciente a manos del sacerdote del fuego, porque una vez yo también había sido sacerdote.
El templo y la casa de los sacerdotes había sido mi mundo desde mis primeros años, desde el día en que mi padre, orgulloso a más no poder porque habían aceptado a su hijo en la dura escuela que nosotros llamábamos la Casa de las Lágrimas, me había entregado a unos siniestros desconocidos vestidos de negro.
Llamábamos la Casa de las Lágrimas a la casa de los sacerdotes con toda razón: lloré cuando vi marchar a mi padre, y cuando me frotaron el rostro con hollín y me hicieron cortes en las orejas para que mi sangre salpicara el rostro del ídolo, y después lloré muchas veces más durante las sangrías rituales, los ayunos, las vigilias, las interminables repeticiones de los himnos y el Libro de los Días, las palizas por la más mínima falta. Sin embargo, con el paso de los años me endurecí: aprendí a pasar sin comida y sin dormir, a que no me importara tener los cabellos desgreñados y llenos de piojos, y la piel siempre sucia con sudor rancio y sangre seca. Aprendí a amar el mundo de los sacerdotes, porque a él pertenecía, y porque incluso el más feroz de los guerreros, al ver mi rostro tiznado de hollín y sucio de sangre cuando me acercaba a él en una callejuela o en un sendero junto a un canal, se hacía a un lado para cederme el paso. Las lágrimas que derramé el primer día no fueron más amargas que aquellas otras de años más tarde, cuando me lo quitaron todo y me devolvieron sin más al mundo.
Ahora tenía muchas razones para no querer recordar aquel tiempo, pero mientras me acercaba a la residencia del primer ministro, pensé en todos los sacrificios que había presenciado como sacerdote, en las mil y una maneras que habían enviado a los dioses a hombres, mujeres y en ocasiones también a niños, y comprendí que Manitas estaba en lo cierto: nunca había visto un sacrificio como aquel. No era solo la manera en que había muerto el hombre o sus extrañas palabras, en un tono profético, cuando se preparaba para saltar. Había habido algo irreal en la manera en que él y su amo se habían comportado durante el día —desde la primera aparición del esclavo, un tipejo esquelético, a la desaparición del comerciante— que me hacía creer que ambos habían estado interpretando un papel. Pero no se me ocurría cómo podría haber previsto lo que finalmente había pasado.
Por lo tanto, mi amo no tenía nada que reprocharme. Me lo repetí mientras recorría inquieto las pocas calles que había desde el Corazón del Mundo hasta su casa. Lo murmuraba por lo bajo, con la ilusión de convencerme de que el primer ministro quizá lo vería de la misma manera, cuando al tomar el angosto sendero que bordeaba el canal que pasaba junto a su casa, tropecé con un gigantón que avanzaba apresuradamente en la dirección opuesta.
—¡Apártate de mi camino, condenado...!
—Lo siento —dije, antes de que otra voz, una que conocía demasiado bien, nos interrumpiera a los dos.
—¡Yaotl! ¡Aquí estás, maldito gusano! ¡Te hemos estado buscando por toda la ciudad!
La incredulidad y la renovada afirmación de las injusticias de la vida me hicieron gemir. Miré de nuevo al gigantón, atento a la porra que llevaba entre sus garras, y a sus compañeros, que tenían el aspecto de haber sido tallados con el mismo granito, y finalmente al hombre que los mandaba, el dueño de la voz conocida, solo un poco más pequeño pero no menos temible que su escolta.
Vestía una capa amarilla con un vivo rojo, larga hasta las pantorrillas y con una caída que solo podía tener la tela de algodón más fina, y orejeras cilíndricas en los lóbulos. Unas cintas blancas sujetaban firmemente sus cabellos, recogidos en un moño en la nuca. Tenía el cuerpo tiznado con hollín, como el de un sacerdote. Calzaba sandalias amarillas con unos cordones muy anchos. Su aspecto proclamaba claramente lo que era: un distinguido guerrero cuyas hazañas habían sido recompensadas con un alto cargo. Un observador atento y conocedor hubiese sabido que era uno de los condestables, los hombres que mantenían el orden en la ciudad apaleando, estrangulando, lapidando o descuartizando a aquellos que los jueces habían condenado. Quizá hubiese podido también citar el nombre del cargo: Atenpanecatl, el Guardián de la Orilla. Y, claro está, hubiese sabido que la escolta de ese oficial, con sus peinados en forma de columna de piedra y sus capas blancas y azules, eran curtidos veteranos dispuestos a utilizar las porras a la primera orden.
No obstante, yo no necesitaba ningún observador para que me lo dijera. Lo hubiese sabido sin ver la capa, los adornos o a los guardaespaldas. Por mucho que lo deseara, me resultaba muy difícil no reconocer a mi propio hermano.
—Mamiztli —respondí con la mayor frialdad posible, mientras sus matones me miraban sin tener claro si debían inclinarse tres veces ante mí o partirme el cráneo de un garrotazo—. Es un honor inusitado. ¿Desde cuándo los condestables transmiten sus mensajes personalmente al esclavo del primer ministro?
El nombre de mi hermano no podía ser más preciso. Significaba «León de la montaña», y ningún león de la montaña dedicó nunca a la gacela que yacía temblorosa entre sus patas una mirada tan feroz como la que me dirigió. Se la devolví, impasible.
—Más honor de lo que crees, hermano —me aseguró—. No hemos venido a buscar al señor de las plumas negras. Te buscamos a ti.
—Tendrás que esperar. —Miré con desconfianza a su escolta e intenté que mi voz no temblara—. No puedo tener esperando al primer ministro, ya sabes.
—Oh, sí que puedes. No soy yo quien quiere verte.
—Entonces, ¿quién...? —Me interrumpí porque sabía la respuesta, y saberlo fue como si una garra helada me retorciera de pronto las entrañas. ¿Quién podía estar por encima del primer ministro?
—Pues el emperador, por supuesto. ¡Te felicito, hermano! ¡Has conseguido llamar la atención del señor Moctezuma!